CAPITULO 15

Culminaciones/comienzos

CORDILLERA DEL HIMALAYA-NEPAL, INDIA

23 DE JULIO DE 2026, 14:00

Sola, usando una enagua larga de raso color crema, Lanie estaba parada ante la ventana con marco de teca de la antigua posada inglesa y contemplaba, maravillada, las cumbres gemelas del Everest y del Kanchenjunga. Se abrazó a sí misma: en menos de una hora se iba a convertir en la esposa de Lewis Crane; en menos de siete meses iba a tener su hijo. Su copa desbordaba de alegría.

Para el casamiento, Crane la había traído al techo del mundo, a un sitio tan elevado como la felicidad que compartían entre sí, en su trabajo, en su vida juntos. El escenario reflejaba a la perfección el modo en que ella se sentía, tal como Crane le había prometido que se sentiría. Estaba deslumbrada y atónita. Las cumbres ante su vista tenían casi nueve mil metros de altura y la cordillera del Himalaya, desde la que se alzaban, tenía casi trescientos veinte kilómetros de ancho en algunos puntos, y se extendía a una longitud superior a los dos mil cuatrocientos kilómetros. Todo eso, claro está, había tenido origen en terremotos pasados. Esa misma tarde se iba a producir el primer terremoto en la región desde 1255.

Un estampido sacudió la posada, y Lanie sintió que el polvo de yeso le rociaba los hombros desnudos. Rió con fuerza. Únicamente Crane podía elegir ese día y ese lugar para el casamiento. Era perfecto.

Se sentía como si no hubiera estado verdaderamente viva hasta que supo que Crane se había dado cuenta de que ellos se amaban. Y sabía que él sentía lo mismo. Por Dios, se lo había dicho suficientes veces. Quizá lo que era aún más importante era cómo se lo demostraba… de toda forma concebible. La trataba como colaborador de igual a igual en el trabajo y en la vida cotidiana; como la otra mitad de sí mismo en todo lo emocional, sexual… Lanie nunca soñó que pudiera experimentar tanta comprensión y, a la vez, ser tan comprendida por otro ser humano.

En el piso de abajo, los huéspedes se reunían en el prado del frente de la posada, debajo del políticamente correcto escudo solar de Liang Int. Un grupo pequeño, pero distinguido, de científicos y jefes de Estado se estaba congregando para la boda, así como sus colegas de la fundación, partidarios y amigos. El prado con césped se convirtió en un bosque que se extendía por las laderas. Estaban a tres mil seiscientos metros, la altura máxima hasta la que podían crecer árboles. Más hacia arriba de la montaña había hierbas, líquenes y musgos que sobrevivían al aire seco y frío. Y más arriba que eso, nieve. Todos los presentes, Lanie lo sabía, estaban tan afectados como ella por la pasmosa grandiosidad del escenario.

Al alejarse de la ventana advirtió su vestido de novia, recién planchado y colgando en el armario abierto. Sonrió y se sentó en una de las sillas de cuero, separada por una mesa pequeña, delicadamente tallada, que estaba dispuesta en el sitio ideal para aprovechar la vista desde la ventana. El resplandeciente Everest se alzaba majestuosamente hacia adentro de las nubes. Se sintió otro pretemblor: una sensación increíble, pensó Lanie, tan diferente de Sado, de Memphis. No pudo evitar reírse sola. Ser una novia completamente feliz y una futura madre debían de hacerla sentir frívola.

Sintiéndose desmañado en su traje de etiqueta, Crane estaba parado en un diminuto baño que estaba justo enfrente de la cocina, en el piso principal de la posada. Otros tres hombres estaban apiñados ahí con él, y luces azules de interferencia describían arcos alrededor de los tres. Se estaban pasando el microteclado, dándole el punto final a su acuerdo. El presidente Gideon estaba sentado en la tapa cerrada del retrete. El vicepresidente Sumi Chan estaba embutido en el rincón que quedaba delante de las piernas de Gideon; Crane y el señor Muí estaban frente a frente, Mui inclinado contra el lavabo.

—¿Empezará el proyecto pronto? —preguntó el jefe de Liang, mientras apretaba el pulgar en el microteclado. La luz se puso verde, indicando que se había identificado la huella digital.

—Inmediatamente después de la boda —contestó Crane.

—¿No habrá luna de miel? —preguntó Gideon—. Es una muy linda mujercita la que se consiguió.

La idea nunca se le había ocurrido a Crane.

—Hay demasiado por hacer —dijo—. Sólo tenemos cinco años antes de que sea muy tarde para efectuar la soldadura. No hay tiempo para desperdiciar.

Muí le entregó el microteclado.

—La seguridad en torno del emplazamiento tendrá que ser intensa.

—Estaremos llevando a cabo una operación de perforación profunda llamada Northwest Gemstone. El propósito declarado de nuestra actividad será la exploración para buscar, primordial-mente, cristales para focos. —Crane colocó el pulgar en la placa negra metálica. Se registró al cabo de un segundo—. Levantaremos un edificio de seguridad llamado Procesamiento de Gemas y dentro de ahí trabajaremos con los materiales termonucleares. Armaremos los dispositivos en el terreno mismo. Ya me puse en contacto con mis investigadores para que hagan el trabajo.

—¿Qué hay respecto de los envíos de material para las armas? —preguntó Gideon.

—Compré varios camiones, señor —dijo Crane, entregándole el microteclado—. Ahora los estamos modificando para que puedan transportar contrabando atómico. Llevarán el logotipo de Northwest Gemstone pintado en ambos lados, y darán la impresión de ser transportes de equipo.

Sumi le tomó el teclado al Presidente, fijando la huella de su propio pulgar, para completar el círculo. Se acababa de forjar un acuerdo.

—Hecho —dijo Sumi, sonriendo mientras la máquina registraba un contrato vinculante, si bien privado—. Tu sueño está en línea, Crane. ¿Cuánto tiempo antes del envío?

—Dos años —dijo Crane, tomando de vuelta el microteclado y poniéndolo en interfaz con su microteclado de pulsera, para tener su copia. Las dos máquinas cantaron juntas y después comunicaron su satisfacción con un zumbido.

—¡Crane! —llegó una voz desde el vestíbulo—. ¡Maldita sea, Crane! Hay una fiesta que se está desarrollando sin ti. ¿Dónde estás?

—Es Stoney —Crane sonrió, desconectando y devolviéndole el microteclado a Mui, que lo guardó en el bolsillo.

—¿El sabe? —preguntó Mui.

Crane negó con un movimiento de cabeza.

—Fuera de este cuarto, solamente Lanie está enterada. Ni siquiera lo sabe la gente que contraté para que excaven los túneles: creen que estamos haciendo una bóveda subterránea para conservar registros. Los tipos de pirotecnia, que construirán la bomba, creen que es una misión secreta de Estados Unidos, dirigida a la renovación de los ensayos subterráneos, y se los eligió por sus habilitaciones de seguridad.

—¡Crane!

—Aquí adentro, Stoney —gritó Crane abriendo la puerta.

Seis metros por debajo del vestíbulo, Stoney sonrió cuando vio salir a los cuatro.

—Cuando yo era niño —dijo, acercándoseles renqueando, el bastón como único recordatorio de que la muerte le pasó rozando en Memphis—, a cuatro hombres saliendo juntos de un baño los hubiera seguido, por lo normal, una nube de humo.

—¿Dónde está Lanie? —preguntó Crane.

—Con el resto de los invitados —dijo Stoney, agitando la mano hacia los otros hombres, mientras ellos se apuraban—. Está tratando de no volverse loca buscándote.

—Sé bueno —dijo Crane, palmeándolo en el hombro—. Vuelve y dile que en seguida estaré ahí

—Es tu fiesta —dijo Whetstone, y le estrechó la mano—. Felicitaciones, viejo. Sabes, toda mi vida busqué, y nunca la hallé, una mujer como Lanie.

—Gracias, Stoney —dijo Crane, abrazándolo con fuerza. Stoney se alejó apoyándose mucho sobre su bastón, hecho con álamo blanco de Tennessee.

Lanie. Crane no tenía idea de qué había hecho para merecerla. Había orquestado todos los demás aspectos de su vida pero, de repente, ella había aparecido y lo había cambiado todo. Era lo más maravilloso que le hubiera ocurrido jamás. En lo que a él concernía, Lanie era la única mujer de todo el mundo. ¡Y le gustaba trabajar tanto como a él! Toda la vida de él se había rearmado, todas las piezas encajaban en el sitio adecuado. Sueños, y sueños más allá de los sueños.

Crane saboreó el momento: había conocido muy pocos de esa clase.

Su brazo lisiado palpitaba dolorosamente: el terremoto ya casi estaba sobre ellos. Supuso que algunos pensarían que él era extraño, por celebrar su casamiento en medio de la devastación de un terremoto, pero Crane lo consideraba una tragedia que se evitó, un motivo de celebración. Habría pérdida de hogares y sufrimiento, pero nada comparado con lo que hubiera ocurrido de no haberse alertado a la gente.

Pasó por la amplia terraza cubierta de madera: cien invitados que estaban conversando se callaron de inmediato. Todas las miradas se dirigieron hacia él. Por encima del ancho prado colgaba un palio. Lanie, en tafetán blanco y velo transparente, estaba de pie a quince metros, sonriendo con calma. Sostenía un ramo de orquídeas blancas. Un clérigo cosmi con capa roja estaba parado a su izquierda. Kate Masters, también llevando flores, a la derecha. Stoney esperaba a Crane junto a los escalones de la terraza.

—¿Listo? —le preguntó.

En lo alto restallaban relámpagos, saltando entre las montañas y el cielo. El oficiante parecía estar un tanto nervioso.

—Señoras y señores —dijo Crane en voz alta, al tiempo que abría los brazos—. ¡Confíen en mí!

Todos rieron entonces, lo que alivió la tensión. Crane miró a Stoney.

—Ahora estoy listo. ¿Trajiste el anillo?

—¿Qué anillo? —Stoney rió—. Mal chiste. Lo siento. Por supuesto que tengo el anillo.

Con el fondo de la marcha nupcial de Lohengrin, de Wagner, recorrieron la alfombra roja en dirección de Lanie. Crane se sorprendió al descubrir que estaba más nervioso ahora que cuando celebró el contrato con Liang.

Llegó al lado de Lanie y quedó atrapado de inmediato por la luminiscencia color castaño de la mirada de ella. Sus ojos estaban muy abiertos por el amor y la curiosidad.

—Dios, eres hermosa —susurró Crane, con el trasfondo de un sonoro retumbo. La tomó de las manos.

—No importa eso —susurró ella—. ¿Cómo resultó todo?

—Está hecho —susurró él a su vez. Lanie le pasó rápidamente los brazos alrededor del cuello.

—Quizá debamos proseguir con esto —dijo el clérigo, mirando en derredor con suspicacia a los trepidantes muebles del jardín y a las tambaleantes plantas ornamentales y flores.

Crane pidió la hora a su microteclado: 12:36:30. Le sonrió al clérigo:

—Su espectáculo, Padre.

—Mi nombre es Al —dijo el clérigo—. Sólo Al.

—Rápido, Al —dijo Crane, cuando el suelo empezó a sacudirse lateralmente debajo de sus pies.

—¡Hermanos en la unidad! —exclamó el clérigo—. Toda la vida está constituida por las mismas moléculas, en consecuencia, ¿también estos dos seres que están de pie delante de nosotros desean convertirse en unidad a través de la institución de unión de pares de…?

El resto del discurso quedó piadosamente ahogado por los retumbantes sismos, que se originaban en un hipocentro situado a cuarenta kilómetros de profundidad, cerca de Dhangarhi, cuando la placa de la India finalmente alivió su desprendimiento de material. Era un terremoto monstruo, del que no se había visto alguno similar desde hacía casi sesenta años, desde el gran terremoto de Alaska de 1967.

Cuando el clérigo los pronunció «co-seres en la unidad», el suelo había empezado a oscilar como las olas en el mar. La repisa crujió arriba de ellos. Crane besó a la novia y esperó que los diques resistieran a pesar de lo que él mismo había pronosticado, pero sabía que no lo harían.

Para estos momentos, el cielo se había oscurecido; los relámpagos eran un espectáculo continuo de fuegos artificiales, que se producía a mitad de camino hacia las cumbres que se erguían por encima de todo. Los circunstantes salieron de abajo del dosel para observar el despliegue, cuando una sección del Everest, grande como una ciudad, se desprendió de la ladera de la montaña y cayó hacia los valles que estaban mucho más abajo.

—¡Qué magnífico regalo de bodas! —dijo Lanie, con los brazos alrededor de Crane, mientras observaban el espectáculo—. ¡Es asombroso!

—El primer terremoto de nuestro hijo —comentó Crane.

—¿Qué harás, Crane, cuando finalmente hayas logrado tu sueño y hayas terminado con todo esto? —preguntó Lanie.

—No lo sé —respondió con una mueca—. ¿Estudiar contabilidad?

Los valles aullaban alrededor de ellos, gemían, el sonido se asemejaba al de uñas que raspan un pizarrón, pero aumentado miles de millones de veces. Crane casi podía oír las voces gimiendo, acongojadas y asustadas.

Los invitados estaban inclinados, cubriéndose los oídos con las manos, mientras aumentaba la intensidad del viento que les soplaba violentamente en la cara, agitando vestidos y peinados en remolineante frenesí. El escudo solar Liang, de calidad inferior, se desplomó sobre sí mismo pero, por suerte, nadie estaba parado debajo de él.

Y fue entonces cuando ocurrió, delante mismo de los ojos je los invitados: el Everest, en medio del aullante viento y de los alaridos de las rocas que fenecían, tembló como buen anciano que era y grandes pedazos de sí se resquebrajaron estentóreamente, en el mismo momento en que los árboles que se quebraban en el bosque para caer desgajados, se agrietaban ruidosamente. Como si se levantara para irse, la montaña de nueve kilómetros bruscamente creció y se proyectó hacia arriba, elevándose más allá de las nubes, devorando el deslizamiento de tierra y creciendo… joven otra vez. Se había creado una nueva montaña.

Todo el proceso tardó tres minutos para completarse. Tres minutos para cambiar la topografía del planeta. Tres minutos para hacer que la montaña más alta del mundo creciera quince metros más. El próximo hombre que la escalara estaría escalando más alto que lo que sir Edmund Hillary trepó en el mismo lugar.

Como consecuencia de la destrucción, el nacimiento.

Sumi Chan estaba al lado de Burt Hill, quien llevaba un traje de etiqueta que le iba demasiado chico. Parecía un mono sin organillero, mientras miraba la recepción enmarañarse en torno de ellos. El vestíbulo principal de la posada estaba lleno a reventar; los regalos de boda tapizaban las paredes y atiborraban la pequeña sala de conferencias de al lado. Conversadores profesionales hablaban alrededor de Sumi y Burt, bebiendo champán sintético delante de un hogar tan grande que, en lugar de ramas, consumía troncos enteros.

—Nueve en la Richter —dijo Hill—. Más alto de lo que realmente podían medir con precisión. —Sacudió la cabeza de un lado a otro y tomó otro sorbo del licor con endorfina que tenía en el vaso—. Estos tipos lo llaman milagro: la tasa de mortandad sigue estando debajo de los quinientos. Debía haber sido de centenares de miles: los cuatro diques que estallaron inundaron cincuenta ciudades.

Sumi movió la cabeza, pesarosa:

—Una limpieza en gran escala.

—Sí, pero Liang invertirá dinero ahí. Están atareados peleando con los musulmanes por el control de todo. Aquí hay un montón de consumidores.

Sumi sorbió de su propia combinación de endorfina, lo único que en estos tiempos le permitía soportar los acontecimientos sociales.

—¿Crane conoce los resultados del terremoto?

Naaa —dijo Hill, señalándolo a Crane, quien estaba bailando con su flamante esposa—. Por una vez en su vida está pensando en algo más que en terremotos. Una maravillosa imagen, ¿no?

—No creo haberlo visto feliz nunca antes.

—Muchacho —dijo Hill—, eso se debe a que nunca antes fue feliz. Es una idea que da miedo.

—¿Miedo… por qué?

Hill se puso pensativo:

—Cuando estás feliz —dijo, bajando la voz—, te olvidas de cuidarte las espaldas y empiezas a confiar en la gente, a cometer errores.

—Entonces —dijo Sumi—, creo que no cometeré más errores.

Hill la miró con dureza.

—Estoy hablando de Crane —dijo, terminando su bebida. Miró el vaso—. Voy a buscar más refrescos.

Sumi lo miró alejarse, dándose cuenta de que no confiaba en ella. Por supuesto que no, ¿por qué habría de hacerlo? De todos modos no importaba. Pronto la descubrirían como una superchería mayor que lo que cualquiera de ellos podría pensar. Sumi esperaba que eso no interfiriera en modo alguno con el sueño de Crane. Quería brindarle eso a él, para compensar lo que le había hecho.

—Odio beber sola —dijo Kate Masters, al lado de Sumi—. ¿Y a usted?

Sumi sonrió débilmente.

—Disfruto mucho de su compañía.

—Bien. ¿Qué hay respecto de su receta para la dorf?

—Es mi secreto.

Un grupo de sherpas nepaleses había salido del agujero en el que se había refugiado, y estaba realizando una vigorosa exhibición de acrobacia, dando volteretas y zambullidas sincopadas entre sí, para delicia del grupo de invitados.

—Usted tiene muchos secretos, creo.

El cuerpo de Sumi se sacudió involuntariamente.

—¿Cómo es eso?

—¿En verdad quiere hablar sobre ese tema?

—Sí.

—Bueno, para empezar, no eres quien dices ser.

El corazón de Sumi estaba martillando. Lo podía sentir en la garganta, mientras se le sonrojaba la cara.

—Está equivocada. Yo…

—Conocí a tu madre —dijo Masters—. En un contrato comercial, la Asociación Política de Mujeres formó una sociedad en comandita con tus padres. En ese contrato todos recibimos una paliza, pero tus padres llevaron la peor parte. Tu madre hablaba sobre ti constantemente. Siempre me molestó que deshonraras su nombre al rehacer tu pasado.

—Habría sido un mayor deshonor si no lo hubiera hecho, —contestó Sumi, mirando al piso—. ¿Usted lo sabía y, aun así, no dijo nada?

—Esperaba que fuéramos amigos. ¿Lo somos?

—Fuera de Crane, nunca tuve un amigo.

—Y mira lo que le hiciste a él.

Otra vez Sumi quedó sorprendida:

—¿Cómo…?

—Lo deduje. Soy una chica astuta.

—Sí —dijo Sumi—. Yo también.

Masters se limitó a mirarla con fijeza, pero los ojos eran diferentes. Estaban escrutando, disecando.

—¿Eso lo dijiste en sentido literal?

Sumi asintió con una leve inclinación de cabeza:

—El señor Li lo sabía y me forzó a modificar mi linaje. Para evitar que el mundo descubra la superchería de mis padres, le seguí el juego a Li.

—¿Hay alguien más que…?

—Solamente usted.

—¿Por qué me lo estás revelando?

Sumi tomó una profunda bocanada de aire:

—Estoy en problemas. N-no estoy segura de qué hacer. Necesito… ayuda.

Masters cayó hacia adelante, como si hubiera tropezado, y extendió con rapidez la mano, tocando la entrepierna de Sumi, y retirándola de inmediato al erguirse otra vez:

—Lo siento, querida —dijo—. Soy de Missouri, que sigue siendo el Estado de «Ver Para Creer». ¿Qué clase de problema?

—Por ley —dijo Sumi—, el Presidente y el vicepresidente deben hacerse un examen físico una vez por año. Me las arreglé para evitarlo por demasiado tiempo ya. Los médicos de la Casa Blanca se están poniendo beligerantes al respecto; la gente se pregunta por qué lo evito. Créame, esa clase de dudas me creará terribles problemas.

—¿Por qué confiar en mí?

—De algún modo, siempre sentí que usted era confiable.

No sé si confío en usted por completo, pero no confío en los médicos de la Casa Blanca.

—¿Tienes que recurrir a ellos?

Sumi negó moviendo la cabeza de un lado para otro.

—Podría exigir mi propio médico.

—Muy bien —dijo Masters—. Empezaremos a partir de ahí.

—¿Me ayudará usted?

—Eh, yo represento a la Asociación Política de Mujeres, ¿recuerdas? Bienvenida al club, hermana.

La abrazó con fuerza.

—Gracias —dijo Sumi, con los ojos llenos de lágrimas.

Los ojos de Kate Masters chispearon.

—Agradécemelo cuando seas Presidente —contestó.