De una manera general, las relaciones de Dirk con los dos dibujantes que compartían su despacho eran cordiales. No estaban muy seguros de su posición oficial (con lo cual, pensaba algunas veces, con él, eran tres) y, por lo tanto, lo trataban con una curiosa mezcla de deferencia y familiaridad. Había un aspecto, sin embargo, bajo el cual lo molestaban intensamente.
A Dirk le parecía que referente al vuelo interplanetario sólo había dos actitudes a adoptar. O se estaba en pro o en contra. Lo que no podía comprender era una actitud de absoluta indiferencia. Aquellos jóvenes (él tenía, desde luego, sus buenos cinco años más), que se ganaban la vida en las entrañas mismas del Interplanetario, no parecían demostrar el menor interés por el proyecto. Trazaban sus planos y hacían sus cálculos con el mismo entusiasmo que si estuviesen dibujando proyectos de máquinas de lavar ropa en lugar de naves del espacio. Estaban, sin embargo, dispuestos a dar muestras de rasgos de vivacidad cuando se trataba de defender su actitud.
—El mal en usted, doctor —dijo el mayor, Sam, una tarde—, es que se toma usted la vida demasiado en serio. No vale la pena. Es malo para las arterias y todos estos chismes…
—Mientras no haya gente que se preocupe por ciertos problemas —les había contestado Dirk—, la gente como Bert y ustedes no tendrán trabajo.
—¿Y qué mal hay en ello? —dijo Bert—. Deberían estar agradecidos. Si no fuese por tipos como Sam y yo no tendrían nada de qué preocuparse y se morirían de aburrimiento. A la mayoría de ellos es lo que les ocurre, por otra parte.
Sam cambió su cigarrillo de lugar. (¿Usaba acaso liga para mantenerlo colgando de su labio inferior en aquel ángulo absurdo?)
—Se pasa usted la vida preocupándose del pasado, que está muerto, o del futuro, que no tendremos ocasión de ver. ¿Por qué no olvida todo esto y se divierte un poco, para cambiar?
—Es que ya me divierto —dijo Dirk—. Me parece que no se da usted cuenta de que hay gente a quien gusta el trabajo.
—Se engaña creyéndolo así —explicó Bert—. Todo es cuestión de ambientarse. Nosotros hemos sido suficientemente inteligentes para eludirlo.
—Me parece —dijo Dirk con admiración— que si siguen ustedes consagrando tantas energías a buscar excusas para eludir el trabajo, crearán una nueva filosofía. La filosofía del Futilitarismo.
—¿Ha inventado usted esto bajo el impulso del momento?
—No —confesó Dirk.
—Lo imaginaba. Me ha parecido que llevaba ya usted tiempo reservándonoslo.
—Dígame —preguntó Dirk.—, ¿no sienten ustedes curiosidad intelectual alguna por nada?
—No de una manera particular, con tal de que sepa de dónde me llegará el cheque de mi próxima paga.
Se estaban burlando de él, desde luego, y sabían que él lo sabía. Dirk se echó a reír y prosiguió:
—Tengo la impresión de que en Relaciones Públicas han pasado por alto un pequeño oasis de inercia en sus mismas puertas. Me parece que les importa a ustedes un comino que el «Prometheus» alcance la Luna o no.
—Yo no diría tanto —dijo Sam—, me he jugado cinco libras a que sí.
Antes de que Dirk pudiese encontrar una respuesta tan cáustica como aquella salida, se abrió súbitamente la puerta y apareció Matthews. Sam y Bert, con dos rápidos movimientos coordinados que evitaban la mirada se absorbieron en sus dibujos instantáneamente.
Matthews llevaba visiblemente prisa.
—¿Una taza de té gratis? —dijo.
—Depende. ¿Dónde?
—En la Cámara de los Comunes. Me decía usted el otro día que no había estado nunca.
—Parece interesante. ¿De qué se trata?
—Coja sus cosas y se lo diré por el camino.
En el taxi, Matthews se calmó y pasó a explicarle:
—Con frecuencia tenemos ocupaciones como ésta. Mac tenía que venir, pero ha tenido que salir para Nueva York y no estará de regreso antes de un par de días. De manera que he pensado que podía usted querer venir. Como memoria, puede usted ser uno de nuestros consejeros legales.
—Ha sido por su parte una gran idea —dijo Dirk agradecido—. ¿Y a quién vamos a ver?
—A un viejo camarada llamado sir Michael Flannigan. Es un Tory irlandés acérrimo. Algunos de sus correligionarios no están de acuerdo con estas modernísimas naves del espacio, de manera que vamos a tener que explicar de qué se trata.
—No me cabe la menor duda de que conseguirá usted desvanecer sus dudas —dijo Dirk mientras pasaban por delante de County Hall y doblaban hacia Westminster Bridge.
—Así lo espero; he trazado un plan que me parece pondrá muy claramente las cosas en su sitio.
Pasaron bajo la sombra del Big Ben y siguieron durante cien metros la fachada del gran edificio gótico. La entrada ante la cual se detuvieron era una arcada insignificante que llevaba a una larga sala que parecía sumamente alejada del ruidoso tránsito del exterior. Reinaba el fresco y el silencio, y para Dirk aquella sensación del pasado y de las tradiciones de siglos pretéritos era avasalladora.
Después de haber subido un corto tramo de escaleras se encontraron en un vasto vestíbulo del cual irradiaban corredores en todas direcciones. Un pequeño grupo de gente estaba arremolinada en el centro y en los bancos de madera podían verse varias personas en actitud de expectativa. A la derecha había la mesa de recepción, a cuyo lado se mantenía erguido un robusto policía de uniforme de gala, casco y todo.
Matthews se acercó a la mesa, recogió una hoja, la llenó y la tendió al policía. Durante algún tiempo no ocurrió nada. Después apareció un oficial de uniforme, gritó una retahíla de incomprensibles palabras y recogió las hojas del policía. Después se desvaneció en uno de los corredores.
—¿Qué diablos ha dicho? —preguntó Dirk en medio del profundo silencio que repentinamente se hizo.
—Ha dicho que Mr. Jones, lady Carruthers y alguien más cuyo nombre no he podido captar no están en la Cámara en este momento.
El mensaje debió ser generalmente entendido, porque grupos de descontentos constituyentes empezaron a salir de la habitación, privados de su presa.
—Ahora tendremos que esperar —dijo Matthews—, pero no creo que sea largo, ya que somos esperados.
Durante los diez minutos que siguieron diferentes nombres fueron llamados de vez en cuando y algunos miembros aparecían a recoger a sus invitados. Algunas veces Matthews le señalaba alguna personalidad de la cual Dirk no había oído nunca hablar, si bien hacía cuanto podía por disimularlo.
Al poco rato se dio cuenta de que el policía les señalaba a un hombre joven y alto cuyo aspecto difería totalmente del concepto que se había formado de un anciano «baronet» irlandés.
El hombre joven se acercó a ellos.
—¿Cómo están ustedes? —dijo—. Me llamo Fox. Sir Michael está ocupado en estos momentos y me ha encargado que los atienda. ¿Quizá les interesaría a ustedes oír el debate hasta que sir Michael esté libre?
—Con toda seguridad —respondió Matthews con excesiva solicitud. Dirk comprendió que el caso no era nuevo para él, pero estaba encantado de asistir al Parlamento en acción.
Siguieron a su guía a lo largo de interminables corredores y pasaron bajo innumerables arcadas. Finalmente los dejó en manos de un viejo servidor que hubiera podido perfectamente asistir a la firma de la Carta Magna.
—Él les encontrará un buen sitio —les prometió Mr. Fox—. Sir Michael los mandará a buscar dentro de algunos minutos.
Le dieron las gracias y siguieron al servidor que los llevó hacia arriba por una escalera de caracol.
—¿Quién era éste? —preguntó Dirk.
—Robert Fox, diputado laborista por Taunton —le explicó Matthews—. Ésta es una particularidad de esta casa, todo el mundo ayuda siempre a los demás. Los partidos no tienen tanta importancia como los extraños pueden creer.
Se volvió hacia el servidor.
—¿Qué se está debatiendo ahora?
—La Sección Segunda del Acta de Control de las Bebidas No-Alcohólicas.
—¡Ay, Dios mío, esperemos que sea por unos minutos! —dijo Matthews.
Los bancos de la parte alta de la galería les ofrecieron una buena vista sobre toda la Cámara. Las fotografías habían familiarizado mucho a Dirk con el ambiente, pero siempre se había imaginado una escena de animación con miembros levantándose y gritando: «¡Es una vergüenza!» «¡Fuera!» «¡Retiradlo!» y demás ruidos parlamentarios. En lugar de esto vio unos treinta lánguidos caballeros sentados en los bancos mientras un ministro joven leía un estado no muy apasionante de precios y beneficios. Mientras estaba mirando, dos miembros decidieron que tenían bastante ya y con una ligera reverencia al «speaker» se retiraron precipitadamente, en busca sin duda, pensó Dirk, de bebidas que no correspondiesen al debate.
Su atención pasó de la escena que se desarrollaba abajo, al ambiente que lo rodeaba. Le pareció muy bien conservado por su edad, y era maravilloso evocar las escenas históricas de que había sido testigo durante el transcurso de los siglos, desde…
—¿Ha quedado bonito, verdad? —le susurró Matthews—. Sólo fue terminado en 1950.
Dirk volvió a la Tierra con un fuerte porrazo.
—¡Válgame Dios! ¡Yo creía que tenía siglos!
—¡Oh, no! Hitler arrasó la antigua cámara durante el Blitz.
Dirk se sintió vivamente contrariado contra sí mismo por no haberlo recordado y fijó nuevamente su atención en el debate. Había quince miembros presentes en el banco de gobierno, mientras los conservadores y laboristas de los bancos de la oposición no ascenderían a más de una docena de panadero.
La ornamentada puerta que tenían detrás de donde estaban sentados se abrió abruptamente y apareció un rostro sonriente y colorado. Matthews se puso inmediatamente de pie mientras el recién llegado los saludaba con mil excusas. Ya fuera en el corredor, donde las voces podían elevarse, fueron hecha las presentaciones y siguieron a sir Michael por nuevos corredores hasta el restaurante. Dirk pensó que no había visto en su vida más metros de paredes forradas de madera.
El anciano «baronet» debía tener más de setenta años, pero caminaba con paso flexible y tenía un aspecto casi de querube. Su afeitado rostro le daba una semejanza con algún prócer medieval tan impresionante que a Dirk le pareció haber entrado en los ambientes de Glastonbury o Wells antes de la disolución de los monasterios. Y no obstante si cerraba los ojos, el acento de sir Michael lo transportaba inmediatamente al metropolitano Nueva York. La última vez que se había encontrado ante un mapa de aquella especie, su propietario le estaba tendiendo un papelito por haber pasado una luz roja.
Se sentaron para tomar el té y Dirk rehusó diplomáticamente el café que le ofrecían. Durante el té discutieron trivialidades evitando el objeto de la reunión. Éste sólo fue abordado cuando hubieron salido a una larga terraza que dominaba el Támesis, donde Dirk no pudo menos de observar que se desarrollaba una escena de muchísima más actividad que en la propia cámara. Había pequeños grupos de gente de pie o sentados, hablando animadamente en medio del constante ir y venir de los mensajeros. Algunas veces los miembros se liberaban en masa, excusándose con sus invitados y se dirigían a registrar sus votos. Durante uno de estos intervalos, Matthews hizo cuanto pudo para aclarar a Dirk el procedimiento parlamentario.
—Verá usted —le dijo— que la mayor parte del trabajo se realiza en las salas de comité. Salvo durante los debates importantes, sólo los especialistas, o los miembros que están particularmente interesados, permanecen en la Cámara. Los demás trabajan en la redacción de memorias o visitando constituyentes en sus cubículos, diseminados por todo el edificio.
—¡Bueno, muchachos! —estalló sir Michael regresando después de haber recogido una bandeja de bebidas de paso—. Hábleme de este proyecto que tienen de ir a la Luna.
Matthews se aclaró la voz y Dirk se vio in mente sorteando a una velocidad vertiginosa toda clase de posibles peligros.
—Pues verá usted, sir Michael —comenzó—, no es más que la lógica continuación de lo que la humanidad ha estado haciendo desde que la historia comenzó. Durante miles de años la raza humana ha ido extendiéndose por todo el mundo hasta que todos los países del globo han sido explorados y colonizados. Ahora ha llegado el momento de dar el siguiente paso y cruzar el espacio hacia los otros planetas. La humanidad tiene que tener siempre nuevas fronteras, nuevos horizontes. De lo contrario tendría que caer tarde o temprano en la decadencia. El viaje interplanetario es la próxima fase de nuestro desarrollo y es cuerdo realizarla antes de que nos veamos obligados a ello por escasez de materia prima o espacio. Y hay también razones psicológicas para intentar el vuelo al espacio. Hace muchos años alguien comparó nuestra Tierra a una bola de cristal para peces de colores dentro de la cual la mente humana no puede girar indefinidamente sin agotarse. El mundo era suficientemente grande en los días de las diligencias y los barcos de vela, pero es demasiado pequeño ahora, que podemos darle la vuelta en un par de horas.
Matthews se echó atrás para ver el efecto de su táctica de choque. De momento, sin Michael pareció quedar un poco deslumbrado; después reaccionó rápidamente y liquidó el resto de su bebida.
—Todo esto es un poco impresionante —dijo lentamente—. Pero ¿qué van ustedes a hacer una vez hayan llegado a la Luna?
—Debe usted comprender —insistió Matthews sin el menor remordimiento— que la Luna no es más que el principio. Quince millones de millas cuadradas ya es un buen principio, desde luego, pero sólo la consideramos como la piedra de apoyo para el paso a los planetas. Como sabe usted, no hay en ella ni aire ni agua, de manera que las primeras colonias tendrán que ser herméticamente cerradas. Pero la baja gravedad facilitará la construcción de grandes estructuras y se han hecho planes de grandes ciudades bajo inmensas cúpulas transparentes.
—Me parece —dijo sir Michael agudamente— que se van ustedes a llevar también las bolas de cristal de los peces de colores.
Matthews casi sonrió.
—Un buen punto para usted —accedió—, pero probablemente la Luna será principalmente utilizada por los astrónomos y científicos para sus investigaciones científicas. Para ellos tiene una importancia enorme y, una vez se hayan podido construir laboratorios y observatorios, se abrirán ante ellos nuevos campos de conocimientos.
—¿Y esto va a hacer del mundo un lugar mejor o más feliz?
—Esto, como siempre, depende de la humanidad. El conocimiento es neutral, pero es necesario poseerlo para hacer el bien o el mal.
Matthews hizo un amplio gesto con el brazo abarcando las sucias aguas del río que se deslizaban por entre sus atestadas riberas.
—Todo lo que vemos, todo lo que existe en nuestro mundo moderno ha sido posible gracias a los conocimientos adquiridos por el hombre en los tiempos antiguos. Y la civilización no es estática; si permanece inmóvil, muere.
Hubo unos instantes de silencio. Casi a pesar suyo, Dirk se sentía profundamente impresionado. Se preguntaba si no se habría equivocado al juzgar a Matthews como un mero vendedor eficiente propagando los ideales de los demás. ¿No era más que un instrumentista de talento ejecutando una pieza de música con una habilidad técnica perfecta, pero sin una verdadera convicción? No estaba muy seguro de ello. Matthews, por locuaz que fuese, encerraba profundidades de reserva que Dirk era incapaz de sondear. En esto, si no bajo ningún otro aspecto, llenaba las especificaciones de aquella fabulosa criatura que se llama el típico inglés.
—He recibido una cantidad considerable de cartas —prosiguió sir Michael—, de amigos míos de Irlanda a quien no gusta en absoluto la idea y creen que no debemos nunca abandonar la Tierra, ¿qué debo decirles?
—Recuérdeles usted la historia —respondió Matthews—. Dígales que somos exploradores, y ruégueles que no olviden que en un tiempo alguien descubrió Irlanda. —Dirigió una mirada de soslayo a Dirk como para decirle: ¡Ahora verá usted lo bueno!
»Imagine, sir Michael, que estamos cinco siglos atrás, y que me llamo Cristóbal Colón. Quiere usted saber por qué quiero hacerme a la vela hacia el oeste a través del Atlántico y yo le he dado mis razones. No sé si le habrán convencido a usted o no; puede usted no tener un interés particular en abrir una nueva ruta hacia las Indias. Pero, éste es el punto importante, ninguno de nosotros es capaz de imaginar qué podrá significar para el mundo este viaje. Dígales a sus amigos, sir Michael, que piensen en la diferencia que representaría para Irlanda que América no hubiese sido jamás descubierta. Luna es mucho mayor que América del Norte y del Sur reunidas, y es sólo el primero y el más pequeño de los mundos que vamos a alcanzar».
El gran salón de recepción estaba casi desierto cuando se despidieron de sir Michael. Parecía todavía un poco perplejo cuando se estrecharon las manos y se separaron.
—Espero que esto fije la cuestión de Irlanda por algún tiempo —dijo Matthews mientras salían del edificio para entrar en la sombra de Victoria Tower—. ¿Qué le parece a usted este hombre?
—Me parece un gran personaje. Daría mucho por oírle explicar las ideas que usted le ha expuesto a sus constituyentes.
—Sí —respondió Matthews—, sería verdaderamente interesante.
Siguieron andando algunos metros y se dirigieron hacia el puente. Entonces Matthews dijo súbitamente:
—De todos modos, ¿qué piensa usted de todo esto?
Dirk eludió la respuesta.
—Pues que no estoy de acuerdo… lógicamente; pero, en cierto modo, me es difícil ver la cosa de la misma manera que usted la ve al parecer. Más tarde, quizá… es posible; no puedo decirlo.
Dirigió una mirada a la gran ciudad que lo circundaba latiendo de vida y de actividad. Parecía tan antigua y sin edad como las colinas; cualquier cosa que le reservase el futuro, no podía jamás desaparecer. Y, no obstante, Matthews tenía razón y él más que nadie tenía que reconocerlo. La civilización no puede permanecer nunca estática. Aquel mismo suelo que estaba ahora pisando había sido hollado por los mamuts que llegaban en manadas de las orillas del río. Ellos, y no el hombre-mono que acechaba desde sus cavernas, habían sido los dueños de estas tierras. Pero el día del mono había amanecido también; las selvas y los pantanos habían cedido el paso ante la potencia de sus máquinas. Dirk se daba cuenta ahora de que la historia no hacía más que comenzar. En aquel mismo momento, en lejanos mundos, bajo extraños soles, el tiempo y los dioses estaban preparando para el hombre las ciudades y los sitios del porvenir.