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Dirk Alexson dejó su libro y subió el corto tramo de escalera hasta la cubierta de observación. Era todavía demasiado pronto para ver tierra, pero la proximidad del final del viaje lo había puesto inquieto e incapaz de concentrarse. Se acercó a las angostas ventanas circulares abiertas en el borde principal de la gran ala y se asomó sobre el informe océano que tenía bajo él.

Era totalmente imposible ver nada; desde aquellas alturas la más imponente tormenta del formidable Atlántico hubiera sido invisible. Estuvo algún tiempo contemplando la masa gris que tenía a sus pies y se dirigió a la instalación de radar de los pasajeros.

La ondulante línea de luz de la pantalla había comenzado a trazar los primeros tenues ecos en los límites de su alcance. La tierra estaba delante de ellos, a diez millas a sus pies y doscientas de distancia, la tierra que Dirk no había visto nunca, pese a que era para él más real que el terreno donde había nacido. De aquellas ocultas playas, más de cuatro siglos antes, habían salido hacia el Nuevo Mundo sus antepasados en busca de fortuna y libertad. Ahora, él regresaba, atravesando en menos de tres horas las vastas extensiones que ellos habían surcado durante tantas semanas de hastío. Y venía con una misión en la cual, en su más fantasiosa imaginación, jamás hubiera podido soñar.

La imagen luminosa de Land’s End había pasado ya la mitad de la pantalla de radar antes de que Dirk hubiese dirigido la primera mirada a la costa que se acercaba, mancha negra casi perdida en las brumas del horizonte. A pesar de que no había sentido ningún cambio de dirección, sabía que la nave debía estar ahora deslizándose por la pendiente que llevaba al aeropuerto de Londres, a cuatrocientas millas de allí. Dentro de poco minutos volvería a oír, débil, pero infinitamente tranquilizador, el ronco zumbido de los grandes chorros a medida que el aire se espesaba a su alrededor y llevaba una vez más la música a sus oídos.

Cornualles era una gran mancha gris que se hundía a popa a demasiada velocidad, para que pudiese verse ningún detalle. Por lo que era capaz de juzgar, el rey Marke podría estar todavía esperando sobre aquellas crueles rocas la nave que tenía que traerle a Isolda, mientras en las colinas Merlín podía estar todavía hablando con los vientos y pensando en su sino. Desde aquellas alturas, la tierra debía ofrecer el mismo aspecto cuando los constructores pusieron la última piedra de las murallas de Tintagel.

Ahora la nave se deslizaba hacia una masa de nubes tan blancas y deslumbrantes que herían los ojos. Al principio parecían sólo rotas aquí y allá por algunas leves ondulaciones, pero ahora, a medida que se elevaban hacia él, Dirk se dio cuenta de que las montañas de nubes sobre las que volaba tenían unas proporciones dignas del Himalaya. Un momento después, los altos picos se elevaban por encima de él y la nave se dirigía hacia un ancho paso abierto entre dos altas paredes de nieve. Tuvo un estremecimiento involuntario al ver las dos grandes paredes blancas precipitarse hacia él, después relajó sus músculos cuando la blanca niebla los envolvió y no pudo ver nada más.

La capa de nubes debía ser muy espesa, porque tuvo apenas una cortísima visión de Londres y fue sorprendido por el suave choque del aterrizaje. Entonces los ruidos del mundo exterior llegaron precipitadamente a sus oídos; las voces metálicas de los altavoces, los cierres sonoros de las escotillas, y, por encima de todos ellos, la muriente caída de las grandes turbinas a medida que iban parándose para descansar.

El húmedo suelo de asfalto, los camiones que esperaban y las nubes grises que se cernían sobre ellos, desvanecieron las últimas impresiones de novela o aventura. Nevaba ligeramente, y cuando el diminuto y ridículo tractor remolcó la gran nave, sus relucientes flancos le dieron el aspecto de un monstruo de las profundidades del mar, más que del cielo que tenían encima. Sobre los alvéolos de los chorros flotaban pequeñas nubéculas de vapor que se convertían en agua sobre las alas.

Con gran alivio por su parte, Dirk se encontró en la barrera de la Aduana. Cuando su nombre fue comprobado en la lista de pasajeros, un hombre corpulento, de mediana edad, se acercó a él con la mano tendida:

—¿Doctor Alexson? Encantado de conocerlo. Mi nombre es Matthews. Tengo que llevarlo a la Central del Southbank y ocuparme de usted durante toda su estancia en Londres.

—Encantado de saberlo —dijo Dirk sonriendo—. ¿Supongo que esto se lo debo a McAndrews?

—Exacto. Soy su ayudante en Relaciones Públicas. Déme su maleta… Vamos a tomar el metro-exprés; es el medio más rápido, y el mejor, porque se entra en la ciudad sin tener que soportar los suburbios. No hay más que un hueso, sin embargo.

—¿Y cuál es?

—Quedaría usted sorprendido —dijo Matthews con un suspiro— al saber el número de visitantes que cruzan el Atlántico sin incidentes y desaparecen en el metropolitano sin ser vistos nunca más.

Matthews no esbozó la menor sonrisa mientras daba estas inverosímiles noticias. Como Dirk tenía que observar más tarde, su curioso sentido del humor parecía ir unido a una total incapacidad de sonreír. Era una combinación de lo más desconcertante.

—Hay una cosa de la cual no estoy claramente enterado —comenzó Matthews en el momento en que el largo convoy rojo arrancaba de la estación del aeropuerto—. Hemos tenido muchos científicos americanos que han venido a vernos, pero tengo entendido que la ciencia no es la especialidad de usted.

—No, yo soy historiador.

Las cejas de Matthews formularon una pregunta inaudible.

—Comprendo que le parezca un poco extraño —prosiguió Dirk—, pero es muy lógico. Durante el pasado, cuando se formó la historia, no había casi nadie capaz de escribirla debidamente. Hoy, desde luego, tenemos periódicos y películas, pero es sorprendente ver cuántos acontecimientos fueron omitidos simplemente porque en su tiempo todo el mundo los consideró naturales. Pues bien, el proyecto que están ustedes estudiando es uno de los más grandes de la historia y si sale adelante cambiará el futuro, como quizá ningún otro acontecimiento lo ha cambiado jamás. De manera que mi universidad ha decidido que tiene que haber un historiador profesional presente para llenar las omisiones que pudieran producirse.

Matthews asintió.

—Sí, es razonable. Será un agradable cambio para nosotros, los que no somos científicos tampoco. Estamos verdaderamente cansados de conversaciones en las cuales tres palabras de cada cuatro son símbolos matemáticos. Sin embargo, ¿supongo que debe usted tener un fondo de conocimientos técnicos considerable…?

Dirk lanzó un suspiro de perplejidad.

—Si tengo que decirle la verdad —confesó—, hace cerca de quince años que no me he dedicado a la ciencia; y además no la había tomado nunca muy en serio tampoco. Tendré que ir aprendiendo lo que tenga que saber a medida que lo vaya necesitando.

—No se preocupe; tenemos un curso a alta presión para hombres de negocios fatigados y políticos perplejos, que le dará todos los conocimientos necesarios. Y quedará usted sorprendido de ver todo lo que puede aprender con sólo escuchar las peroraciones de los Boffins.

¿Boffins?

—¡Dios mío! ¿No conoce usted esta palabra? Viene de la guerra y significa estos tipos de científico de pelo largo con una regla de cálculo en el bolsillo. Creo mi deber avisarle de antemano que aquí tenemos un vocabulario que tendrá que aprender. Hay tantas ideas nuevas y conceptos en nuestro trabajo, que tenemos que inventar nuevas palabras. ¡Hubiera usted debido traer un filólogo también!

Dirk permanecía silencioso. Había momentos en que la enorme intensidad de su tarea casi lo avasallaba. En el transcurso de los seis próximos meses, el trabajo de miles de hombres durante medio siglo alcanzaría su culminación. Era su deber, y su privilegio, hallarse presente mientras se iba formando la historia en aquel desierto australiano en otro lado del mundo. Tenía que observar aquellos acontecimientos a través de los ojos del futuro, y consignarlos de forma tal que durante los siglos futuros otros hombres pudieran captar nuevamente el espíritu de aquella edad y tiempo.

Salieron a la superficie en la estación de New Waterloo y recorrieron a pie los pocos metros que los separaban del Támesis. Matthews había tenido razón al decir que aquélla era la mejor manera de llegar a Londres por primera vez. La espaciosa extensión del nuevo muelle, que sólo tenía veinte años, llevó la mirada de Dirk río abajo hasta que fue detenida por la cúpula de San Pablo, reluciendo húmeda bajo un inesperado rayo de sol. Su mirada siguió el río corriente arriba, pasando por delante del gran edificio blanco antes de Charing Cross, pero los edificios del Parlamento eran invisibles detrás de la curva que describía el Támesis.

—¿Bonita vista, verdad? —preguntó Matthews—. Ahora estamos sumamente orgullosos de ella, pero hace treinta años todo esto era una horrible amalgama de muelles y orillas de barro. A propósito…, ¿ve usted aquel barco, allí?

—¿Quiere usted decir el que está amarrado en la otra orilla?

—Sí, ¿sabe usted qué es?

—No tengo la menor idea.

—Es el Discovery, que llevó al capitán Scott al Antártico a principio de siglo. Con frecuencia lo miro cuando voy a trabajar, y me pregunto qué debería pensar del viajecito que estamos proyectando.

Dirk miraba intensamente el gracioso casco de madera, los esbeltos mástiles y la maltrecha chimenea. Su mente evocó imágenes del pasado y le parecía ver aquella embarcación deslizándose por entre altas montañas de hielo en un país desconocido. Comprendía los sentimientos de Matthews, y la sensación de continuidad histórica fue súbitamente muy fuerte. La línea que se extendía a través de Scott hasta Drake y Raleigh, y aun a viajeros anteriores, seguía intacta; sólo la escala de las cosas había cambiado.

—Aquí lo tiene —dijo Matthews en un tono de orgullosa excusa—. No es tan impresionante como hubiera podido ser, pero no teníamos mucho dinero en aquellos tiempos. Lo cual no quiere decir que lo tengamos ahora…

El alto edificio blanco de tres pisos, que se hallaba frente al río, era de una arquitectura sin pretensiones y había sido visiblemente construido hacía sólo algunos años. Estaba circundado por grandes espacios abiertos, escasamente cubiertos por una mezquina hierba. Dirk supuso que habían sido ya destinados a futuras edificaciones. La hierba parecía haberse dado cuenta de ello también.

Sin embargo, pese a aquellos edificios administrativos, la Central no carecía de atractivos y la vista sobre el río era indiscutiblemente muy bella. A lo largo del segundo piso había una línea de letras, tan claras y prácticas como todo el resto del edificio. Formaban una sola palabra, pero al verla Dirk sintió una curiosa palpitación en sus venas. Parecía, en cierto modo, fuera de lugar, allí, en el corazón de aquella urbe, en la que millones de hombres estaban constantemente absorbidos por los problemas de la vida cotidiana. Estaba tan fuera de lugar como el Discovery, amarrado al lejano muelle, al final de su largo viaje; y hablaba de un viaje más largo que el que él o barco alguno hubiese realizado jamás:

INTERPLANETARIO