CAPITULO 19

Danza macabra

PROYECTO VALLE IMPERIAL

30 DE JUNIO DE 2028, DOS MINUTOS ANTES DE MEDIANOCHE

Las entrañas de Abu Talib se agarrotaron, cuando vio a los invitados surgir del túnel del ascensor y dirigirse hacia sus vehículos. Se sintió aún peor que cuando se enteró sobre Northwest Gemstone y entendió que era una artimaña. Se forzó a sí mismo a revelarlo en público con acerbos ataques contra Crane.

Varios helicópteros pertenecientes a los invitados saltaron hacia el cielo nocturno, volando hacia el norte. Los autos se alinearon para recorrer el camino asfaltado, desde la playa de estacionamiento hasta los portones principales.

—Así es la cosa —dijo Ishmael—. Nos atacarán con gas vomitivo y ondas sonoras desorientadoras. —Años de hacer disturbios le habían brindado buena enseñanza a él y a sus frutos del Islam—. Los filtros renovadores de aire de las máscaras los protegerán. Si cualquiera de ustedes tiene implantes auditivos, apáguenlos. Si no lo hacen, les transmitirían el sonido directamente a la cabeza. Conozcan los blancos asignados y mantengan los ensordecedores en las orejas. Tienen cañones eléctricos de agua, pero los vamos a estar triturando bajo nuestras ruedas antes de que tengan oportunidad de encenderlos. Saben lo que tienen que hacer. ¡A sus vehículos!

Con aullidos y vítores, aprontándose para la batalla, los hombres se apresuraron a subir a los camiones. Congelado en su sitio, Talib únicamente podía mirar.

—Si no tienes las fuerzas de tus convicciones, quédate aquí —le dijo Ishmael con tono despectivo.

—El helicóptero de Crane sigue en la playa de estacionamiento —dijo Talib, señalando la pantalla.

—¿De veras? —Ishmael miró el helicóptero en el televisor—. Alá nos bendice. Podremos encargarnos de la blasfemia y del blasfemo al mismo tiempo. ¿Vienes?

Su parálisis súbitamente vencida, gritó:

—¡Ya lo creo que voy! —Se apresuró a trepar al semioruga, siguiendo al hermano Ishmael—. Estuvimos de acuerdo en que no habría muertes.

Talib trepó por el lado correspondiente al pasajero del pesado vehículo. Ishmael se colocó detrás del volante. A la distancia, la serpenteante línea de faros de automóvil se había alejado de los portones del complejo de Crane, y se estaba desplazando hacia el sur.

La máscara del hermano Ishmael estaba sobre su coronilla; los ojos le brillaban con dureza bajo la luz de las estrellas. Abrió el foco y el camión se disparó hacia adelante, su ariete apuntando directamente a los portones que estaban a casi cinco kilómetros de distancia. Las mandíbulas de Ishmael estaban rígidas; los labios, recogidos, mostraban los dientes apretados.

—No nos van a ver siquiera, hasta que estemos encima de ellos —dijo en voz baja.

—Por favor —susurró Talib—. Prométeme que no vas a lastimar a Crane, si lo encuentras.

—No lo voy a lastimar —dijo Ishmael—, lo voy a matar.

—Ishmael…

—Saboréalo —dijo Ishmael—. Estás a punto de ver la justicia en su forma más pura.

Ishmael alzó la mano al techo y tocó un interruptor que encendió todas las cámaras que habían traído consigo, incluida una en el camión. Tanto Ishmael como Talib, con la cara descubierta, ya estaban apareciendo en mensajes urgentes a través de la red.

Los tres camiones lanzados a toda velocidad estaban uno al lado del otro ahora, conservando una distancia de unos veintisiete metros, avanzando a los saltos sobre el desparejo terreno, mientras las luces de advertencia del perímetro fulguraban en blanco brillante, iluminando los camiones como si fuera de día. Agregado a esta excitación visual había un discurso de Ishmael cuidadosamente elaborado, grabado con anterioridad, que explicaba el objetivo y el propósito de la sagrada misión que estaban emprendiendo.

—¡Ahí vamos! —aulló Ishmael. Encendió los bloqueadores de sonido de sus oídos, se bajó la máscara y se subió de un tirón la capucha de su albornoz.

Con completa torpeza, Talib lidiaba con su equipo. Tenía la mente aturdida, el corazón galopante, el sudor le salía en gruesas gotas.

¡Gas!

Estaban conduciendo a ciegas, a través de nubes irritantes de gas nocivo. Los dos hombres se bajaron las antiparras y pasaron a visión infrarroja. Talib se estaba sacudiendo de manera incontrolable. Tenía la boca seca. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué demente lo había puesto en este camión?

Con sonoro ruido metálico embistieron la cerca afilada, enganchándola con eslabones de cadena montados en el ariete. Lanzada como un latigazo contra el parabrisas, se convirtió en un caleidoscopio de telarañas en el espeso humo.

Talib se volvió hacia Ishmael, quien había recogido su escopeta recortada, colocándola contra el parabrisas y disparándole para volar los vestigios de vidrio. De pronto, un hombre se paró delante de ellos. El ariete lo alcanzó a la altura de las rodillas, partiéndolo en dos. El torso rebotó sobre el capó; la cabeza pasó a través del lado del parabrisas de Talib. Aún con vida, sangraba por los agujeros correspondientes al ojo y a la boca de su sonriente máscara de FPF, mientras los brazos se agitaban como aspas enloquecidas, del otro lado del vidrio hecho pedazos.

Talib estaba chillando sin control dentro de su propio cráneo.

Burt Hill recién había entrado en el cobertizo del equipo para devolver una pala que había encontrado en el terreno, cuando oyó disparos de armas de fuego que sonaban como la detonación de fuegos artificiales. Con cautela miró a través de una ventanilla que había en la puerta. Vio tres camiones que habían ingresado en el complejo.

Los guardias del perímetro cayeron en cuestión de segundos. Sus sistemas defensivos eran inútiles contra un ataque sorpresivo, salvaje. Uno de los camiones se desvió hacia las barracas; los otros dos se dirigieron en directamente hacia el edificio del ascensor.

Explosiones sucesivas demolieron las barracas. El primer camión en llegar al ascensor pasó rompiendo el camino de hormigón que llevaba hacia ahí; los pedazos volaron en todas direcciones. En las barracas, los alaridos se mezclaron con el sonido de los disparos.

El dedo de Burt fue hacia su microteclado para llamar a la fibra de emergencia de Crane. De pronto, se paralizó: debían de estar rastreando las transmisiones. Si se comunicaba con Crane, sabrían que él y su familia estaban ahí abajo. Sabrían dónde estaba él. Abajo no había sitio alguno para esconderse, salvo en los tubos. El silencio sería su aliado. Tomaría hacia abajo el ascensor de servicio del pozo, y se haría un fuerte en los tubos.

Con la pala todavía en la mano, Burt fue hacia la parte de atrás de la sala de equipo y pronunció su nombre, para que la computadora le reconociera la voz y le diera acceso al pequeño ascensor que prestaba servicio a las bobina del pozo, para el elevador principal. Subió con inflexible determinación, y tocó el botón de descenso. Este ascensor no era tan rápido como el principal, pero lo llevaría ahí con suficiente presteza.

* * *

Abu Talib saltó del camión, se arrancó la máscara, y vomitó. El G que había pasado a través del parabrisas finalmente murió, pero no sin antes bombear la mayor parte de la sangre de su carótida sobre Talib y le empapaba la ropa y la ponía pesada y reluciente. El muerto yacía sobre el capó.

A través del complejo volaba el humo. Las sirenas de alarma sonaban estridentes. El fuego de las armas automáticas remató al resto de los G en las barracas. Talib era presa de la conmoción.

Los hombres enmascarados, atiborrados de bolsas con explosivo plástico y armas, saltaron velozmente desde la parte trasera del camión hacia la parte más espesa de los escombros que había en la entrada del ascensor. A una señal de Ishmael, todos los que tenían implante auditivo desactivaron el bloqueador de sonidos.

—¡Alá es grande… y nosotros somos Sus instrumentos! —gritó Ishmael.

Ishmael aferró al paralizado Talib por el brazo y lo arrastró hasta los controles de seguridad de la entrada.

—¿Qué se necesita? —urgió—. ¡Pronto!

—Exploración de la retina —dijo Talib—. Er… er… huellas digitales. Lo siento, no…

—¡Traigan al prisionero! —gritó Ishmael. El tercer camión se detuvo bruscamente con chirrido de neumáticos, y un G fue llevado ante la enorme puerta deslizable.

Ishmael arrancó la máscara sonriente del G, para revelar una mujer, cuyos labios se movían sin emitir sonido y sus ojos miraban sin ver. Por debajo del liso uniforme blanco salían burbujas de sangre. Ishmael le estrelló la cara contra la pantalla de exploración retiniana, mientras Talib le apoyaba el pulgar derecho sobre la placa. Los controles se pusieron en verde, y las grandes puertas se abrieron como por ensalmo, ante los vítores del fruto del Islam.

Ishmael arrastró a la mujer hacia un costado quien se deslizó por la pared hasta quedar en postura sedente, e Ishmael le pateó el cuerpo hacia la entrada, para impedir que las puertas se cierren.

—¡Traigan el camión bomba! —rugió Ishmael. El camión avanzó con lentitud a través de la ancha puerta, con hombres caminando al lado de él. Talib entró muy despacio, caminando como si estuviera haciéndolo en sueños.

El camión bomba llegó hasta el centro del ascensor, golpeando muebles y haciéndolos a un lado. El resto de los hombres avanzó a la carrera. Su misión era apoderarse del tiro del ascensor, sellar las obras de abajo dentro de un sarcófago.

Ishmael quitó de un empellón el cuerpo de la G: la puerta se cerró de inmediato. Fue hacia donde estaba Talib:

—Vuelve en ti, hermano —le dijo—. Sé hombre.

—Si Crane está ahí abajo —dijo Talib—, es posible que su esposa y su hijo estén también.

Ishmael sonrió por la satisfacción.

—Erradicaríamos todo el nido de víboras —contestó. Después se dirigió hacia el hombre que ocupaba el asiento del conductor en el camión.

—Pon el detonador de tiempo en la carga del camión. Hermanos, tenemos exactamente una hora hasta que el pozo del ascensor estalle.

Talib sintió que el ascensor se ponía en movimiento con un leve tirón, para después comenzar su lento descenso hacia los confines del Infierno.

Desde la sala de procesamiento de datos, Lanie Crane oyó la campanilla de llegada del ascensor, y luego muchas voces. Durante un instante creyó que los invitados habían regresado por algún motivo. Entonces, la atronadora voz de Mohammed Ishmael le dijo que era el fin del mundo.

Tomó rápidamente a Charlie de donde dormía sobre una manta en el piso, y salió a la carrera hacia el pasillo que llevaba a la escalera.

Charlie despertó y empezó a llorar. Lanie le tapó la boca con la mano y cuando llegó al pie de la escalera viró a la derecha. Pasó como una exhalación frente a la línea de zorras que había ahí y corrió hacia el ascensor para mantenimiento del pozo del principal. Tocó el botón.

—Lo siento —contestó la agradable voz de computadora—, pero el ascensor para mantenimiento del pozo está en uso.

Pudo oír las voces, que ahora estaban en la sala de procesamiento de datos; pudo oír los disparos de sus armas y el ruido de objetos arrancados por los balazos estrellándose contra el piso de hormigón. Grandes astillas de vidrio salieron volando al explotar el ventanal de observación, rociándolas a ella y a Charlie, quien chilló por el terror.

Volvió corriendo hacia las zorras y subió a una, partiendo rauda por el corredor B, con su hijo fuertemente abrazado a ella. Lanie huyó porque tenía que hacerlo… aun a sabiendas de que no había dónde ir.

Casi cinco kilómetros hacia abajo del tubo número 63, Crane estaba en la jaula sellada de su ascensor, inspeccionando la fuga: era mínima. No interferiría con la explosión. No debió haberse puesto el traje contra la radiación porque dificultaba el movimiento. El traje era grande y le daba calor. Estaba diseñado para proteger contra los escombros que pudieran caer. Un guijarro pequeño que cayera desde kilómetros podía ser mortal.

Arriba creyó oír el sonido de leves golpecitos rítmicos, como cuando se sigue el compás con algo puntiagudo sobre una mesa. Miró en derredor y no vio algo cercano que pudiera producir ese sonido.

Miró hacia arriba, hacia una infinidad de tuberías. Si el sonido provenía de la caverna, entonces debía ser tremendamente intenso como para llegar hasta esa profundidad. Sintió un escalofrío.

Encendió el equipo de audición de su voluminoso casco para amplificar los sonidos. Estampidos sordos, retumbantes. Estampidos producidos por explosivos. Y provenían de la caverna.

El microteclado zumbó en sus oídos. Lo pulsó para oír la voz angustiada de Lanie.

—¡Crane, por favor responde!

—¿Qué está pasando, Lanie?

—¡Hombres… con armas! ¡Están destruyendo el lugar. Ya me dispararon! Yo…

—¡Están rastreando la comunicación! —interrumpió Crane—. ¡Sal de la fibra! ¡Ocúltate!

—¿Pero…?

Le cortó la comunicación y movió la palanca del ascensor para hacerlo subir: la jaula empezó a trepar velozmente por su riel.

—Rápido —susurró, manteniendo la palanca baja, en un intento inane por imprimir más velocidad—. Rápido.

La velocidad máxima de la jaula era de unos cincuenta kilómetros por hora: más de seis minutos hasta llegar arriba. Podía pasar cualquier cosa.

Sabía que era la NDI. Sabía que era Newcombe, que había venido a rematar su danse macabre. Su única esperanza radicaba en llegar a la caverna y ofrecer su vida a cambio de la de Lanie y Charlie.

Tocó «abrir señal» en el microteclado:

—A quienquiera que esté escuchando —dijo en el micrófono del casco transmitiendo a través del microteclado—, habla Crane. Me rendiré ante ustedes, haré lo que me pidan. Por favor, dejen vivir a mi esposa y mi hijo, son inocentes.

—Todos son inocentes —le llegó la voz de Ishmael como contestación—, y nadie lo es. La vida es cruel. Alá es grande.

Al pasar frente al indicador de los tres kilómetros de profundidad pudo oír explosiones en la caverna. ¡Estaban derribando toda la caverna! Algo vino cayendo por su tubo y pasó frente a él, que sólo vio algo borroso.

Diez segundos después, el fondo el tubo número 63 explotó: primero se vio el destello y a eso lo siguió, diez segundos después, el sonido. El tubo retumbó. La jaula se deformó contra el riel. Abajo estallaron llamaradas y el fuego se propagó por todas partes.

La jaula siguió subiendo entre crujidos, amenazando saltar del riel en el último kilómetro. Por fin, Crane alcanzó el nivel de la caverna, para ver, a lo lejos, zorras que iban hacia atrás, recorriendo la serpenteante curva, regresando hacia la caverna principal. En ese preciso instante, en el extremo opuesto del corredor se produjo una explosión. Se desgarraron soportes, cayeron trozos del techo, mientras una acometida de polvo y fragmentos inundaba el corredor.

Su zorra todavía estaba estacionada contra la pared del corredor. Fue a los tropezones hacia ella, palpando por dónde iba, protegido por el casco. Saltó dentro del vehículo y abrió el foco cuando llegó la siguiente explosión, sacudiendo la cámara haciendo que polvo de roca le cayera desde lo alto, rebotando sobre el casco, mientras más polvo le obstruía la visión.

Partió con celeridad, manejando de memoria, golpeando la pared de la derecha para evitar pasar junto a los tubos cuando se produjo otra explosión, que hizo que toda la cámara que estaba detrás de Crane se derrumbara, mientras él daba una vuelta en S hacia otro corredor.

Con el foco abierto a lo máximo, Crane corrió por el tortuoso corredor, aun cuando hacia su izquierda estallaban los tubos. El mundo de Crane y su vida se estaban desintegrando en torno de él. Nada de eso importaba, excepto Lanie y Charlie: tenía que llegar hasta ellos.

Entró en la caverna principal a toda marcha. Hombres de negro venían corriendo hacia la escalera, mientras de la sala de procesamiento de datos salían lenguas de fuego, y los tubos de la sala principal retumbaban, vomitando fuego y humo. Toda la caverna se sacudía, del techo se desprendían trozos de roca que explotaban sobre el piso de hormigón.

Era la condenación traída, personalmente, por el hermano Ishmael.

Crane atrajo los disparos mientras rodaba velozmente hacia el corredor B, arrollando con su zorra a un hombre que vino corriendo y oyendo explosiones distantes mientras ese corredor se desplomaba sobre sí mismo desde el extremo opuesto.

Las sirenas que indicaban peligro de radiación sonaban con toda su fuerza; los monitores de la pared parpadeaban en el extremo superior de la zona roja. La zorra salió abruptamente a un espacio libre y, en un instante, Crane tuvo un panorama completo de la destrucción. Un hombre, a bordo de una zorra, se reía, apuntando un arma hacia abajo por el tubo número 21. El riel estaba deshecho, una zorra había caído en el tubo y bloqueaba el descenso de la jaula de servicio.

Crane no tenía más que un disparo, y lo aprovechó instantáneamente. Con el acelerador a fondo, atacó por el costado la zorra del invasor. El disparo derribó hombre y máquina por el tubo, y Crane viró violentamente para evitar caer junto con el enemigo.

Y el hombre estalló.

Crane saltó fuera de su vehículo y corrió hacia el tubo. El fósforo ardiente estaba esparcido sobre el piso de la caverna. Dos zorras en llamas estaban atoradas entre el costado del tubo y el poste del medio. El fuego, que estaba por todas partes, amenazaba hacer estallar los explosivos plásticos. Una jaula había descarrilado y se balanceaba precariamente en lo alto de los restos de las dos zorras, un metro y medio más abajo. Todo el conjunto amenazaba perder su frágil cuña y caer todo a lo largo del tubo. Lanie y un histérico Charlie estaban en la jaula, completamente rodeados por el fuego. Lanie aferraba con desesperación al niño, acurrucada como un feto, mirando hacia arriba a través de la desgarrada pared trasera del vehículo.

—¡Trepa! —gritó Crane, extendiendo la mano hacia abajo—. Toma mi mano.

—¡N-no puedo! —le gritó ella como respuesta—. Estoy mareada… mis rodillas no… ¡Por Dios, ayúdame, Crane!

La palabra hizo que él se diera cuenta: vértigo. Lanie estaba congelada, imposibilitada para moverse. Crane se puso de bruces, inclinándose dentro del agujero, tratando de llegar hasta ella, quien lo miraba con ojos desorbitados. Y Crane se dio cuenta de que Lanie estaba viviendo su pesadilla.

Extendió hacia él la mano izquierda, manteniendo a Charlie en el brazo derecho doblado. No se podía poner de pie y temblaba en forma descontrolada. La masa de desechos crujía sonoramente; después experimentó una brusca sacudida, todo se movió y Lanie lanzó un chillido.

Crane se inclinó hasta doblar la cintura, y le aferró la muñeca con la mano sana. Lo que quedaba de jaula y zorras chirrió con mucha intensidad sobre el tubo interior, para después soltarse y caer. El brazo de Crane tiró con fuerza y casi disloca el hombro de ella. Lanie quedó colgando sobre el abismo. De la superficie del tubo brotaban lenguas de fuego que la quemaban.

—¡Aguanta! —gritó Crane, pero ella ya no lo podía oír. Trató de tirar de ella hacia arriba, pero el peso era demasiado y no tenía un punto de apoyo. Gotas de sudor le caían de la cara sobre el visor del casco, nublándolo.

No tenía de donde agarrarse. Trató de levantarse lo suficiente como para ponerse de rodillas, pero no pudo. Lanie gritaba cuando las llamas le mordían las piernas.

—¡Agarra a Charlie! —aulló Lanie, tratando de levantar al niño llevándolo en la articulación interna del brazo derecho.

El sonido era intenso dentro del traje, retumbaba una vez y otra en la cabeza de Crane. Estiró el brazo lisiado, dejándolo colgar en el tubo.

—¡No puedo! —gritó en respuesta a la pregunta que le hacían los ojos de Lanie—. ¡Mi brazo! ¡Mi brazo inválido!

—¡Tómalo! —chilló Lanie—. ¡Por favor, tómalo!

—¡No puedo! —Una explosión que se produjo más adelante en el corredor los sacudió, y Lanie empezó a resbalarse. Crane sintió que la mano se le acalambraba tratando de sostenerla. Lanie se retorció, intentando lo imposible: alcanzarle el niño que lloraba con desesperación.

—¡Oh, Dios, Lanie… Lanie!

Ella se deslizó de la mano de él.

Así de sencillo. La vio caer, apretando con todas sus fuerzas a Charlie. En el ojo de su mente, Lanie quedó congelada en esa posición, eternamente suspendida en el aire, como la imagen que se graba en el horizonte de un agujero negro. Para siempre prístina. Para siempre viva. Crane tenía un solo objetivo: seguirlos al pozo de la muerte.

—Entonces —le llegó una voz desde atrás, y Crane se volvió. Mohammed Ishmael lo pateó, haciéndolo caer, y se paró delante de él apuntándolo con una escopeta—, la semilla desapareció. Ahora debemos arrancar la mala hierba de la que surgió.

—Gracias —dijo Crane, pues entendió que, por fin, este hombre le daría la paz eterna.

Fue entonces cuando Ishmael se dio vuelta a medias. Crane vio a Burt Hill corriendo hacia ellos, los ojos con mirada enloquecida, la pala ya casi completando su arco segador. Alcanzó a Ishmael en la espalda con el borde afilado de la pala. El cuerpo cayó pesadamente vibrando sin control.

Hill alzó la pala otra vez, pero esta vez bien arriba de la cabeza.

—¡No! —gritó Talib desde atrás. Hill giró sobre los talones para ir en pos del nuevo enemigo—. ¡No, Burt!

Burt embistió. El arma que Talib llevaba en la mano tosió dos veces; acertó dos veces. Hill tropezó y cayó de bruces, mientras otra explosión, muy cercana, sacudía la cámara. Una viga de sostén cayó entre Crane y Newcombe.

—¿Estás satisfecho? —chilló Crane, alzándose sobre las rodillas. Por la cámara soplaba un polvo espeso, mientras Newcombe trataba de cubrirse la cara con la mano libre—. ¡Tú la mataste! ¡Tú mataste al bebé!… —Crane se quebró, doblándose por la cintura, llorando, la cara entre las manos.

—Crane —dijo Talib, acercándose—. Nunca tuve la intención… de que pasara esto… Nunca…

—Mátame —chilló Crane, alzando la mirada hacia New-combe—. ¿Tendrías la humana decencia de evitarme este dolor?

—Crane —susurró Talib.

—¡Por el amor de Dios, mátame!

Talib alzó el arma, mientras sus labios farfullaban. La mano le empezó a temblar sin control y la respiración le venía como jadeos sollozantes. Dejó caer el arma. Mientras le corrían lágrimas por la cara, lo agarró a Ishmael por el cuello del uniforme y lo arrastró hacia las espesas nubes de polvo que soplaban por el corredor.

Crane vaciló sobre las piernas, llorando. Cuando se estaba dando vuelta para saltar dentro del tubo, oyó los gemidos.

Un Burt Hill cubierto de polvo y sangre lo aferró por los hombros:

—C-Crane —dijo con voz rasposa—, tenemos que… tenemos que… —Se tambaleó y cayó sobre una rodilla.

Crane miró dentro del tubo, después se apartó de él con renuencia.

—Maldito seas por estar vivo —murmuró. Arrancándose a sí mismo del borde del tubo, sin ser suficientemente egoísta como para forzarlo a Burt a morir con él, Crane maldijo antes de pasar por encima de la viga caída, llegó hasta Burt y lo ayudó a ponerse de pie.

—Apenas puedo respirar —dijo Hill.

—Polvo —dijo Crane, a sabiendas de que el hombre no lo podía oír—. Probablemente tienes un pulmón perforado.

Se las ingenió para meterlo a Hill en la zorra, sorteando la viga que les obstruía el paso. Partió, mientras el sector del tubo número 21 se desplomaba detrás de ellos, enterrando toda su vida para siempre.

Crane llegó al servicio del tiro del ascensor, mientras grandes pedazos de pared y techo de la caverna se estrellaban en el piso.

Con torpeza zafó los pernos del casco y lo llevó a Hill hasta el ascensor, desplomándose ambos dentro de él.

La puerta se cerró. Tocó la flecha para Arriba, mientras el techo de la caverna cedía por completo. Se estaban desplazando.

Crane no recordó el trayecto hacia arriba. Hill tenía una herida expuesta en el pecho y otra superficial en el brazo. El sonido de succión significaba que había que cerrar rápido esa herida.

Se quitó los guantes de plastil del traje antiquemaduras y usó uno para cubrir la herida. En su bolso de herramientas e instrumentos había un recipiente de masilla de plomo: la usó alrededor de los bordes del guante, para sellarlo sobre la piel de Hill y producir un vacío. Después lo hizo girar a Burt sobre su lado herido, para facilitarle la respiración al pulmón sano. Si es que iba a sobrevivir, necesitaba ayuda con rapidez.

Se sentó al lado del hombre que gemía, acunándole la cabeza, llorando. Todo había terminado. Todo. Terminado. ¿Qué clase de necio había sido al creer que podría cambiar el curso de la historia? ¡Qué arrogancia! La vida era dolor y nada más. Su mente retenía una sola imagen: Lanie y Charlie congelados en el horizonte, los ojos de ella llenos con una especie de celestial decepción.

Oyó una campanilla y se dio cuenta de que habían llegado al nivel del suelo. La puerta se deslizó en el cobertizo del equipo. Mientras Crane se levantaba, arrastrando consigo a Burt, una tremenda explosión los expulsó fuera del ascensor, aplastándolo por completo y haciendo que el cobertizo se sacuda. Alrededor de los dos hombres todo se había convertido en escombros.

Crane se quedó mirando la noche. El sonido de las distantes sirenas era música para él. Los helicópteros, allá en lo alto, danzaban con sus reflectores rodeándolo. Belleza en el seno del horror. Crane miró, a través de la bruma de sus lágrimas, un campo de estrellas que era pasmosamente brillante y frío… y maravilloso. La Luna era redonda, llena, las letras YOU impresas en su superficie en rojo sangre. You.

YOU.

CEMENTERIO DE FOREST LAWN - LOS ÁNGELES

5 DE JULIO DE 2028, MEDIA MAÑANA

El mausoleo era muy antiguo. Era de mármol, con columnas como las del Partenón y ornamentado con querubines, cuyas caras estaban oscuras por los años de exposición a los elementos. Había algunas fracturas laterales cerca de la base, y un par de grandes grietas serradas en la bóveda en sí, lo que indicaba algo de vagabundeo sísmico en la zona. Crane había elegido este mausoleo porque estaba directamente enfrente de las sepulturas en memoria de Lanie y Charlie, y él se podía sentar acurrucado en sus escalones debajo del nivel del suelo, sin que lo vean. Estaba sentado perfectamente inmóvil, como uno de los querubines, llevando anteojos para sol y un poco de filtro solar.

El funeral para Lanie y Charlie había sido grande y ostentoso. Crane se encargó de que fuera así. Los cuerpos se habían perdido, claro y dos ataúdes vacíos desfilaron ceremoniosamente por la ciudad. Se los trajo aquí para sepultarlos ante un grupo muy grande de concurrentes. La gente sentía como si hubiera conocido a los Crane, tan pública fue su vida. Concurrieron miles de personas. Todos con casquete con cámara, naturalmente. Hasta un representante de Yo-Yu había pronunciado un panegírico que rivalizó con el de Liang en cuanto a pura trivialidad y vacías condolencias.

Lanie habría odiado cada minuto de esto, exactamente igual como lo odiaba Crane, pero estaba presentando un espectáculo para un solo espectador y, si resultaba, el hipócrita funeral y toda la aflicción que había causado habrían valido la pena.

La NDI se había evadido. Talib y los suyos aparentemente se habían escondido como ratas en su dédalo de pasadizos subterráneos, para dejar que pase la furia. Y que hubo furia, la hubo, y en grado sorprendente. El hermano Ishmael había calculado mal la reacción pública ante su salvaje ataque al complejo. La escena del G cortado por la mitad y pasando por el parabrisas del camión de Ishmael se pasaba una vez y otra por todo el mundo. Pero, lo que era aún peor, una cámara unida a Ishmael lo mostraba de pie, contento, mientras Lanie y Charlie caían. El corazón de toda la gente, independientemente de su postura respecto de la cuestión del Proyecto Valle Imperial, estaba con el bebé. El público pedía a los gritos que Liang aplicara la más severa justicia al hombre «santo» y su secuaz, Abu Talib, las dos únicas caras que el público había visto.

Crane subió los escalones arrastrándose por ellos lentamente y miró a las tumbas recordatorias de Lanie y del bebé a unos quince metros de distancia, sobre las colinas con suave ondulación de Forest Lawn. A lo lejos pudo ver una figura que se desplazaba con lentitud en su dirección, y que constantemente miraba por sobre el hombro para ver si lo seguían.

La cascara vacía, muerta, que había sido otrora Lewis Crane sintió que en su interior se encendía una chispa: odio puro y simple. Lo sorprendió que aún pudiera experimentar alguna emoción.

Pulsó la fibra P y a la voz que le respondió le deseó un tardío feliz Día de la Independencia. Después cortó la comunicación y trepó los escalones.

La figura llegó hasta las tumbas y se detuvo, la cabeza inclinada. Estaba vestida con el mono verde de los cuidadores del cementerio. Un sombrero de ala ancha caía sobre la cara, pero Crane habría reconocido a Abu Talib/Daniel Newcombe aunque se hubiera cubierto con pelambre y ladrara como un perro.

Talib alzó la vista. La mirada no mostró emoción alguna cuando Crane se paró delante de él.

—Nunca, en toda mi vida, le deseé la muerte a alguien —dijo Crane—, pero te podría matar con mis propias manos.

—La amaba, Crane —dijo Talib, las lágrimas inundando sus ojos—. Por nada del mundo la habría lastimado… ni a tu hijo. Lo lamento tanto.

—Te he estado esperando, lo sabes.

—Conocía los riesgos cuando vine aquí. Sencillamente n-no pude mantenerme alejado. Quizá soy débil… no lo sé.

—Si era a mí a quien buscabas, me podrías haber matado en cualquier momento. ¿Por qué tuviste que hacerlo de ese modo?

Talib miró hacia el suelo.

—Pensábamos que era importante detener tu obra, no sólo a ti.

—Detener la ciencia, Dan: ¿es eso lo que estaban tratando de hacer?

—¿Qué importancia tiene ahora?

—¡Tiene importancia para mí! —chilló Crane—. ¡Me arrebataron la vida! —Agarró la solapa de Talib con la mano sana—. Tienes que decirme por qué… ¡tienes que hacerlo!

Los labios de Talib se movieron, pero no salió sonido alguno. Por fin, dijo.

—No tengo respuestas para ti. Ya no sé nada. Tengo esta s-sangre en las manos y… y no sé qué hacer para que desaparezca. ¿Me preguntas cómo llegué a todo esto? No lo sé. Sigo intentando hacer encajar las piezas, de… resolver… el porqué, pero es como si no pudiera pensar más. No p-puedo aprehender una idea sin que se me vaya de la cabeza. Le disparé a Burt. L-le disparé. ¿Está… está…?

—Vivirá —contestó Crane, advirtiendo que los sobrevolaban helicópteros, al tiempo que G vestidos con su uniforme blanco se abrían camino por entre las hileras de lápidas para llegar hasta ellos—. ¿Dónde está Ishmael?

Newcombe hizo una mueca parecida a una sonrisa.

—La pala de Burt le produjo daños importantes en la espina dorsal, dejándolo paralítico. Martin Aziz decidió que era hora de ocupar el lugar de Ishmael. Barrunto que eso significa que nuestro líder ahora es descartable…

—Eso hace que tú también seas descartable.

—Me advertiste sobre la política: debí escucharte.

Los G estaban sobre ellos, rodeando a Talib, quien miraba a cada una de las máscaras sonrientes por vez, como si pudiera reconocer diferencias entre ellos. Llevaban aturdidores en las manos.

—No voy a resistir —dijo.

—Ésa es una decisión sumamente madura —contestó uno de ellos con tono amistoso. El G extendió una mano para tomarlo del brazo—. Ahora vendrá con nosotros.

Crane miró cómo se lo llevaban a Newcombe.

—¿Por qué? —le gritó Crane a la figura que se iba alejando—. ¿Por qué?

Le quería decir algo a Talib, para enfrentar en cierto modo la demencia de todo lo que había pasado. Pero, cuando llegó el momento no hubo palabras, no hubo acciones que tuvieran alguna importancia o que lo ayudaran a aliviar su terrible sensación de pérdida. Durante un fugaz instante lo había tenido todo, y ahora eso se había ido para siempre. No había un porqué.

Miró el suelo, las lápidas falsas sobre los ataúdes falsos. Por cierto que ahí no había el menor consuelo.

Un helicóptero descendió en el borde del cementerio. Pusieron a bordo a Talib y se lo llevaron de inmediato.

Y así como así, todo terminó, envuelto en un lindo envase para que se lo archive, y olvide rápidamente, mientras el mundo seguía adelante con sus asuntos.

Lewis Crane quedó solo otra vez.