Desde la calle Rochdale Avenue, 53, S. W. 5, parecía una de aquellas residencias neogeorgianas que los banqueros más prósperos de principios del siglo veinte erigieron para descanso de sus años de vejez. Estaba situada apartada de la calle, precedida de bien diseñados céspedes y parterres de flores, si bien algo abandonados. Cuando hacía buen tiempo, lo cual ocurrió con cierta frecuencia durante la primavera de 1978, podían verse algunas veces a cinco hombres jóvenes consagrados a labores de jardinería con herramientas inadecuadas. Se veía claramente que lo hacían meramente como ejercicio y que sus pensamientos estaban muy lejos de allí. ¿A qué distancia? Al transeúnte le hubiera sido bastante difícil calcularlo.
Había sido un secreto extraordinario bien guardado, debido en gran parte a que los que tenían que preservarlo eran a su vez antiguos periodistas. Por lo que sabía el mundo, la tripulación del «Prometheus» no había sido todavía seleccionada, mientras, en cambio, su entrenamiento había comenzado hacía ya más de un año. Y había continuado con progresiva eficiencia, a menos de cinco millas de Fleet Street, y sin embargo completamente libre de las candilejas del público interés.
En un momento dado, no era probable que existieran en el mundo más allá de un puñado de hombres capaces de pilotar una nave del espacio. Jamás un trabajo había exigido una tal combinación de características físicas y mentales. El piloto perfecto tenía no solamente que ser un astrónomo de primera clase, un ingeniero experimentado y un especialista en electrónica; tenía que ser también capaz de operar con eficiencia, tanto cuando era «ingrávido», como cuando la aceleración del cohete le hacía pesar un cuarto de tonelada.
No había ningún individuo capaz de reunir todas estas condiciones y desde hacía ya muchos años se había tomado el acuerdo de que la tripulación de una nave del espacio tenía que estar formada por no menos de tres hombres, cada dos de los cuales tenían que ser capaces de asumir las funciones del tercero en un caso de urgencia. El Interplanetario estaba entrenando cinco; dos eran reservas para un caso de enfermedad de última hora. Hasta entonces, ninguno de ellos sabía quienes serían los reservas.
Pocos dudaban de que Victor Hassell sería destinado a ser el capitán. A los veintiocho años, era el único hombre del mundo que había aguantado cien horas en caída libre. El «record» había sido puramente accidental. Dos años antes, Hassell había llevado un cohete de pruebas a una órbita, girando alrededor de la Tierra treinta veces antes de poder reparar una avería producida en los circuitos de encendido y poder así reducir su velocidad para caer de nuevo en Tierra. Su más próximo rival, Pierre Leduc, no tenía más que veinte horas de vuelo de órbita a su crédito.
Los tres restantes no eran pilotos profesionales. Arnold Clinton, el australiano, era ingeniero electrónico y especialista en computadores y controles automáticos. La Astronomía estaba representada por el brillante joven americano Lewis Taine, cuya prolongada ausencia del Observatorio de Monte Palomar exigía ahora complicadas explicaciones.
El Departamento de Desarrollo Atómico había contribuido con la aportación de James Richard, técnico en propulsión nuclear. Siendo un hombre ya maduro de treinta y cinco años, era llamado el «abuelo» por sus colegas.
La vida en la «Nursery», como era generalmente llamada por aquéllos que detentaban el secreto, era una combinación de las características de colegio, monasterio y estación de operaciones de bombardeo. Estaba animada por las personalidades de los cinco «discípulos» y de los inacabables grupos de científicos que venían a visitarlos para comunicar sus conocimientos o, algunas veces compartir, a cambio, los de los demás. Era una vida de intensa ocupación pero muy feliz, porque tenía un objeto y un fin.
Sólo había en todo esto una sombra, y esta sombra era inevitable. Cuando llegase el momento de la decisión, nadie sabía quién tendría que ser abandonado en las arenas del desierto, viendo el «Prometheus» desaparecer en el cielo hasta que el rugido de sus chorros de propulsión no se oyese ya.
La conferencia sobre astronáutica estaba en todo su esplendor cuando Dirk y Matthews entraron de puntillas por la parte trasera de la sala. El conferenciante les dirigió una mirada de reproche, pero los cinco hombres sentados a su alrededor no se dignaron siquiera levantar la vista hacia los intrusos. Lo más disimuladamente posible, Dirk estudió a los cinco hombres mientras su guía le daba sus nombres en voz baja.
A Hassell lo reconoció por las fotografías de los periódicos, pero los otros cuatro le eran totalmente desconocidos. Dirk se dio cuenta con sorpresa de que no respondían a ningún tipo determinado. Sus únicos puntos comunes eran la edad, la inteligencia y la viveza. De vez en cuando dirigían preguntas al conferenciante y Dirk sacó la consecuencia de que estaban discutiendo las maniobras de aterrizaje en la Luna. Toda la conversación estaba tan por encima de él que no tardó en cansarse de escuchar y se alegró al ver que Matthews le hacía una señal interrogadora señalando la puerta.
Una vez en el corredor, encendieron sus cigarrillos.
—Bien —dijo Matthews—, ahora que ha visto usted a nuestros cobayos, ¿qué piensa usted de ellos?
—Me es difícil juzgar. Lo que me gustaría es conocerlos sin formalismo y poder hablar con ellos libremente.
Matthews lanzó al aire una bocanada de humo azul y la miró mientras iba desvaneciéndose.
—La cosa no sería fácil. Como puede usted suponer, no tienen mucho tiempo libre. En cuanto han terminado aquí, suelen desaparecer en medio de una nube de polvo para volver con sus familias.
—¿Cuántos de ellos están casados?
—Leduc tiene dos hijos; lo mismo que Richards, Vic Hassell se casó hace un año. Los demás son todavía solteros.
Dirk se preguntó qué debían pensar sus esposas de todo aquel asunto. En cierto modo no le parecía muy leal con ellas. Se preguntó también si aquellos hombres consideraban su tarea como un trabajo cualquiera o si sentían el entusiasmo —no había otra palabra para calificarlo— que había sin género de duda inspirado a los fundadores del Interplanetario.
Los dos amigos acababan de llegar a una puerta con un cartel: PROHIBIDA LA ENTRADA. SOLO PERSONAL TÉCNICO. Matthews hizo una tentativa de empujar la puerta y ésta se abrió.
—¡Descuidados! —dijo—. No parece que haya nadie por aquí, sin embargo. Vamos a entrar; me parece que es uno de los lugares más interesantes que conozco, pese a que no soy científico.
Ésta era una de las frases favoritas de Matthews que ocultaba probablemente un muy hondo complejo de inferioridad. En realidad tanto él como McAndrews sabían bastante más ciencia de la que ellos pretendían.
Dirk lo siguió a través de la semioscuridad e hizo una fuerte aspiración al ver a Matthews buscar el interruptor e inundar la habitación de luz. Se encontró en una sala de controles, rodeado de hileras de interruptores y esferas. Los únicos muebles consistían en tres lujosos asientos suspendidos en un complicado sistema cardan. Tendió la mano para tocar ligeramente uno de ellos y comenzó a balancearse suavemente en todos sentidos.
—No toque nada —le advirtió Matthews rápidamente—. Por si no se había enterado le diré que no tenemos derecho a estar aquí.
Dirk examinó aquella ostentación de controles y llaves desde una respetuosa distancia. Podía juzgar del propósito de algunas de ellas por el letrero que ostentaban, pero otras le eran totalmente incomprensibles. Las palabras «Manual» y «Auto» aparecían una y otra vez. Casi tan común era «Combustible», «Temperatura», «Presión» y «Distancia Terrestre». Otros, como «Corte de Urgencia», «Provisión de Aire» y «Pila Jettison», tenían un sabor francamente amenazador. Un tercer y todavía más enigmático grupo ofrecía materia para interminables cogitaciones. «Alt. Trig. Sync»., «Net. Count» y «Video Mix», eran quizá la mejor selección dentro de esta categoría.
—Cualquiera creería, no cree usted —dijo Matthews— que la casa está a punto de remontar el vuelo de un momento a otro. Es desde luego, una copia idéntica del cuarto de controles de «Alfa». Los he visto practicar en él y es fascinador observarlos aunque uno no sepa lo qué es todo esto.
Dirk soltó una risa ligeramente forzada.
—Es una sensación un poco extraña, encontrarse en el cuarto de controles de una nave del espacio en un tranquilo suburbio de Londres.
—No estará tan tranquilo la semana próxima. Vamos a dar la noticia a la Prensa y probablemente nos lincharán por haber guardado el secreto durante tanto tiempo.
—¿La semana próxima?
—Sí, si todo sale conforme al plan. «Beta» habrá pasado ya sus pruebas finales de plena velocidad y estaremos todos haciendo nuestras maletas hacia Australia. A propósito, ¿ha visto usted aquellas películas de los primeros lanzamientos?
—No.
—Recuérdeme que se las haga ver. Son de lo más impresionante.
—¿Qué velocidad ha alcanzado, hasta ahora?
—Cuatro millas y media por segundo a plena carga. Es un poco corto como velocidad orbital, pero todo funcionaba perfectamente. Es una lástima, sin embargo, que no podamos probar «Alfa» antes del vuelo definitivo.
—¿Cuándo será esto?
—No está fijado todavía, pero sabemos que el despegue será cuando la Luna esté en su primer cuadrante. La nave aterrizará en la región de Mare Imbrium, mientras sean todavía las primeras horas de la mañana. El regreso está previsto para finales de la tarde, de manera que tendrán unos diez días terrestres allí.
—¿Por qué Mare Imbrium en particular?
—Porque es llano, muy bien estudiado y tiene uno de los más bellos paisajes de la Luna. Además, las naves del espacio han aterrizado siempre allí desde los tiempos de Julio Verne. Supongo que ya sabe usted que este nombre quiere decir «Mar de Lluvias…»
—Estudié el latín bastante a fondo en otros tiempos —dijo Dirk secamente.
Matthews se aproximó más que nunca en su vida a la sonrisa.
—Ya lo supongo. Pero salgamos de aquí antes de que nos pesquen. ¿Ha visto usted bastante?
—Sí, gracias. Es bastante impresionante pero no mucho más que un pozo de lanzamiento a chorro transcontinental.
—Lo es más cuando uno sabe lo que ocurre detrás de estas paredes —dijo Matthews con una mueca—. Arnold Clinton, que es el rey de los electrónicos, me dijo un día que sólo en los circuitos de control y cómputo hay tres mil tubos. Y debe haber algunos centenares en la sección de comunicaciones.
Dirk casi no lo oía. Por primera vez se daba cuenta de lo aprisa que caía la arena del reloj. Cuando llegó, hacía quince días, el despegue parecía todavía acontecimiento remoto del futuro indefinido. Ésta era la impresión general del mundo exterior; ahora parecía completamente falsa. Se volvió hacia Matthews sinceramente asombrado.
—Su Departamento de Relaciones Públicas parece por lo visto haber desorientado completamente a todo el mundo —dijo—. ¿Con qué fin?
—Es cosa de mera política —respondió el otro—. En tiempos pasados teníamos que hablar mucho y hacer promesas espectaculares para atraer la atención. Ahora preferimos decir lo menos posible hasta que todo esté cocido y arreglado. Es la única manera de evitar fantásticos rumores y crear el resultante anti-climax. ¿Recuerda usted el KY 15? Fue la primera nave tripulada que alcanzó las mil millas de altura, pero meses antes de que estuviese a punto todo el mundo creía que la íbamos a mandar a la Luna. Cuando hizo exactamente aquello a que estaba destinada, la decepción fue general. De manera que ahora algunas veces a mi oficina la llamo «Departamento de Publicidad Negativa». Será un gran alivio el día en que todo haya terminado y podamos seguir adelante con nuestros trabajos.
Esto, pensó Dirk, era un punto de vista muy centralista. Le parecía que los cinco hombres que había estado observando tenían mejores razones para desear que «todo hubiese terminado».