Como Matthews había dicho, el «Departamento de Publicidad Negativa» había puesto en marcha sus motores, y una vez en marcha adquirieron rápidamente su máximo de velocidad. El éxito del primer lanzamiento del depósito de combustible y el triunfal regreso de «Beta» demostraban que todo lo que era controlable funcionaba perfectamente. La ya bien experimentada tripulación saldría para Australia dentro de breves días y la necesidad de guardar el secreto había pasado.
La mañana en que salió en la prensa el primer reportaje de la visita a la «Nursery», fue una mañana de hilaridad en Southbank. Los redactores científicos de los grandes diarios habían dado, como de costumbre, gacetillas razonablemente detalladas, pero algunos de los periódicos de menor cuantía, que habían mandado reporteros deportivos, críticos dramáticos y cualquier otro que tuviesen a mano, habían redactado historias verdaderamente maravillosas. Matthews pasó la mayor parte del día entre la jovialidad y la mortificación, y estableciendo una barricada telefónica en la dirección general de Fleet Street. Dirk le aconsejó que guardase una buena dosis de su indignación para la llegada de los reporteros de prensa trasatlánticos.
Hassell, Leduc, Clinton, Richards y Taine no tardaron en ser los blancos de una casi jamás igualada curiosidad. Sus vívidas historias (minuciosamente mimeografiadas por adelantado, por Relaciones Públicas) no tardaron en convertirse en los seriales de los periódicos de todo el mundo. Ofertas de matrimonio cayeron de todas partes, abarcando los solteros y los casados sin distinción. Cartas de petición llegaron también a montones, y como Richards hizo agudamente observar: «Todos, menos los agentes de seguros de vida, quieren ofrecernos algo».
Los asuntos del Interplanetario iban ahora avanzando hacia su a climax, con la meticulosidad de una operación militar. En el plazo de una semana, la tripulación y todo el alto mando saldría rumbo a Australia. Con ellos saldría todo aquél que hubiese sido capaz de encontrar una excusa verosímil. Durante los días que iban a seguir, por el edificio podrían con seguridad verse muchas expresiones preocupadas. Empleados jóvenes contrajeron el hábito de descubrirse súbitamente tías enfermas en Sydney o paupérrimos primos en Camberra, que requerían su inmediata presencia.
La idea de la fiesta de despedida había nacido, al parecer, en la mente del Director-General, siendo entusiásticamente aceptada por Matthews, que lamentaba no haber pensado en ello él mismo. Todo el personal del Cuartel General tenía que ser invitado, así como gran número de personas pertenecientes a la industria, la prensa, las universidades y las innumerables organizaciones con las cuales el Interplanetario mantenía relaciones. Después de la redacción de numerosas listas y su consiguiente revisión y discusión, se lanzaron un poco más de setecientas invitaciones. Incluso el Jefe de Contabilidad, que todavía temblaba ante la idea de las dos mil libras del capítulo «Hospitalidad», fue puesto en razón ante la amenaza de ser excluido.
No faltaba quien consideraba que todos estos festejos eran prematuros y que hubiera sido mejor esperar el regreso del «Prometheus». A estos eternos criticones se les contestaba que muchos de los colaboradores en el proyecto no regresarían a Londres después del lanzamiento, sino que se volverían cada cual a su tierra. Aquélla era la última oportunidad de poderlo celebrar todos juntos. Pierre Leduc resumió la actitud de la tripulación cuando dijo: «Si regresamos, tendremos fiestas suficientes para el resto de nuestras vidas. Si no, tenéis que hacernos una buena despedida».
El hotel elegido para la «bacanalia» fue uno de los mejores de Londres, pero no lo suficientemente bueno para que sólo algunos de los ejecutivos y prácticamente ninguno de los científicos se encontrase bien en él. Se había hecho la promesa de que los discursos serían reducidos a su mínima expresión, a fin de dejar más tiempo para otros propósitos. Esto convenía perfectamente a Dirk, que tenía una profunda aversión a la oratoria y una fuerte inclinación a banquetes y «buffets».
Llegó diez minutos antes de la hora oficial y encontró a Matthews andando arriba y abajo por el foyer, acompañado de un par de musculados camareros. Se los indicó sin un esbozo de sonrisa.
—Son mis guardias de corps —dijo—. Mire atentamente y podrá ver los bultos de sus bolsillos. Esperamos cantidad de aguafiestas, especialmente por parte de la sección de Fleet Street, que no hemos invitado. Temo que esta noche tendrá usted que arreglarse solo, pero si quiere usted saber quién es quién, los tipos que vea usted con la palabra «camarero» en la solapa podrán informarle.
—Perfectamente —dijo Dirk, quitándose sombrero y gabán—. Espero que debe poderse echar un trago de cuando en cuando mientras defiende uno la posición.
—Mis reservas de urgencia están bien organizadas. Las bebidas, a propósito, se las proporcionarán los amigos que llevan en la solapa la etiqueta «técnicos de combustible». Hemos tenido que dar a cada bebida el nombre de un combustible de cohete u otro, de manera que nadie sabe lo que obtendrá hasta que lo ha conseguido. Pero voy a decirle a usted un secreto.
—¿Cuál es?
—¡Apártese del hidrato de hidracina!
—Gracias por el aviso —se rio Dirk. Sintió cierto alivio al descubrir, pocos minutos después, que no se había echado mano de tales mixtificaciones y que Matthews se había estado burlando de él.
Durante la siguiente media hora, el local se llenó rápidamente. Dirk no conocía más de una persona de cada veinte y se sentía un poco aislado. Como consecuencia, se mantuvo más cerca del bar de lo que en realidad hubiera convenido. De vez en cuando saludaba a alguien con un movimiento de cabeza, pero todo el mundo estaba demasiado ocupado para que nadie se ocupase de él. Estaba verdaderamente contento de ello cuando otro compañero solitario, se unió a él en busca de compañía.
Iniciaron la conversación de una manera indiferente hasta que ésta recayó, inevitablemente, en la cercana aventura.
—A propósito —dijo el desconocido—. No le había visto a usted nunca por el Interplanetario. ¿Lleva usted mucho tiempo en él?
—Sólo cosa de tres semanas —dijo Dirk—. Tengo una misión especial para la Universidad de Chicago.
—¿De veras?
Dirk se sintió locuaz y el otro pareció sentir un especial interés por sus asuntos.
—Tengo que escribir la historia oficial del primer viaje y los acontecimientos que llevaron a él. Este viaje va a ser una de las cosas más importantes que habrán ocurrido jamás en la Tierra, y es necesario dejar constancia de ello para el futuro.
—¿Pero seguramente habrá miles de relatos técnicos y periodísticos?
—Perfectamente, verdad; pero olvida usted que serán escritos para los contemporáneos y asumirán un fondo ambiental que podría ser sólo familiar para los lectores del día. Yo tengo que intentar situarme fuera del tiempo y dejar una memoria que pueda ser enteramente leída y comprendida dentro de mil años.
—¡Cáspita! ¡Vaya trabajo!
—Sí; sólo ha llegado a ser posible recientemente gracias al nuevo desarrollo en el estudio del lenguaje y su significación, y el perfeccionamiento de los vocabularios simbólicos. Pero temo que lo estoy aburriendo…
Con gran contrariedad, por su parte, el otro no lo contradijo.
—Supongo —dijo el desconocido— que debe tener usted que conocer a la gente de aquí muy bien. Quiero decir, que ocupa usted una posición verdaderamente privilegiada.
—Es verdad; me han tratado de una forma excelente y me han ayudado en todo lo que han podido.
—Ahí va el joven Hassell —dijo su compañero—. Parece un poco preocupado, pero también lo estaría yo si estuviese en su pellejo. ¿Debe usted conocer a toda la tripulación, verdad?
—Todavía no, pero espero hacerlo pronto. He hablado con Hassell y Leduc un par de veces, pero esto es todo.
—¿Quién cree usted que va a ser elegido para la expedición?
Dirk se disponía a darle su no muy bien informado punto de vista sobre la materia, cuando vio que Matthews le hacía frenéticas señas desde el extremo de la habitación. Durante un instante, alarmantes posibilidades de un desastre vestimentario cruzaron por su mente. Después, una lenta sospecha fue alboreando en su cerebro, y murmurando una excusa se separó de su compañero.
Un momento después, Matthews confirmaba sus temores.
—Mike Wilkins es uno de los mejores en su clase; trabajábamos juntos en el News. Pero, por lo que más quiera, tenga cuidado con lo que le dice. Si hubiese usted asesinado a su esposa, sería capaz de hacérselo confesar haciéndole preguntas sobre el tiempo.
—Sin embargo, no creo que hubiese mucho que pudiese decirle que él no supiese ya.
—No lo crea usted. Antes de que se dé usted cuenta, se verá usted mencionado en el periódico como «importante funcionario del Interplanetario» y yo tendré que publicar la habitual e ineficaz rectificación.
—Ya comprendo. ¿Cuántos periodistas más tenemos entre nuestros huéspedes?
—Han sido invitados sobre unos doce —dijo Matthews en tono sombrío—. Yo en su lugar evitaría hablar demasiado francamente con gente que no conozco. Y ahora perdóneme…, tengo que volver a mi puesto de guardia.
En cuanto a él hacía referencia, pensaba Dirk, la fiesta distaba mucho de ofrecer gran animación. El Departamento de Relaciones Públicas parecía tener la obsesión de la seguridad, que Dirk consideraba esta vez había llevado al extremo. Sin embargo, comprendía perfectamente el horror de Matthews hacia las entrevistas oficiosas; había visto ya algunos de sus lamentables resultados.
Durante largo rato, la atención de Dirk estuvo después totalmente absorbida por la presencia de una muchacha extraordinariamente linda que acababa de llegar, hecho sorprendente de por sí, sin ninguna compañía. Había decidido, después de no pocas vacilaciones, lanzarse a la brecha cuando vio con excesiva claridad que la escolta había sido demorada por los deberes del convoy en alguna otra parte. Dirk no había perdido la oportunidad; no la había tenido nunca. Volvió, por lo tanto, a sus filosóficas reflexiones.
Su ánimo, sin embargo, cobró considerable brillantez durante la cena. La comida en sí fue excelente, e incluso el discurso del Director General (el cual marcó un límite a todos los demás) sólo duró diez minutos. Fue, por lo que Dirk podía recordar, una peroración sumamente amena, llena de ironías y bromas, que produjeron carcajadas en algunos sitios y amargas sonrisas en otros. El Interplanetario había sido siempre aficionado a reírse de sí mismo en privado, pero sólo desde hacía poco tiempo podía permitirse el lujo de hacerlo en público.
Los siguientes discursos fueron incluso más cortos. Algunos oradores hubieran deseado, evidentemente, disponer de más tiempo, pero no se atrevieron a tomárselo. Finalmente, McAndrews, que había actuado durante toda la fiesta de eficiente maestro de ceremonias, pidió un «toast» por el éxito del «Prometheus» y su tripulación.
Después se bailó durante mucho tiempo al ritmo nostálgico y gentil de los aire populares de los años 70.
Dirk, que en el mejor de los casos era muy mal bailarín, tuvo que realizar unos cuantos circuitos más o menos erróneos en compañía de Mrs. Matthews y otras esposas de funcionarios antes de que una total carencia de coordinación muscular le obligase a abandonar al campo. Se sentó, pues, contemplando el desarrollo de los acontecimientos, pensando en cuan amables eran todos sus amigos y haciendo leves ruiditos con la lengua cuando veía algún bailarín que había embarcado visiblemente una cantidad excesiva de «combustible».
Podía ser alrededor de medianoche cuando repentinamente se dio cuenta de que alguien estaba hablando con él. (No se había dormido, desde luego, pero descansaba mucho cerrar los ojos de cuando en cuando.) Se volvió lentamente y vio a un hombre alto, de mediana edad, que lo estaba mirando con curiosidad desde la silla de al lado. Con gran sorpresa de Dirk, no iba vestido de etiqueta ni parecía dar al hecho la menor importancia.
—He visto su placa de fraternidad —dijo el desconocido a modo de presentación—. Yo soy Sigma X también. He llegado de California hoy mismo, demasiado tarde para asistir a la cena.
Esto explicaba, pues, lo del traje, pensó Dirk, contento de sí mismo ante esta obra maestra de la deducción. Se estrecharon las manos, encantado de conocer un compatriota californiano, si bien no pudo entender su nombre. Parecía ser algo como Mason, pero en realidad no tenía importancia.
Durante algún tiempo estuvieron hablando de los asuntos de América y discutiendo las probabilidades de los demócratas de volver al poder. Dirk pretendía que los liberales tendrían nuevamente la balanza en sus manos e hizo algunos brillantes comentarios sobre las ventajas e inconvenientes del sistema tripartito. Por raro que pareciese, su compañero no pareció quedar en lo más mínimo impresionado por su ingenio y volvió a llevar la conversación al Interplanetario.
—¿No lleva usted aquí mucho tiempo, verdad? —preguntó—. ¿Cómo van las cosas?
Dirk se lo dijo, extensamente. Le explicó su misión, extendiéndose pródigamente sobre su objeto e importancia. Una vez hubiese terminado su trabajo, todas las eras subsiguientes y todos los planetas posibles se darían exactamente cuenta de lo que la conquista del espacio había significado para la edad que la había conseguido.
Su amigo parecía sumamente interesado, si bien había en su voz un tenue rastro de ironía por el cual Dirk hubiera podido darle una gentil, pero firme, reprimenda.
—¿Cómo está usted en sus relaciones con la parte técnica? —le preguntó.
—A decir verdad —dijo Dirk tristemente—, llevo toda la semana pasada tratando de hacer algo a este respecto. Pero tengo un verdadero pánico a los científicos, sabe usted. Además, ahí está Matthews. Me ha sido muy útil, pero tiene sus ideas propias respecto a lo que debo hacer y no quiero herir sus sentimientos.
Era una confesión lamentablemente débil, pero había una dosis considerable de verdad en ella. Matthews lo había organizado todo, quizá con un exceso de asiduidad.
Pensar en Alfred trajo a su memoria ciertos recuerdos y Dirk sintió súbitamente una grave sospecha. Miró fijamente a su compañero decidido a no volverse a dejar coger.
El correcto perfil y la despejada frente eran tranquilizadores, pero Dirk era ya demasiado ducho en el juego para dejarse engañar. Alfred, pensó, estaría orgulloso de la manera como eludía respuestas categóricas a las preguntas de su compañero. Era, realmente, una lástima, porque el otro era un compatriota americano y había hecho un largo viaje en busca de un «hallazgo»; sin embargo, la lealtad más esencial tenía que observarla ante todo con sus huéspedes.
El otro debía darse cuenta de que no llegaría a ninguna parte, porque se puso de pie y dirigió a Dirk una sonrisa de perspicacia.
—Me parece —dijo antes de marcharse—, que podría ponerle a usted en contacto con las personas que le interesan de la sección técnica. Llámeme mañana a Extensión 3…, no lo olvide, 3.
Y se marchó, dejando a Dirk en un profundo estado de turbación mental. Sus temores habían sido, por lo visto, infundados; su amigo pertenecía sin duda al Interplanetario. En fin, no había manera de evitarlo.
Su siguiente claro recuerdo era estar dando las buenas noches a Matthews en el foyer. Alfred estaba todavía animado y contento por el éxito de la fiesta, si bien, al parecer, había tenido de vez en cuando algunos vahídos.
—Durante el concierto de gaita —dijo—, me ha parecido que el suelo se hundía bajo mis pies. ¿Se da usted cuenta de que esto hubiera retrasado la conquista del espacio lo menos durante medio siglo?
Dirk no se sentía particularmente interesado por estas lucubraciones metafísicas, pero mientras le daba las buenas noches bostezando recordó repentinamente a su desconocido californiano.
—A propósito —dijo—. He estado hablando con otro americano; creía que era un periodista, al principio. Acaba de llegar, debe usted haberlo visto; no iba vestido de noche. Me ha dicho que lo llamase mañana a «Extensión…» no sé cuántos. ¿Sabe usted quién era?
Matthews entornó los ojos.
—¿Lo tomó usted por otro periodista, verdad? Espero que ha recordado usted mis advertencias…
—Sí —dijo Dirk con orgullo—, no le he dicho nada. Por más que ¿no hubiera tenido importancia, verdad?
Matthews lo metió en el coche y cerró la puerta con un golpe. Se inclinó por la ventanilla para decirle las últimas palabras.
—No; ciertamente, no hubiera tenido importancia. No era más que el profesor Maxton, Representante del Director-General. ¡Váyase a casa y duerma pensando en ello!