Prólogo

NORTHRIDGE, CALIFORNIA

17 DE ENERO DE 1994. 04:31

Con los dedos de la mano hormigueándole, y entumecidos los de los pies, el piyama empapado con sudor, Lewis Crane despertó abruptamente. ¡Cada uno de sus peores terrores nocturnos era real! Y, en ese horrible instante, supo que todo el tiempo había sido él quien tuvo la razón, y que fueron los adultos los que habían estado equivocados. Las Cosas Salvajes moraban en la parte trasera de su armario; un dragón entraba a hurtadillas cuando bajaba el Sol y se le acurrucaba en la cama. Los monstruos eran invisibles bajo la mortecina luz de Luna que se filtraba por las tablillas de la persiana, pero Lewis sabía que estaban ahí. Rugían de modo horripilante y se desplazaban por la habitación pisoteándolo todo, haciendo que la cama se retorciera como un trampolín al que Lewis trataba de treparse. Cerró los ojos hasta que le dolieron y se apretó los oídos con las manos… pero los monstruos no se iban. Se volvían más salvajes y proferían ruidos aún más intensos.

Súbitamente lanzado de la cama, Lewis chilló llamando a sus padres.

Su voz era tan débil y el ruido tan fuerte, que mamá y papá nunca lo iban a oír. Tenía que llegar hasta ellos. Con el corazón martillándole en el pecho, trató de ponerse de pie, pero el miedo lo retuvo atornillado al piso, que empezó a corcovearle debajo de los pies, y las paredes a ondular como los enormes pitones que Lewis había visto en el enorme zoológico de San Diego. Los estantes de la biblioteca temblaban, las sillas se estremecían, y los videojuegos apilados sobre la computadora se desmoronaron. Algo le pasó zumbando sobre el hombro —el cuadro que colgaba sobre la mesita que estaba junto a la cama— y cayó al lado de la rodilla de Lewis, el vidrio saltó fuera del marco y le roció la pierna con los fragmentos.

—¡Mamá! —gritó—. ¡Mamá, papá, ayúdenme!

Todo se agitaba. Todo. Libros y camioncitos de colección salían volando de los estantes; los muñecos articulados de los Power Rangers y las Tortugas Ninja danzaban como si tuvieran vida propia, mientras caían hacia la alfombra. El espejo que estaba sobre la cómoda y el acuario de al lado del escritorio se hicieron pedazos sobre las partes sin alfombrar del piso. Desde el otro lado de la habitación, vidrios y agua llovieron sobre el niño sin impedimento alguno.

—¡Papito! —volvió a gemir, en el preciso instante en que el armario de cajones se estrelló a centímetros de donde Lewis estaba sentado. Entonces se puso de pie de un salto, pero el piso subía y bajaba, haciéndole perder el equilibrio y caer violentamente de rodillas.

Y Lewis se precipitó hacia el fin del mundo.

Su cuerpo se sacudía con violencia, toda la habitación se sacudía con violencia, y entonces oyó el ruido más horrible que hubiera oído jamás en sus siete años de vida: sonaba como si el suelo, en muchos kilómetros a la redonda, se estuviera resquebrajando y la casa haciéndose pedazos. Quizás, hasta el cielo mismo se estaba disgregando en trozos.

Por la cara del niño rodaban las lágrimas. Empezó a arrastrarse hasta la puerta, avanzando de costado y en postura anormal, como si un gigante le hubiera torcido el cuerpo hacia un lado. Lewis creyó oír a su madre gritando su nombre, pero no podía estar seguro. Ahora estaba sollozando. Precisaba a su madre; también a su padre. Tenía que llegar hasta ellos.

El vestíbulo estaba lleno con cosas peligrosas y se detuvo un segundo. Había trozos de yeso y varillas de metal entremezclados con púas dentadas de madera y feos pedazos de vidrio provenientes de los muebles, y con cuadros que solían estar pulcramente colgados a lo largo de las paredes. La pila era más alta que las rodillas del niño, que tenía miedo de lastimarse si se arrastraba sobre ella, pero la casa oscilaba tanto que no se atrevía a pararse y correr. Hizo una inhalación profunda y empezó a arrastrarse lo más rápido que pudo, golpeándose y cortándose brazos y piernas, sintiendo cómo le pinchaban y laceraban los muslos y los pies.

Alcanzó el comedor y un sollozo se le atoró en la garganta: pudo oír a sus padres. Mamá lo llamaba… pero papá chillaba de dolor. Aquí había mucha más luz, pero a Lewis no le gustaba porque era azulada y daba la impresión de estar titilando sobre todas las cosas de manera fantasmal. Se estremeció, después giró y apoyando la mano netamente sobre la pared se empujó con las piernas y trepó, palmo a palmo, hasta que se sostuvo sobre los pies. Toda la habitación estaba dando vueltas, lo que hizo que Lewis súbitamente recordara el barco para pesca de altura donde había estado el verano pasado: cabeceaba hacia abajo y hacia arriba, oscilando de un costado hacia el otro y, de no haber estado en el regazo de su papá quien tenía puesto el cinturón de seguridad a ese asiento grande atornillado al piso, tanto él como el asiento y todo lo demás habrían estado resbalando de una barandilla a la otra ¿Podría ser que la casa estuviera navegando sobre una ola inconmensurable? Qué tontería, el viento no podría empujar la casa desde Northridge hasta el mar. Pero ese otro ruido, esa especie de retumbo… pues sí que se parecía mucho al que hacía un ventarrón en una tormenta violenta.

—¡Lewis! —oyó a su madre gritar—. ¡Lewis, corre. Sal a la calle!

La madre entró con paso vacilante en la habitación y empezó a moverse con torpeza hacia su hijo. La bata de noche estaba apelmazada en torno del pecho, y desde la cintura colgaba en jirones que se le enredaban en las rodillas. Regocijo y alivio inundaron al niño quien se soltó de la pared y avanzó a los tropezones. Después quedó paralizado. Mamá estaba extendiendo la mano para aferrarse del borde de la mesa del comedor, que se deslizaba hacia ella y Lewis pudo ver detrás de ésta, cómo el enorme bargueño que papito había comprado para el regalo de aniversario, lentamente se venía abajo desde la pared…

Estalló el vidrio. Las astillas lo hirieron, desgarrándole el piyama. Oyó el estampido y el grito de su mamá, y vio las estrellas a través del repentino agujero que apareció en el techo del comedor. Todo pareció quedar en suspenso durante un segundo. Después se encontró arrastrándose torpemente sobre los escombros, arrancando desesperadamente trozos de material con las manos para lograr acercarse a su madre, cuyos cara y brazo derecho estaban expuestos hacia la noche.

—¡Te voy a sacar, mamá! —gritó. Sus lágrimas abrían surcos en el polvo que le cubría la cara.

—Corre, mi amor —susurró la mujer cuando el hijo pudo llegar hasta ella—. Corre hacia la calle.

En vano empujó el panel lateral del bargueño.

—Por favor, Lewis —dijo la madre, extrañamente calmada—, haz lo que te dice mamá.

—Pero tú… tú estás…

—No me d-desobedezcas. Haz ya mismo lo que te digo.

La mente de Lewis era un torbellino. No podía mover ese mueble, no solo. Necesitaba ayuda.

—Voy a buscar a alguien que me ayude a sacarte de ahí abajo —dijo dando un paso atrás cuando el bamboleo del piso se frenó un poco. El retumbo sonaba lejano ahora, y se dio cuenta de que ya no oía a papá gritando desde el dormitorio.

—Vuelvo en seguida, mamá… ¿entiendes? Volveré en seguida por ti y papá.

—Sí, tesoro —contestó la madre con voz débil—. Apúrate… apúrate a salir.

Lewis rodeó los escombros renqueando, llegó a la sala de estar y estaba a punto de pasar por la puerta de calle, cuando otra sección del techo se desplomó con gran estruendo. Ya en la acera sintió olor a gas y vio el haz de linternas que recorrían velozmente los jardines del frente de las casas de esa cuadra. La calle tenía elevaciones y grietas; en todas las casas que estaban a ambos lados, la fachada se había desmoronado. El pánico agitó a Lewis, pero no tenía tiempo para eso. Necesitaba conseguir ayuda pronto.

Oyó gente, y se dirigió hacia las voces y linternas, gritando al mismo tiempo que corría.

—¡Socorro! ¡Ayúdenme! ¡Por favor… alguien!

En ese momento tropezó en una nueva loma que se había alzado en el césped y cayó pesadamente de bruces. Le dolió todo el cuerpo… y lloró. Pero no permaneció ahí. Mientras se ponía de pie con dificultad, quedó repentinamente cegado por un haz de luz.

—Es el hijo de los Crane —gritó a voz en cuello un hombre que se alzaba delante de Lewis—. Vengan pronto.

De todas partes surgió gente que lo forzó a tenderse de espaldas en el suelo. Trató de empujarlos a un costado.

—Socorro, por favor. Mi mamá y mi papá todavía están adentro. Mamá está atrapada. Hay que…

—Tranquilo, hijo —le llegó la voz del hombre que lo retenía contra el piso—. Soy yo, el señor Haussman, de la casa de enfrente. No te preocupes, vamos a sacar a tus padres.

—¡Mi Dios, mírenlo! —dijo una mujer, mientras la gente recorría con el haz de las linternas el deshecho pijama de Lewis—. Está sangrando mucho. Yo… ¡Oh, Señor: miren su brazo!

Lewis rodó sobre el costado para ver qué señalaba la mujer. Un pedazo de vidrio, grande como un programa de béisbol, le sobresalía de la parte superior del brazo izquierdo, al que ni siquiera sentía. Directamente no lo sentía.

—Mi mamá está atrapada —dijo. Una sombra extendió las manos y tiró con fuerza, sacándole de la carne el fragmento de vidrio—. Por favor, ayúdenla.

La mujer ahogó un grito y se dio vuelta, mientras Lewis se quedó mirando la sangre que brotaba con furia de su brazo, de ahí de donde le habían sacado el vidrio.

—Maldición —masculló el señor Haussman. Arrancó el resto de la camisa del piyama de Lewis y lo ató exactamente arriba de donde la sangre salía a borbotones—. Tenemos que llevarlo a un hospital.

—Mi camioneta —dijo el señor Cornell, el vecino de al lado—. Podemos ponerlo en la caja.

—Tráela —dijo el señor Haussman, y el señor Cornell se fue a toda velocidad.

—Mis padres… —dijo Lewis, tratando de incorporarse, nada más que para conseguir que el señor Haussman lo vuelva a poner de espaldas sobre el piso.

—Los sacaremos —dijo el hombre. Después se volvió hacia los otros espectros que estaban detrás del haz de sus linternas—. ¿Puede alguien meterse en la casa y buscar a los Crane?

El suelo se volvió a sacudir. Todos reaccionaron en forma audible, una señora llegó al punto de gemir como si padeciera un inmenso dolor.

El niño observó con alivio que varios hombres corrían hacia su casa.

—¿Qué está pasando? —preguntó, aferrando la manga de la camisa del señor Haussman.

—Terremoto, hijo —contestó el hombre, ajustando el nudo del torniquete improvisado—. Y bien grande.

—Y-yo olí g-gas —dijo Lewis, tratando de incorporarse una vez más.

—¿¡Gas!? —Haussman parecía alarmado—. ¡Oh, no!

Puso a Lewis en el suelo y se irguió, dirigiendo el haz de su linterna hacia el señor Cornell, que estaba en la camioneta estacionada frente a la casa de al lado de los Crane.

—¡George! —gritó—. ¡No enciendas el…!

Una monstruosa explosión convirtió la noche negra como azabache, en día brillante. Lewis, recostado sobre los codos, vio una gigantesca bola de fuego que tragaba su casa, la del señor Cornell y la camioneta misma.

Chillidos de agonía rasgaron el aire. Hombres envueltos en llamas salieron corriendo de la casa de los Crane. En la cabina de su camioneta, el señor Cornell era una ramita que se retorcía, abrasada por el fuego. Lewis yacía estupefacto, la mente congelada por el dolor y el espanto, mientras los escombros, convertidos en ascuas, caían en derredor.

Era un niño, pero comprendió que acababa de perderlo todo… que el amor y la protección del hogar y de la familia se habían ido para siempre. Los incendios restallaban, incontrolables, a poco más de cuarenta metros de Lewis, haciendo que le manara el sudor por todos los poros y que el césped, ya pegajoso con su sangre, se volviera resbaladizo como el hielo. Ambos codos resbalaron, quitándole sostén al cuerpo. Tendido de espaldas, el niño se quedó contemplando un campo de estrellas que era asombrosamente brillante y frío, y que estaba muy distante.

Lewis Crane estaba solo.