LA FUNDACIÓN
25 DE FEBRERO DE 2025, 19:30
Lanie terminó de empacar lo último de sus cosas y salió a la terraza cubierta para observar los preparativos finales de la peregrinación a Tennessee. El cóndor que los vigilaba descendió hasta ponerse a la vista. Lanie le gritó antes de que pasara raudamente sobre la casa y se retirara de manera majestuosa hacia terreno más elevado. Se había puesto el sol, dándoles a todos libertad para salir al aire libre. Había como cincuenta helicópteros, producto de donaciones privadas, apiñados en la llanura de abajo; los estaban cargando con alimentos, agua y suministros médicos.
Había sido Crane quien solicitó los helicópteros pensando que podrían resultar útiles para las evacuaciones y las emergencias médicas. Lanie había quedado sorprendida por la cantidad de personas que todavía tenían fe en él y estaban dispuestas a brindar su contribución. Además de los suministros, Crane había designado un equipo para emergencias constituido por médicos excelentes, buena gente que donaba su tiempo. Quizá todavía había esperanza para el planeta después de todo, pensó Lanie.
Vio a Dan salir de su lujosa residencia, cuatro casas más allá, llevando sus bolsas. Desde la noche de la apuesta eran casi como dos extraños. Resultaba sorprendente cómo alguien que había sido tan importante para Lanie simplemente pasó a tener un papel diferente en su mente y en su corazón. Ella sabía que Dan quería que volviera a él pero, gracias a Dios, Dan no la presionaba. Empero Lanie sí quería ser su amiga, así que cuando él vino hacia ella, lo recibió con un abrazo lleno de afecto. Él respondió con entusiasmo.
—Lamento haberme mantenido tan apartada —dijo, mirándolo en los ojos— no quise darte una idea equivocada.
—Una idea equivocada —repitió él.
Lo observó controlarse. Dan se apoyó sobre el pasamanos, mirando hacia abajo donde Burt Hill estaba dirigiendo las operaciones de carga en uno de los reactores jumbo de Stoney que llevaría la mayor parte tanto del material como del personal de la fundación. Dan movió la cabeza de un lado para otro.
—¿Qué haríamos sin Burt?
—Morirnos de hambre —respondió ella, apoyándose en el pasamanos a su lado—, quedarnos sin materiales. Después seguiría el caos.
Newcombe le sonrió.
—No hay duda al respecto. —Los labios se le pusieron tensos—. Ni siquiera estoy seguro de qué es lo que sucedió entre nosotros.
—¿Deseas la verdad?
—Eso creo.
—Muy bien —dijo Lanie con calma, aunque el corazón le palpitaba con ritmo enloquecido—. Me encontré carente de confianza en ti. Me encontré observando que había celos entre nosotros. Me encontré queriendo que fueras diferente. Una vez dijiste que quizá finalmente estábamos creciendo. Creo que eso es lo que pasó: crecimos, y al hacerlo nos fuimos apartando. Además, ahora llevas una vida por completo diferente.
—La abandonaría en este mismo instante, si…
—No —dijo ella, poniéndole la mano sobre la boca—, te sentirías atrapado e infeliz. No hay esperanza para lo nuestro, Dan. Sencillamente seguimos nuestro camino.
—No puedo dejar de amarte —dijo Dan.
Lanie asintió con la cabeza. Sentía un nudo en la garganta.
—Siempre nos quedará eso. Recordémoslo de esa manera.
La contempló un largo instante.
—Estaré esperándote, si cambias de opinión. Crane no te puede hacer feliz.
—Esto nada tiene que ver con Crane.
—Necesitas que se te necesite —dijo Dan—. Quizá Crane te necesita más que yo, aunque creo que eso es imposible.
—No estoy relacionada con esta discusión, Dan.
—Lo sé.
—¿Amigos? —preguntó Lanie, extendiendo la mano.
No entendió la mirada que él le dirigió.
—Amistosos adversarios —dijo él, estrechándole la mano—. ¿Vas para abajo? Necesito revisar el manifiesto de mi equipo y asegurarme de que llevan todo.
—¿No vas a volar allá con nosotros?
Newcombe negó con la cabeza.
—Voy a pasar la noche en Los Ángeles. Te veré mañana en el emplazamiento.
—Entonces, caminaré contigo.
Bajaron la escalera metálica. Dan cargó sus valijas y Lanie estaba insegura en cuanto a qué era lo que se sentía respecto de la conversación anterior. Al igual que con la mayoría de las cosas atinentes a Dan, jamás nada parecía estar verdaderamente resuelto. ¿Y qué quiso decir con eso de amistosos adversarios?
—Pareces cansada —dijo—. ¿Otra vez tienes esos sueños?
—¿Otra vez? Nunca cesaron.
Lanie sintió escalofríos. La noche anterior lo había pasado mal, la peor hasta el momento. Literalmente pudo sentir que el fuego, que provenía de una fosa, la abrasaba, mientras Crane trataba de extenderse y tomarla de la mano. Y ese muchacho estaba ahí, ese muchacho muerto, sólo que lo veía vivo y ella sentía más miedo por él que por sí misma. Había despertado a las dos de la mañana, en medio del terror y bañada en sudor. Ni siquiera había considerado la idea de volver a dormirse.
—¿Todavía crees que está relacionado con Martinica?
—Tiene que estarlo.
Caminaron entre una confusión de helicópteros y personal de apoyo que organizaba cadenas humanas, mientras las listas de los manifiestos se verificaban en forma verbal.
—¿Alguna vez le pediste a Crane que te ayude con esto de las pesadillas? —Newcombe divisó a Hill y con señas le pidió que se acercara—. Él estaba allí contigo.
—Siempre cambia de tema —contestó Lanie—, y eso es muy malo, porque creo que si tan sólo pudiera recordar lo que me paso en Martinica, todos los sueños desaparecerían. Sea lo que fuere, está ahí mismo, delante de mí… diciéndomelo a gritos.
—¿Qué se le ofrece, doc Dan? —preguntó Hill, sin resuello por la mucha actividad.
—Tengo que descender a la ciudad esta noche —dijo Dan—. ¿Es posible?
—Si está dispuesto a ir ahora, sí. Por el momento tengo tres docenas de pilotos que andan por ahí sin hacer nada. —Tomó las bolsas de Dan—. Algún aparato estará aguardando por usted en la plataforma principal, dentro de unos diez minutos.
—Gracias, Burt.
—Manténgase en la sombra, doc.
Fueron hacia la mezquita. A Dan se lo veía bien esa noche, todo vestido de negro, con traje y pulóver de cuello alto. Parecía la versión Atlantic City del hermano Ishmael. Lanie se preguntó si iba a la Zona de Guerra.
Entraron y después fueron hacia el puesto de trabajo de Lanie. A través del vidrio atisbaron el globo. Lanie siempre se emocionaba cuando veía su obra artesanal y viva, latiendo con información. Esa noche habían puesto en acción una lista completa de programadores, quienes estaban volcando datos meteorológicos en la computadora.
—Martinica —dijo Lanie, la mirada clavada en el globo—. La respuesta para mi pérdida de memoria y para mis pesadillas. Debo recordar lo que ocurrió… y creo que estoy cerca de hacerlo. Es como cuando se disipa la niebla.
Miró pasar las Antillas y luego Martinica, cuando se completó el giro. Vio el volcán de Martinica.
—Dan —gritó Crane a través de un nuevo agujero en la pared de su oficina, que le permitía ver el sector de los programadores—, necesito la ecología de terremotos en el centro comercial de Memphis.
—Ya la subo —Dan fue hacia sus laboratorios.
Lanie se dirigió hacia la oficina de Crane. El tiempo era una mercancía tan extraña: tenía su propia estructura orgánica, que funcionaba sobre la gente sin el consentimiento de ésta. Como con ella misma y Dan. Sumi Chan, por ejemplo, había pasado de ser un valioso aliado a traidor, para volver a ser amigo, y todo en el lapso de unos pocos meses. En su carácter de vicepresidente, una vez más le estaba brindando apoyo a Crane tras cajas, y era un apoyo que Crane aceptaba jubilosamente.
Lanie entró en la oficina de Crane, sonriendo ante las pantallas murales de televisión que pasaban las proezas de su jefe. Crane había tenido razón respecto de la apuesta. Daba la impresión de que todo el mundo estuviera aguardando que los acontecimientos se desarrollen. En este preciso momento era el dinero —la apuesta— lo que contaba para el mundo. Pronto, sería el horror.
—¿Cómo me juzgarán, crees tú? —le preguntó Crane, como si le hubiera leído el pensamiento.
—Algunos te culparán. Como ocurrió en Sado. Otros te alabarán. Algunos te amarán, otros te odiarán. Serás un mago y un científico, un monstruo y un salvador. Pero nada de eso te importa, ¿no?
Crane sonrió, mientras con las mangas del mono recogidas, agregaba billetes a un maletín ya lleno de efectivo. Dinero de fianza.
—En tanto consigamos que los fondos sigan llegando, estoy feliz; —dijo—. La gente no sabe lo que es buena para ella. Sólo saben lo que quieren. Hace mucho tiempo que aprendí a mantener mis expectativas en un nivel bajo. Es un buen consejo para cualquiera.
—Esta noche, Dan baja de la montaña.
Crane hizo una mueca a modo de sonrisa, pero no respondió.
Lanie miró el globo desde la nueva ventana.
—Nunca puedo superar la emoción —dijo—, la maldita cosa sigue funcionando.
—Y seguirá haciéndolo —dijo Crane—. La Proyección King estará en uso milenios después de que hayamos desaparecido.
—A menos que se les ocurra algo mejor. Ahora bien, ¿por qué no fuimos más allá del 27 de febrero? Estoy segura de que hay otros terremotos para predecir…, pero no lo hemos hecho. ¿Por qué?
—Te diré el porqué —dijo Newcombe desde el vano de la puerta—. Porque ahora que Crane tiene el poder, lo teme.
—No estás muy errado —dijo Crane, extendiendo la mano para tomar los printers que traía Dan—. Ocurre, simplemente, que pensé que era hora de reflexionar un poco, antes de proseguir. Además, está Memphis…
Tomó el diagrama esquemático que Newcombe le alcanzó y se quedó mirándolo.
—Aquí está la cárcel de Memphis —dijo—, estoy seguro de que me arrestarán y me llevarán ahí.
—Vas a estar cerca —dijo Newcombe.
—Sí. Tengo la impresión de que el lado este del edificio no va a sobrevivir, pero los pabellones de celdas están apilados del lado oeste.
—Ésa es una banda estrecha de territorio seguro. Demasiado estrecha.
—Confío en tus cálculos.
—No estoy tan seguro del río —dijo Newcombe—. Sé lo que le ocurrirá a la tierra que lo rodea, pero las cosas van a desplazarse y forzarlo a cambiar el curso. No tengo una real ecología de eso.
—Correremos el riesgo.
—¿Tendrás acceso a la televisión?
—Sí —dijo Crane. Lanie se descubrió a sí misma mirando un programa mural sobre el terremoto de Martinica. Mientras observaba, en su cabeza empezaron a destellar luces, luces de reconocimiento. ¡Por Dios!, podía sentir el lodo metiéndose a través de la ropa. Sintió picazón.
Crane todavía estaba hablando, pero lo que decía le llegaba como algo muy distante. Se tomó la cabeza al sentir un ramalazo de dolor. Podía sentir la cicatriz debajo del cabello; después, el calor, la oscuridad, el avasallador miedo de morir sofocada, la casa que se desplomaba en torno de ellos todo lo demás desvaneciéndose…
Manos que la sacudían, una voz lejana en su oído.
—¡Lanie! Apriétame la mano… ¿Lanie?
Dan estaba delante de ella. Estaban en la oficina de Crane, en la fundación. Ella estaba jadeando, tratando de tener aire. La inundaba la tristeza. Empezó a llorar.
—¿Qué te pasa? —preguntó Crane con suavidad.
—Ese muchacho —contestó ella, sollozando—. Ese pobre muchacho. Ni siquiera… ni siquiera supimos s-su nombre.
Dan se acercó para consolarla pero, en forma instintiva, Lanie se volvió hacia Crane, quien le pasó el brazo sano por los hombros.
Fue entonces cuando el portal se abrió de par en par para Lanie, los recuerdos volviendo perezosamente hacia atrás: el miedo, las interminables preguntas, el ron. Y Crane. Una sonrisa se extendió sobre su cara.
—Ya recuerdo —le dijo a Crane—. Lo recuerdo todo.
—¿Qué es lo que hay que recordar? —preguntó Newcombe.
—La botella de ron… que bajaban empujándola por el tubo de aire. Es correcto cuando me contaste tu plan para terminar con los terremotos.
—¿Terminar con los terremotos? —se asombró Newcombe.
Lanie miró a Crane, dándose cuenta instintivamente de que había dicho algo que no debía decir, algo que se esperaba que permaneciera en privado.
—Si tienes un plan para terminar con los terremotos —dijo Newcombe—, te aseguro que me encantaría escucharlo.
Crane se limitó a mirarlo. Newcombe se volvió hacia Lanie:
—Muy bien, dímelo tú.
—Todavía e-estoy confundida —dijo Lanie—. Ocurre que no estoy segura de lo que yo… lo que yo…
—Eres muchas cosas, Lanie —dijo Newcombe—, pero confundida no es una de ellas. ¿Qué te estás guardando? ¿Por qué lo estás guardando?
—Dan —dijo Crane con tranquilidad—, pregúntame a mí, no a Lanie. Yo soy el que tiene los secretos.
Newcombe lo miró furibundo.
—No eres otra cosa más que secretos. Desde el principio tuviste alguna clase de plan alambicado que ocultabas del resto de nosotros. Tuvimos que encontrar nuestro camino pasando a través de la oscuridad autogenerada por ti. ¿Qué te parecería si, para variar, dijeras algo que sea verdadero?
—Vengan —dijo Crane—, les mostraré. ¿Supongo que hacerles jurar que mantendrán el secreto no serviría para mucho?
—Hubo demasiado secreto hasta ahora —dijo Newcombe, siguiéndolo a Crane.
Lanie cerraba la marcha, tensa. No había sido su intención hablar de más. Dios, ¿por qué tuvo que ir y abrir la bocaza? Se sorprendió al ver que Crane se dirigía hacia la consola que ella ocupaba como directora.
—Señoras y señores —dijo Crane a los programadores que trabajaban en sus puestos—, pueden tomarse un descanso de treinta minutos a partir de este instante. Quiero que todos ustedes salgan del edificio. Váyanse.
Lanie se les unió en la consola. Los dedos de Crane ya estaban atareados en el teclado. Aparentemente había cosas del globo que ni siquiera ella conocía.
—Estuve estudiando sismos toda mi vida —dijo Crane, poniendo el globo fuera de línea y volviendo a programarlo—. Tempranamente decidí que quería curar, no sólo definir. Ésa es la razón por la que me dediqué al estudio de los efectos de los ensayos termonucleares sobre los estratos circundantes.
—Todos conocemos tus novedades antiguas, Crane —dijo Newcombe—. Todavía se te atribuye haber sido el hombre que obligó a los políticos a ver la luz y detener los ensayos termonucleares.
—Y me dieron el Premio Nobel por eso —dijo Crane—, pero nunca merecí, ni quise, ese premio. Y por cierto que nunca deseé detener los ensayos termonucleares.
—No entiendo —dijo Lanie. Crane pulsó la tecla de entrada y el globo se detuvo por completo, con luces rojas que titilaban sobre toda su superficie.
—Calor —dijo Crane, yendo hacia el globo—, suficiente calor como para fundir la roca… para soldar la roca.
—Quieres hacer que las placas se vuelvan a soldar —dijo Newcombe en voz muy baja, los ojos achicados por una profunda suspicacia.
—Le pregunté a la máquina —dijo Crane—. Postulé una temperatura de cinco mil grados Celsius y pregunté si era posible reconectar las placas por medio de soldadura de puntos. —Señaló el globo—. Esto es lo que me dio: cincuenta y tres puntos de soldadura que, de hacerse en la forma adecuada, fusionarán las placas continentales y pondrán fin a la deriva para siempre.
—Para eso era el globo, entonces —dijo Lanie—. Querías un respaldo para tus teorías.
—Correcto —dijo Crane—. En nuestra propia época podemos terminar con el destructivo reinado de los terremotos.
—¿Quieres hacer explotar cincuenta y tres bombas termonucleares? —preguntó Newcombe, incrédulo.
—Cincuenta y tres bombas de potencia dada en gigatones —precisó Crane.
—Eres más demente de lo que yo creía.
—¿De veras? —preguntó Crane—. Piensa en ello: el mundo está sentado sobre ingentes acumulaciones de materiales termonucleares: antiguas ojivas misilísticas, material de desecho radiactivo. Si se hace en forma adecuada, mis bombas podrían eliminar esas acumulaciones al hacerlas explotar hacia abajo, hacia el núcleo del planeta, que, de todos modos, no es más que un proceso de descomposición radiactiva. De un plumazo podríamos terminar con los terremotos y volcanes y deshacernos de nuestro revoltijo termonuclear.
Lanie irguió la cabeza. Lo que decía Crane tenía lógica. Las explosiones subterráneas profundas, efectuadas directamente en las hendeduras podían, si se las manejaba en forma adecuada, aliviar toda la presión de vaivén. Si las bombas se colocaban a suficiente profundidad, representarían una amenaza cero para la vida sobre la Tierra.
—¿Es que tu vanidad no conoce límites? —preguntó Newcombe—. ¿Se te ocurrió que los terremotos son parte natural de nuestro mundo? ¿Que el planeta puede existir como consecuencia de ellos? En este planeta directamente no habría vida, si los volcanes no hubieran lanzado a la atmósfera materiales que permitieron el desarrollo de la vida. Lo que estás proponiendo es, ni más ni menos, la destrucción de los procesos que hicieron que seamos lo que somos. Son naturales, Crane. ¡Déjalos en paz!
—¿Qué tiene de natural un terremoto? —preguntó Crane—. La gente siempre es tan rápida para juzgar. Nada más que porque siempre fue así no quiere decir que deba permanecer así. El globo cree que va a resultar bien, y el globo sabe mucho más que nosotros.
—¡No es así! —dijo Newcombe, casi gritando—. ¡El globo nada sabe sobre humanidad o sobre ética o sobre sentido común. Estás hablando sobre interferir un proceso básico de la Tierra. Sólo Dios sabe la catástrofe que podrías causar al tratar de hacer que funcione esta locura!
—Pregúntale a la máquina —dijo Crane—. Fíjate lo que ella piensa.
—¡Me importa un comino la remaldita máquina, es una extensión de tu demencia! —gritó Newcombe.
—Un momento, Dan —dijo Lanie—. El globo funciona. Lo viste funcionar. Puede ser una herramienta muy útil para…
—Eres tan mala como él —dijo Newcombe—. Escúchenme con cuidado. Con esto es a todo el planeta al que ponen en peligro. Es antinatural, Crane. No está bien.
—Extrañas palabras para un científico —dijo Crane—. Las represas alteran el curso de los ríos de la naturaleza. Los medicamentos interfieren con el proceso natural de la enfermedad. La manipulación genética lo modifica todo, desde los alimentos que comemos hasta los hijos que parimos yendo, una vez más, contra la naturaleza de la vida. Esto no es diferente.
Newcombe pulsó su microteclado de muñeca para ver la hora.
—Hay ciencia, Crane, y también hay arrogancia egoísta. ¿Quién demonios crees que eres?
—Sé quién soy, doctor —dijo Crane—. Esa pregunta te la deberías hacer a ti mismo.
—La hago —dijo Newcombe—, y he aquí la respuesta: soy el hombre que va a impedir que destruyas la Tierra.
Dicho eso, giró sobre sí mismo y salió con rápidas zancadas de la mezquita.
Lanie se acercó a Crane, y le puso una mano sobre el brazo sano.
—Lo lamento —dijo—. No debí haber hablado de más…
—No te preocupes por eso —contestó Crane, mientras miraba a Newcombe salir del edificio—. De todos modos, él lo habría averiguado dentro de poco. Voy a conseguir publicidad.
Morosamente extendió la mano y palmeó la de ella. Lanie temía que ése pudiera ser el último momento de tranquilidad de la vida de ambos.
***
Mientras miraba hacia la Zona de Guerra desde la terraza del depósito de dos pisos que el hermano Ishmael había convertido en su hogar, Newcombe se sintió como si hubiera regresado al pasado.
La ciudad interior estaba limpia y muy poblada, en las calles se veía gente por todas partes. En los edificios no había pantallas murales de televisión, ni dinosaurios proyectados ni gente llevando casquetes con cámaras corriendo con desesperación en pos de la nota visual que les habría de cambiar la vida.
Sin embargo, por las calles desfilaban niños que portaban armas, mientras los transeúntes los vitoreaban. Newcombe se sentía incómodo al ver a los niños armados.
En lo alto, relámpagos azules chasqueaban de un lado al otro de la parte negra superior de la Zona, una interferencia electrónica protectora para una ciudad dentro de la ciudad. La existencia transcurría dentro de un capullo eléctrico totalmente aislado del mundo del hombre blanco. Al mirar las enormes cantidades de niños y adultos jóvenes, Newcombe extrajo la conclusión de que era muy probable que la población de la Zona de Guerra jamás hubiera visto el mundo exterior.
Se sentó con Ismael, Khadijah y Martin Aziz. Estaban mirando una pequeña pantalla de televisión que mostraba la escena de lo que ocurría inmediatamente fuera de los portones de la ciudad, en la zona que se había despejado para que sirviera como sector en el que se pudiera disparar sin obstáculos. Varios centenares de niños musulmanes estaban ahí, cargando contra las posiciones de la FPF, arrojándole rocas y trozos de hormigón armado. La FPF respondía con infrasonidos de baja frecuencia, que tenían el objeto de perturbar los procesos del pensamiento, y con gas inductor de náuseas. Los niños caían, retorciéndose de dolor y llorando: un espectáculo para que lo vea todo el mundo.
—¿Por qué no los haces volver antes de que se los lleven… u ocurra algo peor? —preguntó Newcombe—. No son más que niños.
—Son mártires del Islam —dijo Ishmael con toda calma—. Su sufrimiento abrirá el corazón de la gente a nuestra causa. Son la primera oleada de nuestra Jihad.
—¿Cuál es la segunda?
—Mi hermano está hablando de bombas, de terrorismo, de matanzas —dijo Martin Aziz.
—Mi hermano no tiene corazón de revolucionario —dijo Ishmael.
—Estás equivocado —dijo Aziz—, es estómago lo que me falta. Soy un convencido de que ciclos de matanzas y venganza, y más matanza, sumarán años a nuestra lucha.
—¿Y qué nos trajo la inactividad? —preguntó Khadijah.
—No estoy hablando de inactividad —dijo Aziz. Newcombe escuchaba una charla libre entre hermanos, que a él le era tan natural como respirar.
—El enfoque más considerado del hermano Daniel, a través de la prensa, ya nos trajo el apoyo de prominentes ciudadanos.
—Apoyo —resopló Ishmael, poniéndose de pie para mirar por sobre la balaustrada a las calles.
Los manifestantes, al ver a su líder espiritual y político, prorrumpieron en atronadores vítores. Miles de voces gritando el nombre de Ishmael. Sonriente, Ishmael regresó donde Aziz.
—¿Y qué trajo mi enfoque? —preguntó—. En el último mes nuestros hermanos espirituales de todo el mundo se han alzado y hecho demostraciones contra Liang Int.; los boicots están en marcha en treinta países y las tierras que viven bajo la ley islámica ya rehusaron hacer negocios con Liang, hasta que se nos dé una patria. Nuestra visibilidad y el sufrimiento de nuestros niños tocó miles de millones de corazones y, lo que es más importante, lo estamos golpeando a Liang en el bolsillo, el único sitio en el que experimentan dolor.
Aziz se limitó a mover la cabeza de un lado para otro, en gesto de negación, y contempló la pantalla mural.
—He aquí el fruto del Islam —dijo con tristeza.
Una gran fuerza de la FPF había irrumpido desde detrás de sus barricadas, y estaba vadeando con picanas eléctricas el mar de niños que vomitaban, aplicando indiscriminadamente cincuenta mil voltios a cualquiera que no se arrastrara con la suficiente rapidez como para hacerse a un lado.
Con una amplia sonrisa, Ishmael dio la espalda a la pantalla.
—Es suficiente —dijo—. Hazlos volver.
Aziz tocó el microteclado.
—Abran los portones —dijo—. ¡Ahora!
En la pantalla, Newcombe pudo ver cómo los dos portones de la ciudad secreta giraban sobre sus goznes, abriéndose y a los niños que, chillando y llorando, se batían en retirada de vuelta a la Zona, con los FPF persiguiéndolos, blandiendo sus bastones, y deteniéndose a nueve metros de los portones. Nadie intentaría violar la Zona.
Los G retomaron posiciones detrás de una pared de un metro ochenta, a noventa metros de distancia. Cuando se fueron arrastraban consigo los cuerpos de niños muertos o inconscientes.
—Apáguenlo —dijo Ishmael.
—Esto es espantoso —dijo Newcombe, sintiendo nudos en el estómago—. No se puede permitir que esto continúe.
—Tienes razón —dijo Ishmael, palmeándole el hombro—, pero toda guerra tiene bajas. Entiende eso. Podemos tener altercados entre nosotros, pero debemos estar dispuestos a pagar el precio con la sangre que exige nuestra libertad.
No había nada que Newcombe sintiera que podía decir. Alzó la vista hacia los restallantes fuegos azules, y se dio cuenta de que ahí el cielo siempre tenía el mismo aspecto.
—¿De dónde obtienen la energía para todo esto? —preguntó, mientras la esposa del hermano Ishmael, Reena, servía café de cardamomo y bollitos—. Se necesitaría un foco del tamaño de un edificio pequeño para generar una red así de grande.
—¿Conoces el edificio de la Liga de Amistad Pan-árabe, en el centro comercial? —preguntó Ishmael.
—Por supuesto que sí —respondió Newcombe—. Tiene la forma y las facetas de una joya. La gente viene…
—Todo el edificio es un foco gigante —irrumpió Khadijah—. Apenas si hemos aprovechado su potencia.
—Nadie lo sospechó jamás —agregó Ishmael—. Los cables que nos conectan están en las cloacas. Encontrarás algo similar en cada ciudad que tenga una Zona de Guerra.
Los vítores aumentaron de intensidad, y los cuatro se pusieron de pie para mirar. Inclinado sobre la balaustrada, Newcombe veía niños de muy poca edad, como de seis años, ensangrentados, magullados y hasta transportados en camillas que retornaban al hogar después de la batalla. En estos momentos, la multitud rugía. Ishmael tomó un megáfono eléctrico para dirigirse a ella. Newcombe quedó atónito al darse cuenta de que la mayor parte de esa gente probablemente no tenía implantes auditivos. Era emocionante en su mismo primitivismo.
—¡Héroes de la Revolución os saludamos! —exclamó Ishmael—. ¡Vosotros sois el futuro! ¡Vosotros viviréis para criar a vuestros hijos en vuestra propia tierra, con Alá como guía! ¡Id ahora… al hogar, con vuestros padres que os aman!
Seguido por una atronadora ovación, Ishmael regresó a su asiento, y tomó con toda delicadeza su pocillo de café fuerte. Se reclinó con comodidad y dijo:
—Pronto, otras ciudades, otras zonas de guerra, se unirán a la revolución de los niños. Programaremos disturbios en turnos, de modo que siempre haya alguno en alguna parte. —Miró a Newcombe—. ¿Vas con los demás de la fundación al centro comercial de Memphis?
—Parto mañana.
—Hay una Zona de Guerra pequeña ahí —dijo Aziz.
—Sí, lo sé —dijo Newcombe—. Ésa es una de las cosas de las que quería hablar con ustedes. —Extrajo el gráfico de ecología de terremotos que había trazado para la ciudad de Memphis: la Zona de Guerra estaba rodeada por un círculo negro—. ¿Ven este sector? Es el centro comercial de Memphis. —Khadijah y Martin se aproximaron y se unieron a Ishmael en la observación del papel que sostenía Newcombe—. Esta línea dentada muestra un región en la que la Tierra se va a hundir como cuatro metros y medio. Aquí, en el otro lado de la línea dentada hay una región de levantamiento que desgarrará a la ciudad en dos.
—Pasa justamente a través de la Zona de Guerra —dijo Khadijah.
Newcombe la miró, y ambos sostuvieron la mirada.
—Sí —dijo Newcombe, girando entonces la cabeza hacia Ishmael—. ¿Tienen alguna manera de salir de ahí?
—Subterránea… al igual que la que tenemos aquí.
—¿Me escucharán si les advierto?
—Si yo se los digo.
—Diles.
—¿Adónde irán? —preguntó Martin Aziz.
Todos se miraron entre sí. La cara de Ishmael se resquebrajó lentamente en una amplia sonrisa.
—Irán al sur —dijo Ishmael—, al interior de Mississippi.
—La tierra prometida —susurró Khadijah con los ojos encendidos, y palmoteo.
—Serán los primeros en hacer la peregrinación a nuestra nueva patria —continuó Ishmael—. Hay centenares de municipios africs tradicionales en Mississippi: nuestra gente se ubicará en uno de ellos y asumirá la autoridad de él. Será nuestra cabeza de playa.
—Perfecto —sonrió Newcombe, y las palabras que Crane pronunciara en Sado cayeron de su boca de manera espontánea—. ¡Qué drama!
—En tanto el gobierno de Mississippi no presente objeciones —dijo Aziz.
Khadijah rió.
—Por cierto que se le plantea un interesante problema al señor Li —dijo.
—Si nos permitiera establecernos —dijo Ishmael, de pie y empezando a medir la habitación a grandes pasos—, nuestra gente exigiría de inmediato el status de separatista.
—¿Y si decide detener la peregrinación? —preguntó Aziz.
Ishmael sacudió la cabeza de un lado a otro:
—Más mártires. Pero he advertido algo en los hombres de negocios: les desagrada matar consumidores.
Aziz asintió, sonriendo levemente.
—El hermano Daniel nos brindó el empuje para volver activa nuestra revolución. Doy mi aprobación.
—Excelente —dijo Ishmael, abrazando a cada uno por vez. Rió después de besarlo a Newcombe en cada mejilla.
—¿Qué va a pensar tu jefe de todo esto? —le preguntó.
—Está demasiado ocupado tratando de volar el mundo, como para darse cuenta —repuso Newcombe, sorprendido por el enorme odio que le salió en la voz.
—¿Qué? —preguntó Ishmael.
—¿Recuerdas que me dijiste, cuando nos conocimos, que Crane tenía un programa secreto de actividades? —Ishmael asintió con la cabeza—. Pues bien, lo tiene. Quiere fusionar las placas continentales haciendo explotar cincuenta y tres bombas de gigatones de intensidad, en puntos clave en los cuales los planos se intersectan. Quiere detener los terremotos por completo.
—Amenaza con el puño a Alá —dijo Ishmael—. Crane se pone por encima de todo. Simplemente asombroso.
—Sólo es asombroso en lo que él quiere —dijo Newcombe—. No puedo imaginar que haya un Estado del mundo que consienta un plan tan evidentemente descarriado como el de Grane.
—No puedo creer, hermano, que lo subestimes de tal manera —dijo Ishmael, pasando el brazo alrededor de su hermana, y ambos concentrando su mirada llameante en Newcombe—. Él ya regresó de entre los muertos, y está volviendo a la escena del delito. Es muy probable que sea capaz de convencer a la gente para que lo acompañe.
Newcombe estaba perplejo.
—Casi pareces feliz por ello.
—Estuve esperando la conexión —dijo Ishmael—, el punto de colisión entre Crane y la Nación del Islam. —Hizo un amplio encogimiento de hombros—. Y ahora lo tengo. Nuestra grandeza será puesta a prueba. Ésta es la montaña en cuya cumbre el doctor Crane y yo tomaremos té.
—Me quiero convertir —dijo Newcombe, viendo aparecer un gesto de diversión en la cara de Ishmael. Todos los hermanos rieron.
—Eres un hombre ateo —dijo Ishmael—. ¿Por qué querrías volverte musulmán?
—¿Por qué te importa? Estoy seguro de que querrías que me convierta, aun si yo adorara manchas de tinta. ¿Estoy en lo cierto?
—Más que en lo cierto, hermano —dijo Aziz con rapidez, en vez de permitir que las palabras pasaran a través de la boca de Ishmael—. Al hacer que te conviertas en forma pública, cosecharíamos importantes beneficios en lo concerniente a relaciones públicas. Un hombre inteligente y de éxito elige la NDI porque tiene fe en ella. El lado moderado del Islam equilibra el necesariamente violento lado revolucionario.
—Eso también lo transforma en alguien que conoce íntimamente nuestras actividades —alertó Ishmael—. Sin querer, rápidamente se convertiría en nuestra voz oficial. —Señaló a Newcombe—. Todavía no me has dicho por qué deseas convertirte.
—No es un misterio —dijo Newcombe—. Lo hago por la Causa, y lo hago porque eso me pondrá en directa oposición con Lewis Crane, cuando este asunto de las bombas se haga público. Es un demente. Quiero enfrentarlo siendo uno de ustedes.
—Mentiroso —dijo Khadijah—. Tiene algo que ver con esa mujer blanca.
—No —dijo Newcombe, bajando la cabeza—. Lanie y yo… ya no estamos más juntos. No lo hemos estado desde hace un tiempo.
La mujer rió y se le acercó un paso más.
—Así que quizá quieras enseñarle una lección, ¿eh?
—Dios, espero valer más que eso.
* * *
Con una botella de ron entre las piernas, Crane miraba las imágenes satelitales de la Opción Masada. Sentía un vergonzoso regocijo ante la monstruosa belleza de treinta bombas, con potencia de multimegatones, que estallaban al mismo tiempo. La nube del estallido ascendía, asombrosamente alto desde el privilegiado punto de vista del espacio exterior, su corona ramificándose y aplastándose, para después extenderse.
Había sido uno de esos acontecimientos pasmosos de la historia mundial, que fuerza a cada persona a recordar dónde se encontraba cuando tuvo lugar. Crane recordaba que, en ese momento le habían estado colocando su primer implante auditivo. Las noticias sobre Masada habían sido los primeros sonidos que oyó con el dispositivo. Al principio se había sentido horrorizado, conmocionado junto con el resto del mundo pero, una vez hechas, las cosas no se podían modificar, y él se había dado cuenta de la importancia intrínseca de Masada como campo de investigación para sus estudios sobre la relación entre los ensayos termonucleares y los terremotos.
La tarde siguiente había estado dentro de un traje protector contra quemaduras, en Sudán, junto con todo un equipo de sismólogos con quienes viajó en el mismo camión. Fue el día posterior a ése en que, mientras estaba parado en Arabia Saudita, se le ocurrió la idea de fusionar las placas: el desierto de Rub Al Kali era una cascara sólida de vidrio completamente liso, que llegaba hasta el horizonte. El intenso calor había fundido la arena. Bajo nubes grises que rodaban por el cielo y espesas lluvias de cenizas radiactivas, Lewis Crane había patinado en el desierto.
—Crane —lo llamó Lanie—, ¿estás ahí?
—Vete —contestó él, tomando un trago mientras miraba cómo la nube de Masada empezaba a derivar hacia el este. China y la Sociedad Anónima Rusa desaparecían gradualmente debajo de una bruma en gris.
—No se podía creer —dijo Lanie, detrás de Crane, con tono suave—. Yo tenía veintidós años, estaba empezando los estudios del doctorado. Recuerdo haberme sentido engañada porque no dejaba tener la oportunidad de heredar el mundo. Existía la especulación de que todo podría desaparecer. Por añadidura, a los judíos se los estaba matando en muchos sitios. Daba miedo.
—¿Fue ahí cuando te volviste cosmi?
—No —rió ella, dando la vuelta para sentarse en la otomana al lado de él—. Mi padre era judío por nacimiento, pero no mi madre, lo que hizo que yo quedara en ninguna parte de una cultura que seguía la línea materna. Siempre recuerdo a papá como cosmi. Me convirtió cuando yo era muy joven. Supongo que es por eso que gravité de ese modo: los cosmies son tipos muy amistosos, como los unitarios con visión. Eso, empero, no me impidió perder una beca porque dijeron que yo era judía.
—Hubo mucho enojo durante un tiempo —dijo Crane—. Recuerdo la reacción. Ése es el motivo por el que la mayoría de los miembros de mi personal es judía. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Adelante.
—¿Piensas que estoy loco?
—Eres un visionario —contestó ella de inmediato—. A todos los visionarios, la gente a la que quieren ayudar, los considera locos.
—No contestaste mi pregunta.
Lanie le inclinó la cara, de modo que él pudiera mirarla. Crane se puso tenso: para él, el contacto con ella era eléctrico.
—Sí, estás loco —susurró Lanie—. Eres lo suficientemente loco como para sobrevivir a la demencia en la que estamos viviendo.
—Mi plan puede funcionar. Puede
—No tienes que convencerme a mí.
Crane asintió, sombrío, con una leve inclinación de cabeza:
—Gracias. —Miró hacia otro lado; después volvió los ojos a la pantalla.
—¿Por qué siempre tengo dificultades para que nos miremos a los ojos? —preguntó Lanie.
La miró un instante; después desvió la mirada:
—Me… me resulta difícil pensar cuando te miro. No sé a qué se debe. Nunca me ocurrió antes. Es como… no sé… como si me perdiera en tu mirada o… o algo así. Es estúpido, ¿no?
Lanie se puso en su línea visual.
—Es lo más dulce que alguien me haya dicho jamás —contestó ella y, esta vez, Crane se forzó a mirarla fijo en los ojos.
—Sabes —prosiguió Lanie—, dijiste muchas cosas cuando estábamos atrapados en aquella casa de Martinica. ¿Las recuerdas?
Crane empezó a mirar hacia otro lado, luego mantuvo su mirada en la de ella.
—Sí, lo recuerdo.
—¿Hablabas en serio?
—Creí que nunca lo recordarías.
—¿Hablabas en serio?
—Hablaba en serio —contestó él, bajando la mirada, mientras los dedos de Lanie volvían a levantarle la cara hacia la de ella—. Lo siento, no… tuve la intención de poner en peligro nuestra relación prof…
—Oh, al diablo con eso. —Se acercó rápidamente y le pasó los brazos por el cuello—. Hay grandeza en ti. Eso me excita.
—Pero soy un lisiado, soy…
—Sólo deja de hablar y bésame.
En los minutos siguientes, Lewis Crane descubrió, por primera vez en su vida, que la comunicación no necesita ser verbal para que se la entienda y tenga significado.