CAPITULO 20

Shimanigashi

EN ALGÚN LUGAR DE LA PRIMAVERA

ESTADOUNIDENSE DE 2038. MEDIA MAÑANA

Abu Talib comenzó el que iba a ser el día más extraordinario de su vida, del mismo modo en que empezaba cada día durante la última década: decidiendo si se iba a suicidar o no.

Se había quedado mirando la soga que le dejaron, el nudo corredizo del verdugo ya formado. Palpó el contorno, las suaves fibras de nailon se deslizaban con facilidad sobre la palma de la mano. Era compulsiva esa idea del suicidio, de ese control sobre la propia vida, pero no era la opción que iba a acariciar el día de hoy.

Todos los días, durante diez años, había sacado el lazo corredizo de la pequeña cómoda que había en su cuarto —vacilaba en llamarlo celda, ya que no tenía barrotes— y sostenía la soga, sintiendo la atracción por la muerte. Todos los días, durante diez años, había negado esa atracción, aunque algunas veces era más fuerte que en otras.

En su juicio —o la farsa a la que habían llamado juicio— se lo había sentenciado a pasar una cantidad indefinida de tiempo en Shimanigashi. Aislamiento. Las prisiones, la FPF y los tribunales eran administrados por empresa privada. No habían existido testigos en el juicio, ni jurado ni espectadores ni abogados. Sólo habían existido un hombre no identificado vestido con traje de hombre de negocios, las videoimágenes del ataque al complejo de Valle Imperial y, por supuesto, él mismo. Recordaba haber firmado papeles por triplicado.

El hombre con traje de hombre de negocios fue el último ser humano que vio durante diez años.

Lo habían dormido con alguna clase de gas, y despertó en un cuarto con paredes metálicas beige, pero sin ventanas y una sola lámpara, en el que había una cama, una mesa y una silla. Y la soga, claro está. También había un muy lindo compartimiento para bañarse, con una ducha que funcionaba durante sesenta segundos por día exactamente; y un inodoro que se autolavaba con agua cuando se apretaba un botón de la pared. No había espejos.

Abu no tenía libros ni televisor mural ni música ni papel, salvo el higiénico, y tampoco lápices. Su uniforme de preso consistía en un mono enterizo negro hecho de delgado material plástico descartable: al cabo del día lo arrojaba en un agujero para desperdicios que había en la pared y, durante la noche, aparecía uno nuevo. Si no lo desechaba a la noche, no recibía el nuevo.

Tanto como sabía, era el único preso del lugar. Ninguna guardia pasaba jamás para vigilarlo; no había otros sonidos, salvo los de él mismo, para hacerle compañía. La comida aparecía dos veces por día, a través de una ranura que había en la puerta. El menú no variaba: arroz y caldo. En los últimos años, empero, había existido un plato ocasional de habas y pan de pita, lo que lo hizo pensar que se estaban produciendo cambios en el mundo exterior… o en la administración de esta prisión.

El cabello y la barba crecieron durante los diez años. Descubrió que había encanecido cuando su barba alcanzó la longitud suficiente como para que la pudiera levantar y mirar. El cabello casi le llegaba hasta los codos.

Habían esperado, claro está, que se vuelva loco, y había complacido a sus captores perdiendo la chaveta más de una vez. Cada vez que le ocurrió eso, esperó que el resultado fuera el contacto con seres humanos, un intercambio de alguna clase. Pero nunca lo hubo, y siempre se lo dejaba para que se volviera e enfrentar con su propia mente. Incluso la vez que se descompuso en extremo, con un tremendo dolor en el abdomen, no había habido contacto. El cuarto se llenó de gas y, cuando despertó, estaba en su cama, con una cicatriz a la altura del apéndice.

Pero fue un comienzo. Significó que alguien vigilaba; que, si hablaba, lo escucharía. De alguna extraña manera, era reconfortante.

Conocer la hora era y mantener el seguimiento del tiempo transcurrido había sido su primer, y más difícil, desafío, en especial durante la ocasión en que estuvo «afuera» por la apendicectomía. Al no saber si era de día o de noche, no tenía cómo establecer comparaciones, pero se le había ocurrido, durante los días iniciales de su encierro, que, si perdía toda noción del tiempo, sólo le quedaría la soga. Fue ahí cuando Abu Talib, que naciera como Daniel Akers Newcombe, empezó a ejercitar la mente.

Había contado los segundos —un Mississippi, dos Mississippi— durante días, sin interrupción, hasta que adquirió el ritmo interno de un día. Había considerado la idea de tratar de permitir que le crezcan las uñas, en vez de mordérselas, para raspar en alguna parte del metal del cuarto, una marca por cada día transcurrido. Pero después decidió no hacerlo, razonando que volverían a pintar las paredes para frustrarlo. Si es que iba a ser un reloj humano, debía llegar hasta el final.

Y así, al no tener otra cosa para hacer, se convirtió en un reloj humano. Optó por creer que en los diez años que había contado, no se le habría escapado más de una semana o de dos. Una vez que se sintió cómodo con su relojedad, descubrió que podía sublimarlo y pensar en otras cosas.

Recordaba haber leído una vez (¿por qué no había leído más?) sobre un hombre aislado en un campo de prisioneros de guerra, quien sobrevivió jugando al ajedrez en su cabeza, visualizando el tablero y el desplazamiento de los trebejos. Talib descubrió que, al cabo de varias semanas de inane esfuerzo, podía él también jugar ajedrez en la mente y pasar muchas horas entretenido.

Había controlado el tiempo que dormía, mediante el simple cálculo de cuántas horas de sueño necesitaba, normalmente, cada noche para sentirse descansado, cuántas se tomaría el cuerpo por su cuenta. Siete parecía haber sido su número ideal cuando vivía en el mundo real, así que siete fueron. Nunca hacía siestas y se aseguraba de estar despierto diecisiete horas de cada veinticuatro.

Al no tener otra cosa que hacer, más que ejercicio físico, para mantenerse ocupado, exploraría su mente… A veces con felicidad y otras con menos felicidad. Tenía buen poder de concentración, y en el ojo de su mente podía recrear gente y sucesos con toda claridad, para volver a vivir su pasado. Mucho de él lo avergonzaba, aunque lo que más le molestaba era el hecho de haberse dado cuenta de la inmensa cantidad de tiempo que había desperdiciado en su vida y que nunca podría recuperarla.

Naturalmente, se concentraba mucho en averiguar por qué había elegido, cada mañana, vivir bajo ese régimen tan absurdo, en vez de usar la soga. Nunca se le ocurrió una verdadera respuesta, con la salvedad de que reconocía en él una muy arraigada tendencia a competir con quienes pugnaban por quebrarlo. No era una respuesta satisfactoria.

Lo que había descubierto en sí mismo, empero, era una idea central que redefinía sus procesos de pensamiento. Empleaba su aislamiento en forma metafórica, aislando su mente, separando los pensamientos entre sí y de los componentes emocionales/egoístas de su persona. Lidiaba con ellos y con sus sentimientos aplicando la indiferencia, del mismo modo en que lo hace la gente para aliviar la angustia, examinándolos tal como él haría con los datos sobre los terremotos.

No le gustaba mucho la calavera que había visto debajo de la piel. Tenía la impresión de que una parte sustancial del tiempo la había empleado siguiendo los dictados de sus gónadas y emociones y muy poco en pensar de manera razonable. Le era difícil sentirse enojado con quienes lo habían puesto en prisión, ya que sentía que merecía la sentencia. Al no albergar ira, se las había arreglado para trasponer la barrera humana de la racionalización y verse a sí mismo como realmente era: un animal, expresando pasiones animales. Una vez que uno atravesaba ese sendero en particular, resultaba imposible regresar a la bendita ignorancia y había aprendido a aceptar la responsabilidad como un ser humano. La gente libre había aprendido menos en diez años, supuso.

También habían estado los «episodios», las batallas con la demencia. Cada vez que se ponía fuera de sí, había sido después de un viaje particularmente oscuro al interior de sí mismo, lo que permitía que se infiltrara una lenta psicosis que obnubilaba el razonamiento.

Una vez decidió que, durante la incursión en el complejo del Proyecto, en realidad lo habían matado y estaba viviendo una vida infernal después de la muerte. Daba golpes contra las paredes del cuarto en una eternidad de soledad y silencio. Se puso histérico y se dejó morir de hambre durante tres días, hasta que lo durmieron con gas y lo alimentaron por la fuerza. Había despertado sintiéndose mucho mejor, después de haber pasado inconsciente una cantidad desconocida de días. La única conclusión a la que pudo llegar fue que sus carceleros no le iban a permitir una muerte por un método tan pasivo como no comer. ¿Su única opción para morir sería el método activo de usar la soga del verdugo?

En otro episodio, se le había ocurrido la fantasía de que estaba libre y que podría ir y venir a voluntad. Optaba por quedarse porque, como se decía a sí mismo en voz alta, una y otra vez: «Todo era para su bien».

En esa última instancia también lo durmieron con gas.

Ahora temía que le estuviera ocurriendo otra vez.

Después de que hubo terminado su ritual matutino con la soga, se sentó a comer el arroz y el caldo que le habían pasado por la ranura de la puerta. No había tomado ni tres bocados cuando oyó un chasquido que no era familiar, proveniente de adentro de la puerta seguido, segundos más tarde de un crujido al producirse, a medias, una apertura. Nunca antes había sucedido.

Abu se quedó mirándola durante largo tiempo. Había un pasillo del otro lado de la puerta. Hasta ahí podía ver. Pintado de azul, el pasillo tenía una luz amarillenta que se derramaba en toda su longitud.

Eso había sido una extraordinaria cantidad de datos para recibir de una sola vez. Regresó para seguir comiendo el desayuno y se demoró en esa actividad un rato. Entre bocado y bocado, sin utensilios, sólo las manos, miró hacia la puerta para ver si seguía abierta, para contemplar ese maravilloso azul que se convertía en verde lavado bajo la borrosa luz amarilla. Los colores parecían estar vivos, respirando, interactuando.

Terminó la comida y volvió a poner la bandeja en la ranura de la puerta. Cuando la tocó se abrió un poco más. Miró por el pasillo que se extendía unos noventa metros en las dos direcciones. Las lámparas amarillas del techo estaban separadas por unos seis metros. Unas puertas con números llenaban el pasillo de ambos lados.

Mientras estaba parado ahí, con la bandeja en las manos, se dio cuenta de que se esperaba que él pasara por esa puerta abierta. Fue el peor momento desde su encarcelamiento. No quería irse. El miedo destellaba con tanta intensidad que se espantó físicamente, retrocediendo con tanta violencia que la bandeja salió volando de sus manos y cayó en el suelo con ruido metálico.

Quería poder pensar en esa puerta abierta, en razonar durante varios días sobre la existencia de ella, pero el hecho de que estuviera abierta de par en par hacía que su utilización inmediata fuera imposible de evitar. Tomó una profunda bocanada de aire y dio una zancada hacia el pasillo.

Sintió miedo durante nada más que un segundo; después lo invadió el orgullo. Lo había logrado, había salido por su propios medios hacia el mundo exterior.

Había una puerta en cada extremo del pasillo. ¿Cuál elegir? De pronto, la idea de una opción distinta del suicidio lo estimuló. Al ser diestro decidió que su inclinación natural sería ir hacia la derecha. Fue en ese sentido.

Mientras pasaba junto a las otras puertas, se preguntaba quién estaría del otro lado, si es que habría alguien. Nunca había percibido sonidos provenientes desde afuera de su cuarto, con la excepción del ruido mecánico que hacía la mesa rodante de la comida cuando circulaba pesadamente por el pasillo.

Resultaba extraño caminar tan lejos en línea recta. Cuando llegó a la puerta que estaba al final del pasillo, una vez más superó sus temores internos y la empujó para abrirla. Entró.

Estaba parado en una habitación que tenía unos dos metros cuadrados. Era beige y desnuda, con excepción de una silla de metal que estaba atornillada en el piso, en uno de los extremos, y una banqueta de metal también atornillada, en el otro. La silla estaba cerca de la puerta por la cual había entrado. Al lado de la banqueta había otra puerta. Se sentó en la silla y esperó.

A su debido tiempo, la puerta se abrió y entró una atractiva mujer con dos niños. Cuando lo miraron, los ojos de la mujer se abrieron, horrorizados, y los niños retrocedieron un paso.

—¿Abu? —averiguó.

Fue entonces que él la reconoció.

—Kh… Khadijah —dijo con la voz ronca. No había hablado en mucho tiempo—. ¿Eres tú realmente?

Se puso de pie y fue hacia ella. La mujer levantó las manos para evitar su avance.

—Nada de contacto físico —dijo— es una de las condiciones de la visita.

—¿Cuáles son las… demás condiciones? —preguntó con calma, mientras se volvía a sentar.

—No te puedo dar nada —contestó ella—, no te puedo decir dónde estás. Debo irme cuando me lo digan.

Abu asintió con una leve inclinación de cabeza.

—Entiendo.

—Tienes el aspecto… de un salvaje —dijo—. Tu cabello… tu barba. ¿No te cortaron el cabello jamás?

—No —respondió—. ¿Éstos son mis hijos?

Khadijah asintió con la cabeza. Se sentó en la banqueta con el niño a un lado de ella y la niña del otro.

—¿Najan? —le preguntó Abu a la niña, los ojos brillantes por encima del velo—. ¿Me recuerdas?

—No, señor —respondió Najan con rapidez—. Pero sé que es mi padre.

—¿Y cuál es tu nombre? —le preguntó al niño, de unos nueve años según sus cálculos.

—Abu ibn Abu Talib —dijo el niño, poniéndose de pie—. Mi nombre es en honor suyo.

—Y estoy muy orgulloso. Tienes aspecto de ser un buen joven. Y esa camisa que llevas… ¿cambia de colores?

—Sí, señor —contestó el hijo—. Todos las usan.

—¿Recibes alguna noticia aquí? —preguntó Khadijah.

Negó lentamente con la cabeza.

—Nada —dijo. Después la señaló con el dedo.

—13 de marzo de 2048.

—Es 24 de abril —repuso ella, achicando los ojos.

—Cerca —dijo él con gesto de triunfo.

—Debes de tener un millón de preguntas —dijo su mujer, inclinándose hacia adelante como para estudiarlo mejor.

—No tantas. Dejé de hacer preguntas. A pesar de todo, te ves maravillosa. Has adquirido redondeces.

—Dar a luz tiene sus ventajas —Khadijah sonrió, y él le respondió, pero los músculos de las mejillas se le cansaron de inmediato.

—¿Me van a liberar?

Había tenido temor de hacer la pregunta, las lágrimas le afloraban a sus ojos mientras pronunciaba las palabra, pero impidió que se manifestaran.

—No —repuso ella—, te tienen demasiado miedo.

—¿Tienen miedo… de mí?

Ella asintió con la cabeza.

—Una vez que Ishmael pasó a formar parte de la larga y distinguida lista de asesinados…

—¿Asesinado? ¡No! ¿Cuándo?… ¿Cómo?

Las cejas de ella se alzaron.

—Claro. No podías saberlo. Hace unos años. Asesino desconocido, nunca se lo capturó. —Khadijah tragó aire—. Tú, entonces, eras el único símbolo visible del movimiento. Martin se hizo cargo. Es un buen administrador, pero nadie lo conocía. Para mantener viva la llama de la rebelión, te convertimos en nuestra causa. Empezamos exigiendo tu liberación como prisionero político. Te convertirse en el pegamento que unió a todo el Estado islámico en las zonas de guerra, un símbolo mundial de la gente que estaba en prisión. El año pasado obtuviste el Premio Nobel de la Paz. Tu influencia es global.

—Pues imagínense eso —dijo Abu sin entusiasmo—. Realmente da la impresión de que lo estuve pasando muy bien.

—Te quiero mostrar algo —dijo ella con excitación, poniéndose un disco en el microteclado de la muñeca. Tenía la mitad del tamaño de los que Dan recordaba. Era liso y carecía de símbolos.

En la pared beige apareció una videoimagen que mostraba la Zona de Guerra que se vaciaba de gente, grupos inmensos emigrando hacia el sur cuando se inauguró el Estado islámico.

—¿Cuándo? —preguntó Abu.

—El año pasado —dijo Khadijah—. La presidente Masters refrendó el Decreto de Partición, el Día de Acción de Gracias de 2037.

—¿Presidente Masters?

—¿Kate Masters? Creo que la conoces.

—Creí que la conocía —dijo él con tono enigmático—. ¿Cómo lo lograron?

—Durante años, silenciosamente, el gobierno y la sociedad anónima YOU-LI estuvieron comprando gente en esos estados. El terremoto de Memphis ayudó mucho. De todos modos, la mayoría de los blancos quería irse. —Señaló la imagen en la pared. Lucha casa por casa en una pequeña ciudad sureña, raza contra raza—. Los que no se querían ir resistieron durante un tiempo pero, al final, nos deshicimos de todos.

—¿Se deshicieron de ellos? ¿Hay un ejército afric?

Los niños lanzaron una risita tintineante, que hizo que Talib irguiera la cabeza.

—Esa expresión ya no se usa mucho —dijo Khadijah, sonriendo.

—¿Por qué no?

—Nuestros hermanos islámicos de África no opinaban que muchos de nosotros éramos lo suficientemente negros como para autodenominarnos africanos —sonrió—. Empezaron a llamarnos mestizos.[3] El nombre quedó.

—No es una denominación halagadora —dijo Abu.

—Hicimos que lo fuera. —Khadijah se sentó más erguida, súbitamente en postura de reina—. Así que ahora el país se denomina Estados Unidos de Norteamérica e Islam. Nueva Cairo abarca Florida, Carolina del Norte y del Sur, Georgia Alabama, Louisiana y Mississippi.

—¿Por qué cedieron después de todo ese tiempo? —preguntó Talib—. Debe de haber sido tremendamente costoso comprar tanta gente.

—No tenían alternativa —contestó ella—. El mundo es islámico en un setenta por ciento. Los consorcios chinos están feneciendo con rapidez porque ya no controlan el comercio. África es el asiento del poder económico en estos momentos. En última instancia, los chinos celebraron un acuerdo con nosotros para encauzar el comercio hacia el resto de Estados Unidos a través de nuestra puerta trasera, y a precios preferenciales: eso mantiene vivos a ambos países.

Ahora, la pared mostraba a Martin Aziz agitando las manos hacia la multitud y pronunciando discursos.

—Él está a cargo —dijo Khadijah—, pero tú eres el corazón de la gente. No vamos a aceptar un arreglo con los blancos hasta que acepten que, o bien te veamos a ti, o bien veamos tu cuerpo. Por mucho tiempo nadie supo si estabas vivo o muerto. Ahora que lo sabemos, te prometo, Abu, que no descansaremos hasta que estés libre.

—¿Por qué tengo la sensación de que todo esto tiene muy poco que ver conmigo?

—Eres un símbolo. Eres Abu Talib. Eres una leyenda en vida. En estos difíciles días, el pueblo de Nueva Cairo necesita un modelo al que imitar. Cuando los blancos se fueron, después de la partición, quemaron todo a sus espaldas. Estuvimos construyendo desde cero. Tu ejemplo es la fuerza de aquella gente.

—Mi ejemplo —repitió Talib, sonriendo otra vez con los músculos doloridos—. No creo haber dado ejemplo alguno. Aquí tuve que sobrevivir como un animal. Deseo que sepas que no fue sencillo. He… cambiado mucho. Para ser aún más honesto contigo, te diré que en todo el tiempo que pasó no pensé mucho en el movimiento. En vez de eso, he pensado en volver a oler el aire verdadero, o en ver el cielo. —Extendió el brazo y cerró la mano con lentitud hasta formar un puño—. Pensé en juntar rocas del suelo y conocer todo lo que haya que saber sobre una región, a través de ellas… ¡Toda una historia a través de las rocas, hasta el comienzo de los tiempos! He pensado en el sexo… —Khadijah bajó instintivamente la mirada, cada uno de sus gestos tan claros para Abu como un mapa carretero—. Está bien —dijo él— diez años es demasiado tiempo. No sabías si yo estaba vivo. Yo…

Se oyó un timbre muy fuerte. Khadijah se puso inmediatamente de pie.

—Es hora de irnos —dijo—. ¿Hay algo que desees decirle al pueblo?

Talib rió.

—Hoy es el primer día, en tantos años, que oigo una voz que no sea la mía propia. Ni siquiera vivo en el mismo mundo en el que vives tú.

Ella se encogió de hombros.

—Ya urdiré algo.

La puerta del lado de ella se abrió con un chasquido, como si tuviera un resorte. Los chicos fueron hacia ella. Tan pronto. ¿Cómo podía haber terminado todo tan pronto? Esto era peor que el aislamiento.

—Crane —dijo mientras Khadijah empujaba a los chicos hacia afuera—. ¿Qué está haciendo Crane?

La irritante risa de ella lo sobresaltó tanto que el cuerpo se le sacudió involuntariamente.

—¿Cómo caen los poderosos? Un paria, eso es lo que Crane es. Un desterrado. Denostado… por haber planeado detonar bombas termonucleares. La marea se volvió contra él, cuando se reveló plenamente su demente plan. Después, durante años, estuvo delirando y desvariando en todas las teleemisoras respecto de un terrible desastre que estaba por acontecer en California. Nadie lo escuchó. Y no he oído nada de él desde hace mucho tiempo.

A mitad de camino, se dio vuelta y dijo:

—Te vamos a sacar de acá.

—Regresen para hacerme más visitas —dijo Abu, pero ya su esposa se había ido. La puerta se cerró con rapidez y oyó cómo corría el cerrojo.

—¡Diles que debo tener acceso a la información! —gritó—. ¡Por el amor de Dios, hagan algo!

Se derrumbó en la silla. La puerta de su lado hizo un chasquido y se abrió de repente. Lentamente, Talib se puso de pie y después, arrastrando los pies, regresó a su celda. De ahora en adelante viviría de una visita a la siguiente, en los arrabales de la esperanza. Había perdido la capacidad de medir el tiempo… y nunca la iba a recobrar.

* * *

Lewis Crane estaba sentado en el asiento trasero del deslizador lunar, junto con Burt Hill. La bulbosa panza del vehículo para todo terreno llena de helio, hacía que los pasajeros se sintieran como si estuvieran flotando sobre el desolado paisaje de la Luna. En lo alto, las estrellas eran brillantes puntas de alfiler, mientras la corona de la Tierra apenas sobresalía en el horizonte que estaba detrás de los viajeros. El vendedor de bienes raíces no dejaba de hablar, con lo que obligaba al continuo ajuste de los monitores de dióxido de carbono de la cabina. Un pálido rastro de luz proveniente de la corona de la Tierra, iluminaba el paisaje, esta banda de superficie aprontándose para ingresar en un período de una noche de dos semanas.

—No recibimos muchos nocheros aquí arriba —dijo Alí, el vendedor—. La gente quiere las propiedades buenas, que están en el lado iluminado, desde donde se puede ver la Tierra.

—Precisamente eso es lo que no quiero —dijo Crane, mirando hacia las ventanillas. Se estaban deslizando por el Mar del Sur, el Mare Australe de Galileo, en camino hacia la difunta mina de titanio de YOU-LI, en el Mar del Ingenio. El cráter Julio Verne se alzaba majestuosamente hacia la izquierda de los viajeros. Empero, el mare era polvo, no agua como había conjeturado Galileo: era roca y vidrio pulverizados y escoria de asteroides.

—No sé por qué usted desea mirar lugares en el lado oscuro —dijo Burt, respirando con estridor—, a un hombre le gusta un poco de luz solar de vez en cuando.

—Reciben tanta luz acá como en el otro lado —dijo Crane—. Simplemente no tienes que mirar la Tierra, eso es todo.

—Tengo montones de buenos lotes del otro lado —insistió el vendedor—. Amanecer de Tierra de primera calidad.

Crane pasó por alto el comentario.

—Veamos, cualquier cosa que compre aquí va a ser mía, ¿no es así?

Alí se volvió para mirarlo. Su bigote negro formaba una arcada sobre la sonrisa amplia. Con el índice y el pulgar formó un círculo, extendiendo los demás dedos.

—Absoluta soberanía —dijo, abriendo los dedos como movidos por resorte—. Muchos grupos compran tierras para tener libertad religiosa, ¿saben? O por sus ideas políticas. Acá no intervienen los estados de la Tierra. Es un buen sistema, si les interesa el estilo «cada cual que se haga cargo de lo suyo».

—¿Qué hay sobre el acceso al agua potable? —preguntó Bul.

—¿Qué pasa con eso? —repuso Alí—. Ustedes hacen cualquier arreglo que puedan para conseguir toda el agua que quieran. El consorcio que hay aquí arriba cobra muchísimo, ¿saben? La mayoría de la gente, si está en condiciones de pagarlo, hace el acarreo desde la Tierra.

Crane gruñó. La Tierra no era el lugar para hallar agua en estos días. Oh, era mejor en varios sentidos. La atmósfera se había regenerado con ozono; la gente vivía al sol otra vez, del mismo modo que él recordaba de su niñez: y Masada había desaparecido por completo hacía cinco años, prácticamente sin dejar rastros. Toda la gente estaba demasiado ocupada preocupándose por la cantidad de radiactividad en su abastecimiento de agua, como para que le interese muchas otras cosas. La precipitación radiactiva de la Nube de Masada había contaminado algo más que el agua: los productos de desecho se habían filtrado por todo el planeta a través de sus coberturas herméticas, porque nadie había estado dispuesto a prestar atención al problema hasta que se convirtió en una catástrofe. El agua emponzoñada estaba por doquier.

Crane había empezado a buscar la solución en el globo de la fundación, nada más que suministrándole los datos sobre régimen de filtración y la presencia y velocidad de desplazamiento de reservas de agua subterránea. La esperanza era obtener una predicción, muy adelantada en el tiempo, respecto de dónde y cuándo la enfermedad se diseminaría por el cuerpo del planeta, de modo que la humanidad supiera dónde atrincherarse para combatir al invasor. Pero, para algunos, el envenenamiento de las reservas de agua de la Tierra parecía ser una razonable condena divina. Todas las épocas tienen su gente optimista.

El globo era una maravilla, la herencia viva de su esposa. Muchas cuestiones, como el proyecto sobre radiactividad, se habían hecho pasar por los sentidos de ponderación de la máquina, y eso había redundado en conclusiones reales. Pero, en algunos aspectos se había estropeado, lo que Crane sabía que no habría pasado si Lanie estuviera viva. El resultado fueron las decepciones y los terremotos no previstos. Por ejemplo, entre ellos, uno en California. Hasta ahora, el globo había parecido ser infalible.

Siempre pensaba en la teoría de Lanie sobre piscinas excavadas en Roma, que daban origen a sismos en Alaska. De hecho, dos de los terremotos no previstos al final se atribuyeron a lagos que se estaban excavando, uno de ellos a ochocientos kilómetros de distancia, cuando el agua llenó el lago, filtrándose por las grietas de las rocas y lubricando fallas ocultas. Crane se preguntaba si, no obstante, algún día sería posible conocer lo suficiente como para decirle a la gente donde no cavar para hacer lagos… ni piscinas.

—Ahí vamos, señores —dijo Alí, señalando por el parabrisas una zona fulgurante que estaba a varios kilómetros de distancia—. Hice que encendieran las luces para ustedes.

Crane se preguntaba qué pensaría Lanie de esto, de él comprando un pedazo de la Luna con la dote de los tres mil millones de dólares de Stoney. Stoney le había dicho que los usara para comprar otro sueño. Ahora, diez años después, estaba cumpliendo lo que le había pedido su amigo.

Alí hizo invertir el sentido de empuje de los ventiladores, para frenar el vehículo, que rebotó con rudeza en medio de un pequeño pueblo fantasma formado por domos y edificios metálicos cuadrados, prefabricados, que constituían pilas como los hololadrillos con los que Charlie había jugado durante el viaje en ascensor, en el proyecto Imperial.

—¿Los tiros de las minas todavía están abiertos? —preguntó Crane, mientras miraba la retahíla de restaurantes abandonados que llevaban nombres que le eran familiares.

Alí vaciló.

—Podemos discutir lo de los tiros. No estoy seguro de cuánta alegría le dé a YOU-LI tener que venir y tapar…

Quiero los tiros —dijo Crane—. Voy a nutrirme de calor y energía sacándolos del núcleo de la Luna.

—Usted quiere tiros —dijo Alí con felicidad, describiendo arabescos en al aire con las manos—, pues tendrá tiros. Están por todas partes… por todo este remaldito lugar. El señor quiere tiros. ¡Los quiere!

Alí los condujo lentamente hacia la esclusa de aire, desplazándose hacia arriba, mientras las grapas magnéticas agarraban y sellaban en forma hermética.

—Se tienen que poner el traje de presión —dijo—. No me puedo permitir encender aquí adentro el sistema para mantenimiento de la vida, nada más que para mostrarles el lugar.

—¿Qué superficie cubre toda la operación? —preguntó Crane. Alí se ponía su traje. Después apuntó a Crane con el dedo. Crane dejó que Burt lo ayude a meterse en el traje.

—Piense en estas construcciones como que son el punto central —contestó Alí—. La operación se extiende dos mil seiscientos kilómetros cuadrados a la redonda. Usted será dueño del cráter Van de Graaff, del cráter Leibnitz y del cráter Von Karman. El Mar del Ingenio es suyo, todo él.

—¿El precio?

—Tres coma dos mil millones —dijo Alí—. Claro, sé que es un montón de dinero. Tengo lotes más pequeños del lado iluminado que…

—Hágalo tres mil millones redondos y cerramos trato —terció Crane.

—¿Tiene usted esa clase de garantía? —Se sorprendió Alí—. No deseo ser brusco, señor.

—Pagaremos en efectivo.

—¡Amigo mío! —dijo Alí—. Usted ha hecho que un viejo vendedor de camellos sea muy feliz. Nadie quiere el lado oscuro.

—Insisto en tenerlo. ¿Recorremos las instalaciones?

La visita duró menos de una hora, Alí estaba ansioso por volver a la cara iluminada de la Luna y Crane en absoluto interesado por las comodidades. El campamento YOU-LI había sido una típica operación espartana de minería y apenas con apoyo de la empresa misma. A su debido momento, Crane iba a tirar abajo los edificios, construyendo los propios. Pero la construcción existente iba a alojar a los encargados de planeamiento y a los ingenieros, cuya tarea habría de ser la de convertir un campamento minero de la cara oscura de la Luna en una nueva civilización. Iba a ser un proyecto largo y difícil, pero Crane había emprendido muchos proyectos así antes.

Más tarde, ya de regreso en el hotel Marriott de la base, Crane y Hill se sentaron a una mesa del bar. Crane le daba la espalda a la magnífica Tierra naciente que brillaba a través de los enormes y gruesos ventanales. El hotel estaba lleno, la zona circundante a él empezaba a parecerse a una pequeña ciudad de domos y plataformas elevadas. La Luna era territorio nuevo, del que YOU-LI, los propietarios anteriores, ofrecía la posibilidad de vender con rapidez. Los chinos estaban consolidando sus posesiones, y la Luna no figuraba en su futuro. Así que, a razón de un pedazo por vez, se estaba desarrollando gracias a la gente que siempre abría nuevos territorios y colonias: los bribones y los héroes. Crane no estaba seguro de a cuál de las categorías pertenecía.

Hill, frágil y callado desde que fuera herido varios años atrás, alzó su cerveza.

—Creo que esto es a su salud —dijo—. No estoy seguro de qué hizo, pero felicitaciones.

—Estamos aprovechando una oportunidad mientras podemos —dijo Crane, tocando con su vaso de whisky la botella de cerveza, y después sorbiendo—. Siempre quise dirigir mi propio gobierno.

—Tonterías —dijo Hill—. Todo lo que siempre quiso hacer fue matar terremotos. De repente, nos encontramos comprando la Luna.

—No es de repente. Estuve pensando en eso durante largo tiempo… años. Nunca fue factible hasta ahora. No te cuento todo lo que pasa por mi cabeza, Burt.

—De eso no me cabe duda. Nunca me dijo que Sumi era una mujer.

—Supuse que si eras lo suficientemente obtuso como para no saberlo —dijo Crane—, no iba a ser yo quien te lo dijera.

Era una antigua broma entre ellos. A decir verdad, ninguno de ellos tuvo jamás la más vaga idea sobre Sumi. Su historia había sido fascinante y casi trágica. Tanto había acontecido en el transcurso de los años.

Escasamente un mes después del ataque al complejo Imperial, el presidente Gideon resbaló al pisar una pastilla de jabón y prontamente murió… o, por lo menos, ésa fue la información que dio a conocer la Casa Blanca. Sumi se convirtió en presidente y de inmediato nombró a Kate Masters vicepresidente. Debido a que Liang Int. y Yo-Yu se habían dividido el electorado, Sumi estuvo en condiciones de presentarse como candidata de ambas compañías y ser elegida Presidente sin afiliación en las elecciones de noviembre de 2028.

Fue Sumi quien sentó las bases para lo que, en conclusión, iba a redundar en el Estado islámico. Debido a lo que ella denominó «razones de salud», decidió no volver a presentarse en el 2032, aun cuando había sido un Primer Mandatario equilibrado y respetado durante su lapso en el cargo. Después, en la misma conferencia de prensa, reveló su verdadero sexo, diciendo que «ya no podía fingir» más que era un hombre.

Kate Masters se presentó y ganó con gran ventaja, pasando de repente de su ya inmenso poder de base a aprovechar los sentimientos antichinos. La economía se siguió tambaleando debido a una andanada de sanciones impuestas sobre los intereses comerciales chinos por un movimiento islámico mundial, cuyo punto de vista global era etnocéntrico, por decir lo menos.

Los motivos para que Sumi Chan renunciara a presentarse otra vez para las elecciones se hicieron patentes de inmediato, cuando se internó en un sanatorio neuropsiquiátrico. Paul, el amante generado por el chip, se las había ingeniado para apoderarse por completo de la vida de Sumi, tomando todas las decisiones de ella, eligiendo sus asesores y atrayéndola a una espiral, siempre descendente, de xenofobia y cerrazón mental. Sumi se había convertido en el círculo de la humanidad, y todo dentro de sí misma. Paul no permitía que entrara nadie.

Crane había mantenido un contacto laxo con ella durante ese período, comprándole a YOU-LI, por insistencia de Kate, las tierras ancestrales de Sumi, a quien después se las arrendó al precio de un dólar por año a perpetuidad. Sumi necesitó —y se le concedió)— un divorcio legal de Paul. Tan poderosa era la presencia de él, que permaneció aun después de que se hubiera quitado el chip. No fue Sumi la única que tuvo problemas. Millones de personas se hicieron adictas a los chips de Yo-Yu, y surgió una nueva rama de la medicina, llamada Reemplazo de la Personalidad, para lidiar con la despersonalización total.

Sumi Chan pasó cuatro años encerrada, mientras Yo-Yu repartía miles de millones de dólares en pagos por atención médica y daños y perjuicios para los chipitos adictos, recibiendo un golpe tan grande, que se vio forzada a realizar una fusión internacional con la que a duras penas llegaba a ser su rival, la YOU-LI Corp. El Chip Compañero se fue, igual que los dinosaurios, a la extinción, aun cuando los implantes de chips para educación estaban teniendo una popularidad cada vez mayor. A Crane mismo se le instaló un puerto en el 2035, y encontraba que el dispositivo era invalorable para la investigación científica.

Kate Masters, mientras tanto, había sido reelecta en 2036, y ahora estaba cumpliendo los dos últimos años de su segundo mandato. Sumi vivía con tranquilidad en sus tierras ancestrales, en China.

Stoney había muerto al año de la catástrofe del proyecto Imperial.

Para Crane, no obstante, los últimos diez años habían sido una pesadilla de la vigilia. Poco tiempo después del arresto y encarcelamiento de Talib, cuando se conoció la información sobre qué era en realidad el proyecto Valle Imperial, la compasión pública cambió rápidamente. Muy pronto fue él, el villano por haber osado pensar siquiera en detonar dispositivos termonucleares…por osar creer siquiera que podría alterar la subestructura misma de la Tierra o que podría tener algún derecho para hacerlo.

La voz de Crane se convirtió en la voz que clama en el desierto. Una y otra vez, en el transcurso de largos años trató de advertirles a sus compatriotas sobre la terrible catástrofe que caería sobre California. Peor que los insultos, peor que las carcajadas que saludaban sus mensajes grabados, escritos y en vivo, era el silencio ensordecedor con que se recibían sus advertencias. Y, al final, perdió toda esperanza.

Y cada vez se volvió más y más hueco…

Entonces fue cuando pusieron en venta a la Luna y Crane sintió algo en lo profundo de su estómago, una chispa. Se abalanzó sobre ella.

—¿En verdad va a poner… edificios y cosas así aquí arriba, eh? —preguntó Hill.

—Eso planeo —dijo Crane—. Quiero construir toda una ciudad aquí arriba, Burt. Un lugar en el que la gente quiera vivir.

—¿Usted también va a vivir aquí?

Crane sonrió.

—No, amigo mío. Creo que ambos ya somos un tanto viejos y amargados para esta clase de actividad precursora.

Hill se repantigó y lanzó un profundo suspiro.

—Eso es un alivio. Sencillamente no me podría imaginar en uno de esos malditos trajes de presión todo el tiempo. ¿Qué pasa si uno tiene que estornudar, o sonarse la nariz?

—No obstante, haremos visitas en ocasiones. Hay mucho trabajo para hacer, decisiones para tomar. —Crane tomó un sorbo del whisky, mientras miraba a una cuadrilla de trabajadores de la construcción en sus exotrajes musculados, quienes entraban en el bar y se sentaban en una mesa de atrás—. No me agrada la idea de tener dependencia de la Tierra para conseguir el abastecimiento de agua —dijo—. Me pregunto si podríamos dragar pergelisol en Marte y embarcarlo para acá nosotros mismos. Quien controle el agua, controla el ambiente.

—¿Cuánta gente quiere poner ahí afuera?

—Unos cuantos miles cuanto menos, diría yo.

—Usted estuvo excitado con este proyecto durante meses. A mí me parece una locura. ¿Por qué hacerlo? ¿Cuál es el objeto?

Crane hizo una mueca y terminó su bebida. Mantuvo el brazo en alto y atrajo la atención del camarero del bar, quien hizo una leve inclinación de cabeza, indicando que había entendido y fue a buscar la botella de whisky.

—Es todo ese dinero que Stoney me dejó —dijo—. No podía encontrar algo que valiera la pena lo suficiente… que durara lo suficiente, en qué invertirlo. Entonces se abrió esta posibilidad.

—¿Por qué esto?

—Tuve un acuario una vez… bueno, dos veces en realidad, pero en el que estoy pensando lo tuve cuando era un niño y vivía con mi tía —dijo Crane—. Lo había conservado para mí. Tuve muchas clases diferentes de peces en el transcurso de los años, pero una vez puse ahí un camarón, una cosilla delicada, hermosa. No pude encontrar qué darle para alimentarlo de lo que él quisiera comer. Después de un tiempo se empezó a comer a sí mismo, día tras día, un pedazo por vez, nada más que para mantenerse vivo. Con el tiempo, se alcanzó un órgano vital. —Se volvió entonces y miró hacia la Tierra, enorme y azul y envuelta en nubes, a través de las portillas de observación. La señaló con el dedo—. Es eso lo que creo que están haciendo: comiéndose vivos. Asesinan en el nombre de Dios y destruyen ciegamente el ecosistema mismo que los mantiene.

—La gente es la gente —dijo Hill, encogiéndose de hombros.

—Lo que estás diciendo en realidad es que las personas son animales —repuso Crane—, y te digo que no es preciso que las cosas sean de esa manera. Podemos hacer una civilización, una verdadera civilización, construida sobre la verdadera comprensión de nosotros mismos y de nuestro universo. Compré terrenos en el lado oscuro del la Luna, porque no quiero que mi gente vea la Tierra morir ante sus ojos. Mi… ciudad puede que sea la última esperanza mejor para la especie humana, Burt. Por eso es que lo estoy haciendo. ¿Es ese sueño suficiente para ti?

—Usted no pudo salvar la Tierra. ¿Así que ahora quiere hacer un mundo nuevo?

—Aceptaré esa interpretación.

—¿Cómo va a llamar a este lugar?

—Charlestown. Lo voy a llamar Charlestown.

Burt asintió en silencio con la cabeza. Los ojos se le humedecieron.

—Creo que es muy lindo nombre, doc. Realmente lindo.