CORTAFUEGO EN SHIRAHEGA - TOKIO, JAPÓN
1.º DE SEPTIEMBRE DE 2045. MEDIODÍA
Desde el aire, el cortafuego de Shirahega era imposible de no ver, ni siquiera en la ciudad más grande del mundo. Era un edificio de departamentos o, mejor dicho, un tramo de departamentos diseñado para impedir el paso de la tormenta de fuego resultante de un terremoto de envergadura, diseñado para proteger los barrios que estaban más al norte, de los más pobres, que eran los del sur. Era la Gran Muralla de Tokio.
Crane y Burt Hill estaban viajando en la sección para pasajeros de un helicóptero de auxilio de la Cruz Roja. Una docena, más o menos, de técnicos en medicina con uniformes blancos, gente joven principalmente, llenaba los bancos que estaban al lado y enfrente de los dos hombres. Los jóvenes no sabían quién era Crane, no tenían conexión con el semblante envejecido que otrora había tenido al mundo subyugado con sus proezas y sus tragedias.
Los técnicos estaban boquiabiertos mientras miraban a través de las grandes portillas en forma de burbuja de la gran aeronave. La vista de Tokio que se extendía por debajo de ellos le podría quitar el aliento a cualquiera. Los edificios de una de las más importantes ciudades del universo dominaban el paisaje y, aun así, era la ciudad satélite, las viviendas destartaladas de treinta y tres millones de personas, lo que atrapaba la atención. Casas de madera, apretadas unas contra otras a lo largo de estrechas calles, la hacían parecer un cobertor hecho con retazos. Millones de casas de madera. Más casas que las que la mente humana podía imaginar en verdad. Únicamente ver significaba creer.
Pero lo que era peor eran los enormes tanques de propano situados al lado de las viviendas, a veces empequeñeciéndolas por comparación de tamaños. Todavía ahí usaban gas. Cuando comenzara el sismo —y sería pronto—, los incendios se iniciarían con rapidez. En el lapso de quince minutos, un tercio de Tokio estaría ardiendo hasta los cimientos; un millón de edificios destruidos. El brazo inválido de Crane dolía.
—Usted es un maldito tonto por venir aquí —dijo Hill—, persiguiendo terremotos como no lo había hecho desde 2028. Alguien tendría que conseguirle un psiquiatra.
—Eres el hombre más desagradable que haya yo conocido jamás —contestó Crane—. Por qué te tolero es un misterio para mí.
—Me necesita, porque es demasiado bebé como para cuidarse por sí mismo. Demonios, habría muerto veinte veces si no hubiera sido por mí. Y estoy aquí para decirle, ahora, que ésta puede ser la vigésimo primera. Le apuesto a que el doc Bowman no le dio la autorización para hacer esto.
—No se lo dije —dijo Crane.
No había podido sacudírselo de encima al doctor Bowman desde el breve encuentro con un cáncer de colon el año anterior. El cáncer había sido ocasionado por la exposición a la radiación durante la lucha en el valle Imperial, y era el motivo por el que estaba ahí. Quería experimentar un terremoto intenso una vez más. Habían transcurrido diecisiete años desde que se permitió visitar la localidad de un terremoto —se estaba autoflagelando—. Burt tenía razón en ese sentido y grandes como eran su dolor y aborrecimiento por la bestia, así también lo eran el alborozo y la excitación. La bestia provocaba un exquisito antagonismo.
Estaban en la base lunar Charlestown, supervisando los interminables pequeños detalles de un proyecto tan enorme, y en condiciones tan hostiles para la vida, como para avasallar a cualquiera, cuando cayó enfermo. Nunca antes había estado realmente enfermo. Cuando lo descubrieron, ya el cáncer estaba avanzado. Lo trataron en forma química. Después le dijeron que el cuerpo haría el resto. Lo que no le dijeron fue el terrible precio que tendría que pagar en lo físico. La guerra que su cuerpo libró se había prolongado durante ocho dolorosísimos meses. Cuando finalmente hubo terminado, estaba libre del cáncer y, de hecho, estaba inmune contra la mayoría de las formas de la enfermedad, pero estaba muy débil y se cansaba con facilidad. Ya no podía beber más y, con cincuenta y ocho años, se sentía un anciano. Y ese día iba a ser testigo de un sismo de características tales como jamás había visto antes.
Tokio se asentaba sobre la articulación de cuatro placas: la de las Filipinas, la del Pacífico, la eurasiática y el borde de arrastre de la norteamericana, por medio de las fosas submarinas del Japón y de Izu. Un sismo enorme de subducción se estaba preparando para ocurrir en la unión de la fosa Japón/ Izu, y eso iba a destruir la mayor parte de Tokio.
En los años recientes, una trama tenebrosa se había desarrollado en torno del Informe Crane. Desacreditado por muchos, respetado por otros, el Informe era utilizado por unos pocos para planear sus aventuras y su muerte. Cada vez que se pronosticaba un terremoto de importancia, centenares, a veces miles, de personas aparecían para probarse a sí mismos contra el poder del sismo. Al igual que cuando se corre con los toros, los hombres lo usaban como una prueba de hombría. Otros lo planeaban como un suicidio espectacular.
El cortafuego se alzaba abajo, una cuchilla de bordes sobresalientes, formada por edificios empalmados entre sí, que cortaba a la ciudad en dos. Sus persianas de acero ya estaban bajas y trabadas; enormes cañones de agua estaban prontos. Lo irónico es que era el l.º de septiembre, tradicionalmente el Día del Terremoto en Japón desde el l.º de septiembre de 1923, cuando cuarenta mil personas murieron incineradas en la tormenta de fuego que arrasó Edo, como se conocía Tokio en ese entonces. En total, ciento cincuenta mil personas murieron ese día.
El helicóptero se acercó cautelosamente a Shirahega. Había un atestado puesto de observación construido en lo alto de uno de los edificios centrales con un helipuerto al lado. El piloto viró hacia ese puesto y centró el descenso en el helipuerto. Los jóvenes técnicos saltaron fuera de la máquina no bien hubo aterrizado. Estaban ahí para ayudar a los sobrevivientes pues, además de los intrusos que se colaban, siempre había gente que se rehusaba a ser evacuada.
Crane y Hill fueron los últimos en descender. Crane rechazó con un ademán la ayuda que Hill trató de darle.
—Puedo ser un inválido —dijo gruñendo cuando estiró la pierna para dar el largo paso hacia abajo—, pero no soy un maldito inválido.
No habían estado en el techo más que algunos segundos, cuando experimentó el primer temblor.
—¿Lo sientes, Burt?
—¿Señor? —masculló Hill.
Crane estaba sintiendo los temblores, que le subían por la pierna y le sacudían todo el cuerpo, haciéndolo vibrar como si fuera un diapasón.
—Creo que es mejor que te busques una posición mejor. Ya quedan sólo unos instantes.
Unos cinturones anticimbronazos se habían conectado con la pared frontal metálica del cortafuego. Hill ayudó a Crane a ponérselo. Tomó un par de binóculos que colgaban al lado del cinturón. Abajo, grupos de personas en las calles circundantes todavía estaban de fiesta, muchos de ellos vestidos de manera similar. Había un grupo con trajes negros, relucientes, con bandas rojo brillante que iban desde el hombro hasta el tobillo. Había otro grupo de hombres jóvenes, y algunas mujeres, que estaban desnudos, con la salvedad del calzado, y que llevaban la ropa atada en líos que transportaban sobre los hombros. Otro grupo, vestido con ropa de payaso. Todos de gente joven, necia. Se los llamaba roqueros, porque desafiaban a la geología en los propios términos de ella.
A los suicidas los pudo ver más atrás, en la ciudad. Eran de todas las edades. Buscaban un edificio que se sacudiera para escalarlo, una estructura grande debajo de la cual pudieran aguardar. Los roqueros permanecían lo suficientemente cerca del cortafuego como para correr. Los suicidas vagaban sin curso fijo, pero lo suficientemente lejos de Shirahega como para no poder alcanzarla en caso de una tormenta de fuego. Los que lisa y llanamente se rehusaban a creer en el terremoto estaban, se suponía, en el hogar o la oficina, haciendo lo que fuere que normalmente hacían.
—¿Tienes un instante para una vieja amiga? —le llegó a Crane una voz desde atrás. Se dio vuelta para ver a Sumi Chan. El cabello le llegaba hasta los hombros. Tenía los ojos, maquillados con sombra azul pálido.
—Pero, vamos —dijo Crane. Extendió el brazo para alcanzarla, mientras Sumi se apresuraba a darle un fuerte abrazo—. Déjame mirarte.
Ella retrocedió e interrumpió el breve abrazo. Llevaba un traje enterizo negro y borceguíes, y tenía una imagen muy sensual. Había envejecido bien. Toda una vida de dominar las emociones la había dejado con una cara notablemente libre de arrugas. De hecho, se dio cuenta Crane, Sumi estaba hermosa, y lo estaba mucho más por el hecho de que sus ojos tenían una mirada más amistosa que lo que él jamás le hubiera visto. Una mirada más íntima. Él le hizo una leve inclinación de cabeza, una vez que pudo discernir que ella estaba sana y muy cómoda consigo misma.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó, mientras Sumi iba a abrazar a Burt, quien ya se había colocado el cinturón de seguridad.
—Me enteré de que venías, así que se me ocurrió aparecer —contestó ella—. Prácticamente somos vecinos.
Un sonoro retumbo bramó desde la tierra. El edificio empezó a sacudirse, y Crane sostuvo a Sumi. La atrajo hacia la pared para ayudarla a que se abroche el cinturón.
—¡No te sueltes! —rugió—. ¡Va ser uno violento!
El edificio se sacudió violentamente de un lado para el otro, las ondas s, grandes en este caso, hacían temblar el manto. No se detuvo, se intensificó, uniéndose a la acometida de las ondas p, ondas ascendentes y descendentes que hacían que la tierra se desplazara.
Crane se aferró a la fachada que tenía ante sí con un, aún fuerte, brazo derecho, la mirada fija en la ciudad que tenía veinte pisos más abajo. La gente estaba huyendo en todas direcciones, todos olvidándose de los heroicos planes de reírse ante el rostro de la catástrofe. La gente corría, caía, volvía hacia el cortafuego. Enormes fisuras rugientes se abrieron en las calles, y todo el grupo de roqueros desnudos desapareció en las entrañas de la bestia.
La sacudida aumentó de intensidad, cuadras enteras de edificios simplemente se derrumbaban allí donde el piso se volvía líquido. El despedazamiento de vidrios y hormigón de cuando los edificios caían, se mezclaba con el bramido del terremoto, engendrando una avasalladora muralla de ruido. Una nube de polvo se alzó de las estructuras demolidas, y se extendió por toda la ciudad.
Comenzaron las explosiones. El temblor sólo tenía treinta segundos de edad. Puentes y pasos aéreos cayeron, volcando hacia el vacío autos llenos con evacuados que esperaron hasta el último minuto, desperdigando gente y automóviles por todo el paisaje urbano que se estaba desmoronando.
Y entonces empezaron los incendios.
Transcurrieron noventa segundos, y el suelo todavía se sacudía lateralmente y subía y bajaba, el cortafuego crujiendo debajo de la gente. A nueve metros de distancia, el helicóptero que los había transportado a Crane y los demás rebotó contra el costado del edificio, para después precipitarse sobre la calle.
—Se lo dije, Crane —dijo Hill—. Otra vez estamos en el mismísimo medio de todo.
—Y es grandioso —dijo Crane en voz baja, sus entrañas ardiendo. ¡Vivas! Podía sentir cómo afluía a su interior el poderío de la bestia, su enemigo volviendo a insuflarle vida. No se había sentido tan bien desde hacía varios años.
—Mira la bahía de Tokio —dijo Sumi, tomándole el brazo lisiado, agarrándose con fuerza.
La bahía se había quedado sin agua, vacía, la fea herida dentada de la fosa submarina era evidente a varios kilómetros, en el pozo de lodo.
—Ese viento… —dijo Hill.
—La tormenta de fuego está creando un vacío, consumiendo todo el oxígeno que tiene alrededor —dijo Crane en voz muy alta, para tapar el ruido—. Ese viento no es más que aire que se está apresurando a llenar el espacio dejado.
Las sacudidas habían amenguado. Pero la tormenta de fuego se les estaba acercando, devorando Tokio a razón de una cuadra por vez.
—¿Sienten el calor? —dijo Sumi, con sus manos delante de la cara. El fuego era una línea ininterrumpida de dieciséis kilómetros de largo por tres de anchura. Mientras se acercaba, un temblor secundario los sacudía de costado.
El humo era espeso, pero la sangre de Crane estaba más caliente que el infierno que estaba enfrentando. El fuego, inmenso e implacable, avanzaba como un océano, con olas de tenue brillo que aplastaban y rompían, saltando como si fueran salpicaduras de la rompiente.
Estaban sudando, cuando se pusieron en actividad los cañones de agua, bombeando agua de mar bajo presión para crear una muralla de agua que se oponga al fuego. Una espesa rociadura de agua refractaba el anaranjado brillante, produciendo incontables arcoíris en miniatura en el seno de la conflagración. Uno de los cañones apuntaba directamente hacia arriba, el agua rociando por encima de la azotea del edificio, refrescando a la gente, empapándoles las piernas antes de caer sobre agujeros de drenaje y volver a describir un arco hacia el fuego. El mismo espectáculo se estaba representando a lo largo de todo el cortafuego. Shirahega era la única esperanza de la ciudad.
La temperatura estaba subiendo, y mucho. Burt se arrancó la máscara y tosió.
—¿Estás bien? —le gritó Crane en la oreja.
Burt tosió secamente y escupió.
—Demonios, le dije que yo nunca me podría mover en un traje espacial… ¿no? ¡Pero puedo soportar esto tanto tiempo como usted!
Sumi sentía que todo le daba vueltas alrededor, mientras se reía.
—¡Eres ciento por ciento de alto octanaje! —chilló. El agua caía por su cabello y el maquillaje se le corría por la cara.
—Yo no lo inventé… tan sólo lo predije —gritó Crane respondiéndole, sintiendo el calor en la ropa. Las caras estaban color rojo sangre.
Se oyeron exclamaciones en la sección más alejada de la línea. La gente miraba hacia arriba. Sin vacilar, Crane también miró. Por encima de él, el cielo estaba anaranjado, el fuego intentando pasar completamente por arriba del cortafuego para escoger sus blancos en el otro lado.
—¡Los árboles arderán como velas! —dijo Crane, desabrochándose el cinturón y chapaleando para alejarse de la vista del sur, y observar el lado norte del edificio; Sumi y Burt pisándole los talones.
Miró hacia el norte, donde la mitad de la ciudad ya era escombros y muchos incendios pequeños se extinguían en el horizonte envuelto por el humo. Abajo, el parque de evacuación estaba atestado con gente que, de algún modo, había sobrevivido al temblor y a la tormenta de fuego. Dos árboles ya estaban ardiendo furiosamente, como consecuencia de las pavesas que transportaba el viento, y algunos yacían acurrucados en el suelo, para huir del humo: era de la misma manera en que todos habían muerto en Edo, ciento veinte años atrás.
Crane volvió a mirar el cortafuego: la mayoría de los cañones de agua sobresalía de la enorme estructura del edificio en sí, pero tres grandes, del tamaño de obuses pesados, estaban apoyados en el techo. Miró a Mui.
—¿Crees que puedes manejar una de esas cosas? —le preguntó.
—Si es algo mecánico, es pan comido para mí —respondió Hill, arrancándose la máscara para escupir otra vez.
—Toma el cañón del sudeste —dijo Crane—. Dalo vuelta, que dé sobre el parque. ¡Ve! ¡Ahora!
Sumi siguió obedientemente a Crane al cañón del sudoeste, el que apuntaba en forma perpendicular hacia arriba. Era inmenso, y lo suficientemente grande como para no pandearse bajo la intensa presión del agua. Dos asas grandes sobresalían de la parte de atrás de la máquina. Crane y Sumi tomaron sendas asas y dieron un empujón, con el cual lentamente, pusieron al cañón en posición de disparar hacia abajo y en derredor, para que el agua describiera un arco por encima de la fachada y rociara el parque.
Los japoneses que estaban sobre el techo corrieron hacia la pared norte y miraron lo que pasaba. Después, giraron sobre sí y aplaudieron con cortesía.
***
Unos cansados Crane y Sumi Chan se apoyaron contra la pared y se quedaron mirando hacia el parque, a los paramédicos que trabajaban en forma ininterrumpida, seleccionando los heridos más graves y brindando atención de emergencia. Hill andaba en alguna parte, tratando de conseguir algún transporte que los saque de la zona del siniestro, ya que habían perdido su helicóptero.
—¿Cuánto hace que no nos vemos? —preguntó Crane a Sumi. Para él la situación era fascinante, no había tenido el menor problema para aceptarla como mujer.
—No sé… quince años, más o menos. Yo todavía vivía como hombre en aquel entonces.
—Con Paul —sonrió Crane—. Todos supusimos que eras homosexual. ¿Sigues viendo a Kate?
—Vino a visitarme hace unos meses. Se quedó una semana. La misma Kate que no cambia: estaba en el proceso de divorciarse de su cuarto marido y de adquirir el quinto.
—El único punto fijo en un siempre cambiante universo —dijo Crane, preguntándose por qué Sumi lo había venido a ver en realidad.
—¿Cómo está la situación mundial del agua? —preguntó Sumi—. Supongo que la fundación todavía toma parte en los proyectos sobre la limpieza de la radiación.
—Suministramos actualizaciones diarias, luego de enterarnos qué se estaba haciendo; después contrabalanceamos con sugerencias. Parte de la información que nos llega es realmente notable: hay un tipo en Colorado, Estados Unidos, y otro en la Argentina, que están desviando ríos subterráneos, trayéndolos a la superficie y controlando el flujo para evitar las zonas muy contaminadas. Las cosas siguen estando mal, claro está, y el racionamiento sigue siendo necesario, pero creo que podremos llegar al punto de retroceso dentro de unos seis años, o algo así.
—¿Qué tal el Oriente Medio?
—Sigue caliente como la lava —repuso él. Ella era buena en esto, profesional—. Ahora dime por qué demonios estás aquí en realidad.
—Por supuesto —dijo Sumi, sonriendo. Le palmeó la mano—. Tengo dos propuestas para ti.
—La visita de Kate Masters no fue sólo porque estaba de vacaciones, ¿no? —dijo Crane—. Vino para convencerte de algo, ¿no?… y lo consiguió, imagino.
—Acertaste en todo —contestó Sumi, la sonrisa abandonándole la cara—. Crane, en este mismo instante Estados Unidos está al borde de una guerra racial. A todo lo largo de la frontera se combate con Nueva Cairo. La cuestión de Abu Talib hizo que todo pase a un segundo plano… la lógica, la vida misma.
—No me interesa oír eso —dijo Crane—, y cuando Burt regrese, tampoco va a querer oírlo.
—Burt oirá exactamente lo que tú quieras que oiga —contestó Sumi.
—¿Se supone que eso es ofensivo?
—No. Fiel a la verdad. Eres su ídolo, lo sabes. Me escucharía si tú se lo dijeras. Déjame decir lo mío antes de desecharlo. En nombre de los viejos tiempos, ¿eh?
—Encuentro toda esta discusión perturbadora —dijo Crane—. Dilo rápido.
—Muy bien. Los pocos líderes que todavía hay en Washington no tienen la menor idea de lo que tienen encerrado en su prisión. Kate lo habría perdonado a Talib hace muchos años, pero no lo hizo por respeto a tus sentimientos. Ahora lo lamenta y la gente que está a cargo piensa que es una especie de monstruo que guiará a Nueva Cairo hacia un baño de sangre islámico de un extremo a otro de Estados Unidos. Los musulmanes creen que Estados Unidos retiene a Talib como una afrenta hacia ellos, como un ataque a su líder religioso.
—¿Newcombe… religioso?
—Su esposa es la única que habla con él, y sigue trayendo mensajes, el protocolo religioso de la NDI, cuando vuelve de sus visitas. Es muy poderosa y persuasiva. La gente cree en ella.
—¿Y Kate quiere desenmascararla?
—Todavía le queda mucha influencia, aun cuando ella se haya retirado de la política.
—Sí, ya veo cuánto se retiró.
—Tan sólo escucha. Kate quiere que tú y Burt salgan de testigos como gente que realmente conoció a Talib. La voz de ustedes sería la más fuerte que se levanta en favor de la liberación de ese hombre. Ambos sabemos que Dan no conduciría revueltas ni acciones similares.
—Lo vi dispararle a Burt. Iba al frente de la incursión que mató a mi familia. Estoy convencido de que es capaz de todo.
—Repasé todos los discos, toda la historia del hecho —dijo Sumi— por lo que vi, Dan estuvo en esa incursión para tratar de detenerte pero, también, para evitar el derramamiento de sangre. El haberle disparado a Burt fue pura defensa personal. De no haberlo hecho, habría terminado con la cabeza triturada.
—¿No entiendes? —dijo Crane con lentitud, marcando bien cada palabra—. No importa cuánta gente haya muerto en este desbarajuste de hoy, cuántos daños se produjeron. Esto no habría ocurrido si Newcombe hubiera evitado que esa gente penetre en el complejo. Para estos momentos, el planeta habría estado libre de terremotos.
—Sólo estás especulando —contestó Sumi—. No tienes la menor certeza de si el resto del mundo te habría seguido en tu plan.
—Lo odio —dijo Crane.
—Esto es mucho más importante que tú y él. La vida de la gente…
—Ya no me dedico al ramo del salvamento de vidas —interrumpió Crane.
—¿Entonces qué estabas haciendo con ese cañón de agua?
La miró deseando poder compartir con ella, de alguna manera hacerle sentir el dolor que todavía lo carcomía cada vez que veía a un bebé que empezaba a caminar, cada vez que veía a un marido y su esposa tomándose de las manos. Las lágrimas surgieron espontáneamente.
—Arruinó mi vida, S-Sumi —se le estranguló la voz—. No quiero r-revolver las cosas. No quiero pensar en eso. ¿No es posible dejar solas estas cosas, para que se resuelvan por sí mismas, sin mí?
—No. No se las puede resolver sin ti. Y tú eres el que no entiende: enfrentar eso no sólo lo liberará a Abu Talib… también lo liberará a Lewis Crane.
—¿Liberarme, para qué?
—Para lograr la paz, quizá… por fin.
La miró un largo instante:
—Dijiste que tenías dos propuestas.
Sumi le mantuvo la mirada:
—Quiero que te cases conmigo —dijo, en un tono sin inflexiones.
—¿¡Qué!?
—Paul era un sustituto de ti —dijo—. Los años que pasamos juntos, y después tratando de deshacerme de él, fueron duros, destructivos. Tengo cincuenta y dos años, y no sé cómo conocer o aproximarme a los hombres.
—¿Me estás diciendo que estás enamorada de mí? —preguntó Crane.
—Siempre lo estuve… desde hace casi veinticinco años.
Crane suspiró y se dejó deslizar por la pared hasta quedar sentado, chapaleando en el agua que todavía estaba acumulada ahí.
—Ha pasado tanto tiempo desde que pensé de ese modo —dijo—. Desde Lanie, no… no hubo nadie más.
—¿Estás listo para la tumba, entonces? —preguntó ella—. ¿Ya estás muerto? Porque si te queda la menor chispa de vida, pensarás seriamente en mi oferta. Entiendo tu trabajo y te entiendo a ti. Sé que esto es difícil: siempre pensaste en mí como en un hombre, pero no lo soy. Nunca lo fui. Fui una actriz desempeñando un papel. Te amo, Crane, y temo con tanta desesperación envejecer y morir sin haber compartido mi vida contigo, que estoy dispuesta a sentarme aquí, en el agua, y ponerme en ridículo, para estar cerca de ti. No me avergüenza hacerlo.
Crane inclinó la cabeza contra la pared, el ulular de las sirenas servían de ubicuo recordatorio del sitio en el que estaban. Ayer se habría horrorizado por la sugerencia de Sumi, pero eso fue ayer. Antes de hoy. Antes de que descubriera que dentro de sí todavía le quedaba algo, que no había quedado vacío.
—Entonces, ¿cuándo lo organizamos? —preguntó Crane.
—¿El juicio de Kate?
—No —contestó, sonriéndole a Sumi—, nuestro casamiento.
EDIFICIO DE DETENCIÓN FPF N.º 73 - DENVER, COLORADO
13 DE MARZO 2046, 10:45
Crane se sentó con Sumi en un banco duro, afuera de la sala de audiencias de la monótona e incolora prisión, escuchando a través de su implante auditivo, a Joey Panatopolous, el hijo ya adulto del señor Panatopolous, a quien Crane oía cada vez más excitado.
—Crane… está funcionando. ¿Me escucha? ¡Está funcionando!
—¿Los generadores están encendidos?
—¡Encendidos y funcionando! A partir de este preciso momento, estamos funcionando por completo con energía térmica. Las turbinas están cantando, el calor se está canalizando a través de los domos. Ya no necesitamos combustibles sólidos m focos. Ahora, Charlestown es autosuficiente, en cuanto al abastecimiento de energía.
—La Luna nos está alimentando —dijo Crane—. Está trabajando con nosotros, no contra nosotros. Has hecho un gran trabajo, Joey. Tu papá se habría sentido orgulloso.
—Ojalá hubiera podido estar aquí arriba para verlo.
—Sí… yo también. Sería el único hombre, además de ti, en el que habría confiado para que extraiga energía del núcleo lunar.
—Fue mi maestro.
—Lo sé. Mis saludos a todos los de Charlestown. —Empezó a cortar la comunicación, pero después agregó—: Hagamos de esto una celebración para toda la ciudad, Hoy hemos conseguido nuestra independencia. Celebrémoslo todos los años.
—Hecho —dijo Joey—. Le hablo mañana.
—Mañana será, pues. —Crane miró su microteclado; después dijo—: Fuera. —La línea se despejó y el enlace de las comunicaciones se apagó.
Sumi le pasó los brazos alrededor del cuello.
—¿Buenas noticias?
Crane sonrió ante el amor que leía en los ojos de ella.
—Hemos conseguido conectarnos con éxito al núcleo lunar, y estamos usando su energía.
—Nunca dudé de que tendrías éxito.
—Nunca dudaste de algo que yo hubiera dicho —le contestó, inclinándose y besándola en la punta de la nariz—. Es por eso que siempre quise que trabajaras para mí.
—Eso se debe que a que aún nunca te equivocaste —dijo Sumi.
—Sólo una vez —repuso Crane, sintiendo cómo la felicidad de la noticia de Charlestown huía de él—. Y, ahora, quizá dos.
—No te tortures a ti mismo —dijo Sumi, apuntándolo con un dedo a la cara—. Te vas a poner muy mal. Y sabes que estás haciendo lo correcto.
Crane frunció el entrecejo.
—¿Lo estoy haciendo, Sumi? Confié en él y abusó de mi confianza en todos los niveles.
Sumi se encogió de hombros.
—Tú le quitaste la novia y él se puso celoso.
—No hagas que parezca tan mezquino e insignificante. No es…
—Tú eres quien lo redujo al nivel de quién hiere a quién. —Lo abrazó con rapidez, para después tomarle la cara en el cuenco de las manos—. Crane, te amo, pero eres obstinado y ciego cuando quieres serlo. Predicas la tolerancia, la cortesía, pero haces lo mismo que hacen todos los demás: lo intentas y llevas un registro de dolor y pérdidas, y después compites para ver quién quedó más herido. No puedes basar tus relaciones con el mundo sobre eso.
—Sumi, yo…
Ella le puso el dedo sobre los labios:
—Entonces diles eso. Eso es todo. Sé más grande que tus sentimientos. Di la verdad.
Crane asintió con la cabeza, disfrutando del abrazo de ella. Se preguntaba cómo estaban yendo las cosas adentro, en este preciso momento: Burt estaba rindiendo testimonio. Unos mestizos estaban caminando de un lado a otro del pasillo, esperando. De vez en cuando le lanzaban una nerviosa mirada a Crane, para después mirar hacia otro lado cuando él los descubría mirándolo.
Era tan extraño verlos; partidarios, suponía Crane. Todos deseaban desesperadamente ver libre a Newcombe… ¿pero por qué? Eran demasiado jóvenes como para conocerlo o preocuparse por él como persona. Era algo más que querían de él, algo más fundamental.
Se dio cuenta de que lo que estaban persiguiendo era la unidad, un círculo cerrado que los nutriera de creencias e ideas, un pozo del cual beber. Era lo que todos querían, en realidad. Era de eso de lo que se trataba Charlestown. Y Newcombe era su estadista de más edad, tal como Crane lo era en Charlestown: la canilla de la cual se derramaban las ideas.
—Por favor, díganme que todavía no rindieron testimonio —llegó la voz de Kate Masters desde el extremo opuesto del vestíbulo—. Díganme que todavía no me lo perdí.
Masters entró en la sala como una exhalación. Hasta pudo lograr que el monótono pasillo fuera de ella, cuando llegó deslizándose con rapidez. Vestía un diáfano vestido de gasa y no parecía ni un día mayor de la edad que tenía hacía ya veinte años.
—Hola, hola —dijo, besando a Crane en la mejilla—. ¿Cómo está la feliz pareja?
Sumi se paró de un salto y la abrazó con fuerza.
—Somos los siguientes —dijo—. Estoy contenta de que hayas podido venir.
—¿Podido? Esto es lo más grande que haya conseguido armar jamás. —Masters se sentó entre ellos, inclinándose de modo de poder conversar con ambos—. Créanme, si esto no sale bien hoy, entonces les recomiendo que hagan las valijas y se muden a otro país, porque las cosas se están poniendo muy difíciles aquí. Estamos viendo el incremento de fuerzas militares regulares y de la reserva en ambos lados de la frontera con Nueva Cairo. Todo este país podría estallar.
—He oído conceptos peores —dijo Crane.
—¿Qué pasa contigo? —le preguntó Masters.
—Sólo está gruñón, eso es todo —contestó Sumi por él— todavía tiene problemas con T-A-L-I-B.
—Sé deletrear, maldición —Crane dijo—, y lo estamos llamando Newcombe, ¿recuerdas?
Masters le puso la mano en el brazo.
—No te irás a convertir en chip dominador de mi cerebro, ¿no?
—Déjame tranquilo, Kate.
—No lo haré. Tienes la responsabilidad de entrar ahí y arreglar este asunto antes de que las cosas se desmanden.
—¿Por qué? ¿Porque es mi responsabilidad?
—Tú ya sabes la respuesta a eso —dijo Masters con frialdad, poniéndose de pie—. Te veré adentro. —Se fue con paso majestuoso hacia la sala de audiencias.
—Ahora conseguiste que ella quede muy molesta. —Sumi hizo un chasquido con la lengua, para indicar su desaprobación.
—¿Alguna vez haces otra cosa que no sea negociar?
—No, es lo que hago mejor.
—Oh, yo no diría eso —dijo Crane, sonriendo—, anoche me mostraste algunos truquitos.
—Basta —susurró Sumi, dándole una leve palmada en el hombro—, alguien te podría oír.
La puerta de la sala de audiencias se volvió a abrir de par en par, y por ella salió Burt Hill, encorvado, la cabeza gacha. Desde el principio, Hill había aceptado rendir testimonio y Crane, por su parte, había rehusado influir sobre él de modo alguno. Los dos nunca discutieron lo que sentían, lo que iban a decir.
—¿Estás bien? —preguntó Crane, mientras Sumi agregaba:
—¿Qué pasó?
—Soy un maldito estúpido, eso es lo que soy.
Crane le aferró el brazo:
—Burt…
—Iba a incinerarlo —dijo Hill—, iba a incinerarlo de pies a cabeza. Demonios, no he sido ni la mitad de un hombre desde que me disparó. Pero… pero, cuando traspuse esa puerta… —Burt parecía confundido, hasta herido.
—¿Qué pasó? —preguntó Sumi en voz alta—. Burt, si…
Crane la detuvo alzando la mano. Se volvió e hizo una leve inclinación de cabeza: ya estaba por saberse qué había ocurrido.
—Entré ahí —dijo Hill otra vez—, y… y lo vi. ¡Oh, Dios, me desgarró el corazón! Era el doc Dan, pero estaba… estaba… ¡Oh, no! —Se puso la mano en el pecho—. Me tengo que sentar.
El hombre se derrumbó en el banco con la mirada fija en la nada, sacudiendo la cabeza. Inspiró profundamente.
La puerta se abrió y una mujer con velo asomó la cabeza hacia el pasillo.
—Lewis Crane —dijo, y le hizo un gesto para que entre, cuando Crane le llamó la atención moviendo la mano.
—¿Vas a estar bien aquí afuera? —preguntó Sumi a Burt.
Él murmuró un «sí», y Sumi y Crane entraron en la sala de audiencias tomados de la mano.
Unas cincuenta personas estaban de pie en uno de los extremos de la sala: no había asientos. La multitud era una mezcla de portadores de edad mediana de cámaras en casco y ciudadanos de Nueva Cairo. La grabación con cámaras rápidamente se estaba convirtiendo en un pasatiempo para la gente de edad madura. La tecnología de los chips estaba lo suficientemente avanzada como para que la generación joven encontrara una raison d’être dentro de los confines de su propio cráneo. Los hijos de la tecnología, que habían sido criados con algo más que el microteclado, estaban en la vanguardia del gigantesco Enchufe.
Crane reconoció a Khadijah entre la multitud de gente que llevaba coloridas túnicas, por su postura erguida y desafiante, y el fuego en la mirada. A ambos lados de ella había dos jóvenes adultos: los hijos de Newcombe, supuso Crane. Sin que se la evocara, la imagen del pequeño Charlie se presentó de pronto en su mente. No vio a Martin Aziz en la galería. Desconcertante.
En el otro extremo, la sala estaba bisecada por una línea amarilla sobre la que nadie podía cruzar. Ahí había un escritorio, un sencillo escritorio de plástico color gris pavonado. Un hombre de traje oscuro estaba sentado detrás de él. En la cabeza llevaba un ghutra en cuadros rojo y blanco, la moda entre la clase del personal administrativo. Detrás de él estaba parado un chino, probablemente un representante de la YOU-LI Corp. A lado del escritorio había una silla atornillada al piso.
Y, entonces, Crane vio a Newcombe: engrillado a la pared. Su cabello era blanco brillante; su larga barba, también blanco nieve. Estaba lánguido y macilento: los ojos oscuros, vacíos. Como si le fuera posible escapar, cuatro G lo rodeaban, vistiendo nuevos trajes enterizos negros de asalto y amenazadoras viseras del casco que los hacían parecer como monstruos salidos de un libro de cuentos, como engendros malignos que acechan en los bosques. Crane se dio cuenta, entonces, de que los G habían perdido a muchos agentes en la Masacre del Valle Imperial, como se la llamaba ahora, y era probable que también ellos tuvieran un interés personal en la audiencia.
—¿Doctor… Crane? —dijo el hombre del escritorio, usando su estilográfica a modo de puntero, mientras leía directamente de una pantalla que había sobre el escritorio.
—Soy Crane.
—Avance.
Crane obedeció y caminó hasta quedar adelante del escritorio, listo para prestar juramento.
—¿Es usted consumidor? —preguntó el hombre.
Crane casi lanza una carcajada.
—Pues, claro que lo soy. Todos lo son.
—Excelente —dijo el hombre, inclinando levemente la cabeza con aire juicioso—. Por favor, tome asiento.
Crane se sentó. El hombre deslizó hacia él una almohadilla de presión.
—Éste es el contrato tipo —dijo—, que estipula que usted vino aquí por su propia voluntad y que ENGA-YO-LA Servicios de Seguridad S. A. es la propietaria de todos los derechos de propiedad intelectual relacionados con esta audiencia, y que a usted no se le reembolsará esta aparición. Si acepta el contrato, apriete el pulgar contra la almohadilla.
Crane lo hizo y después volvió a sentarse. Se dio vuelta para mirar a Newcombe otra vez. Resultaba difícil odiar a ese hombre lastimoso, que estaba todo menos quebrado, al que habían encadenado como a un animal. Sus miradas se encontraron y las sostuvieron. Crane vio pena en esos ojos hundidos, pero vio algo más también: a pesar de lo horrible que se había vuelto su vida, los ojos de Newcombe todavía contenían orgullo.
Crane miró a Sumi: ella lo saludaba con inclinaciones leves de la cabeza, pero parecía preocupada, nerviosa.
—La palabra es suya, doctor Crane —dijo el hombre sin nombre que estaba detrás del escritorio.
Crane se aclaró la garganta, sin tener la menor idea de qué iba a decir. Sus sentimientos eran completamente confusos.
—Mi esposa…, discúlpeme, la señora presidenta honoraria, me recordó, antes de que yo entrara aquí, que todo lo que tenía que hacer era decir la verdad —dijo—. La pregunta es: ¿Cuál verdad? ¿Mi verdad? ¿O hay una verdad más grande que la mía? Soy hombre de ciencia, como lo fue el doctor Newcombe. Nos hicimos hombres de ciencia porque odiamos el lastre de la subjetividad. Siempre traté de ajustarme a la verdad más elevada de la ciencia, del conocimiento, pero fallo. Si quieren saber mi verdad, les diré que odio a ese hombre que está ahí. Todavía no puedo creer que me haya profanado de tantas maneras. Él me arrebató mis sueños.
Movió la cabeza de un lado a otro, como tratando de aventar malos pensamientos:
—Ésa es mi verdad subjetiva… pero ¿cuál es mi verdad analítica? Mi verdad analítica es que éste es un hombre al que una vez estimé mucho, que cometió un error que desembocó en consecuencias trágicas. Su error fue que cambió de dioses; la ciencia por Alá y, por eso, cambió de metas sin saberlo. Él es tanto un producto fabricado por su religión como yo lo soy por la mía, y también víctima de eso. Pero esto que digo no se refiere a víctimas. Todos son víctimas. Eso es lo que Kate Masters me instó a recordar. Antes de que todo termine, todos perdemos lo que alguna vez fuera importante para nosotros, y después nos perdemos a nosotros mismos. Tenemos que llegar más allá de nuestra propia condición de víctimas y adoptar la visión de largo plazo, la visión hacia lo que dejamos atrás y lo que viene después de nosotros.
Sentía que la voz subía de tono por sí misma, y se dio cuenta de que no se trataba de Newcombe, y que Sumi ya lo había entendido. Esto se trataba de Charlestown y del verdadero arte de la comunidad.
—Es tan fácil justificar la comisión de actos de violencia y la imposición del dolor. Siempre es la reacción primera, y la más natural. Debo preguntarme a mí mismo, ¿qué es lo correcto? —Crane miró directamente al hombre que estaba detrás del escritorio—: ¿Puedo hacerle unas preguntas al preso?
El burócrata aceptó inclinando levemente la cabeza.
Crane se puso de pie y fue hacia Newcombe, la cara de éste arrugándose en un gesto de casi diversión:
—¿Le pagó a la sociedad los delitos que cometió?
—La factura más la propina —dijo Newcombe de inmediato, arrogante. Crane sonrió cuando se dio cuenta de que el cuerpo de ese hombre estaba deshecho, pero no su mente: su respuesta era aguda.
—¿Tenía usted la intención de matar a alguien cuando fue esa noche al Proyecto de Valle Imperial?
—No.
—¿Siente remordimiento por lo que ocurrió?
—Siento remordimiento por la pérdida de vidas. Siempre lo tuve. Ése no es el camino.
—Estoy de acuerdo. ¿Es usted un hombre violento por naturaleza?
—Soy un científico.
—Sí —dijo Crane—, y muy bueno, señor —agregó en consideración al Señor Sin Nombre.
—Gracias —contestó Newcombe—. Usted no es malo tampoco.
—¿Se considera usted civilizado, doctor Newcombe?
—Mi nombre es Talib, y sí; me considero civilizado.
—¿Aun después de haber pasado casi un tercio de su vida en la cárcel?
—Ya respondí a su pregunta.
Crane se acercó hasta quedar a pocos centímetros de su cara.
—¿Acepta la responsabilidad por la muerte de mi esposa y mi hijo?
—No —dijo Newcombe, y la voz se le trabó levemente—. La muerte de su esposa y su hijo fue mi castigo por todo lo demás que he hecho.
Crane retrocedió espantado, cubriéndose la boca con la mano. Había estado tan encerrado en su propio dolor y pérdida, que nunca había tomado en cuenta que el amor que Dan sentía por Lanie pudo haber sido tan grande como el suyo propio.
Miró a ese hombre, lo miró de verdad, y vio el espejo de su propia alma, sus propios sentimientos. Se vieron el uno en el otro, y Newcombe reconoció, con una leve inclinación de cabeza, una gran verdad. Crane flaqueó, retrocediendo, tambaleante, varios pasos.
Hubo una conmoción en la galería: Khadijah se estaba abriendo paso, a través de los espectadores, para salir de la sala, era rápidamente seguida por sus hijos.
Crane tragó con dificultad y volvió a mirar a Newcombe frente a frente, los sentimientos acometiéndolo, pulsando como ondas de presión.
—Creo —dijo en voz baja— que puedo ser suficiente hombre como para dejarlo a usted en libertad sin perdonarlo, y que usted alcance la libertad sin pedir mi perdón. Y creo que a eso se lo denomina civilización.
Se volvió y miró a Sumi: por sus mejillas corrían lágrimas.
Se dirigió al burócrata que estaba detrás del escritorio.
—Señor —dijo, casi en un susurro—, estoy convencido de que en la sociedad hemos llegado a una encrucijada: dos grandes naciones se están friccionando la una contra la otra, desgarrándose, como la falla por desplazamiento de rumbo que está rompiendo en dos a California. El señor N… Talib es el punto de presión en la placa, el amortiguador, que evita que ambas sociedades continúen avanzando hacia la colisión. Todo hace compresión sobre este punto y, si no se alivia la presión, la falla sufrirá una fractura, destruyendo sin motivo alguno.
Crane bajó la vista.
—He odiado los terremotos toda mi vida, debido a lo que me arrebataron, y lo he odiado al señor Talib por el mismo motivo. Qué estúpido… estúpido necio fui. —Miró con fijeza a la galería—. El odio, he llegado a darme cuenta, no consigue algo positivo; sólo es destructivo. Es la agencia activa del miedo. ¿Qué nos trae? ¿Qué bien nos hace? Les imploro que dejen libre a este hombre, no importa cuánto puedan odiarlo o temerlo. Reduzcan la presión sobre la falla, para bien de todos. Talib no representa un peligro para nadie; estoy seguro de que eso lo pueden ver. No es más que un hombre que cometió un error, es todo. Déjenlo volver a su casa, y todos dejaremos esto a nuestras espaldas.
Salió de inmediato por la puerta sin mirar a Newcombe. El dolor todavía estaba ahí pero, más que cualquier otra persona, Crane siempre había sabido que la vida era dolor.
En el pasillo compartió una mirada con la esposa de Newcombe. La mujer lo odiaba a pesar del testimonio positivo que él había prestado. Khadijah parecía ser una persona de enojo profundo y persistente. Qué lástima. La mujer se dio vuelta bruscamente y se metió en el círculo protector de los mestizos del vestíbulo.
Crane se sentó al lado de Burt, que lo miró una sola vez y movió la cabeza de arriba abajo.
—Usted tampoco lo quemó, ¿no? —Crane negó con la cabeza—: Ambos somos un par de viejos tontos, eso es lo que somos.
—¡Ah, qué demonios! —dijo Crane, dejando que su cabeza caiga hacia atrás, contra la pared de metal beige—. La vida continúa. No se puede vivir por el odio: en realidad no se vive.
La puerta se abrió de par en par, y salió Sumi con una amplia sonrisa en la cara.
—¡Lo lograste! —dijo, apurándose a llegar a él para abrazarlo.
Un segundo después, la gente estalló por el vano de la puerta, lanzando vítores. Un confuso Newcombe se sentía transportado en una ola de amor y apoyo. Ninguno de los hombres miró directamente al otro. Las entrañas de Crane se pusieron tensas cuando vio el tratamiento de rey que estaba recibiendo Newcombe, pero no tan tensas como lo habrían estado ayer.
Y a eso se lo denominaba progreso.