LA FUNDACIÓN
3 DE JUNIO DE 2058. ALREDEDOR DEL MEDIODÍA
Crane pudo determinar con absoluta precisión cuándo iba a terminar su vida, la primavera de 2055. Un día había empezado a recorrer los cubos de almacenamiento, extrayendo todos los testimonios de homenaje y los premios y medallas por servicio que había recibido en más de medio siglo de tratar de aniquilar la bestia interior. Había enmarcado los honores de mayor importancia y los había colgado en las paredes de su oficina, en la fundación, hasta que no hubo más espacio en ellas. Y los miró, reflexionando. Fue entonces que supo que estaba viviendo en el pasado. Entonces empezó a planear el hoy.
Estaba sentado en su oficina con un hombre joven, llamado Tennery, avergonzado de que la exhibición en las paredes pareciera recargada, ostentosa. Simplemente, hablaba para retener la atención de Tennery y evitar que mirara en derredor:
—¿Por qué desea unirse a nuestra pequeña colonia? —le preguntó.
—Tengo entendido que es… diferente —contestó Tennery, con su cabello rojo enrulado que le llegaba hasta los hombros. Tenía veinticuatro años—. Tengo entendido que ustedes están tratando de construir un mundo en el que la lógica se haga oír, donde la gente piense antes de actuar. —Rió—. Siempre quise vivir en un mundo así, porque tengo la impresión de que estoy rodeado de maniáticos.
—Muy cierto —dijo Crane. Su mirada se desvió hacia la imagen del globo, en la sala principal, que estaba rotando con lentitud, indicando con luces y pitidos un desplazamiento geológico en San Andrés—. ¿Es usted botánico?
—No —contestó el hombre—, granjero. Nada más que un granjero común y corriente. Tengo un diploma en agricultura, pero…
—¿Pero es inútil en lo que atañe a cultivar en la realidad?
El joven asintió con la cabeza.
—Levantarse a las cinco y media de la mañana requiere algo más que un título universitario. Además, estoy interesado en el polvo de la Luna.
—Sí, ya sé: suelo estéril, absolutamente desprovisto de cualquier compuesto orgánico. Y aun así, cuando se lo mezcla con tierra normal…
—El polvo del Mar del Ingenio, que estuve recibiendo de Charlestown, aumentó mi producción de maíz en casi un quince por ciento. También he oído que ustedes tienen una mezcla.
Crane volvió a sonreír. Le gustaba mucho este candidato.
—Sí, con la tierra que extraemos del Delta, del Ganges, del Amazonas y de los Himalayas. Estamos mezclando hasta cincuenta suelos diferentes, en busca del mejor pH y del equilibrio natural de elementos nutritivos. ¿Interesado?
—¿Si lo estoy? —El hombre se miró las manos. Después miró a Crane—. Mi esposa quería que le pregunte a usted algo. Estuvimos oyendo que en la Luna hay muchos problemas con el suministro de agua…
—No en Charlestown —dijo Crane—. Cuando los consorcios islámicos obtuvieron el control de todos los embarques de agua hacia la Luna, empezaron a utilizarla como dispositivo de coacción, racionándola, amenazando con interrumpir los envíos si la Luna no se convertía en un Estado islámico. Ya habíamos previsto una eventualidad así y, en secreto, estuvimos haciendo estallar minas en Marte para extraer el perma-frost. Ahora tenemos un sistema de embarques desde Marte que es permanente y confiable, y cada seis semanas llega agua nueva. Tenemos la esperanza de contar con la suficiente para vender a las demás colonias, de modo de obtener algo de dinero y mantener la región autónoma.
—Buena suerte.
—Soy yo el que se la debe desear. Es usted quien va a ir a vivir a Charlestown.
—¿Usted no va a estar ahí?
—No del modo en que usted piensa —sonrió Crane—. Bienvenido a bordo.
—¿Así que me acepta?
—A usted y su esposa, Mona, y a sus dos hijos —pensó unos instantes—, Lana y Sandy. Necesitamos gente como ustedes en la colonia. Pienso que, con el tiempo, será el último refugio para la humanidad. Como tal, la debe representar gente que sea decente, honesta.
—Sabemos muy poco sobre Charlestown.
—Es cierto —dijo Crane—. No estamos haciendo publicidad. La gente adecuada propende a buscarnos. De ese modo, somos una especie de faro.
—¿Cuáles son las reglas?
—Sean corteses —dijo Crane—, y vivan su vida. No tenemos policía ni cárceles ni tribunales. Se la organizó como si fuera una gran familia. Cualquier ganancia que generamos va para el mantenimiento de la ciudad misma. Lo que queda se divide. La gente parece satisfecha con ese mecanismo. No lo sé, para decirle la verdad. La ciudad parece estar autoperpetuándose, desarrollando su propia forma de vida. Hace mucho tiempo aprendí que no tengo todas las respuestas. Me reúno con los solicitantes. Si me agradan, van allá; si no, no. Usted es el último.
—¿El último solicitante?
Crane asintió con la cabeza.
—El último que seleccioné. Usted elevará el total a cinco mil ciudadanos. Yo les di todo lo necesario para el guiso. A ustedes les corresponde cocerlo.
—¿Tienen escuelas?
—Con todas las comodidades del hogar, aunque nuestra forma de educación tiene propensión a ser muy anticuada. A los niños les enseñamos a trabajar con el cerebro, no con el microteclado. Y no es de mi conocimiento que la religión desempeñe un papel muy importante en la vida de Charlestown.
—Mi religión siempre fue la confianza en mí mismo —dijo Tennery, poniéndose de pie—. ¿Cuándo partimos?
—Mañana —dijo Crane—, desde mi complejo en Colorado Springs. Empaque cuanto pueda cargar.
Burt Hill llenó el vano de la puerta.
—Maldita sea, Crane. Todavía no empacó una sola maldita cosa.
—Todo a su tiempo, Burt. Te presento a nuestro más nuevo ciudadano de Charlestown, Jackson Tennery.
—Está en el lado oscuro, ya sabe —dijo Hill, estrechando la mano de Tennery.
—Ya lo sé.
Hill irguió la cabeza.
—Usted es tan loco como el resto de los que están ahí arriba —dijo, y después miró otra vez a Crane—… Si quiere hacer ese estúpido programa de televisión, tenemos que irnos ahora.
—Bien —dijo Crane, poniéndose de pie también—. Acompañaremos al señor Tennery a su helicóptero.
Salieron de la oficina. La fundación era una colmena en actividad. Científicos y operarios se movían con prisa por todas partes, llevando equipo y pertenencias personales en cajas. Se estaba evacuando Mendenhall. En cuestión de varias horas, los escombros de la fundación serían parte de la isla de Baja, un nuevo agregado al mapa del Pacífico.
Pasaron por la sala del globo. Crane se detuvo para darle una última mirada a la máquina que abarcaba todos sus sueños y todas sus frustraciones. Había sido de Lanie. Le había pertenecido a muchos otros desde ese entonces, incluyendo a Sumi, quien había muerto dos años atrás por un virus cancerígeno creado en forma genética por la Hermandad, el brazo terrorista de la Religión de la Unidad Cósmica —los cosmies—, quienes estaban buscando su propio Estado libre de la persecución religiosa de los musulmanes del mundo. La peste había matado a casi cuarenta millones de personas en todo el mundo, antes de madurar y convertirse en un germen del resfrío común y corriente, a lo cual Crane había quedado inmunizado como consecuencia de su experiencia anterior con la enfermedad. Inadvertidamente, el hermano Ishmael le había salvado la vida.
Sumi… Fue Sumi, en última instancia, la que había hecho posible el hoy, con su trabajo en el globo. Fue Sumi quien le hizo entender a Crane que él no tenía todas las respuestas y que el dolor de la vida no era para que él solo comandara. Fue Sumi a quien se le había ocurrido la idea que sintetizó toda la vida de Crane, que hizo que hoy —3 de junio de 2058— fuera la culminación de todos sus sueños y esperanzas y también de sus expectativas. Si Lanie había sido su gran amor, entonces Sumi Chan Crane había sido su gran maestra. Ella había hecho que la vida de Crane, y su muerte, valieran la pena.
Él había vuelto a idear Charlestown debido a que Sumi lo forzó a atestiguar. Se había dado cuenta de que no era más inteligente que otra persona, en cuanto a tener que decirle a la gente qué hacer. Ésa había sido la diferencia.
Los años que pasaron juntos fueron los mejores, los más felices de la vida de Crane, y se sintió doblemente bendecido por haber conocido a dos mujeres de notable carácter y percepción, dos mujeres a las que había amado entrañablemente, y a las que tuvo que dejar ir con renuencia.
A veces resultaba difícil imaginar que había conocido a Sumi durante casi cincuenta años y a Lanie durante menos de cinco. En la mente, los años se comprimen como líneas de falla. Mientras todo lo demás cambia, la mente recuerda exactamente lo que quiere recordar. Una década se puede perder, y un año parecer una eternidad. Cuando al amor se lo arrebata de manera brusca, el amor permanece activo.
Crane había aprendido, por último, cómo relajarse bajo la tutela de Sumi. Había aprendido a navegar y juntos se habían dedicado a la oceanografía. Había visto Charlestown llegar hasta su consumación, entregándole alegremente el gobierno a los ciudadanos. Finalmente, había visto completarse la limpieza de la contaminación radiactiva, en los sistemas de abastecimiento de agua, cuando los cargueros de Crane acarrearon todos los desechos hasta una órbita lunar, para después lanzarlos despedidos hacia el Sol. Las cosas que Crane había visto, las cosas que su mente había guardado, lo llenaban por completo. Ningún hombre pudo haber pedido más, y ya no se sintió atormentado por el fracaso en el Mar de Saltón, no era más que una de las muchas cosas que le habían ocurrido. Uno más de los muchos sueños que había tenido.
Los años habían pasado con rapidez, pero le había quedado un millón de recuerdos detrás de sí, suficiente para toda la vida de un rey. ¿Qué más se podría pretender?
El globo todavía era operativo, y seguiría operando hasta que las fuerzas de la Naturaleza lo deshicieran. La fundación misma se estaba escindiendo en su cuartel general en la montaña Cheyenne y la estación del globo en la isla de Wight, quedando atrás buen personal especializado para seguir adelante con el trabajo.
Salieron de la mezquita para pararse en la llanura horizontal del reborde de Mendenhall, mientras una irrupción continua de helicópteros llenaba el espacio aéreo en torno de la fundación. Una cosa que Crane había aprendido en una vida de setenta y un años era que no importara con cuánto tiempo de antelación una persona se enteraba de algo, seguiría esperando hasta el último minuto para preocuparse.
—¿Realmente todo esto desaparecerá en el día de hoy? —preguntó Tennery, mientras lo llevaban de regreso a su helicóptero alquilado.
—Sí, así es —dijo Crane, y toda una vida pasó por su mente como una ola—. Se habrá ido, pero no se la habrá olvidado. La vida cambia, lo queramos o no.
El hombre, excitado, importándole un comino California, trepó al helicóptero.
—No puedo esperar a hablar con Mona. Realmente va a saltar hasta el cielo de alegría. ¿Hay algo que usted desea que les diga cuando suba allá? ¿Algún mensaje?
—Sí —dijo Crane—. Dígales que hagan lo que es debido.
Cerró la portezuela del lado de Tennery y le sonrió. Después giró y se alejó. Hill, a su lado, tosía con tos seca.
—Sabe que no se dejó suficiente tiempo para empacar —dijo Hill, guiándolo hacia un helicóptero de pasajeros que estaba en medio del enjambre.
—No hay problema —dijo Crane como al pasar—. No hay algo a lo que necesite aferrarme.
—Hoy está de malditamente buen humor. Había supuesto que hoy sería un infierno para usted, y me preguntaba cómo me las iba a arreglar para que no pierda la calma, sabiendo que su sueño realmente había terminado.
Crane apoyó el brazo por encima del hombretón.
—Nada termina jamás, Burt. Los círculos simplemente se hacen más pequeños a medida que giran. Además, hice todo lo que pude para evitar esta catástrofe… todo.
—Usted está loco, ¿lo sabía?
—¡Sí! —respondió Crane con tono enfático—. Gloriosamente loco. Hoy no es más que el comienzo, Burt.
—¿El comienzo de qué?
—Etapa dos —le respondió Crane, guiñándole un ojo.
Hill movió la cabeza, sin entender.
—Haré que alguien empaque sus cosas mientras esté afuera —le dijo, extendiendo el brazo hacia la bruñida, bulbosa, nave y trepando a ella para ayudar a Crane.
—Lo que quieras.
Los asientos eran mullidos y Crane se hundió en el suyo con la mirada todavía fija en el complejo de la fundación, en los chalés en las laderas, en el pasadizo cubierto desde el nivel de Lanie hasta el de él. Nunca volvería a ver estos lugares y, sin embargo, no sentía remordimientos. Seguirían viviendo en su propia manera.
El helicóptero ascendió con suavidad, las hélices silenciosas mientras tomaba curso hacia Los Ángeles. El cielo estaba lleno de aeronaves, centenares de miles de personas que se iban, dirigiéndose hacia campamentos para refugiados en Oregon y Arizona. No importaba cuántas veces se le había explicado a la población que todo, desde el valle Imperial hasta el norte, llegando a San Francisco, iba a desaparecer. La mayoría de la gente seguía pensando en términos de un terremoto del que rebotarían de vuelta a donde estaban, en términos de regresar al hogar después de que los temblores hubieran pasado.
Crane no estaba seguro de cuál iba a ser el destino de Baja. Cosmies, en enormes cantidades, venían a esa zona, aun cuando muchos otros se iban. Tenían la intención de declarar a Baja como nación libre, en el momento mismo en que se separara del continente, una república isleña que les pertenecería a ellos. Hasta era posible que lo lograran: en Estados Unidos no había estructura de poder que tratara de detenerlos, y el mundo islámico ya se estaba desmoronando bajo su propio peso inflado, cuando el mundo no islámico que aún quedaba forjó alianzas defensivas y económicas contra los musulmanes. Nuevos y más compactos vendedores de energía estaban surgiendo en lugares como Estocolmo y Toronto. El Islam siempre había sido una cuestión emocional, así como económica. Una vez que alcanzó los límites de su feroz dominación del mundo, sus miembros empezaron a reñir entre ellos, y a marchitarse como grupo. Crane adoraba ver cómo la rueda daba su vuelta.
También Nueva Cairo estaba sintiendo la quemadura: su relación con el resto de Estados Unidos se había agriado no bien el país pudo formar alianzas no islámicas, y habían tenido los gastos de dos costosas guerras con los estados islámicos de América Central, sobre cuestiones de comercio internacional.
Al año de su liberación, Abu Talib había tomado el control religioso y político de Nueva Cairo, después del asesinato de Martin Aziz. Al igual que en el caso de Ishmael Mohammed, tampoco se encontró al asesino de Aziz. El camino de Talib nunca se cruzó con el de Crane desde aquella audiencia en la cual se lo liberó. Las veces que Crane lo había visto en televisión, Talib había estado tranquilo y con tono afable, hablando de unidad y hermandad. Su esposa parecía llevarse la parte del león, en cuanto al trabajo político. Talib se contentaba con mantenerse en segundo plano. Crane pensó mucho en Newcombe —no en Talib— en esos días, y lamentó no haberse puesto en contacto con él y hacer las paces. El siguiente proyecto de Crane era uno que probablemente agradaría mucho a Dan.
El helicóptero pasó por encima de la antigua Zona de Guerra, ahora otra vez parte normal de la ciudad, y se desplazó hacia el bulevar Sunset y los estudios de la KABC, donde se esperaba que Crane diera su entrevista, directamente desde el corazón de la conflagración. Autos y heliodeslizadores taponaban las carreteras, tanto las que entraban como las que salían de la ciudad. Crane se preguntaba si los que huían tendrían tiempo suficiente en estos momentos pues, aun desde el instante mismo en que el helicóptero descendió en la playa de estacionamiento, Crane sabía que la compresión que se ejercía sobre la falla cercana a monte Pinos, estaba creando esfuerzos de deformación sobre el borde de fractura, y que también se iba a fracturar la falla Imperial, lo que habría de iniciar el proceso de dividir California en dos, desde el Golfo de California, pasando por el Mar de Saltón y la falla de San Jacinto, hasta llegar a San Francisco. Mientras tanto, la falla Emerson, cerca de Landers, se iba a desgarrar debajo del Mar de Saltón y empezaría un proceso de fractura que se extendería novecientos sesenta kilómetros, hasta el monte Shasta, dando comienzo al mecanismo de relojería que iba a poner a Nevada y Arizona en las costas del Pacífico, en el transcurso de los próximos años. Crane no iba a estar para ver esos cambios. Ya había tenido su oportunidad y estaba más que listo para abandonar el mundo a… ¿Cuál había sido la palabra de Tennery?… los maniáticos. Le gustaba eso. Los maniáticos.
Bajaron del helicóptero y penetraron en la demencia de una ciudad abierta. Los saqueadores rompían vidrieras. Aquéllos que eran demasiado pobres, o demasiado estúpidos como para escapar, estaban teniendo una fiesta para celebrar el haber heredado la ciudad. Las sirenas sonaban, pero no se podía ver a nadie que representara la autoridad. La ciudad estaba sentada sobre la cima de su propia eternidad.
—¿Realmente quería venir aquí para ver esto? —preguntó Hill.
—Quiero revolearme en esto —contestó Crane, caminando hacia el edificio. Un auto fuera de control pasó frente a ellos y volcó, chocando contra una pared de ladrillos y lanzando a su conductor a través del parabrisas—. Toda mi vida estuvo atada a este día.
—No tendrá una tuerca suelta en la cabeza, ¿no? —preguntó Hill mientras Crane trasponía las puertas.
—Depende de cuál sea tu definición de tuerca suelta.
Entraron en la fresca oscuridad del pequeño edificio de un piso. Crane estaba eufórico, excitado. Desde el día mismo en que Sumi murió, había estado contando en forma regresiva hasta hoy. Ella habría estado orgullosa de él.
Un hombre, con un ojo cámara en el lugar donde debió haber estado el verdadero, se apresuró a llegar hasta ellos en el vestíbulo vacío. Llevaba un reluciente traje plástico verde lima, con camisa con frunces y corbata ancha dorada.
—Usted es Crane, ¿no es así?
—Está en lo cierto.
—Mi nombre es Abidan. Lindo espectáculo montó usted aquí.
Estaba sudando y parecía nervioso, agitado.
—Yo no los hago —dijo Crane—. ¿Se queda usted atrás?
—Eso es lo que hacen los periodistas, señor. Se quedan atrás.
—Eso es lo que los geólogos hacen también, hijo. Prosigamos.
—Vamos a transmitir desde aquí atrás —dijo Abidan, guiándolos a través de un estudio fantasma, desprovisto de gente y lleno de un equipo que lanzaba pitidos suaves—. Ésta es una red principal de noticias. Aquí tenemos facultades de enlace con cuarenta y siete puntos de distribución de noticias de todo el mundo, y voy a conectarme con todos ellos.
Abrió la puerta para que entraran en un estudio pequeño, con la escenografía de una sala de estar rodeada por cortinas negras. La iluminación era tétrica.
Hill se quedó sin aliento cuando vio la sala.
—Hijo de puta —dijo.
Sentado en una de las sillas de la escenografía estaba Abu Talib, con aspecto vetusto, vestido con su acostumbrado traje negro, menos el fez. Se puso de pie.
—El hecho de que seamos viejos, muchacho, no quiere decir que no te podamos romper el alma —dijo Hill, mientras Crane alzaba la mano para hacerlo callar.
—Todo está bien, Burt. De hecho, es perfecto. Como en los viejos tiempos.
La excitación de Crane iba en aumento. Todo estaba encajando en su lugar… y sin que él hubiera tenido que trabajar en ello siquiera. Los sueños sí se volvían realidad.
Cruzó el vacío piso del estudio. Con la mano extendida, Abu Talib, quien parecía tener centenares de años de edad, se detuvo y sonrió con calidez.
—Es bueno volver a verte, viejo amigo —dijo, estrechando la mano de Crane.
—Qué bueno volver a verte a ti también… ¿Cómo te debo llamar, Su Eminencia o señor Talib o…?
—Llámame Dan —sonrió—. Creo que es lo más cómodo para ambos.
—Helo aquí, señoras y señores —dijo Abidan con su ojo cámara que refulgía al tomar las imágenes—. El encuentro entre dos grandes enemigos. Un hombre que quería salvar a California. Otro que estaba dispuesto a matar para detener al primero.
—No es muy cordial —dijo Talib, moviendo la cabeza hacia Abidan como si el periodista fuera un niño travieso—. Nos agarraron, Crane. —Inclinó levemente la cabeza, en señal de reconocimiento, hacia la figura que estaba a varios metros de distancia—. Burt.
—Doctor Crane —dijo Abidan, aguijoneando—. ¿Qué se siente al estar parado aquí, en vísperas del cataclismo, con el hombre que destruyó su vida?
—Si el señor Abidan quiere una pelea, creo que va a quedar muy decepcionado.
Crane rió. Sonriente, Hill aplaudió suavemente.
Las cejas de Newcombe formaron una profunda v.
—El señor Abidan ya fue menos que amable —dijo con tono tranquilo—. Yo diría que si es que desea tener una entrevista de la clase que fuere, cierre la boca y nos permita conversar. No se preocupe —le sonrió a Abidan, las arrugas de su curtida cara doblándose unas sobre las otras, como pliegues de acordeón—, terminaremos pronto.
—¿Por qué viniste aquí? —le preguntó Crane a Talib—. Tienes un país al que dirigir.
—De eso hablaremos después de que se apague la cámara. ¿Podemos sentarnos, por favor? —preguntó, señalando con un ademán una de las sillas del estudio—. Mi espalda no es lo que solía ser.
—Mi todo no es lo que solía ser —dijo Crane, sentándose^—. Y me muero por hablar contigo. Tengo una propuesta para ti.
Newcombe se repantigó. Los ojos profundos, hundidos, se le iluminaron.
—¿Una propuesta? —repitió—. Me siento intrigado.
Abidan fue en busca de un tercer asiento, pero con un ademán Newcombe le indicó que se fuera.
—Burt, ven aquí y siéntate con nosotros: deja que el joven permanezca de pie… aunque apuesto a que no lo estará cuando golpee el terremoto.
Los tres rieron. Crane señaló a Abidan:
—¿Sabe cómo salvarse, muchacho? —preguntó. Después echó una rápida mirada hacia Burt y Dan—. Mírenlo, ya está sudando. Está temblando tanto, que es probable que la imagen salga movida. Ya puedo oír, allá en el valle Imperial, a la falla aullando como un animal herido, mientras se desgarra en dos partes, empujando más hacia el oeste, arrancando del monte Pinos, esa zona de encarrujado. ¿Entiende usted la inmensidad de lo que tan despreocupadamente pasó por alto, joven? Esa gente que está en las calles… es ignorante, o está fuera de control, o loca, o lista para morir. Los hombres que están sentados delante de usted no tienen miedo de la muerte. ¿Lo tiene usted?
Mudo, Abidan negó moviendo la cabeza de un lado para otro.
—Usted va a tener que ser testigo de primera mano —prosiguió Crane—, de una monstruosa tsunami al este de Los Ángeles, cuando el Pacífico irrumpa para llenar el gigantesco exhondamiento producido por la desgarradura en el cuerpo de la Tierra. ¿Sabe que verá las calles explotar delante de sus ojos? Acto seguido, cuando el terremoto haya terminado, usted tendrá que vivir con las consecuencias. El agua potable es lo que se acaba primero. Después, cuando se regresa a un ambiente prehistórico, las enfermedades se extienden sin freno. ¿Está usted preparado para enterrar un par de millones de cuerpos? Porque eso es lo que tendrá que hacer para mantener alejados las enfermedades y el hedor, mientras su propio sudor lo hace heder como la muerte, y su casa y la de sus amigos, y todo, desaparecieron.
—¿Cree que este cataclismo será como el leve empujón que se le da a una balsa para alejarla de la margen de un río? —le dijo Newcombe a Abidan—. Trate de imaginar la potencia de fuerzas que pueden aplanar y elevar montañas, con la misma facilidad con la que usted enciende su ojo. ¿Se da cuenta de que Los Ángeles tiene una probabilidad cero de sobrevivir, cuando la falla del Parque Elíseo fisure toda la ciudad, haciendo que cuadras enteras caigan kilómetros dentro del suelo, y nunca más se las vuelva a ver? California se va a partir en dos. Habrá una conflagración como no se ha visto en este planeta desde hace millones de años. ¿Es en verdad tan importante que usted muera en California, en esta ocasión?
Abidan tragó con dificultad y negó con la cabeza, el ojo cámara sin seguir el movimiento de la cabeza.
—Bien —dijo Newcombe—, porque quiero que nos deje terminar lo que teníamos que decirnos; después quiero que monte en su caballo y salga como alma que lleva el Diablo. Le quedan unos cuantos años buenos para vivirlos. Trate de permanecer vivo para ellos. No sea como esos idiotas que están en las calles.
—G-gracias —susurró Abidan.
—Estoy sorprendido —le dijo Crane a Newcombe—. Aprendiste cómo usar el poder.
—Y tú aprendiste cómo mantener la boca cerrada en ocasiones —repuso Newcombe—. Ambos hemos cambiado.
—Oh, no —dijo Hill, poniendo los ojos en blanco—. Aquí vamos.
Crane se inclinó hacia la cámara, señalando a Newcombe.
—Este hombre me acosó desde el día que lo contraté, en 2023. Este hombre nunca me acompañó de buena gana en nada, en toda su maldita vida.
—Es porque eras un dictador —rió Newcombe—, y tenías un plan oculto.
Crane alzó las manos muy alto.
—Creo que hoy podemos ver por qué lo mantenía oculto.
—Ninguno de ustedes habría hecho algo sin mí para impedirles que se estrangularan mutuamente —dijo Hill—. Es a mí con quien deberían estar agradecidos.
—Gracias, Burt —dijeron al unísono.
—De nada. No tenía otra cosa para hacer, de todos modos.
Crane volvió a mirar la cámara. Abidan estaba temblando de manera visible, su ojo verdadero muy abierto, casi en el límite del pánico, cuando retumbó por todas partes un leve pretemblor, que sacudió el estudio e hizo que una parrilla de reflectores se estrellara en el suelo. Los tres rieron cuando Abidan se arrojó cuerpo a tierra.
—No va a estar seguro aquí mucho tiempo —dijo Hill.
—Permítanme hacer esto.
Crane se levantó de su silla y fue hasta donde estaba Abidan, quien yacía en posición fetal en el piso, cubriéndose la cabeza.
—Gírese y míreme, hijo —dijo Crane.
Abidan se extendió lentamente y giró hasta ponerse de espaldas. La luz roja de su ojo cámara miraba con fijeza a Crane.
—Quiero irme de aquí —dijo Abidan.
—Tengo un helicóptero esperando en la playa de estacionamiento —dijo Crane—. Reservé un asiento para usted. Tan sólo permítame decir mi parlamento primero. —Miró directamente al ojo cámara de Abidan—. Señoras y señores, las cosas que estamos diciendo no son exageraciones. Si ustedes viven al oeste de la línea de falla de San Andrés, corren peligro de muerte. No den por sentado que van a estar seguros en cualquier parte.
Crane hizo una profunda inspiración, preparándose para empezar la familiar letanía y con la desesperanzada esperanza de que allá afuera hubiera gente escuchándolo, y que le haga caso a su consejo.
—Si no pueden llegar al este de la línea dentro de la próxima hora, más o menos, no entre en su casa. Es una trampa mortal. Eviten los árboles grandes. Vayan a campo tan abierto como puedan encontrar. Este consejo salvará a algunos de ustedes, a otros, no. He presenciado personalmente cinco docenas de terremotos en mi vida, y estuve en el sitio de ocurrencia de centenares más. Créanme: Los Ángeles, desaparece; San Francisco, desaparece; Santa Bárbara, San Bernardino, San Diego, Tijuana, cualquier ciudad grande desde Baja hasta San Francisco, es probable que muera hoy. Si no quieren morir con ellas, escúchenme. No pueden controlar esto con la mente ni con explicaciones racionales. Va a ocurrir. ¡Y les va a ocurrir a ustedes, a menos que hagan algo ahora! ¡Ahora!
Crane se paró.
—Es todo. Apague. Dejemos que esta gente se vaya. —Ayudó a Abidan a ponerse de pie—. El helicóptero está en la playa de estacionamiento —dijo—. Entre en él.
Abidan corrió.
—Necesitamos hablar —dijo Newcombe, uniéndose a Crane en el proscenio del estudio.
—¿Tienes un helicóptero esperándote?
Newcombe negó con la cabeza.
—Interesante —dijo Crane—. Eres bienvenido en el mío.
—Gracias.
—Vamos —dijo Hill—. Pongamos algunos kilómetros entre nosotros y este maldito lugar.
Los condujo hacia la playa de estacionamiento. Abidan ya se había colocado el cinturón de seguridad y se estaba agarrando con fuerza de uno de los asientos de pasajeros. Hill trepó y extendió la mano para ayudar a subir a Crane.
—Tú sigue adelante —dijo Crane, haciendo un gesto de negación con la cabeza.
—¿No viene? —dijo Hill con triste resignación—. Yo sabía que algo se tramaba. —Miró a Newcombe.
—Yo tampoco. —Newcombe sonrió.
La cara de Hill se aflojó, y buscó las palabras.
—Me ayudaste en el adiós final a dos esposas, Burt —dijo Crane, yendo hacia el compartimiento de carga para abrazarlo, sin lágrimas, sin remordimientos. Ambos habían hecho las cosas tan bien como pudieron, y no había tristeza en eso—. Me ayudaste a pasar la muerte de un hijo. Me ayudaste cuando estaba tan deprimido que creí que nunca volvería a reír. Salvaste mi vida mil veces, de mil maneras diferentes. Gracias.
—N-no puedo ir con usted en este viaje —sollozó Hill. Echándose hacia atrás tosió secamente y después escupió. Miró de Crane a Newcombe, y de vuelta a Crane—. No estoy listo todavía.
—No esperaba que lo estuvieras —dijo Crane—. Además, tengo que aprender a hacer alguna cosa por mí mismo. Siéntate, Burt. ¿Entiendes que tengo que cerrar el círculo?
Hill asintió sin hablar; después se sentó.
—Lo voy a extrañar, doc.
Crane asintió con la cabeza, sonriendo. Después palmeó el costado de la aeronave, levantando el pulgar para que lo viera el piloto, quien se remontó de inmediato.
Tenían alrededor de una hora.
—¿Te gustaría ir a caminar? —le preguntó Crane a Newcombe.
—Me parece bien. —Se inclinó muy cerca de Crane y susurró—. Sabes, lo que realmente me gustaría es un trago.
—Eso no es islámico.
Newcombe sonrió de oreja a oreja.
—Creo que Alá entenderá, dadas las circunstancias.
—Bien. Busquemos un restaurante que esté en la terraza de un edificio, un edificio bien alto en el que podamos sentir el latigazo.
Caminaron hacia las entrañas de la ciudad, la destrucción y la anarquía imperando todo en derredor de ellos. Tanto había cambiado en la Tierra en la época de Crane; tanto había permanecido igual. Estaban los saqueadores, los roqueros, a los que ahora se llamaba sismos, los suicidas, y los cosmies, vestidos con túnicas blancas en las que tenían el Tercer Ojo blasonado en rojo sobre el pecho. Hoy Crane era uno de ellos y, quizá, siempre lo fue. Parte de la ciudad estaba en llama. Los saqueadores ayudaban al terremoto. Eso daba en qué pensar.
Iban caminando sin que los incomodaran. Los suicidas siempre tenían un cierto aire, y la gente automáticamente les permitía estar en privado con su propia defunción.
Después de varias cuadras de brillante sol y viento cálido en la ciudad de ángeles, en Wiltshire encontraron una torre de acero y montones de vidrio, de aspecto temblequeante, que tenía un ascensor en funcionamiento, que llevaba hasta el restaurante del piso más alto. Mejor material para el latigazo que éste, a Crane no se le podía ocurrir.
El restaurante tenía una maravillosa vista de la ciudad en todas direcciones. Rompieron la puerta de vidrio para ingresar. Después eligieron una mesa con vista hacia el oeste. Crane pasó detrás del bar para tomar una botella de buen whisky. El cielo estaba repleto de helicópteros que daban vueltas, formando un grupo espeso, como un enjambre de moscas. Buscadores curiosos que estaban ahí para ver morir a un mundo y a otro llegar dolorosamente a serlo.
—¿Por qué tú también estás haciendo esto? —preguntó Crane, mientras buscaba un par de vasos limpios. No había tomado alcohol en casi quince años.
—Esto completa mi círculo también. Pasé años pensando en este momento en la prisión… mi propio castigo, supongo.
—Ya cumpliste tu condena, Dan. —Crane volvió con la botella y los vasos, y los llenó con whisky y soda—. Déjalo ir.
—Si fueras yo, ¿lo dejarías ir?
Crane alzó su vaso.
—No lo sé. Levanta tu bebida. A tu salud, amigo mío.
—A la de ambos —dijo Newcombe brindando. Después hizo una mueca ante la primera bebida alcohólica que probaba en años—. Pareces estar terriblemente feliz Crane, si se tiene en cuenta que éste es tu último día de vida.
—Fines y comienzos —dijo Crane—. Tú también pareces muy feliz.
—¿Estás bromeando? Estoy en estado de éxtasis. Ésta es la primera decisión verdadera que tomo por mí mismo en treinta años. Durante diecisiete desperté todas las mañanas con un nudo corredizo de verdugo. La muerte por cierto que no entraña temor para mí.
—Morí hace años —dijo Crane. Miró su vaso de whisky que se sacudía y lanzaba distintos reflejos, como reacción a las vibraciones que corrían por el suelo—. Después volví. Me doy cuenta, ahora, de que vida y muerte sólo son palabras. No odio más a los terremotos tampoco. Es curioso cómo todo cambia. —Bebió un prolongado trago, sintiendo que el estómago ya le empezaba a arder—. Estoy por quedar fuera de juego.
—Yo también —dijo Newcombe—, y se necesitarán unos cinco minutos.
Crane asintió con la cabeza.
—Sigo sin entenderte. Mi trabajo aquí terminó hace mucho. Estoy ansioso por irme. Pero tú… tienes esposa, una familia, responsabilidades sociales y políticas.
—Aclaremos bien las cosas respecto de mis responsabilidades —dijo Newcombe, abriendo mucho los ojos y sonriendo—. Es un relato extraño, pero esto es lo que descubrí después de salir de prisión. Mi esposa, que se acostaba con todo hombre cuyos pantalones pudiera sacar, mató personalmente a su hermano Ishmael, para sacarlo del medio. Hizo ver que el homicidio fue un asesinato político y lo usó con fines de propaganda. Después conspiró tras cajas contra su otro hermano, Martin, hasta que se me liberó. En ese momento hizo que sus partidarios lo mataran a Martin Aziz, de modo que yo pudiera asumir la postura de semidiós público y sirviente privado.
—Yo… yo nunca lo habría supuesto, jamás.
—No terminé —dijo Newcombe, tomando otro trago—. La cárcel me cambió. Yo no tenía deseos de poder o fama en ningún nivel. Lo habría dado todo por retornar a la geología, pero ahí estaba, atado. El símbolo de la unidad islámica para millones de personas. Mi esposa dijo: «Pronuncia los discursos», así que pronuncié los discursos que ella escribía. Yo no era más que su megáfono. Entregué mi tiempo por el bien del pueblo. Hombre, hay un límite para todo. Pero las ambiciones de Khadijah no conocen límites. Hubo tres intentos de asesinarme. Pude establecer que los tres fueron urdidos por mi muy amante esposa, la última vez ayudada por mi muy amante hijo por el que, en apariencia, se está haciendo todo esto. Créeme: Khadijah regirá Nueva Cairo a través de Abu ibn Abu. Estuvo rigiendo demasiado tiempo a través de mí. Estoy feliz de poder largarme de ahí.
—Ésa es una manera muy mala de vivir, Dan.
Newcombe sacudió la cabeza.
—No quería nada de eso. En los sesenta y siete años de mi vida, mis años más felices, los mejores, fueron los que pasé contigo, trabajando en la ecología sísmica y corriendo por todo el mundo persiguiendo tus malditos demonios. Mi trabajo contigo fue el único gesto mejor de toda mi vida.
—El testimonio que rendí en la audiencia era mío —dijo Crane—. Finalmente hizo que me cuestionara a mí mismo. Me humanizó. Lewis Crane pudo dejar de jugar a ser Dios. Le agradezco a Sumi por eso. Fue una mujer con todas las letras.
—Por Sumi —dijo Newcombe, volviendo a levantar su vaso.
Los dos hombres bebieron.
—Dijiste algo en esa audiencia que nunca olvidé —dijo Newcombe, los dos mirando al océano en la distancia, un leve humo proveniente de muchos sitios diferentes haciendo que la vista sea brumosa—. Dijiste que podías liberarme sin darme el perdón, y que yo podía seguir adelante con mi vida sin pedir el perdón. —Movió la cabeza de un lado a otro—. No puedo: quiero tu perdón ahora, Crane. No quiero… seguir adelante sin él.
—Te perdoné hace años, Dan —dijo Crane—. Tenía que hacerlo para poder seguir adelante con Charlestown, para poder dejar eso a mis espaldas.
—Pero nunca me lo dijiste.
—No… nunca lo hice. Y, por eso, me disculpo. Verte hoy fue mi oportunidad para corregir ese error en lo que, espero, será de manera profunda.
Los dos bebieron; después volvieron a llenar los vasos.
—¿Es Charlestown esa colonia lunar a la que estás dedicado?
—Sí —dijo Crane, inclinándose para acercarse a Newcombe—. ¿Tienes dinero?
—¿En mis bolsillos quieres decir?
—No, dinero, dinero.
—Estoy forrado en él —dijo Newcombe—, los gobernantes de países sí que se las arreglan bien. Me las arreglé para embolsar varios centenares de millones.
—Quiero que me los des —dijo Crane—, y creo que necesitamos apurarnos.
Con un movimiento de la cabeza, señaló hacia afuera de la ventana: los edificios estaban oscilando. Las vibraciones provenientes del terremoto en el valle Imperial se estaban sintiendo ahí, tan al norte.
—¿Para qué lo quieres? Tú también te estás aprontando para morir.
—¿Tienes acceso para chips? —preguntó Crane, farfullando nada más que un poco.
Newcombe bajó y subió la cabeza con rapidez.
De su microteclado, Crane sacó un pequeño chip, usando unas pinzas de punta fina que tenía en el bolsillo. Le pasó las pinzas a Newcombe, que caminaba vacilante, un poco muy alto, errándole al puerto de chip al principio, para después acertar con la ranura y sentarse de vuelta.
Crane sonrió cuando Newcombe cerró los ojos. El chip era un destilado de Charlestown, una visita óptica/videocerebral del lugar, a la que se superponían las emociones de Crane relativas a la ciudad lunar. Y después estaba El Plan.
La experiencia se había diseñado para llegar al cerebro en forma de pensamiento conservado desde toda la vida, todo lo que Crane sabía y sentía sobre Charlestown penetrando por osmosis, en un instante, en el cerebro de Newcombe… los sentimientos de Crane, sus sentimientos. La velocidad del pensamiento.
—Oh, sí… —dijo Newcombe, sonriendo, aprobando con leves inclinaciones de cabeza—. Esto es lindo. Entiendo. —Se quitó el chip con las pinzas—. Esto es asombroso —dijo, devolviéndoselo a Crane, quien lo metió en su microteclado, transmitiéndolo por primera vez a los sistemas de la Luna—. ¿Realmente puedes hacer esto?
—Sumi lo ideó —dijo—. Pasó los últimos años de su vida trabajando en ello. Todos somos parte de ese globo, Dan.
—¿Me estás…?
—¿Preguntando si te vas a unir a nosotros? ¡Sí! ¿Lo harás?
—¡Crane, pedazo de hijo de puta, derrotaste al sistema después de todo! —Rió—. Que no te quepan dudas: me uno a ti. Es una oferta que justifica toda una vida.
—Bien. Primero, tomemos todo tu dinero —contestó Crane—. No creo que tu esposa y tus hijos lo necesiten.
El retumbo empezó en ese momento, intenso, más intenso que el de Tokio, los edificios de afuera sacudiéndose con violencia. Los dos hombres se sacudían con violencia. Newcombe señaló hacia el suelo, a las ratas que salían huyendo desde las paredes.
—¡No puedes escapar de ellas, ni siquiera en los sitios elegantes! —gritó Newcombe por sobre el estrépito de vidrios y vajilla de barro que se rompían, mientras Crane agarraba la botella justamente cuando se daba vuelta la mesa que ocupaban.
—Cuentas bancadas —dijo Newcombe. Con su microteclado ingresó a sus cuentas en forma automática.
—Cuenta de Charlestown —le dijo Crane a su microteclado—. Aceptar transferencias de fondos por identificación.
El edificio osciló, el vidrio de las ventanas saltó para caer a plomo treinta pisos hasta el suelo. Afuera, enormes estructuras se desplomaban. El océano estaba palpitando y revolviéndose a la distancia. Era hermoso, emocionante.
—Transferir todos los fondos —dijo Newcombe.
Los dos hombres extendían su mano para poner el pulgar en la almohadilla del microteclado del otro.
—Transacciones completas —contestó el microteclado en ambos implantes auditivos.
—Buen hombre —dijo Crane, extrayendo otro chip—. Ahora, apúrate, pon éste en tu puerto.
—¿Qué es?
—Voy a copiar tu mente y ponerla en las computadoras. Ese chip está en blanco.
—¡Dámelo! —rugió Newcombe. Una silla pasó volando. Newcombe cayó violentamente al suelo, pero protegió el whisky que tenía en la mano. El terremoto rugía alrededor de ellos.
—¡Aquí! —gritó Crane.
Newcombe extendió la mano para agarrar el chip y meterlo en el puerto.
—¡Hazlo… aprisa! —urgió Crane.
Las sillas y las mesas estaban rebotando por el suelo, aun cuando toda la estructura gemía y bailaba. Crane se deleitaba experimentando el latigazo de primera mano. Otro violento sacudón, o dos, y el restaurante iba a pasar a formar parte del primer piso.
Newcombe metió el chip en su puerto; sintió que la cabeza se le retorcía, cuando le absorbió la mente poniéndola en un chip de 6,5 centímetros cuadrados, hecho de plástico transparente. El edificio bramaba mientras se sacudía peligrosamente. Crane, de rodillas ahora, tomó un veloz trago.
Newcombe se sacó el chip de su puerto.
—Estoy listo para irme —dijo, alcanzando el chip a Crane, quien rápidamente lo insertó en su microteclado y lo transmitió.
—Dios, estoy listo para irme.
Una salvaje convulsión los atrapó, ambos hombres lanzados de un lado al otro del salón, golpeándose en el bar, que rebotaba contra ellos. Y entonces la bestia empezó a gritar con todo, cuando empezó a aumentar la agonía del desgarramiento.
—Esto es lo más loco del mundo —gritó Crane por sobre el rugido—. ¡Pero el brazo… no me duele!
El edificio empezó a derrumbarse; sobre los hombres cayeron trocitos de cielo raso. Y entonces el mundo se dio vuelta. Lewis Crane se arrancó un chip de su propia cabeza y lo embutió en su microteclado, aun cuando se sentía caer… caer… La imagen alejándose. Distante. Una ciudad que se derrumbaba, un castillo de naipes construido en un túnel de viento, barrido en un instante.