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Sir Robert Derwent, M. A., F. R. S., Director-General del Interplanetario, era un hombre robusto y corpulento que recordaba invariablemente a todo el mundo al difunto Winston Churchill. La semejanza quedaba en cierto modo desvirtuada por su extremada afición a la pipa, de las cuales poseía dos variedades; «Normal» y «Urgencia». El modelo «Urgencia» estaba constantemente preparada de forma que pudiese entrar inmediatamente en funciones a la llegada de algún visitante inoportuno. La mezcla secreta empleada para este objeto consistía, principalmente, según el rumor, en hojas de té impregnadas de sulfuro.

Sir Robert era un personaje tan prominente que a su alrededor habían nacido una serie de leyendas. Muchas de ellas habían sido elaboradas por su secretario, que hubiera sido capaz de bajar a los infiernos por su jefe, y con frecuencia hubiera debido hacerlo, pues la forma de lenguaje del noble prócer no era la que hubiera podido esperarse normalmente de un ex astrónomo real. No tenía el menor respeto a las personas o rangos, y algunas de sus respuestas a famosos pero no excesivamente inteligentes interrogadores habían llegado a ser históricas. Incluso Royalty estuvo una vez contento de escapar a su fuego en una célebre ocasión. Y, sin embargo, a pesar de esta fachada, era en el fondo un hombre sensible y de gran corazón.

Muchos eran los que tal sospechaban, pero pocos los que habían tenido ocasión de adquirir la prueba a su plena satisfacción.

A los sesenta años, y tres veces abuelo, sir Robert tenía el aspecto de un hombre de cuarenta y bien conservado. Como su histórico doble, atribuía esta cualidad al meticuloso desprecio de las más elementales reglas sanitarias y a una metódica absorción de nicotina. Un brillante reportero lo había llamado una vez «un Francis Drake científico, uno de los exploradores astronómicos de la segunda era elisabetiana».

No había, en realidad, nada de muy elisabetiano en el Director-General mientras estaba sentado leyendo el correo del día, envuelto en un nimbo de humo de tabaco. Despachaba su correo a una velocidad sorprendente, formando montoncitos con las cartas a medida que las iba leyendo. De vez en cuando tiraba una misiva directamente a la cesta de papeles, de la cual su personal la extraería cuidadosamente para incluirla en una voluminosa carpeta que ostentaba el epígrafe de «CHIFLADOS». Sobre un uno por ciento de la correspondencia que llegaba al Interplanetario estaba incluida en esta categoría.

Acababa de terminar cuando se abrió la puerta del despacho, y el Dr. Groves, consejero psicólogo del Interplanetario, entró con una carpeta de papeles. Sir Robert lo miró melancólicamente.

—Bueno, pájaro de mal agüero, ¿qué lío es éste del joven Hassell? Creía que todo estaba arreglado…

Groves puso una expresión preocupada mientras dejaba los expedientes sobre la mesa.

—Yo también, hasta hace algunas semanas. Hasta entonces los cinco muchachos se mantenían en forma sin dar muestras de cansancio. Entonces nos dimos cuenta de que Vic parecía preocupado por algo, y, finalmente, ayer conseguí sacárselo.

—¿Es su mujer, supongo?

—Sí, el caso, en conjunto, es muy lamentable. Vic es el tipo de padre que suele dar trabajo en el momento más inoportuno, y Maude Hassell no sabe que probablemente su marido estará en camino hacia Luna cuando llegue el hijo.

El D. G. arqueó las cejas.

—¿Cómo sabe usted que es un hijo?

—El tratamiento Weismann-Mathers es noventa y cinco por ciento infalible, Vic quería un hijo… para el caso de que no regresase.

—Ya veo. ¿Cómo cree usted que reaccionará Mrs. Hassell cuando lo sepa? Desde luego, no es todavía seguro que Vic forme parte de la tripulación.

—Me parece que lo tomará bien. Pero Vic es el que se preocupa. ¿Qué sensación tuvo usted cuando tuvo su primer hijo?

Sir Robert hizo una mueca.

—Esto es sondear el pasado. Por casualidad estaba yo fuera también, en una expedición de eclipse. Estuve a punto de destrozar un coronógrafo, de manera que comprendo el punto de vista de Vic. Pero es una gran contrariedad, tendrá usted que hacerle algunas reflexiones. Dígale que hable de ello con su mujer, pero dígale a ella que no diga nada. ¿Es probable que se susciten nuevas complicaciones?

—Que yo prevea, no. Pero no se puede decir nunca…

—No, no se puede…, ¿verdad?

Los ojos del Director-General se fijaron en una divisa enmarcada que tenía colgada detrás de su mesa de trabajo. Desde donde estaba sentado, el Dr. Groves no podía verla, pero sabía el texto de memoria y con frecuencia le había intrigado.

«Hay siempre una cosa olvidada

aunque el mundo vaya bien».

Un día tenía que preguntar de dónde era esta frase.