8

Maude Hassell no había necesitado complicadas explicaciones cuando su marido le dijo que se iba a «dar una vuelta por el Parque». Comprendió perfectamente y sólo expresó su esperanza de que no fuese reconocido y de que estuviese de vuelta para el té. Ambos anhelos estaban destinados a causar un desengaño, tal como estaba segura de que ocurriría.

Victor Hassell había vivido en Londres casi toda su vida, pero sus primeras impresiones de la ciudad eran todavía vivas y seguían ocupando el primer lugar en sus afectos. Siendo estudiante de ingeniero vivió en el barrio de Paddington y cada día iba al colegio atravesando Hyde Park y Kensigton Gardens. Cuando pensaba en Londres no imaginaba calles populosas ni edificios famosos en el mundo, sino apacibles avenidas de árboles y vastos jardines, y las anchas arenas de Rotten Row en las cuales los matinales jinetes domingueros seguirían todavía galopando en sus hermosos caballos cuando las primeras naves de la humanidad regresasen de las estrellas. Y no tenía ninguna necesidad de recordar a Maude su primer encuentro en las orillas del Serpentine, hacía sólo dos años, pero ya alejado de toda una vida. A todos estos sitios tenía ahora que decirles adiós.

Pasó algún tiempo en South Kensington, paseando por delante de los viejos colegios que ocupaban en sus recuerdos una parte tan importante. No habían cambiado; los estudiantes eran los mismos que en sus tiempos, con sus reglas de cálculo en el bolsillo, como él. Parecía un poco extraño pensar que hacía casi un siglo H. G. Wells había sido uno de los más estudiosos y aplicados discípulos.

Dejándose llevar por el impulso, Hassell entró en el Museo de Ciencia y se detuvo, como había hecho tantas veces de chiquillo, delante de la copia del biplano de Wright. Hacía treinta años la máquina original había estado colgada en aquella vasta galería, pero hacía ya muchos que había sido devuelta a los Estados Unidos y pocos recordaban ya la encarnizada lucha de Orville Wright con la Smithsonian Institution que fue causa de su destierro.

Setenta y cinco años, una larga vida, no más, se extendían entre el frágil armazón de madera que había volado algunos metros sobre el suelo de Kitty Hawk y el enorme proyectil que en breve sería mandado a la Luna. Y no dudaba de que en el trascurso de otra vida, el «Prometheus» parecería tan extraño y primitivo como ahora aquel insignificante biplano suspendido sobre su cabeza.

Al salir a Exhibition Road, Hassell encontró un sol radiante. Hubiera podido estar algún tiempo más en el museo pero vio demasiada gente que lo estaba mirando con excesivo interés. Sus probabilidades de pasar desapercibido eran, imaginó, probablemente, muchas menos en el interior de aquel museo que en cualquier otra parte del mundo.

Cruzó lentamente el parque por aquellos senderos que tan bien conocía, deteniéndose algunas veces para contemplar panoramas que quizá no volvería a ver nunca más. No había nada morboso en el hecho de que se diese cuenta de ello; podía incluso apreciar con cierta indiferencia la creciente intensidad que daba a sus emociones. Como la mayoría de los hombres, Victor Hassell tenía miedo a la muerte; pero había ocasiones en que un cierto riesgo estaba justificado. Esto, en todo caso, había sido verdad cuando sólo tenía que pensar en sí mismo. Su único deseo era poder demostrar que seguía siendo verdad ahora, pero hasta entonces había fracasado en su intento.

No lejos de Marble Arch había un banco dpnde Maude y él se habían sentado muchas veces antes de su matrimonio. Allí se había declarado muchas veces, y ella lo había rechazado casi, pero no del todo, otras tantas. Se alegró de ver que en aquel momento estaba desocupado y se dejó caer en él con un suspiro de satisfacción.

Su satisfacción tuvo, sin embargo, corta vida, pues pocos minutos después se sentó también un anciano caballero con una pipa y el Manchester Guardian. (Que alguien se propusiese guardar Manchester era una cosa que siempre había asombrado en extremo a Hassell.) Decidió marcharse, después de un intervalo, pero antes de que pudiese hacerlo sin parecer descortés hubo una nueva interrupción. Dos muchachos que habían estado jugando en la calle iniciaron súbitamente un viraje a estribor y se dirigieron al banco. Lo miraron fijamente con aquella inexpresión que tienen algunos chiquillos y el mayor de ellos le dijo en tono de acusación: «¡Oiga, mister, ¿no es usted Vic Hassell?»

Hassell les dirigió una mirada escrutadora. Se veía claramente que eran hermanos y formaban una pareja francamente desagradable. Se estremeció ligeramente al darse cuenta de hasta qué punto el parentesco depende del azar.

En circunstancias normales, Hassell hubiera contestado afirmativamente a la acusación, pues no había olvidado muchos de sus entusiasmos escolares. Hubiera incluso contestado en este mismo sentido si se hubiesen dirigido a él de una forma más cortés, pero aquellos dos rapaces parecían estar haciendo oposiciones a la Academia del Dr. Fagin para Jóvenes Delincuentes.

Los miró fijamente, y en su mejor acento de Mayfair circa 1920, dijo:

—Son las tres y media y no tengo cambio de seis peniques.

Ante este magistral non sequitur, el más joven de los dos se volvió hacia su hermano y le dijo con calor:

—¡Hey, George, ya te he dicho yo que no lo era!

El otro lo estranguló lentamente tirando de su corbata y prosiguió como si nada hubiese ocurrido.

—Usted es Vic Hassell, el tío del cohete.

—¿Es que me parezco a Mr. Hassell? —dijo Hassell en tono de indignada sorpresa.

—Sí.

—Es curioso, no me lo habían dicho nunca.

Esta declaración podía ser tendenciosa, pero era la pura verdad. Los dos muchachos lo miraron pensativos; el más joven se permitía ya el lujo de volver a respirar. Súbitamente George apeló al lector del Manchester Guardian, si bien había un cierto tono de duda en su voz.

—¿Eh, nos está engañando, mister, no es verdad?

Por encima del periódico un par de lentes asomaron y lo miraron con expresión de búho. Después se fijaron en Hassell que empezaba a sentirse incomodado. Hubo un silencio largo, reflexivo. Después el desconocido golpeó su periódico y dijo severamente.

—Aquí hay una foto de mister Hassell. La nariz es completamente diferente. Y ahora largaos, por favor.

La barricada de papel volvió a elevarse. Hassell miró a lo lejos, ignorando a sus inquisidores que siguieron mirándolo incrédulos durante otro minuto. Finalmente, con gran alivio por su parte, empezaron a alejarse, sin dejar de discutir.

Hassell se estaba preguntando si tenía que dar las gracias a su desconocido defensor, cuando éste dobló el periódico y se quitó las gafas.

—¿Sabe usted —dijo con una ligera tosecilla— que hay una sorprendente semejanza?

Hassell se estremeció. Pensó si tenía que confesar la verdad, pero decidió no hacerlo.

—Si tengo que decir la verdad —confesó—, me ha causado ya algunas molestias.

El desconocido lo miró fijamente, si bien en sus ojos había una mirada nebulosa, lejana.

—¿Se van a Australia mañana, verdad? —dijo retóricamente—. ¿Supongo que no tienen más de un cincuenta por ciento de probabilidades de volver de la Luna, verdad?

—Yo diría que tienen muchas más.

—De todos modos, hay una probabilidad, y me parece que el joven Hassell debe estar en estos momentos preguntándose si volverá a ver Londres alguna vez… Sería interesante saber qué debe estar haciendo; se podrían aprender muchas cosas, con él.

—Así lo creo —dijo Hassell, agitándose nervioso en su asiento y preguntándose cómo podría hacerlo para marcharse.

El desconocido, sin embargo, estaba de humor locuaz.

—Aquí hay un artículo —dijo, agitando su arrugado periódico— sobre las implicaciones del vuelo al espacio y los efectos que puede producir en la vida cotidiana; todas estas cosas están muy bien, pero ¿cuándo nos van a dejar tranquilos?

—No acabo de entenderlo —dijo Hassell, sin una completa sinceridad.

—En este mundo hay sitio para todos y si lo gobernamos debidamente no encontraremos ninguno mejor, aunque andemos rondando por el Universo.

—Quizá apreciemos verdaderamente la Tierra una vez hayamos hecho esto que usted dice —dijo Hassell.

—¡Sí, más locos todavía! ¿Es que no vamos a estar nunca tranquilos y vivir en paz?

Hassell, que había oído ya este argumento otras veces esbozó una sonrisa.

—El sueño de los Comedores de Loto —dijo— es una agradable fantasía para el individuo, pero sería la muerte para la raza.

Sir Robert Derwent había hecho una vez esta observación y había llegado a ser la cita favorita de Hassell.

—¿Los «Comedores de Loto»? Veamos… ¿qué dice Tennyson sobre ellos? Nadie lo lee hoy…

«¿Puede hallarse acaso la Paz

trepando siempre por la ascendente ola?…»

—Bien, joven, ¿qué le parece?

—Para alguna gente, sí —dijo Hassell—. Y quizá cuando el vuelo por el espacio sea un hecho se precipite todo el mundo hacia los planetas y dejen los «Comedores de Loto» a sus sueños. Esto contentaría a todo el mundo.

—¿Y los humildes heredarán la Tierra, verdad? —dijo su compañero, que por lo visto tenía una mentalidad literaria.

—Puede decirlo así —dijo Hassell mirando automáticamente su reloj decidido a no enzarzarse en una discusión que sólo podía dar un resultado—. ¡Dios mío, tengo que marcharme! Gracias por la conversación.

Se levantó para marcharse, convencido de haber guardado su anonimato bastante bien. El desconocido le dirigió una curiosa sonrisa y tranquilamente, dijo:

—Adiós… —Esperó a que Hassell se hubiese alejado veinte pies y levantando la voz le gritó—: ¡Y buena suerte… Ulises!

Hassell se detuvo en seco; después dio media vuelta y volvió sobre sus pasos, pero el otro estaba ya dirigiéndose a buen paso en dirección de High Park Corner. Vio la alta y demacrada silueta perderse entre la muchedumbre y sólo entonces se dijo, con voz explosiva:

—¡Vaya por Dios…!

Y encogiéndose de hombros se dirigió hacia Marble Arch pensando escuchar una vez más los espontáneos oradores que tanto lo habían divertido durante su juventud.

Dirk no necesitó mucho tiempo para comprender que, bien pensado, la coincidencia no era tan sorprendente como parecía. Hassell, recordó, vivía en el West London. ¿Qué más natural que también él estuviese dirigiendo las últimas miradas a la ciudad? Podía incluso ser su última mirada, en un sentido más estricto que en el caso de Dirk.

Sus ojos se encontraron a través de la muchedumbre. Hassell le dirigió una señal de reconocimiento, pero Dirk no creía que pudiese recordar su nombre. Se abrió paso a través de la muchedumbre y fue a presentarse al joven piloto. Hassell hubiera probablemente preferido que lo dejasen en paz, pero le fue difícil dar media vuelta sin decir nada. Más aún, siempre había sentido deseos de conocer al inglés y aquella oportunidad era demasiado buena para dejarla escapar.

—¿Ha oído usted el último discurso? —pregunto a modo de inicio de conversación.

—Sí —respondió Hassell—. Pasaba por aquí casualmente y he oído lo que estaba diciendo el tipo éste. Lo he visto ya muchas veces por aquí. Es uno de los ejemplares más sensatos. ¿Todo esto es un galimatías, no cree usted? —Se echó a reír y señaló hacia el grupo de gente con el brazo.

—Mucho —respondió Dirk—. Pero me alegro de haber visto la máquina en acción: Es verdaderamente curioso.

Mientras hablaba iba estudiando a Hassell atentamente. No era cosa fácil juzgar de su edad, que podía oscilar entre los veinticinco y los treinta y cinco años. Era de corpulencia ligera, con las facciones duras y el cabello castaño y lacio. Una cicatriz, producto de su primer accidente de aviación, cruzaba diagonalmente su mejilla izquierda, pero sólo era visible cuando la piel se ponía tirante.

—Después de oír este sermón —dijo Dirk—, hay que confesar que el Universo no parece ser un lugar muy lleno de atractivos. No es de extrañar que muchos prefieran quedarse en casa.

Hassell se echó a reír.

—Es curioso que diga usted esto. Acabo de hablar con un anciano caballero que decía lo mismo. Me ha conocido, pero fingió ignorarlo. El argumento que esgrimí fue que hay dos clases de mentalidades; la aventurera, el tipo inquisitivo, y el hogareño, que está encantado de quedarse sentado en su jardín. Yo creo que los dos son necesarios; me parece una tontería pretender que uno tiene razón y el otro no.

—Yo creo que soy un híbrido de los dos —dijo Dirk—. Me gusta estar sentado en mi jardín, pero me gusta también de vez en cuando encontrar alguno de estos trotamundos que me cuenta las cosas que ha visto.

Se interrumpió repentinamente, y añadió:

—¿Qué le parecería a usted ir a tomar una copa a alguna parte?

Se sentía cansado y sediento, y lo mismo le ocurría a Hassell.

—Sólo un momento, entonces —dijo Hassell—. Quiero estar de vuelta antes de las cinco.

Dirk se hacía cargo, si bien en este caso no sabía palabra de las preocupaciones domésticas de Hassell. Dejó que éste lo remolcase hacia el gran salón del Cumberland, donde se instalaron confortablemente delante de dos grandes vasos de cerveza.

—No sé si está usted enterado de mi misión —dijo Dirk con una leve tosecilla como para excusarse.

—Pues en realidad, sí —respondió Hassell, con una sonrisa alentadora—. Nos preguntábamos precisamente cuándo se dedicaría usted a nosotros. ¿Es usted experto en motivos e influencias, verdad?

Dirk quedó un poco sorprendido, así como embarazado, de ver hasta dónde se había extendido su fama.

—Pues… sí… —confesó—. Desde luego —añadió inmediatamente—, no me intereso en principio por los casos individuales, pero para mí es muy útil saber cómo cada individuo empezó a interesarse por la astronáutica.

Se preguntó si Hassell mordería el anzuelo. Al cabo de un momento comenzó a titubear y Dirk sintió toda la emoción del pescador de caña que ve el flotador moverse finalmente sobre la superficie de un plácido lago.

—Hemos discutido este punto con frecuencia en la «Nursery» —dijo Hassell—. La respuesta no es sencilla. Depende de cada individuo.

Dirk guardó un alentador silencio.

—Considere a Taine, por ejemplo. Es el científico puro, buscando el conocimiento e interesándose poco por las consecuencias. Por esto, a pesar de su talento, será siempre un hombre inferior al Director General. No es que critique, fíjese usted… Un Sir Robert es probablemente bastante para una generación.

»Clinton y Richards son ingenieros y aman la maquinaria por ella misma, sí bien son mucho más humanos que Taine. Supongo que ya sabe usted cómo recibe Jimmy a los periodistas que no le gustan… Clinton es un hombre muy especial y no se sabe nunca exactamente lo que pasa por su cerebro. En ambos casos, sin embargo, fueron elegidos para su misión, no anduvieron detrás de ella.

»Pierre es tan diferente de los demás como es posible serlo. Es el tipo que le gusta la aventura por misma, por esto se hizo piloto. Éste fue su gran error, si bien entonces no se dio cuenta. No hay nada aventurero en el vuelo del cohete; o todo sale conforme al plan, o… Bang»

Hizo el gesto de descargar su puño sobre la mesa, pero se detuvo en el último instante, de forma que los vasos no vibraron apenas. La instintiva precisión del gesto llenó a Dirk de admiración. No podía, sin embargo, dejar que las observaciones de Hassell quedasen sin respuesta.

—Creo recordar —dijo Dirk—, un pequeño contratiempo que debió procurarle a usted unas ciertas… emociones.

Hassell sonrió con escepticismo.

—Estas cosas ocurren una vez de cada mil. Las restantes novecientas noventa y nueve, el piloto está allí únicamente porque pesa menos que la maquinaria que puede reemplazarlo.

Hizo una pausa, mirando por encima del hombro de Dirk y una lenta sonrisa apareció en su rostro.

—La fama tiene sus compensaciones —dijo lentamente—. Una de ellas se está aproximando ya.

Un dignatario del hotel se dirigía hacia ellos empujando una mesita de ruedas con la seriedad de un sumo sacerdote llevando un sacrificio hacia el altar. Se detuvo delante de ellos y sacó una botella que, a juzgar por la telaraña que la recubría, Dirk consideró tenía más años que él.

—Con todos los respetos de la Dirección —dijo el empleado inclinándose delante de Hassell, que hizo unos ruiditos de apreciación con la lengua, pero mostraba cierta inquietud ante la atención que estaba ya despertando por todas partes.

Dirk no entendía nada en vinos, pero no creía que aquel complicado arte pudiese encontrar la manera de fabricar un vino que se deslizase más voluptuosamente por la garganta. Era un líquido tan discreto, tan bien «criado», que no tuvieron la menor vacilación en brindar por ellos mismos, después por el Interplanetario y finalmente por la nave «Prometheus». Su estimación del obsequio deleitó de tal forma a la Dirección que en el acto hubiera hecho aparición otra botella, de no haberla Hassell rechazado graciosamente, explicando que era ya demasiado tarde, lo cual era exactamente la verdad.

Se separaron de buen humor en las escaleras del metro, con la sensación de que la tarde había tenido un brillante finale. Sólo, una vez Hassell se hubo marchado, Dirk se dio cuenta de que el joven piloto no le había dicho nada, absolutamente nada, acerca de sí mismo. ¿Era modestia… o mera falta de tiempo? Se había prestado con una sorprendente facilidad a hablar de sus colegas; parecía incluso que su vehemente deseo fuese alejar su atención de sí mismo.

Dirk permaneció algún tiempo reflexionando; después, silboteando una canción emprendió el camino de regreso, siguiendo Oxford Street. A su espalda, el sol iba declinando, cerrando su última tarde de Londres.