1

—Me parece que debe ser muy duro para Alfred —dijo Dirk— tenerse que quedar en tierra, ahora que empieza el baile.

McAndrews lanzó un gruñido poco comprometedor.

—No podíamos ir los dos —respondió—. El Cuartel General ya queda bastante diezmado así. Sois ya demasiados los que creen que esto es una excusa para pasar unas vacaciones.

Dirk resistió difícilmente la tentación de dar una respuesta. En todo caso, su presencia no podía ser considerada como estrictamente necesaria. Evocó una compasiva imagen del pobre Matthews contemplando tristemente el sucio Támesis y orientó sus pensamientos hacia otras cosas más felices.

La costa de Kent era todavía visible a popa porque la nave no había alcanzado aún su máxima velocidad y altura. No tenía apenas sensación de movimiento, pero súbitamente Dirk tuvo un indefinible sentido de cambio. Otros debieron notarlo también, porque Leduc, que estaba sentado frente a él, le hizo una señal de satisfacción.

—Los chorros empiezan a funcionar —dijo—. Ahora van a parar las turbinas.

—Lo cual quiere decir —intervino Hassell—: que vamos a más de mil millas.

—¿Nudos, millas o kilómetros por hora, o varas, brazas o leguas por microsegundo? —preguntó alguien.

—¡Por el cielo —gruñó uno de los técnicos—, no empecemos esta discusión otra vez!

—¿Cuándo llegamos? —preguntó Dirk, que sabía muy bien la respuesta, pero quería cambiar de conversación.

—Tocaremos Karachi dentro de unas seis horas, tendremos seis horas de sueño y estaremos en Australia dentro de veinticuatro. Desde luego, tenemos que añadir, o restar, aproximadamente medio día de diferencia horaria, pero esto puede hacerlo otro.

—Eso es trabajo suyo, Vic —dijo Richards riendo, dirigiéndose a Hassell—. La última vez que dio usted la vuelta al mundo necesitó noventa minutos.

—No hay que exagerar —dijo Hassell—. Iba retrasado y requirió sus buenos cien. Además, transcurrió un día y medio antes de que pudiese bajar de nuevo.

—La velocidad está muy bien —dijo filosóficamente—, pero le da a uno una falsa impresión del mundo. Lo mandan a uno de un sitio a otro en pocas horas y olvida que hay algo entremedio.

—Completamente de acuerdo —intervino Richards inesperadamente—. Viajemos aprisa cuando es necesario, pero en otro caso nada puede ganar al viejo buen yate de vela. Cuando era chiquillo pasé la mayor parte de mi tiempo libre navegando por los Grandes Lagos. A mí que me den cinco millas por hora…, o veinticinco mil. No me gustan los ferrocarriles ni los aviones ni nada intermedio.

La conversación adquirió entonces un carácter técnico y degeneró en una discusión sobre los méritos relativos de los chorros y cohetes. Alguien hizo observar que los aviones de hélice podían verse todavía haciendo un trabajo eficaz en los más obscuros rincones de China, pero sus afirmaciones fueron rechazadas. Unos minutos después, Dirk tuvo una satisfacción cuando McAndrews le brindó hacer una partida de ajedrez en un tablero miniatura.

Perdió la primera partida mientras volaban sobre la Europa del Sudeste y se quedó dormido antes de terminar la segunda, probablemente bajo la acción de algún instinto defensivo, porque McAndrews era mucho mejor jugador que él. Se despertó en Irán, a tiempo de apearse y volver a dormir. No era, por lo tanto, sorprendente que cuando Dirk llegó al mar de Timor y reajustó su reloj a la hora australiana, no estuviese muy seguro de si estaba despierto o no.

Sus compañeros, que habían sincronizado su sueño de una manera más eficiente, estaban en mejor forma y comenzaron a reunirse alrededor de las portillas de observación al acercarse el final de su viaje. Habían cruzado un árido desierto con alguna que otra zona fértil durante más de dos horas, cuando Leduc, que había estado observando el mapa, súbitamente gritó:

—¡Allí está, allí, a la izquierda!

Dirk siguió la dirección del dedo. De momento no vio nada; después vio, a muchas millas de allá, los edificios de una pequeña población compacta. En un lado de ella había una pista de despegue, y más allá, una línea negra casi invisible que se extendía a través del desierto. Parecía una carretera inusitadamente recta; después Dirk se dio cuenta de que iba de ninguna parte a ninguna parte. Eran las primeras cinco millas de la carretera que llevaría a sus amigos a la Luna.

Pocos minutos después tenían debajo la gran pista de lanzamiento, y con cierta emoción Dirk vio el proyectil alado, que era el «Prometheus», brillando en el campo de aviación. Reinó un silencio absoluto y todos contemplaban aquel diminuto dardo plateado que sólo pocos de ellos habían visto hasta entonces en planos o fotografías. Después, a medida que fueron bajando, quedó oculto por un bloque de bajos edificios, y por fin tomaron tierra.

—¡Conque esto es Luna City! —dijo alguien sin entusiasmo—. Parece una población del desierto de los buscadores de oro.

—Quizá lo es —dijo Leduc—. ¿Por aquí solía haber minas de oro, no?

—¿Supongo que sabe usted que Luna City fue construida por el Gobierno británico en 1950, como base de investigaciones de los cohetes? —dijo McAndrews en tono ampuloso—. Originalmente tenía un nombre indígena; algo que tenía que ver con arcos y flechas, me parece…

—Me pregunto qué deben pensar los aborígenes de todas estas andanzas. ¿Quedan todavía algunos en las montañas, verdad?

—Sí, hay una reserva indígena a algunas millas de aquí, fuera de la línea de fuego. Probablemente deben pensar que estamos locos, y seguramente están en lo cierto.

El autobús que había recogido a los tripulantes del avión de línea se detuvo delante de un gran edificio ocupado por las oficinas.

—Dejen sus equipajes aquí —les advirtió el conductor—. Aquí es donde tienen ustedes habitaciones reservadas.

Nadie quedó muy encantado del alojamiento. Los alojamientos de Luna City consistían principalmente en tiendas militares, algunas de las cuales tenían, por lo tanto, treinta años. Los edificios más modernos serían seguramente ocupados por los residentes en permanencia y los visitantes estaban llenos de melancólico porvenir.

Luna City, como era llamada desde hacía cinco años, no había perdido nunca su antiguo sabor militar. Estaba dispuesta como un campamento, y aun cuando algunos enérgicos jardineros aficionados habían hecho lo posible por darle cierta alegría, sus esfuerzos sólo habían servido para poner más en relieve su general sordidez y uniformidad.

La población normal del lugar era alrededor de tres mil almas, de las cuales la mayoría eran técnicos y científicos. Durante los siguientes días se produciría un reflujo limitado sólo por el alojamiento…, y quizá ni por esto. Una compañía había mandado ya una consignación de tiendas de campaña y su personal estaba haciendo indagaciones acerca del tiempo que hacía en Luna City.

Dirk vio con cierto alivio que el alojamiento que se le había destinado era, aunque pequeño, limpio y confortable. Una media docena de miembros del personal administrativo ocupaban también el edificio, mientras en el otro lado, Collins y los demás científicos de Southbank formaban una segunda colonia. Los «Cockneys», como ellos mismos se habían bautizado, habían dado animación al lugar poniendo carteles como «Metro» o «Autobús 25».

El primer día en Australia fue, en su mayor parte, consagrado por los mecánicos a instalarse y aprender la geografía de la «ciudad». La pequeña población tenía una cosa en su favor; era compacta y la alta torre del centro meteorológico formaba un buen jalón. La pista de aterrizaje estaba a unas dos millas y el extremo de la de despegue una milla más allá. A pesar de que todo el mundo tenía ansia de ver la nave del espacio, la visita tuvo que aplazarse hasta el día siguiente. En todo caso, Dirk estuvo demasiado ocupado durante las primeras doce horas tratando de localizar sus notas y observaciones que parecían haberse extraviado entre Calcuta y Port Darwin. Finalmente, las encontró en los Almacenes Técnicos, que estaban a punto de reexpedir el paquete a Inglaterra en vista de que no conseguían encontrar su nombre en la lista establecida por el Interplanetario.

Al final de aquel primer día agotador, Dirk tuvo todavía fuerzas suficientes para consignar en su diario sus impresiones.

«Medianoche: Luna City, como la llamó Ray Collins, parece poder ser un lugar “divertido”, si bien me parece que la “diversión” debe desaparecer al cabo de un mes o dos. El alojamiento es bastante razonable, pese a que el amoblamiento es más bien escaso y no hay agua corriente en el edificio. Tendré que recorrer media milla para poder tomar una ducha, pero no sé si vale realmente la pena.

»McA. y alguna de su gente viven en este mismo edificio. Hubiera preferido estar alojado con Collins y los suyos, pero me es difícil pedir el traslado.

»Luna City me recuerda las bases de la «Air Force» que he visto en las películas de guerra. Tiene la misma apariencia triste y eficiente y la misma atmósfera de incesante energía. Y como las bases aéreas, sólo existe por una máquina; la nave del espacio en lugar del bombardero.

»Desde mi ventana puedo ver a una extensión de un cuarto de milla la sombría forma de algunos edificios de oficinas que parecen completamente inadecuados en este desierto bajo las brillantes estrellas. Algunas ventanas están todavía iluminadas, y yo me imagino a los científicos trabajando febrilmente contrarreloj para solventar las últimas dificultades. Pero, en realidad, lo que sé es que los científicos están metiendo un ruido del infierno en el edificio de al lado dando una fiesta a sus amigos. Probablemente el consumidor de bencina a medianoche debe ser algún infortunado, contable o comerciante tratando de poner en orden su contabilidad.

»Bastante lejos, a la izquierda, por una brecha entre los edificios, puedo ver una estrecha franja de luz que se extiende hasta el horizonte. El «Prometheus» yace allá, bañado por los chorros de luz. Es extraño pensar que la nave, o mejor dicho «Beta», ha estado ya en el espacio una docena de veces o más, en las expediciones de suministro de combustible. Y, sin embargo, «Beta» pertenece a nuestro planeta, mientras «Alfa», que está todavía ligada a Tierra, pronto figurará entre las estrellas para no volver a tocar jamás la superficie de este mundo. Todos tenemos gran ansia por ver la nave, y mañana no perderemos tiempo al trasladarnos al lugar del lanzamiento.

»Más tarde: Ray ha venido a buscarme para reunirme con sus amigos. Me he sentido halagado, porque he observado que McA. & Co. no estaban invitados. No puedo recordar los nombres de nadie de los que me han presentado, pero fue muy divertido. Y ahora, a la cama».