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El despacho era pequeño, y tenía que compartirlo con dos dibujantes jóvenes; pero dominaba el Támesis, y cuando estaba cansado de sus anotaciones y ficheros, Dirk podía descansar sus ojos sobre la gran cúpula que flotaba por encima de Ludgate Hill. De cuando en cuando aparecían Matthews o su jefe para hacer un poco de conversación, pero, en general, lo dejaban tranquilo, sabiendo que éste era su deseo. Anhelaba ser dejado en paz hasta haber estudiado y profundizado los centenares de memorias y libros que Matthews le había procurado.

Había un largo espacio de tiempo desde el Renacimiento italiano hasta el Londres del siglo veinte, pero la técnica que había adquirido cuando escribió su tesis sobre Lorenzo el Magnífico le era ahora de gran utilidad. Era capaz de decir, casi con una sola mirada, lo que carecía de importancia y lo que tenía que ser estudiado cuidadosamente. Al cabo de pocos días la línea general de la historia estaba completa y pudo comenzar a llenarla en detalle.

El sueño era más antiguo de lo que él había supuesto. Dos mil años antes los griegos habían imaginado que la Luna era un mundo no muy diferente de la Tierra, y durante el siglo dos d. C. el satírico Luciano escribió la primera de todas las novelas interplanetarias. Habían sido necesarios más de diecisiete siglos para salvar el abismo entre la ficción y la realidad, y la mayor parte del progreso sabía sido realizado durante aquellos últimos cincuenta años.

La era moderna había empezado en 1923, cuando un oscuro profesor, natural de Transilvania, llamado Hermano Oberth, publicó un libelo llamado El Cohete en el Espacio Interplanetario. En él desarrollaba por primera vez las matemáticas del vuelo por el espacio. Hojeando uno de los raros ejemplares existentes, a Dirk le parecía difícil creer que una superestructura tan enorme hubiese brotado de tan frágil principio. Oberth, ahora un anciano de 84 años, había iniciado la reacción en cadena, que tenía que llevar, todavía en vida de él, a la travesía del espacio.

Durante el decenio que precedió la Segunda Guerra Mundial, los discípulos alemanes de Oberth habían perfeccionado el cohete de combustible líquido. Al principio también ellos habían soñado en la conquista del espacio, pero el sueño había sido olvidado con la subida de Hitler. La ciudad sobre la cual Dirk con tanta frecuencia se asomaba, llevaba todavía las cicatrices de los tiempos, hacía treinta años, en que los grandes cohetes habían caído procedentes de la estratosfera en el torbellino de un aire contaminado.

Menos de un año después se había producido aquel horrendo amanecer en el desierto de Nuevo México, cuando pareció que el Río del Tiempo se hubiese detenido por un momento, para convertirse en espuma y lluvia formando un nuevo cauce hacia un futuro cambiado y desconocido. Con Hiroshima había venido el final de la guerra y el final de una era; la energía y la máquina se habían juntado por fin, y la ruta del espacio aparecía abierta ante los hombres.

Había sido una ruta muy abrupta y se requirieron treinta años para treparla, treinta años de triunfos y desalentadoras decepciones. Mientras iba conociendo a los hombres que lo rodeaban, mientras escuchaba sus relatos y sus conversaciones, Dirk iba llenando lentamente su memoria con detalles personales que ni los archivos ni los sumarios podían jamás aportar.

«El cuadro de televisión no era muy bueno, pero cada pocos segundos iba mejorando y conseguimos una buena imagen. Aquélla fue la mayor emoción de mi vida, pues había sido el primer hombre en ver el otro lado de la Luna. Ir allá será un poco difícil.

»…la explosión más terrible jamás vista. Cuando nos levantamos oí a Goering que decía: «Si es esto lo mejor que sabéis hacer, le diré al Führer que todo esto es malgastar dinero». Hubiera usted tenido que ver la cara de von Braun…

»El KX 14 sigue allá arriba; describe una órbita cada tres horas, lo cual es exactamente lo que nos proponíamos; pero el maldito transmisor de radio falló al lanzamiento de manera que no hemos conseguido las indicaciones de los instrumentos.

»Yo estaba observando a través del reflector de doce pulgadas cuando la carga de polvo de magnesio alcanzó la Luna a unos cincuenta kilómetros de Aristarchus. Puede ver el cráter que produjo si dirige una mirada sobre la puesta de sol».

Algunas veces Dirk envidiaba a aquellos hombres. Tenían un propósito en la vida, aunque fuese uno que él no podía plenamente comprender. Expedir sus grandes máquinas a centenares de miles de millas en el espacio tenía que procurarles una sensación de potencia. Pero la energía era peligrosa y con frecuencia se descomponía. ¿Podía confiarse en ellos con todas las fuerzas que aportaban al mundo? ¿Podía el mismo mundo ser digno de confianza estando ellos en él?

Pese a su fondo científico, Dirk no era completamente ajeno al temor de la ciencia que había sido el factor común desde los grandes descubrimientos de la era Victoriana. En aquel nuevo ambiente se sentía no solamente aislado sino a veces un poco nervioso. La escasa gente con quien hablaba era invariablemente cortés y deferente, pero una cierta timidez y su ansia de dominar el fondo de su misión en el tiempo más breve posible lo mantenía alejado de toda relación social. La atmósfera de la organización le gustaba, ya que era casi agresivamente democrática, y más tarde le sería muy fácil conocer a todos los que quisiera.

De momento, el contacto de Dirk con todos los que no perteneciesen al Departamento de Relaciones Públicas, se reducía a la hora de las comidas. La pequeña cantina del Interplanetario era frecuentada, por turnos, por todo el personal, desde el Director-General hacia abajo. Era dirigida por un comité muy osado con fuerte tendencia a la experimentación, y si bien accidentalmente se producían catástrofes culinarias, la comida era en general muy buena. Por lo que Dirk podía decir la jactancia del «Interplanetario» de ser la mejor cocina de Southbank estaba plenamente justificada.

Como la hora de la comida de Dirk, como la Pascua de Resurrección, era movible, veía generalmente una nueva serie de rostros cada vez y no tardó en conocer de vista a la mayoría de los más importantes miembros de la organización. Nadie le prestaba atención; el edificio estaba lleno de aves de paso de las universidades y firmas comerciales de todo el mundo y era evidente que era tomado por un científico más de visita.

Su colegio, a través de las ramificaciones de la Embajada de los Estados Unidos, había conseguido encontrarle un modesto piso a unos cuantos centenares de metros de Grosvenor Square. Cada mañana se dirigía a la estación del metro de Bond Street y se trasladaba a Waterloo. Poco tardó en aprender a eludir las aglomeraciones de la mañana y al poco tiempo era el último en llegar al centro Interplanetario. Las horas descentradas eran frecuentes en Southbank; si bien Dirk algunas veces permanecía en el edificio hasta medianoche y constantemente sentía a su alrededor sonidos de actividades, generalmente procedentes de las secciones de investigación. Algunas veces, a fin de aclararse la cabeza y hacer un poco de ejercicio, salía a dar un paseo por los desiertos corredores, tomando mentalmente nota de los departamentos interesantes que un día podría visitar oficialmente. Aprendió mucho más sobre aquella casa de esta forma que a través de los complicados y tan corregidos documentos de la organización que Matthews le había procurado, y volvía siempre a reclamarle.

Con frecuencia Dirk pasaba por delante de puertas entreabiertas que dejaban ver laboratorios descuidados y talleres mecánicos en los cuales taciturnos técnicos observaban equipos e instrumentos que sin duda alguna se negaban a funcionar. Si la hora era ya avanzada, el espectáculo quedaba suavizado por el humo del tabaco, e invariablemente por una tetera eléctrica que ocupaba el sitio de honor en el fondo de la habitación. Accidentalmente, Dirk llegaba en el momento de un triunfo técnico y si no tomaba sus precauciones era probable que se viese invitado a compartir el ambiguo líquido que los ingenieros estaban continuamente elaborando. De esta forma llegó a cambiar su saludo con mucha gente, pero conocía escasamente una docena de personas a quienes pudiese dirigirse por su nombre.

A los treinta y tres años, Dirk Alexson se sentía todavía un poco nervioso entre la gente que lo rodeaba durante su trabajo cotidiano. Había sido más feliz en el pasado, entre sus libros y aun cuando había viajado mucho a través de los Estados Unidos, había pasado casi toda su vida en círculos académicos. Sus colegas reconocían en él al trabajador constante y capacitado, con un olfato casi intuitivo para la solución de situaciones complicadas. Nadie sabía si llegaría a ser un gran historiador, pero su estudio sobre los Medicis había sido aceptado y reconocido en su justo valor. Sus amigos no fueron jamás capaces de comprender cómo un hombre de la plácida disposición y temperamento de Dirk pudo analizar tan minuciosamente los motivos y conducta de la incendiaria familia.

Una mera casualidad, al parecer, lo había llevado de Chicago a Londres y se daba todavía perfecta cuenta del hecho. Hacía algunos meses que la influencia de Walter Poter había empezado a desvanecerse; el exiguo y atestado escenario del Renacimiento Italiano iba perdiendo sus encantos… si una palabra tan plácida podía ser aplicada a aquel microscomos de intrigas y asesinatos. Aquél no había sido su primer cambio de interés puesto en un tema y temía que no sería tampoco el último, porque Dirk Alexson estaba todavía buscando un tema al que pudiese consagrar su vida. En un momento de depresión había confiado al Deán de la Universidad que probablemente sólo el futuro podía ser un tema que tuviese un verdadero atractivo para él. Esta casual y medio seria queja, había coincidido con una carta de la Fundación Rockefeller y antes de que se diese cuenta de ello Dirk estaba en camino hacia Londres.

Durante los primeros días se encontró obsesionado por el fantasma de su incapacidad, pero pronto se dio cuenta de que aquello ocurría cada vez que uno iniciaba una nueva actividad y no tardó en dejar de ser una preocupación. Al cabo de una semana se dio cuenta de que tenía una clara visión del ambiente y organización en medio de la cual tan inesperadamente se había encontrado. Su confianza comenzó a renacer y con ella su tranquilidad.

Desde los tiempos de sus primeros estudios, Dirk había llevado un diario, con frecuencia descuidado, salvo en determinadas crisis, y ahora empezó de nuevo a consignar sus impresiones sobre los acontecimientos cotidianos de su vida. Estas notas, escritas para su propia satisfacción, le permitían controlar sus pensamientos y podían servirle más tarde como base de la historia oficial que tenía un día que escribir.

«Hoy, 3 mayo 1978. Llevo en Londres exactamente una semana y no he visto de la ciudad más que las zonas que circundan Bond Street y Waterloo. Cuando hace buen tiempo, Matthews y yo solemos ir a dar un paseo por los bordes del río después de almorzar. Cruzamos por el puente a Nuevo (que hace sólo cuarenta años fue construido) y seguimos hacia abajo de la corriente según nuestra fantasía, volviéndolo a cruzar por Charing Cross o Blackfriars. Hay una serie de variaciones, de acuerdo con el reloj o contra el reloj.

»Alfred Matthews tiene unos cuarenta años, y lo he encontrado muy servicial. Tiene un sentido del humor extraordinario, pero no lo he visto jamás sonreír; es más serio que una sartén. Al parecer conoce perfectamente su oficio, mucho mejor, diría yo, que McAndrews quien, no obstante, pasa por su jefe. Mac tiene diez años más que él; se graduó, como Alfred, a través del periodismo, en relaciones públicas. Es un hombre delgado con cara de hambre y generalmente habla con un ligero acento escocés, que se desvanece completamente cuando se excita. Esto seguramente debe probar algo, pero no sé qué. No es un mal compañero, pero no sé si es muy inteligente. Alfred hace todo el trabajo y me parece que no hay mucho cariño entre los dos. Algunas veces es un poco difícil mantenerse en buenas relaciones con ambos a la vez.

»La semana próxima tengo intención de comenzar a conocer más gente y salir un poco más. Tengo especial interés en conocer las tripulaciones, pero me mantengo apartado del camino de los científicos hasta que entienda un poco más en caminos atómicos y órbitas interplanetarias. Alfred va a ponerme al corriente de todo esto la próxima semana; por lo menos así lo dice. Lo que también espero averiguar es, en primer lugar, cómo pudo formarse una entidad tan extraordinariamente híbrida como este Interplanetario. Parece un convenio típicamente británico y no hay casi nada consignado sobre papel acerca de su formación y orígenes. Toda esta institución es una amalgama de paradojas. Existe en una nación de bancarrota crónica y no obstante es responsable de un gasto de unos diez millones al año (libras, no dólares). El Gobierno tiene muy poco que decir en su administración y bajo muchos conceptos parece tan autócrata como la B. B. C. Pero cuando es atacado en el Parlamento (lo cual ocurre un mes por otro), siempre se levanta algún ministro para defenderlo. Quizá, después de todo, Mac es mejor organizador de lo que yo imagino.

»He dicho «británico», pero desde luego no lo es. Más de una quinta parte de su personal es americano, y en la cantina he oído todos los acentos imaginables. Es tan internacional como el Secretariado de las Naciones Unidas si bien los ingleses aportan la mayor parte de las fuerzas motrices del personal administrativo.

»La razón de esto, la ignoro; quizá Matthews podría explicármelo.

»Otra cosa extraña; aparte de sus acentos, es sumamente difícil ver diferencia alguna entre las diferentes nacionalidades que se reúnen aquí. ¿Es ello debido a la… digámoslo así… la naturaleza supranacional de su trabajo? Y si sigo aquí el tiempo suficiente, supongo que me sentiré desarraigado también».