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El hecho de saber que aquél era su último día en Londres llenaba a Dirk de un culpable pesar. Pesar, porque no había visto prácticamente nada de la ciudad; culpable porque no podía dejar de reconocer que esto era en parte culpa suya. Verdad era que había estado terriblemente ocupado pero mirando atrás, hacia las semanas transcurridas, era difícil creer que sólo había estado dos veces en el British Museum y en la catedral de San Pablo sólo una. No sabía cuándo volvería a ver Londres, porque tenía que regresar directamente a América.

Hacía un día más bien frío y era probable que más tarde lloviese. No tenía en su casa nada que hacer porque todos sus papeles habían sido enviados ya y le precedían estando ya a medio viaje alrededor del mundo. Había dicho adiós a la mayoría de los miembros del Interplanetario, a quienes no volvería a ver más y a los otros tendría que verlos todavía en el aeropuerto de Londres la mañana siguiente a primera hora. Matthews, que le había cobrado al parecer un gran afecto, lo había despedido casi con lágrimas en los ojos e incluso sus compañeros de lucha, Sam y Bert, habían insistido en dar una pequeña fiesta de despedida en la oficina. Cuando se alejó de Southbank por última vez, Dirk se dio cuenta con el corazón encogido, de que estaba diciendo adiós también a una de las épocas más felices de su vida. Había sido feliz porque había estado ocupado, porque había puesto en juego todas sus posibilidades hasta el máximo y, por encima de todo, porque había vivido entre hombres cuyas vidas tenían un propósito que ellos sabían mayor que ellos mismos.

Entre tanto, tenía un día libre delante de él y no sabía en qué ocuparlo. Teóricamente, esta situación podía ser considerada imposible; y, no obstante, era así.

Entró en una apacible plazuela preguntándose si había sido prudente salir sin impermeable. Estaba sólo a algunos metros de la Embajada donde tenía un pequeño asunto que solventar, y tuvo la osadía de tomar un camino que creyó más corto. Como resultado de ello se encontró perdido al poco tiempo en el dédalo de callejuelas y «culs-de-sac» que hacen de Londres una continua fuente de exasperantes deleites. Sólo el afortunado encuentro del monumento a Roosevelt le permitió orientarse de nuevo.

Un almuerzo en compañía de uno de sus amigos de la Embajada en su club favorito ocupó la primera parte de la tarde y por fin quedó abandonado a sus propios recursos. Podía ir donde quisiera, podía visitar lugares que de otra manera siempre más lamentaría haber omitido. Y, sin embargo, una especie de inquieto letargo le imposibilitaba de hacer otra cosa que vagar sin rumbo por las calles. El sol había finalmente afirmado sus derechos y la tarde era tibia y agradable. Era agradable recorrer las callejuelas alejadas y tropezar con algún edificio más antiguo que los Estados Unidos… ostentando, sin embargo, letreros como «Grosvenor Radio & Electronic Corporation» o «Provincial Airways Ltd»..

A última hora de la tarde Dirk salió a un sitio que juzgó tenía que ser Hyde Park. Durante una hora anduvo rondando por las avenidas manteniéndose siempre a la vista de las calles adyacentes. El Albert Memorial lo dejó paralizado de incredulidad durante algunos minutos, pero finalmente huyó de su hipnótico hechizo y decidió cortar a través del parque hasta Marble Arch.

Había olvidado la apasionada oratoria por la cual el lugar era famoso, y era ciertamente muy divertido ir de un grupo a otro escuchando los oradores y sus críticos. ¿Qué podía haber dado a la gente la extravagante idea de que el inglés era reservado y poco comunicativo?, se preguntaba…

Durante algún tiempo permaneció subyugado por un dúo entre un orador y su contrincante durante el cual ambos sostenían con igual pasión que Karl Marx había… o no había… hecho una cierta observación. A Dirk le fue imposible averiguar de qué observación se trataba y empezaba a sospechar que los mismos contrincantes lo habían olvidado hacía ya tiempo también. De cuando en cuando, oportunas intervenciones eran procuradas por el subyugado auditorio, que no tenía con toda seguridad una opinión muy arraigada sobre la materia, pero quería mantener hirviente la marmita.

El siguiente orador estaba consagrándose a demostrar, al parecer con la ayuda de los textos de la Biblia, que el Día del Juicio estaba próximo. Aquello recordó a Dirk los apocalípticos profetas del angustioso año 999 d. J.; ¿estarían sus sucesores diez siglos después haciendo la predicción del año 1999, ya próximo a sonar, como fecha del Juicio Final? Le era difícil dudarlo. Bajo muchos conceptos, la naturaleza humana cambia muy poco; los profetas seguían seguramente allí, y siempre habría alguien dispuesto a creérselos.

Pasó a un nuevo grupo. Un público escaso pero sumamente atento estaba reunido alrededor de un hombre de edad, con cabello blanco, que estaba dando una conferencia, una conferencia extraordinariamente bien documentada, sobre filosofía. No todos los oradores, pensó Dirk, eran unos charlatanes. Aquel conferenciante podía muy bien ser un maestro de escuela retirado con tan arraigadas opiniones sobre la educación de los adultos que se sentía impelido a predicar en el mercado ante todo el que le quisiera escuchar.

Su discurso giraba sobre la vida, su origen y su destino. Sus ideas, como las de su auditorio, estaban sin duda influenciadas por aquel monstruo alado que yacía en el desierto, en la otra parte del mundo, porque en aquel momento empezaba a hablar de la astronómica escena en la cual el extraño drama de la vida se estaba representando.

Hizo una viva descripción del sol y sus circulantes planetas, llevándose con él los pensamientos de sus adeptos de mundo en mundo. Tenía el don de las frases pintorescas, y si bien Dirk no estaba muy seguro de que se ciñese a los conocimientos científicos aceptados, la impresión general que daba era bastante justa.

Al diminuto Mercurio, brillando bajo su enorme sol, lo describió como «un mundo de ardientes rocas, bañado por horrendos océanos de metal fundido». Venus, la hermana de Tierra, estaba para siempre oculta a nuestros ojos por aquellas eternas nubes que no se apartaron jamás durante todos los siglos que los hombres han estado buscándola. Bajo esta manta nebulosa podían haber océanos y selvas y el murmullo de una extraña vida. O podía no haber nada más que un desnudo desierto azotado por vientos abrasadores.

Habló de Marte; y pudo verse un murmullo de redoblada atención entre el público. A cuarenta millones de millas más allá del Sol, la naturaleza ha marcado su segundo punto. Allí había vida también; era fácil ver el cambio de colores que en nuestro mundo corresponden al cambio de estaciones. Aunque en Marte había poca agua y su atmósfera era estratosféricamente tenue, la vegetación y acaso la vida animal podían existir. De la inteligencia, no había prueba alguna concluyente.

Más allá de Marte, los gigantescos mundos exteriores yacían en la helada penumbra que iba haciéndose tenue y fría a medida que el sol se iba convirtiendo en una lejana estrella. Júpiter y Saturno estaban sumidos en atmósferas de centenares de millas de profundidad, atmósferas de metano y amoníaco, azotadas por huracanes que podíamos observar a través de medio billón o más de millas de espacio. Si en aquellos extraños planetas exteriores, y aun en los mundos más alejados y más fríos, había vida tenía que ser la cosa más fantástica que nadie fuese capaz de imaginar. Sólo en la zona temperada del Sistema Solar, en estrecho cinturón, en el que flotaban Venus, Marte y la Tierra, podía haber vida tal como nosotros la conocemos.

¡Vida tal como nosotros la conocemos! ¡Y cuán poco sabemos! ¿Qué derecho tenemos nosotros, en nuestro minúsculo mundo, de pretender dar la pauta de todo el Universo? ¿Puede acaso la vanidad ir más lejos?

El Universo no era hostil a la vida sino meramente indiferente. Su misma rareza era una oportunidad y un reto, un reto que la inteligencia aceptaría. Shaw había dicho la verdad, hace cincuenta años, cuando puso estas palabras en boca de Lilith, que compareció delante de Adán y Eva:

«Sólo la Vida no tiene fin; y si bien de sus millones de estrelladas mansiones muchas están vacías y muchas todavía no construidas, y pese a que sus vastos dominios son hasta ahora un insoportable desierto, mi semilla puede un día llenarlos y dominarlos hasta sus más extremos confines».

La clara y culta voz se desvaneció y Dirk se pudo dar mejor cuenta de cuanto le rodeaba. Había sido un curioso experimento; hubiera querido saber algo más del orador que estaba ahora desmontando su pequeño estrado y disponiéndose a llevárselo en una desmantelada carretilla. La muchedumbre iba dispersándose por los alrededores buscando nueva distracción. De vez en cuando frases más o menos perceptibles le decían a Dirk que otros oradores seguían operando a pleno rendimiento.

Dirk dio media vuelta para marcharse y en aquel momento vio un rostro conocido. Por un momento fue cogido vivamente por la sorpresa; la coincidencia parecía demasiado improbable para que fuese verdad.

En medio de la muchedumbre, a pocos pasos de él, estaba Victor Hassell.