PROYECTO VALLE IMPERIAL
30 DE JUNIO DE 2028, 21:18
La voz de Harry Whetstone retumbaba por la caverna cuando él disertaba, desde el pequeño podio montado en la caverna principal, ante el conjunto de asociados que habían trabajado en el proyecto. Crane contemplaba a su amigo con una extraña sensación de calma, de demonios conquistados.
—Esta noche nos encontramos en una encrucijada de la historia —decía Stoney, quien se veía frágil, anciano—. Nunca pensé estar dentro de una bomba, y mucho menos de la bomba más grande en la historia del mundo. Nunca pensé que querría ver estallar una bomba pero, en este caso, aguardo ansioso. Nos encontramos al borde del paso siguiente de la humanidad: domeñar nuestro propio ambiente para bien, no sólo de todos los seres humanos vivos, sino de todos los que habrán de nacer. Y estoy orgulloso por haber desempeñado un pequeño papel en la obtención de esta meta. Digo un pequeño papel porque únicamente una persona es primordial en el logro de este gran objetivo, un hombre de quien nada más que su percepción y su incansable devoción han hecho posible dar este salto gigantesco: Lewis Crane.
Vítores y aplausos surgieron de las setenta personas presentes, y sonaban con más intensidad debido al eco. Entre los asistentes figuraban los operarios del proyecto, más los agentes de energía y los partidarios que se habían entregado al sueño de Crane: Sumi Chan, Kate Masters, Stoney, los señores Tsao y Tang, Burt Hill, y el personal clave de la fundación.
Crane saludó a los concurrentes agitando la mano, y Whetstone alzó una copa de champagne.
—¡Por ti, Crane! ¡Porque con tu indómito coraje desafiaste probabilidades imposibles! —gritó.
Todos bebieron. Lanie se acercó a su marido para abrazarlo con fuerza.
—Lo lograste —dijo, y lo besó en la mejilla—. En verdad lo lograste.
—Todos lo logramos —dijo Crane—. Todos los aquí presentes ayudaron a que esto ocurra… en especial tú.
—Tú eres el punto de apoyo, Crane.
—¿Estás bien? —le preguntó él.
Todo el día Se había estado preguntándose qué le pasaba a Lanie. Estaba ahí en el aspecto físico, pero parecía estar profundamente sumida en sus pensamientos, pensamientos que no se traducían en palabras.
—Me siento extraña —contestó—. Todo esto fue un tremendo ajetreo.
—Sí —le contestó Crane, abrazándola con fuerza, bebiendo su contacto, su aroma—. Te amo tanto.
—Oh, Crane —dijo ella, besándolo profundamente en la boca, para después sonreírle en la mirada—, nunca sabrás… nunca entenderás la magia que trajiste a mi vida.
—¡Vaya si lo llegaré a entender! —susurró él—. Nunca tuve una vida hasta que te conocí. Una esposa… una familia: nunca pensé que esas cosas fueran posibles para mí. Yo…
Ella lo hizo callar con un beso. Después le dijo algo muy extraño.
—Nunca olvides los momentos que tuvimos —dijo con total seriedad—. Eso me mantendrá para siempre contigo.
Hubo algo en el modo en que dijo esas palabras, que a Crane le dio escalofríos de muerte. Se le erizaron los pelos de la nuca.
—Felicitaciones, Crane —dijo el señor Mui, haciendo una reverencia muy formal—. Terminó antes de lo previsto, no se salió del presupuesto, no tuvo problemas laborales, no tuvo problemas con los científicos. Usted mismo pagó todo esto y prometió que, al irse, iba a devolver la región a su estado natural. Es usted un hombre de palabra, señor. Aprecio eso.
—Y yo aprecio el compromiso de Liang Int. con nuestra meta —Crane también hizo una reverencia—. Ustedes no se doblaron, ni siquiera bajo presión.
Una vez más, el señor Mui hizo una reverencia. Sonriente, Lanie dijo.
—Bueno, en nada más que unas doce horas tendremos la culminación del proyecto… y del sueño de mi marido. Ustedes caballeros, tendrán que disculparme. No sé donde está mi hijo.
Los dejó entonces, aunque Charlie no había sido más que una excusa. Lanie sabía con exactitud dónde estaba su hijo. Hacía todo lo posible por no quebrarse esa noche. Mientras los demás celebraban, ella se había recluido en sí misma, temerosa. Las pesadillas nocturnas de muerte eran más intensas que nunca, y todo el día había sentido que en torno de ella flotaba una nube de desgracia. Lanie no había podido quitársela de encima y pasó la mayor parte del tiempo tratando de ocultarle a los demás su aprensión.
Kate estaba arrastrando un carrito con Charlie a bordo. Era un niño cuyos pies muy raramente se posaban en el suelo. Kate y Sumi estaban charlando al lado de la mesa con comidas frías, mientras Charlie se inclinaba sobre el carrito para hurtar canapés, que prontamente arrojaba a quienquiera que acertara a pasar.
Lanie se abrió camino a través de la excitada multitud, para unirse con ellos. Aferró el bracito de Charlie en el preciso instante en que el niño se disponía a lanzar un misil alimenticio en trayectoria baja, directamente a la cabeza de Whetstone.
—¿Pues entonces quién maneja a quién? —preguntó tomando al niño, que estaba empezando a dar muestras de cansancio e irritación. Ya hacía mucho que había pasado su hora de ir a la cama.
—Prefiero mil veces hacer de tía, y no la maternidad —dijo Kate, realineándose las lentejuelas— juega con ellos, cánsalos y después devuélvelos a la madre.
—Tienes un hijo realmente maravilloso —dijo Sumi, volviéndose hacia la izquierda y hablando al aire vacío—. ¿No crees, Paul?
—¿Paul?
—Lo siento —dijo Sumi, sacudiendo la cabeza—. Permítanme que los presente. Paul, ella es Elena King Crane.
—Ll-llámeme Lanie —dijo, cerrando los ojos hasta volverlos dos ranuras. Miró a Kate.
—Paul es el compañero en chip de Sumi —dijo Kate—. Un amigo proveniente de la propia mente de Sumi. Alguien con quien hablar, con quien compartir ideas.
—¿Quieres decir que es como un amigo imaginario? —preguntó Lanie.
Sumi rió junto con Paul, su mirada dirigida al aire vacío.
—Imaginario para ti —dijo. Miró a Lanie—. Para mí es mi media naranja. Es inteligente, sensato… le encanta hacer cosas: viajar, asistir a fiestas, hacer excursiones a pie. De hecho, nos preguntábamos si sería posible que Paul y yo exploráramos un poco por aquí.
—Bueno, claro que sí —dijo Lanie—. Tomen una de esas zorras estacionadas debajo del ventanal de la sala de procesamiento electrónico de datos. Vayan donde deseen, pero tengan cuidado con las portañolas del material termonuclear. Si caen por una de ellas, son más de seis kilómetros, y sin paradas, hasta el fondo.
—Gracias —Sumi sonrió; después se volvió hacia Paul. Vamos.
Se perdieron entre la gente. Entonces Lanie miró a Masters:
—¿Sumi está bien?
—Sí —sonrió Masters—. Es un chiche de Yo-Yu. El chip se alimenta directamente del inconsciente, pero también almacena la carga anterior, como si fuera un cerebro adicional, lo que permite que se recuerde cada experiencia con tu «amigo», y que a partir de ella se cree otras nuevas. Estuviste encerrada bajo tierra demasiado tiempo, si no lo habrías visto en mucha gente. El chip es un modo para que la gente que está básicamente sola tenga compañía. Mejor que eso: gente mayor, que no sólo siente la soledad sino que no hay nadie cerca de ella, encuentra todo un mundo nuevo con vínculos sentimentales y felicidad, en una relación que ni los censura ni los juzga.
—Pero Sumi es el vicepresidente de Estados Unidos —replicó Lanie—. ¿Siempre actúa así en público?
—No siempre —dijo Kate—, pero sí muchas veces. Creo que Paul es relativamente agresivo, en el aspecto de no querer perderse cosa alguna que se haga.
—Es mejor que me adviertas cuándo Paul anda cerca. No quiero pisarle los pies o algo por el estilo.
—El chip es muy ágil: evita el contacto con el resto de la gente.
—Actúas como si estuviéramos hablando de una persona real.
—Tan real como Sumi, supongo —dijo Kate—. ¿Qué hay respecto de ti? No pareces tan excitada como yo habría esperado que lo estarías en la noche más importante de tu vida.
—¿Es tan evidente?
—De hecho, pareces asustada, querida. ¿Qué pasa?
—No lo sé —dijo Lanie, sosteniendo a Charlie cerca del busto, acariciándolo con la mejilla—. Esta caverna me empezó a dar la impresión de que era como… una cripta o algo así. Cuando esto termine, no quiero volver a entrar en otra cueva mientras viva.
—Eres la segunda persona a la que le oí decir eso la noche de hoy.
—¿A quién?
—A Burt Hill.
Burt Hill estaba en la parte inferior del tubo número 33, buscando, en forma sistemática, si había conspiradores. Había salido de la jaula y estaba recorriendo el núcleo de explosivos termonucleares, un viaje de diez segundos de duración. Había sentido el peligro rodeándolo, del modo que solía sentir antes de que el doc Crane lo hubiera sacado del hospital y dado un trabajo. Como si fuera un frío súbito que descendía y lo envolvía, Burt podía sentir los gélidos dedos de la traición estrangulándole el corazón.
Miró hacia arriba y vio una luz tenue, un punto incandescente seis kilómetros arriba, un ojo gigante que lo miraba. Volvió a subir a la jaula y tocó la palanca que ascendió en silencio por el riel. Los indicadores colocados en la pared marcaban cuánto se había ascendido. La pared estaba tapizada con explosivos. Burt nunca habría podido revisar los cien tubos esa noche. Tendría que pensar en otra cosa. Entonces se le ocurrió una idea.
* * *
Crane se sentó con Whetstone en la sala de procesamiento electrónico de datos. Por una vez en su vida, Stoney estaba más ebrio que Crane. Aunque, pensó Crane, eso no era del todo cierto. Desde que Lanie había entrado en su vida, raramente bebía.
Los dos hombres miraban la fiesta desde el ventanal; el sonido les llegaba amortiguado.
—¿A veces no sientes que es un sueño? —preguntó Whetstone, la piel blanca, casi translúcida; los labios con un tinte púrpura.
—¿Todo esto? —preguntó a su vez Crane—. No un sueño, en realidad. Demonios, estuve aquí cuando se sacaba cada palada de tierra que salía de ese hediondo suelo del desierto. Es demasiado real para mí. Pero… sí hay algo… No sé cómo expresarlo.
—Déjame ayudarte —sonrió Stoney—. Dedicaste toda tu vida a una idea, un objetivo. Ahora que estás a punto de lograrlo te sientes un tanto desconectado, quizás hasta inútil.
—Ya pasaste por eso, ¿no?
—Ahí es donde me hallaba cuando te conocí, mi querido muchacho. Un hombre sólo puede hacer una cierta cantidad de dinero antes de que la empresa pierda el fuego que la animaba. Tú y tus ideas enloquecidas volvieron a poner fuego en mi vida y, con eso, siento que mi vida valió la pena.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora?
—Yo me muero ahora, Crane.
—Oh, vamos, Stoney. Ésta no es noche para…
—No —dijo Whetstone—, es cierto. Mi vida de vigor y disipación finalmente me alcanzó.
—¿No hay algo que se pueda hacer?
Whetstone se encogió de hombros:
—Tienen esas máquinas extraordinarias para mantener vivos a los tipos ricos, durante décadas después de que debimos haber muerto. Eso no es para mí. Es demasiado truculento. Viví como hombre. No moriré como la Válvula de Succión A-57 de alguna remaldita máquina.
—¿Cuánto tiempo te queda?
El anciano lo miró con melancolía.
—¿Cuánto tiempo tarda una hoja en separarse de su árbol en otoño y flotar hacia el piso? Es otoño, Crane.
Crane lo miró a los ojos, sin piedad ni aflicción. Los dos sabían qué era la muerte y no la temían.
—Te voy a extrañar —dijo Crane.
—Tú y mis exesposas —rió débilmente Stoney—. Ahora tendrán que buscar la manera de mantenerse. Le dejo todo a la fundación.
—La fundación no necesita tu dinero.
—Te conozco, Crane. Sé cómo piensas, cómo vives. Tu vida tendrá que continuar mañana por la mañana. Tendrás que pensar en qué harás después. La fundación, en estos momentos, se maneja muy bien sola. No sabrás qué hacer.
—Ya pensé en eso.
Stoney dejó su bebida en el piso y extendió la mano en busca de la mano sana de Crane.
—Eres un hombre sabio, Crane —dijo—, pero la edad también trae su propia sabiduría. Escúchame. Dedica tu vida a algo nuevo, algo positivo. Eres un ser humano especial y puedes aportar sueños que nadie más puede. No te pierdas de vista a ti mismo. El último día de tu vida trabaja con la misma intensidad que en el primero. Tú me enseñaste el valor de la dedicación. Ahora te lo devuelvo. ¿Recuerdas nuestra apuesta de tres mil millones?
—¿Recordarla? ¡Fue ella la que hizo todo esto posible!
—Pues bien, alguna vez vas a desear hacer otra jugada de tres mil millones de dólares, y mis viejos huesos bailarán de júbilo en mi tumba si soy quien la haga posible.
—Gracias, Stoney. Por todo. Fuiste como un padre para mí.
—Mi más profundo placer fue el haberte conocido, haber compartido tus sueños —dijo el anciano poniéndose de pie, apoyándose el bastón. Empezó a caminar hacia la puerta. De pronto se paró y se dio vuelta—. Con la salvedad de aquel avión que regalaste aquella vez. —Movió la cabeza de un lado a otro, reprobando—. Perdiste una esposa por eso. Había sido un regalo de cumpleaños.
—¿Te refieres a Yvette… la esposa que jugaba a esconder el palito con todo mandadero que llegaba a la puerta de calle?
—Sí, creo que me refería a ella. Creo que me estoy poniendo viejo. Sólo recuerdo las cosas buenas. —Se quedó mirándolo a Crane un largo instante. Después alzó el bastón, apuntando con él—. Te veré en el infierno, muchacho.
Crane lo miró irse, y supo que nunca más lo volvería a ver. Las funciones fisiológicas del anciano sólo lo llevaban hacia la muerte, pero la mente podría seguir enriqueciéndose aun cuando todo lo demás abrazara la entropía. Era dignidad, lo que Stoney había dado de ejemplo esa noche, y Crane esperaba lograr ser, aunque más no fuere la mitad, de hombre que era Harry Whetstone.
De pronto, Burt Hill lo reemplazó a Whetstone en el vano de la puerta.
—Jefe, tenemos que hablar.
—Muy bien —dijo Crane. Fue hacia la estación para vigilancia de radiación, en la que parpadeaban cien luces verdes—. ¿De qué quieres hablar?
—¿Cuánto se tardaría en volar todo esto? —Hill estaba caminando de un lado para otro, estrujándose las manos.
—No lo sé… una hora, más o menos, para tener todo listo. Después, el tiempo para salir y ponerse a cierta distancia. El disparador a distancia, ya sabes.
—Saquemos a todos de aquí ahora mismo.
—¿Puedo preguntar el porqué?
Hill se le acercó. En sus ojos había un brillo de locura:
—Porque nos están observando. Ése es el porqué. Están haciendo tiempo simplemente, esperando. Esperando. Esperando que bajemos la guardia.
—¿Quiénes?
—¡Ellos! —dijo Hill, casi en un grito—. ¿No los puede sentir? ¿No percibe su mirada, que repta sobre nosotros?
—¿No estás tomando tus medicamentos, no, Burt?
—He dejado de tomar mis medicamentos hace tres años, doctor —dijo en voz muy alta—. ¡Le digo que si vamos a volar esto, hagamos que todos salgan de aquí y volémoslo ahora!
Hill había sido el poderoso brazo derecho durante diez años, pero la tensión de estar ahí abajo los estaba vulnerando a todos, decidió Crane. Lo había contratado a Hill por su paranoia. Quizás era hora de oírla.
—Muy bien, hagámoslo —dijo Crane—. Empezaré alejando a los de la fiesta, mientras tú llevas el ascensor de servicio hasta el nivel del suelo. Revisa por ahí alrededor. Busca en las barracas y en los demás edificios. Diles a los G que hagan una barrida de seguridad. Cuando estés satisfecho, regresa aquí abajo. Tú y yo haremos los preparativos. Dispararemos cuando sintamos la necesidad. ¿Te parece justo?
—Ahora está hablando —dijo Hill—. Ya me pongo en acción.
Burt se fue. Una de las luces del panel se puso roja, acompañada por un zumbido suave. Crane trajo a la pantalla el informe de condición: el tubo número 61 del corredor B tenía una pequeña fuga de radiación. Nada serio, pero una excusa suficientemente buena como para evacuar el sitio.
Descubrió que le agradaba la idea, que estaba ansioso por terminar con todo esto. Excitado, a decir verdad.
Abu Talib estaba parado al lado de una yuca. Mediante binóculos infrarrojos que llevaba adosados a la cabeza, observaba a los G que se desplazaban alrededor de la cerca del perímetro exterior del proyecto de Crane, a cuatro kilómetros de distancia. Junto con él había cuarenta hombres, envueltos e invisibles, en las estribaciones de San Bernardino, esperando el momento adecuado.
Una avalancha de pensamientos se desmoronaba por la cabeza de Talib: Lanie, su hijo, Crane, la fundación… Todo lo cual producía una mezcolanza de emociones conflictivas.
Dios, si tan sólo pudiera haber sido de otra manera. Bien. Mal. Amor. Odio. Lealtad. Él ya no tenía idea de lo que significaban esas palabras. El ímpetu de su vida se había convertido en un mero impulso hacia adelante, una esfera que bajaba rodando por un plano inclinado.
Se sacó los binóculos y los colgó en una rama de la yuca. Resultaba extraño cómo este árbol del desierto, pequeño y esquelético, con grupos de hojas en el extremo de las ramas, le traían a la memoria los algodoneros inmaduros. ¿O la comparación era traída de los cabellos, y pensaba en el algodón porque habría preferido mucho más estar en Nueva Cairo, preparando la cosecha, que aquí, preparando una acción militar?
Estaban protegidos en una pequeña hondonada, los tres camiones provistos con arietes, casi invisibles al estar mimetizados para el desierto.
El hermano Ishmael se acercó. Le alcanzó una taza de café.
—¿Hay algo?
—No —dijo Talib—. Los invitados siguen ahí. Los manifestantes se fueron a su casa; los G no están alerta.
—Bien. Revisemos la vista aérea y después demos las últimas instrucciones.
Regresaron adonde estaban sus hombres, quienes vestían de negro y llevaban protectores faciales, ahora recogidos y apoyados sobre la frente. La noche del desierto era clara y fría, con una brillante Luna llena. Los hombres, sentados en el suelo, estaban acurrucados entre sí, para darse calor. Una pequeña pantalla apoyada contra una de las yucas recibía su alimentación del cóndor de Ishmael, que describía perezosos círculos en el cielo, sobre el Proyecto de Valle Imperial.
Vieron un complejo silencioso con una playa de estacionamiento llena con autos y helicópteros. La mayoría de los operarios permanentes vivía a unos pocos kilómetros, en Niland. Cuando se fueran esa noche, todos los automóviles se irían con ellos. Un hombre solitario parecía estar recorriendo metódicamente las dependencias exteriores y hablando con los guardias.
—¿Quién es? —preguntó Ishmael.
—Su nombre es Burt Hill. Es la baqueta de Crane y su jefe de seguridad. Sólo está haciendo su trabajo.
—Bien. Alá guía nuestros pasos esta noche. —Ishmael se volvió hacia los demás—: No bien los invitados abandonen la fiesta, entramos —anunció—. Pónganse las antiparras y pasen a la fibra c.
Salió un gemido del pelotón de hombres que habían repetido esos pasos muchas veces, en las dos semanas pasadas. Obedientemente se colocaron las antiparras, mientras Talib extraía la información del disco que había copiado el día que inspeccionó la abominación subterránea.
En la pantalla apareció un diagrama virtual de la caverna. La vista pasó frente a la sala de procesamiento electrónico de datos y bajó la escalera, hasta llegar a la sala principal.
—Recuerden que hay zorras al pie de la escalera —dijo Talib—. Ustedes las van a usar. El equipo rojo tomará el corredor que va hacia la izquierda…, ¿lo ven? Es el corredor A. No tiene una estructura diseñada para permanecer en pie mucho tiempo, por lo que es inestable. El equipo rojo plantará los explosivos plásticos en todas las columnas de ese corredor. El equipo azul hará lo mismo en el corredor B. El resto de ustedes llevará tres bolsas de explosivos por hombre, todo fijado para estallar dentro de una hora. Dejarán caer los bolsos por los tubos que contienen los explosivos termonucleares.
—¿Y estás seguro de que arrojar las bolsas no va a detonar esos explosivos? —preguntó Ishmael.
Talib suspiró.
—Hiciste esa pregunta mil veces, y mil veces te dije que se precisa un enorme esfuerzo para hacer que estalle una bomba termonuclear, hermano. Nuestras bombitas no lo van a conseguir. Lo que sí van a conseguir es producir fugas de radiación. Una vez que derribemos este sitio, queremos que esté tan caliente que nadie pueda, o quiera, volver… jamás. Cuando entremos, me encargaré de las computadoras de la sala de procesamiento de datos. La bomba del camión se encargará del tiro del ascensor, una vez que hayamos terminado. Recuerden, si manejamos esto bien, nadie sale herido.
—Los invitados deben de irse muy pronto —calculó Ishmael.
Él fue hacia la cobertura mimética en tostado y verde pálido de uno de los camiones y la levantó. Entró en la parte trasera y salió con dos pesadas valijas. Las bajó y abrió: armas. Armas que empezó a distribuir a los frutos del Islam.
—¿Qué es esto? —preguntó Talib, quien había seguido a Ishmael hacia la parte de atrás del camión, donde un cajón de municiones estaba colocado en el borde.
—Me dijiste que no habría violencia —le susurró Talib con dureza.
Ishmael volvió a la valija y extrajo un pequeño subfusil que se colgó del hombro.
—Hermano Abu —dijo—, estamos disponiéndonos a volar todo un complejo subterráneo, y tú lo preparaste. En mi diccionario eso es violencia.
—Pero las armas —dijo Talib—. Acordamos que nadie saldría herido, que sólo haríamos el ataque cuando el sitio estuviera despejado.
—¿Oyen eso, amigos míos? —dijo Ishmael en voz alta—. Nuestro hermano quiere que libremos una guerra sin bajas.
—¡Yo también… por lo menos, sin bajas para nosotros! —gritó alguien.
Todos rieron, mientras llenaban las bolsas que les colgaban del cinturón con cargadores adicionales.
—¡Espera, éste no fue el acuerdo que hicimos! —gritó Talib.
Ishmael se zafó violentamente de Talib.
—Eres un soñador, Abu, sin coraje para ver a través de tus sueños. ¿Cómo demonios esperas que podamos entrar siquiera en el terreno, eh? ¿Pidiéndoles a los buenos G que nos inviten a tomar el té?
—Tan sólo pensé… no sé qué pensé.
—Bien —dijo Ishmael. Se colocó en bandolera una canana llena de cartuchos de perdigones, para recargar el arma de cañón recortado que llevaba en la mano libre—. Recuerda, hermano Talib: los pensadores preparan la revolución; los proscriptos la llevan a cabo.
Arengó a sus hombres.
—Una vez que empecemos, no se vuelve atrás. O bien triunfamos o morimos en el intento. Esta noche luchamos contra el Gran Satán en persona y, si tenemos que hacerlo, lucharemos hasta el último hombre. Disparen a matar a cualquiera o a cualquier cosa que se interponga en nuestro camino. Es probable que todos no logremos regresar. ¡Si llego al Paraíso primero, prepararé el camino para ustedes, probando las huríes!
Los hombres lanzaron vítores, alzando sus armas con el brazo extendido. La confusión paralizó a Talib. Súbitamente, el hecho lo sobrepasó, desarrollándose con rapidez. Ya no era tiempo de hablar.
Ishmael le metió una pistola en la mano.
—Toma —le dijo— es probable que necesites esto.
Talib miró de mala gana el arma; después la puso dentro de la pretina de sus pantalones negros con cierre relámpago.
Crane y Charlie despedían a los invitados agitando las manos, mientras éstos subían al ascensor, gritando sus felicitaciones finales. La alerta de radiación balaba con delicadeza en el fondo. Mientras las puertas se cerraban, Lanie recorrió el corredor desde la sala de procesamiento electrónico de datos. Tomó a Charlie de los brazos de Crane. El niño inmediatamente apoyó la cabeza sobre el hombro de su madre y cerró los ojos, con el pulgar en la boca.
—¿Estás seguro de que no quieres ir con ellos? —preguntó Crane—. Puede ser que aquí haya que pasar un par de horas más.
Lanie negó con un movimiento de cabeza.
—Charlie puede dormir en la sala de procesamiento de datos —dijo—. Ahí tengo mucho trabajo que preparar para mañana.
Crane asintió.
—Estamos pensando en la misma longitud de onda. Burt y yo decidimos seguir adelante y preparar la detonación ahora. No hay motivo para esperar. Lo haré no bien revise esa fuga en el número 63.
—Es una descarga de tamaño considerable —contestó Lanie—, suficiente como para convertirse en un peligro dentro de unas pocas horas. ¿Le dijiste a alguien que enviara el ascensor abajo otra vez, una vez que llegara arriba?
—Burt está ahí arriba —dijo Crane, sacudiendo la cabeza—. Él lo traerá para abajo.
—¿Vas a dispararlo esta noche? —preguntó Lanie, acunando lentamente a Charlie hacia atrás y hacia adelante.
Crane sonrió.
—Sí.
—¿Qué te hizo decidirte por hacerlo ahora?
—La ansiedad de Burt… Confié en eso —dijo, alzando una ceja—. Tú te estás volviendo claustrofóbica. Y el dispositivo no puede estar más a punto que ahora: ¿por qué esperar?
Empezaron a caminar de vuelta por el pasillo, en dirección a la sala de procesamiento de datos.
—Por mí, está bien —dijo Lanie—, pero tengo la sensación de que hay un montón de inspectores y funcionarios…
—Y manifestantes y terroristas. Si alguien está descontento con esto, pues que me haga una demanda.
Ambos rieron. Lanie le dio un beso prolongado cuando llegaron a la puerta de la sala de procesamiento electrónico de datos.
—Ya pareces estar más feliz —le dijo Crane.
—¿Estás bromeando? Ni te puedes imaginar lo feliz que estaré de largarme de este sitio. Voy a entrar en esa sala, empacar mis cosas personales, apagar los sistemas, armar los explosivos plásticos y darle un beso de despedida a este sitio. ¿Dónde quieres dispararlo?
Apretó a Lanie contra la puerta.
—En casa… mientras estemos haciendo el amor. Haremos que la tierra tiemble.
—Tú ya sabes cómo hacer eso, querido —dijo Lanie, volviendo a besarlo—. Volemos de regreso a la fundación hoy a la noche. ¿Tenemos… casa en alguna otra parte?
—No que yo sepa.
—Quizá debamos pensar en comprar otra. Charlie va a necesitar saber pronto, en algún momento, que no es el único niño que hay en el mundo.
—Tomé nota —dijo Crane—. De hecho, hay muchas cosas que podemos hacer, ahora que hemos terminado aquí. Podemos irnos mañana. ¿Qué nos detiene? Tiraremos los microteclados y volveremos a la naturaleza.
—¿Cuánto tiempo transcurrió desde que tuviste vacaciones?
—Nunca las tuve —contestó Crane—. Pensé que podría ser divertido intentarlo.
—Lo creeré cuando lo vea.
—Lo verás. Te lo prometo.