CAPÍTULO 13

Mercalli XII

MEMPHIS, TENNESSEE

27 DE FEBRERO DE 2025, TEMPRANO POR LA TARDE

El establo tenía olor a caballos mojados y a estiércol. Newcombe estaba escondido en un rincón, detrás de fardos de heno, para hacer contacto con la Zona de Guerra.

—No hay duda —estaba diciéndole a una cámara-monitor que tenía apoyada en la palma de la mano, dirigida a su cara— de que el sismo se producirá hoy. Estoy hablando bajo la Autoridad Verde. Repito: Autoridad Verde. La peregrinación debe comenzar dentro de una hora, si quieren sobrevivir. Al principio puede ser que tengan que pelear para abrirse paso, pero el camino muy pronto estará expedito. Deben irse dentro de esta hora. ¡Váyanse ahora!

Cortó la comunicación y esperó que todo saliera bien. Había estado transmitiendo en la banda infrarroja de frecuencia ultraalta que nadie usaba debido al costo del equipo de recepción. Pero sí la recibiría el edificio foco de la Zona de Guerra, en el centro comercial de Memphis, desde donde se la iba a retransmitir por medio del cabe conector.

Las manos le temblaban: acaba de cometer un acto de sedición, acto que el hermano Ishmael se había asegurado que Newcombe mismo tendría que ejecutar.

—Si estás convencido del terremoto —le había dicho Ishmael—, si estás seguro, envía el mensaje cuando lo sepas.

Lo supo.

La zona de germinación Ellsworth-Beroza ahora era constante, mostrando la actividad sísmica que iba aumentando.

Habían medido centenares de temblores de tierra, indiscernibles en la superficie pero crecientes hacia el Gran Deslizamiento. La roca resquebrajada había liberado grandes cantidades de gases entrampados, en tanto que la dilatación se producía por todo el Reelfoot, interrumpiendo las ondas s que eran incapaces de desplazarse a través del agua que se escurría hacia el interior de las grietas. Era lo clásico: todas las señales físicas se estaban alineando. Los caballos pateaban nerviosamente su caballeriza, relinchando y gimiendo por el miedo. A lo lejos, los perros aullaban.

—¡Dan! —llamó Lanie a voces—. ¿Dan, estás aquí?

Newcombe escondió la cámara en el bolsillo de la camisa y salió de su escondite.

—Me atrapaste —dijo con sonrisa tímida.

—¿Qué estás haciendo acá? —preguntó Lanie, entrando en el establo. Estaba cubierta de los pies a la cabeza. Llevaba sombrero y en su cara destellaba la crema con filtro solar.

—Tuve que alejarme del manicomio unos minutos —contestó—. Necesitaba un poco de tiempo a solas.

—Si hubieras tomado algunas tabletas de dorf…

—¿Para qué me buscabas?

Lanie se acercó.

—Vinieron por Crane —contestó con voz trémula—. Lo están arrestando.

—Cálmate —dijo Dan, mientras extendía las manos para tomarla por los brazos—. Sabíamos que esto iba a suceder. Todo lo que se puede hacer se está haciendo.

—Estoy asustada, Dan. La turba es horrible, y…

—Tenemos vías de escape. No te preocupes. Vamos, démosle a Crane algo de apoyo moral.

Salieron hacia la locura de la granja de soja. Un hombre llamado Jimmy Earl había donado su granja de cuatro mil hectáreas en Capleville, al sur de Memphis, para que Crane la utilice como centro de refugiados. Sus motivos no eran altruistas. Estaba haciendo, adentro, una videopelícula sobre Crane y su predicción. Pero nadie había previsto la reacción del público. En lo alto, centenares de helicópteros se abigarraban como mosquitos, a través de nubes que pasaban repeticiones de un discurso del presidente Gideon en el cual denostaba a Crane.

Furiosa por el fiasco del insensato acontecimiento de octubre, y azuzada hasta niveles cercanos al frenesí por el gobierno y los cretinos de la televisión, la gente estaba descendiendo sobre la granja de Jimmy Earl como si fuera una plaga de langostas. En los dos últimos días, miles de personas habían aparecido para escarnecer a Crane y exigir su cabeza. Con premura se habían levantado cercas electrificadas alrededor del campamento para evacuación, y el personal de Whetstone en vez de brindar ayuda a los refugiados, se vio forzado a formar y distribuir pequeños destacamentos por el perímetro.

Newcombe se puso las antiparras. Él y Lanie cruzaron el corral y entraron en el campamento, en el momento preciso en que se abrían los portones principales y entraba el patrullero policial con las balizas identificatorias destellando.

—¿El puesto de mando? —le preguntó Dan a Lanie. Varios integrantes de la turbamulta lograron colarse antes de que los portones se cerraran, al tiempo que el personal de seguridad se concentraba para expulsarlos a bastonazos.

—Sí… dando entrevistas hasta el final.

—¿Se lo llevan a Whetstone también?

—A los dos «delincuentes» —respondió Lanie con sarcasmo—. A propósito, otras estaciones sismológicas del mundo están empezando a percibir pretemblores. Creo que estarán cambiando algunas maneras de pensar.

—Demasiado tarde —dijo Newcombe—. Nadie va ir a ninguna parte. No con el Presidente en la televisión, que nos está calificando de cualquier cosa, salvo de violadores de niños.

—Estás tenso.

—Sí, estoy tenso. Estuve revisando el ecograma sísmico de Memphis, y todavía temo no haberle prestado suficiente atención al río. Es posible quedar dentro del margen con un río que cambia de curso, pero mis cálculos nunca fueron diseñados para habérselas con una situación como la del Mississippi. Se necesita más perfeccionamiento.

—¿Crane sabe que sigues preocupado?

—Sí. Dice que confía en mí. Tengo que trabajar más en este tipo de situación.

Las filas de carpas estaban vacías, con la excepción de los trabajadores voluntarios. Ni una persona había aceptado el ofrecimiento de ayuda… No todavía. Cuando Lanie y Newcombe estaban llegando a la carpa de mando, que estaba situada en el centro del campamento, el patrullero, todavía con las luces destellando, doblaba por la fila, lanzando polvo hacia atrás.

Con movimiento brusco, Newcombe se levantó las antiparas al entrar en la tienda. Las paredes estaban llenas de pantallas de televisión, algunas de las cuales mostraban ecogramas sísmicos de centros metropolitanos que resultarían afectados por el terremoto. Otras mostraban listas de suministros de emergencia para el terremoto y una lista de sitios seguros a los que ir durante la evacuación.

Crane y Whetstone estaban uno al lado del otro, de pie en la parte anterior de la habitación, delante de la alarmante representación visual de un sismograma que mostraba una amplitud de crecimiento casi constante, en todas las crestas de onda. Los rodeaba una multitud de diez cronistas con cámaras de casco de teleemisoras privadas que trabajaban sorteando la interferencia estatal de las ondas aéreas. Jimmy Earl, claro está, se encontraba en el medio de todos ellos, haciendo su videopelícula.

Crane estaba hablando:

—… en Memphis, porque Memphis va a soportar la embestida mayor del sismo. Tenemos una escala de observación que ha estado en uso durante casi doscientos años, que se llama Escala de Intensidad de Mercalli. Estoy prediciendo que el de Memphis caerá dentro del ámbito de un Mercalli XII Daño Total: prácticamente todos los edificios serán sumamente dañados, o directamente destruidos; en la superficie del suelo se ven ondas; líneas de visual y nivel distorsionadas; objetos que salen lanzados por el aire. Por favor, a quienquiera de Memphis que me esté escuchando en este instante les digo: Váyanse de la ciudad. Vengan al sur, a Capleville. Aquí les podemos brindar ayuda.

—Crane —gritó Newcombe—, están aquí.

Crane frunció el entrecejo y miró a Whetstone. Se estrecharon las manos y fueron hacia la entrada, en el mismo momento que entraba la policía.

—Quedas al mando ahora —le dijo Crane a Newcombe—. Volveré acá no bien pueda.

—No confío en el río —contestó Newcombe—. ¿No pueden…?

—No —interrumpió Crane—. Es demasiado tarde. Tendremos que correr el riesgo.

—Soy el jefe Hoskins, del Departamento de Policía de Memphis —dijo el hombre que le ponía las esposas a Whetstone, para después señalar con un movimiento de cabeza a su compañero—, y este señor que está a mi lado es Lyle Withington, alcalde de nuestra hermosa ciudad. Tengo una orden de arresto contra Lewis Crane y Harry Whetstone.

—Me dará mucho placer señor —dijo el alcalde a Crane—, ver cómo se lo encierra en un lugar donde no pueda hacer más daño.

—¿Vive en las afueras de la ciudad, señor alcalde? —preguntó Crane mientras le ponían las esposas.

Pues, no… Tengo una casa precisamente en…

—Entonces haga que su familia salga de ahí antes de que resulten heridos.

—Oiga, realmente…, señor.

—¿Hay aquí un tal Jimmy Earl? —preguntó Hoskins.

—¡Delante de usted! —Jimmy, un muchachote de campo con mejillas sonrosadas y sonrisa publicitaria de dentífrico que nunca le abandonaba la cara, se abrió camino hacia ellos. Dinero heredado, pensó Newcombe.

—Usted también puede venir: —dijo el jefe— el alcalde dio su autorización para que usted haga tomas en la celda.

—Gracias, tío Lyle —dijo Earl, al tiempo que le tomaba la mano y la agitaba como si bombeara agua.

Crane se volvió hacia los otros camarógrafos:

—Gente de Memphis —dijo mientras Hoskins lo conducía hacia la entrada de la carpa—, vayan a sus a sus cajas de control y apaguen el foco. Si tienen algo que funcione con gas natural, cierren la válvula de paso. Háganlo ahora.

Cruzaron la carpa seguidos por Newcombe, quien se volvió a poner las antiparras, junto con el resto de los que habían estado en la carpa, en el momento de salir al sol. Cuando lo divisó a Crane, la turbamulta lo insultó a gritos.

—Jefe Hoskins —dijo Newcombe, señalando a la multitud—, ¿no puede dispersarlos? Están violando propiedad privada.

—¡No están a salvo aquí y podrán recibir ayuda después del terremoto! —gritó Crane mientras lo empujaban adentro del vehículo policial.

Lanie se inclinó por la ventanilla para darle un largo beso a Crane, mientras las cámaras se apretujaban por captar la escena. Newcombe sintió que lo invadía la furia, pero logró controlarse.

Lanie retrocedió. Crane sacó la cabeza por la portezuela y habló a la lente de las cámaras sostenidas por los casquetes:

—¡Saquen de los estantes todos los objetos pesados. Quiten los de vidrio y las arañas de luces. Saquen de la casa los materiales inflamables! ¡Ahora! ¡De inmediato!

Hoskins se puso detrás del volante, mientras Whetstone y un excitado Jimmy Earl subían a la parte de atrás con Crane.

El alcalde Withington miró a Newcombe con dureza.

—Le aconsejo que recoja sus pertenencias y se largue de aquí —dijo—. En Tennessee no hay un solo policía que lo vaya a proteger de la gente que está ahí afuera.

—Antes de que el día haya terminado, alcalde, usted nos bendecirá por estar aquí —replicó Newcombe, apartándose del hombre y regresando a la carpa con Lanie pisándole los talones. Activó la fibra P.

—Burt… Burt, ¿estás ahí?

—Sí, doc Dan.

—¿Estás haciendo el seguimiento de ese abogado que Crane arrastró hasta aquí desde Memphis?

—Sí… está precisamente acá.

—Arrestaron a Crane. Dale al abogado el pago adelantado por sus servicios. Saca el dinero de la caja fuerte. Dile al abogado que vaya a la ciudad mañana y que consiga la fianza… siempre y cuando la cárcel siga estando en pie mañana.

—Entendido.

—¿Qué demonios…? —dijo Lanie.

Dan cortó con Hill y se volvió hacia ella, que estaba mirando las pantallas donde africs e hispanos estaban saliendo a raudales del sistema cloacal de la ciudad, disparando sus armas al aire. Hacían puente con el encendido de autos que encontraban en la calle, y partían en ellos. Los autos se tocaban los paragolpes en la autopista estatal 51, el bulevar Elvis Presley.

—¿Qué demonios pasa? —preguntó Lanie.

—El comienzo de la revolución —contestó Newcombe. Su mente aullaba—. ¡Y yo lo hice!

—¿Qué hora es? —preguntó Lanie.

—Las quince y cuarenta y cinco —dijo Newcombe sin mirar el reloj—. Tenemos menos de dos horas.

La cárcel de la ciudad de Memphis era parte del nuevo complejo para aplicación de la ley, construida en la vieja comisaría de la calle Poplar 201, en la sección antigua de la ciudad, a ocho kilómetros del río Mississippi y al final de la calle que se extendía entre el Estado de U China Tennessee y el esplendor poblado de árboles del Parque Audubon, que, en su mayoría, habían muerto. Años atrás, los notables de la ciudad emprendieron una campaña, consistente en llenar las ramas muertas con hojas artificiales, con lo que el ambiente general de la ciudad podría permanecer intacto. Y constantemente les recordaban a toda la gente que era un hermoso invierno o verano.

A Crane y a Whetstone los llevaron a la comisaría en medio de la confusión: la Zona de Guerra acababa de explotar, saliendo de su nido y fluyendo hacia la ciudad propiamente dicha. Fue necesario movilizar a toda la fuerza policial para la lucha. Pero los habitantes de la Zona no parecían querer pelear, sino nada más que huir.

Grandes cantidades de musulmanes iban a parar a la comisaría, y exigían que se les concediera el derecho de abandonar la región. Crane estaba emocionado por el hecho de que alguien le prestara atención.

Para el momento en que les hubieron dado entrada en el libro de arrestos y arrojado en el tanque —la enorme celda de detención que tenía su capacidad completa con iracundos habitantes de la Zona que gritaban pidiendo libertad—, se hicieron las cuatro de la tarde. Cuando la capacidad llegó al límite, se atiborró con gente otras celdas; después, los vestíbulos. Al final, todo el bloque quedó bajo llave.

Durante todo el procedimiento, Crane nunca dejó de hablar, nunca dejó de hablar hacia la cámara de Jimmy Earl, que estaba preparada no sólo par grabar sino también para transmitir.

—El tiempo se está acabando —decía Crane—. La gente que está aquí conmigo proviene de la Zona de Guerra: están tratando de escapar del desastre. Deben escucharme cuidadosamente si quieren salvar la vida. Es demasiado tarde, temo, para que huyan si todavía no lo hicieron. Así que, pónganse zapatos, pónganse ropa de abrigo y llenen un bolso con comida seca y productos enlatados. Llenen botellas con agua: el agua dulce será lo que más van a necesitar en las horas que se avecinan. El principal problema que tienen en este preciso instante es su propio hogar: una trampa de muerte… Los vidrios volarán y los matarán; los objetos que cuelgan de las paredes o que están apoyados en la repisa de la chimenea son proyectiles mortales; las chimeneas los aplastarán; las cañerías del agua son explosivos; el techo de su propio hogar puede caer y sepultarlos. Los ladrillos son bombas; las astillas son espadas. Salgan de su casa.

—Hay árboles muertos por todas partes: evítenlos. Salgan de los caminos. Busquen campo abierto. Recuerden que los servicios de emergencia están situados en Capleville. Si pueden ver el ecograma sísmico correspondiente a su región orienten sus pasos hacia las zonas menos peligrosas. Habrá Postemblores, varios centenares de ellos en los siguientes días, así que continúen desplazándose hacia las zonas de seguridad. Agua dulce… agua dulce. Por favor… llenen botellas ahora. No hay mucho…

Fue entonces que oyó el retumbo profundo que venía desde abajo de ellos. De pronto, todo quedó mortalmente silencioso en el bloque de celdas, mientras el ruido aumentaba.

—¡Ya llegó! —exclamó Crane—. ¡Ya llegó! ¡Salgan de su casa! ¡Ahora! ¡Ahora!

El rugido estuvo encima de ellos, el piso de la celda se pandeó, arrojándolos a todos al piso, mientras afuera, aceras, calzadas y jardines empezaban a explotar.

Jimmy Earl lanzó un chillido y se agarró de los barrotes para buscar apoyo. Cuando el edificio se sacudió, toda la fila de barrotes cayó hacia afuera, encima de los hombres que estaban en los vestíbulos, sobre los que también llovió yeso. Las luces se apagaron.

—¡Stoney! —gritó Crane. El piso se bamboleaba y cabeceaba como un barco en aguas tormentosas. El lamento de seres humanos se unió al nauseabundo rugido, en un estentóreo alarido de desesperación. —¡Stoney!

—¡C-Crane! —llegó la angustiada respuesta—. ¡Aquí… aquí!

Crane maldijo a los policías por poner demasiada gente en el tanque de detención. Se arrastró por entre la masa de carne que se retorcía en el bamboleante piso. Por todas partes caían pedazos del cielo raso. Crane estaba alerta, no asustado. La muerte se divertiría con él largo tiempo, antes de llevárselo.

—¡Crane!

Encontró a Whetstone en el rincón de la celda. La cara le sangraba tanto que el canoso cabello se había vuelto de color rojo brillante. Un brazo estaba roto; quizás el hombro. Pedazos de cielo raso le habían aplastado la caja torácica.

—¡Tus piernas! —gritó Crane, sobrepasando el rugido que parecía continuar para siempre, aunque calculaba que había transcurrido nada más que medio minuto—. ¿Te puedes poner de pie?

—¡Oh, Dios…Crane! ¡Cómo duele!

—¿Puedes usar las piernas?

—Creo… creo que sí…

—Entonces, aguanta —Crane se arrojó sobre Stoney, cubriéndolo con su cuerpo. Caían más pedazos del cielo raso, pero las sacudidas eran menores y el sonido se escuchaba más distante: el primer temblor había pasado.

Crane se esforzó por ponerse de pie. Otros hicieron lo mismo. Arrastró a Stoney mientras gritaba:

—¡Salgan! ¡Salgan ahora! Habrá más temblores.

Habían aparecido enormes agujeros en las paredes. Los presos se dispersaron hacia la luz que venía desde afuera. El microteclado de Crane empezó a zumbar. Sostuvo con firmeza a Stoney y abrió la fibra con la nariz:

—¿Qué?

—¿C-Crane? —era Lanie—. ¿Estás bien?

—Apenas —dijo—. Todo es un lío aquí. Ahora estoy tratando de salir de la cárcel. ¿Cómo se ven las cosas?

—En las imágenes captadas por los helicópteros, todo lo que podemos ver es humo —contestó—, nada más. Humo.

—Aclarará. Tengo que irme. Volveré con ustedes. Dile a Newcombe que el cálculo del sitio seguro fue un poquitín demasiado cerca.

Cortó la comunicación y siguió desplazándose. Resultaba difícil no tropezar. Había cuerpos esparcidos por todo el piso.

Lograron llegar al vestíbulo, atestado con gente que se amontonaba delante de un agujero que se había formado en la pared.

—Tenemos una salida segura —le gritó a la multitud—. No hay por qué preocuparse. Todos somos gente honesta, ayudémonos los unos a los otros. Todos estamos bien. Permaneceremos bien.

Jimmy Earl lo alcanzó justo antes de que Crane pasara por el agujero. Seguía haciendo tomas con su DC, seguía haciendo su «película». Ayudó a que pasaran y salieran.

—Aguanta, pedazo de bastardo. —Le decía Crane a Whetstone, quien estaba quejándose. Crane temía por su amigo, cuya respiración era entrecortada—. Te debo tres mil millones de dólares, Stoney. No te me mueras ahora.

Salieron a Poplar, donde algunos policías estaban daban vueltas, aturdidos. Su comisaría, los diez pisos, eran polvo de derrumbe que se alzaba de los escombros, haciendo que el aire tuviera sabor seco.

El humo envolvía toda la zona. Una neblina de humo, fuego y polvo que hacía arder los ojos. Tan cerca como Crane alcanzaba a ver, Memphis había desaparecido. Las carreteras elevadas estaban retorcidas como si hubieran sido de papel; el hospital que le había bloqueado la vista a Crane en la autopista, sencillamente, ya no existía. Crane no pudo ver los Predios feriales: el humo era demasiado denso. Lo que quedaba de la universidad estaba ardiendo fuera de control. Las calles, las aceras, los jardines, se habían pandeado por efecto del deslizamiento de tierra. Después, al agrietarse, se abrían enormes fisuras alrededor de ellos. Había geiseres de agua municipal que surgían hasta gran altura, provenientes de caños maestros.

Se oyó un sonido, como un rugido, que Crane no pudo identificar. Él y Jimmy Earl depositaron suavemente a Whetstone en el suelo y fueron a investigar. Avanzaron con todo cuidado por la calle rota, desplazándose hacia el oeste, en medio de un humo impenetrable que les bloqueaba la vista. No habían recorrido ni cinco metros, cuando Crane se dio cuenta de que no se trataba en absoluto de humo, sino que era una fina llovizna, un rocío, como una garúa espumosa.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Jimmy Earl.

Estaban parados en la margen del río Mississippi, mirando un furioso torrente que ocupaba la que supo ser Memphis, Tennessee. Los esqueletos de los edificios muertos sobresalían aquí y allá de las tumultuosas aguas, en las que pasaban flotando cuerpos y casas. Memphis había sido una ciudad de un millón de almas. Ahora era el lecho de un río. Un poco más lejos, aguas arriba, donde habían estado los predios para ferias y exposiciones, había un cuadro que tenía magnificencia en su hermosa y mortal simetría: una catarata de treinta metros de alto ocupaba lo que había sido el centro comercial de Memphis y, mientras los dos hombres miraban asombrados, el increíble arco del puente Memphis-Arkansas flotó sobre el borde de la catarata para estrellarse, como en cámara lenta, con el río que estaba abajo.

Era algo que superaba la imaginación… incluso la de Crane.

Jimmy Earl cayó de rodillas y empezó a padecer arcadas en el río.

—Ahora no hay tiempo para eso —le dijo Crane, al tiempo que lo levantaba por el cuello de la camisa—. Tú querías un espectáculo. Ahora vas a registrarlo todo en videocinta.

—Hora —le dijo a su microteclado y por el implante oyó: dieciséis y treinta y nueve.

Arrastró a Jimmy Earl de vuelta a donde estaba Whetstone, quien estaba pálido pero consciente. Se acurrucó.

—Eres grandioso, Crane —dijo Whetstone débilmente—• Nos topamos con una joyita, ¿no?

—Ahorra energía —contestó Crane—. Necesitas tus fuerzas. Maldita sea, todavía tenemos que trabajar en el globo: el sismo llegó cincuenta y ocho minutos antes de lo previsto.

—No está tan mal en un lapso de ci-cinco mil millones de años.

—Sí —dijo Crane, con aire absorto. Miró hacia Jimmy Earl.

—Quienquiera que todavía me pueda oír en este instante, necesita recordar dos cosas: aléjense de cualquier elemento que pudiera caer sobre ustedes y traten de administrar los primeros auxilios a quienes los necesiten. Preocúpense más tarde por los seres queridos que perdieron.

Sin prestar la menor atención al sol, se sacó la camisa y la deslizó por debajo de Whetstone.

—Esto te va a doler —dijo, al tiempo que anudaba la camisa por sobre las costillas de su amigo y la apretaba hasta dejarla bien ajustada. Whetstone hizo un rictus de dolor.

Crane se dirigió a la cámara.

—La gente va a ser presa de la conmoción. Van a ir vagando sin rumbo, aturdidos. Tomen a esa gente a su cuidado, protéjanla.

Tiró abruptamente del hombro de Stoney, volviendo a poner en su sitio la cabeza del húmero, y Whetstone lanzó un suspiro de alivio.

Se oyeron gritos de desesperación provenientes de los bloques restantes de las celdas, los que estaban en los niveles superiores. Había hombres colgando de ventanas y rajaduras en las paredes.

—¡Eh, hombres! —gritó Crane a los habitantes de la Zona que estaban parados, contemplando el fin del mundo—. Agarren escombros, acero y hormigón armado. Empiecen a apilarlo de manera segura contra el costado del bloque. Hagan una plataforma para permitir que baje esa gente.

Sacó el cinturón del pantalón de Stoney, lo plegó y lo metió en la boca de su amigo. Sin decir una palabra, dio un tirón corto y abrupto en el codo, recolocando el hueso roto. Stoney mordió con fuerza el cinturón. Se puso pálido y se desmayó.

Jimmy Earl estaba parado delante de Crane, grabándolo todo, las lágrimas le surcaban las mejillas.

—Tan sólo continúa haciendo lo que estás haciendo —dijo Crane con suavidad—. Eso es importante.

—¡N-nunca p-pensé…!

—¡No ahora! —exclamó Crane con tono inflexible, mientras revisaba la cortadura en la cabeza de Whetstone.

Se puso de pie y caminó hacia una parcela de tierra mojada por el agua que manaba de una boca de incendio degollada.

Llevó consigo a Jimmy Earl. Le habló a la cámara:

—Si tienen gente herida que esté sangrando —dijo—, la madre Naturaleza tiene su propio medicamento.

Hundió las manos en la tierra.

—Lodo —dijo, sosteniendo sendos puñados en las manos—. Tapen la herida con lodo.

Se apresuró a regresar donde estaba Whetstone para hacer la demostración de la técnica del lodo en el herido. Cubrió con lodo la cabeza de su amigo.

—Esto detendrá la hemorragia. Preocúpense después por la infección.

Una enorme explosión, proveniente del complejo universitario, subrayó su explicación. A esto siguió otro temblor, uno fuerte que los lanzó al piso.

Sacó el cinturón de la boca de Stoney y se lo pasó por el hombro, para hacer un cabestrillo para el brazo roto. Detrás de él, los habitantes de la Zona estaban trabajando con premura para construir la torre que iba a permitir que la gente que estaba en lo alto de los escombros de la cárcel pudiera descender. Todos estaban luchando contra la oscuridad de la desesperación.

Jimmy Earl había retrocedido y estaba encuadrando la acción. Los hombres formaban una cadena humana para alcanzar escombros, los policías ayudaban. El humanitarismo se estaba haciendo presente; los odios mezquinos y la política se derrumbaban ante el peligro que corría la gran familia del Hombre.

Había vida. Había esperanza.

Stoney volvió en sí, gimiendo, y después le sonrió a Crane:

—Te lo agradecería —dijo—, pero tú probablemente encontrarías la manera de cobrarme esto.

—¿Cobrarte? Vamos, hombre, te estoy haciendo ahorrar dinero.

—¿Cómo es eso?

—Toda la comisaría desapareció —contestó Crane con una sonrisa—. No tenemos que pagar fianza para salir.