Libro dos

CAPÍTULO 10

La Hendedura fallada

LA FUNDACIÓN

6 DE NOVIEMBRE DE 2024. 20:47

—¿Qué piensa, doc? —preguntó Burt Hill. Él guiaba el helicóptero a través de la penumbra que cubría la ladera escarpada de Mendenhall hasta la roca saliente sobre la que se asentaba la fundación—. Exactamente como usted la dejó.

—Es la visión más dulce que tengo desde hace dos largas semanas.

Crane se embelesó con el cuadro de los terrenos y de la mezquita. Las líneas de láser de rubí le dieron la bienvenida a su regreso del viaje al infierno del mundo exterior. Era martes por la noche, noche de elecciones, la noche que se suponía que habría de señalar su triunfo. En lugar de eso, tuvo que escabullirse para volver a Los Ángeles protegido por un disfraz, por miedo de que los cronistas gráficos lo reconocieran y lo atacaran. Lo primero que hizo cuando el helicóptero estuvo lejos de la ciudad y sobre campo abierto, fue quitarse el disfraz.

Giró en su asiento y miró de lleno a Burt. Su cara tenía un reflejo cálido debido a la luz rojiza que ascendía desde la fundación.

—¿Cuántos perdí? —preguntó Crane, en tono ligeramente superior a un susurro.

—Una pareja. Todos los demás se mantienen. ¿Lo alimentaron bien en esa prisión de Tennessee?

Con un ademán, Crane hizo a un lado la pregunta. La policía local lo había metido en la cárcel de la ciudad de Memphis en la mañana temprana del 31 de octubre, cuando el sismo no llegó a ser una realidad el día anterior. Lo transfirieron a la cárcel del condado de Shelby dos días después, y se lo retuvo sin fianza por haber cometido un delito grave, estafa agravada por haber puesto temerariamente en peligro la vida de millones de personas. Crane daba más que gracias que no hubiera intervenido la FPF. Se tuvo que aguantar todas las acusaciones, que desaparecieron de modo milagroso a la mañana. Mañana de elecciones. En apariencia, Crane había servido a los propósitos del señor Li, por lo que ahora se lo podía dejar en libertad.

—Da la impresión de ser piel y huesos, doc. Me voy a asegurar de que se ponga algo entre pecho y espalda antes de que termine la noche… y no me refiero al ron sino a alimento sólido.

¿Comida en la cárcel? Crane no recordaba haber comido… o no comido.

—Estaba pensando en la cárcel, Burt. Cómo pasó el tiempo.

El helicóptero ascendió por encima del saliente rocoso, para después inclinarse hacia la mezquita pasando a través de violentos vientos transversales.

—¿Está Sumi acá? —preguntó Crane.

—Nadie lo ha visto desde que todo se hizo pedazos —dijo Hill, lanzándole una mirada de preocupación—. Hemos oído que tiene un cómodo empleo directivo en la Academia Nacional de Ciencias. Me da la impresión de que es dinero sangriento, el pago de un trabajo sucio.

—Concedámosle el beneficio de la duda —dijo Crane, mientras Hill hacía posar el helicóptero suavemente a unos nueve metros de la puerta de la mezquita—. Sumi ha sido un buen amigo.

Hill se limitó a gruñir.

Crane aborrecía pensar que alguien de la gente cercana a él lo hubiera traicionado, pero el tiempo que pasó en la cárcel le brindó la oportunidad de pensar, de hacer que encajen las piezas. Los senderos que sus pensamientos habían recorrido eran espinosos: el destino al que finalmente llegó, un sitio malvado y estéril.

—¿Newcombe sigue ahí? —ya había salido del helicóptero y caminaba con rapidez.

—Tanto como yo sé. —Hill se apresuró para ponerse al paso de Crane—. Me preguntaba cuándo iba usted a preguntarlo.

Crane tocó el microteclado en la fibra P: su línea con el especialista en tectónica.

—¿Dónde estás, Danny, mi muchacho? —preguntó.

—¿Crane? —fue la sobresaltada respuesta—. ¿Estás afuera?

—Estoy hundido —dijo Crane—, pero no afuera. ¿Dónde se esconde tu gente?

—Estamos en la sala de instrucciones, observando los resultados de las elecciones.

—Pues, yo no voté aún. Creo que me uniré a ustedes.

Apagó la comunicación y entró en la mezquita. Contuvo la respiración al ver el globo. ¡Dios, qué bueno era estar en casa!

En la cárcel había pasado el primer día, o los primeros dos días, considerando la idea de suicidarse, pero la fundación y todo el trabajo no completado lo disuadieron. Todavía no había terminado. A pesar del señor Li y de los que lo habían traicionado a él y a la causa. Había tanto por hacer. Apenas si había comenzado. Podría estar en quiebra, podría ser un paria, pero todavía tenía su cerebro y esos hermosos, bellos, datos que había reunido. Además, la muerte no era la opción. Pondría fin al dolor que era su herencia y el único origen de la conciencia. Su dolor sólo se habría de aliviar cuando lo experimentara en su plenitud.

Lo había perdido todo, había soportado lo peor, y todavía estaba en pie. Ahora sabía que nada lo podía detener o hacerlo a un lado. Había potencia en esa percepción.

Entonces, apresuró el paso a través de la sala del globo y llegó al trote a la sala de instrucciones, parecida a un teatro. Cincuenta cabezas se dieron vuelta hacia él; cien ojos concentrados exclusivamente en él. O bien los ganaba o los perdía, en ese mismo momento y lugar.

Sonriente, Crane saludó agitando la mano y se apresuró a recorrer el pasillo para ocupar un lugar en el escenario. La enorme pantalla que tenía a la espalda mostraba un mosaico de cobertura proveniente de veinte fuentes diferentes, siempre cambiante, siempre dedicada por completo a las elecciones.

Una luz «Vote Ahora» estaba titilando al pie de la pantalla. Crane abrió la comunicación con la computadora a través del microteclado, e ingresó su código de votante. Tuvo acceso, apretó un botón y después transmitió.

—¡Boleta completa para Yo-Yu! —anunció en voz alta a su público, que le devolvió carcajadas dispersas.

Por las cifras que constantemente se acumulaban en la pizarra, pudo ver que Liang había ganado la principal carrera de la nación. Lo interesante, empero, era que Yo-Yu había logrado un considerable avance en las elecciones del interior del país, hecho al que lo que los analistas de la televisión querían restarle importancia atribuyéndolo a una mera chiripa.

Crane alzó el brazo bien alto, cerró la mano formando un puño y lo agitó.

—Pelearé con quienquiera que tenga el coraje de venir acá y me diga en la cara que estamos acabados. —Miró en derredor—. Todavía estoy vivo, así que no estoy acabado. Ustedes todavía están sentados ahí. Si están terminados, lárguense. No los quiero volver a ver.

Esperó. Nadie se movió.

—Esto es lo que voy a hacer. Si recortamos las operaciones en escala mundial y nos agachamos, podemos mantenernos funcionando durante alrededor de diez a doce meses, con todo el personal recibiendo el salario completo. Eso nos concede otro año para volver a ser respetables. Pudimos reunir gran cantidad de información, antes de que el gobierno sacara el enchufe. Ahora podemos hacer un uso práctico de esa información. Mis sectores de interés son dos: poner el globo en línea y conseguir una lectura muy vasta sobre la tectónica del sur de California. Con ese propósito estoy reasignando a todo nuestro personal de campo a sitios dentro de los estados.

Fue hacia la escalera que estaba en el extremo del escenario y continuó:

—Si todavía trabajan para mí, pongan manos a la obra. No se queden ahí sentados. —Apuntó a la pantalla con el pulgar—. Que alguien apague esa maldita cosa.

Cuando casi todos hubieron abandonado la sala, bajó del escenario por la escalera. Lanie estaba sentada en la primera fila, sonriéndole y con el brillo de la confianza todavía fuerte en la mirada. Newcombe se estaba acercando desde varias filas atrás. Resultaba interesante, pensó Crane, que los dos no hubieran estado sentados juntos.

Lanie se levantó y le dio un rápido, pero fuerte, abrazo.

—Bienvenido a casa.

—Agradezco todo lo que hiciste para tratar de sacarme de la cárcel —dijo Crane—. Tengo entendido que te persiguieron.

—Tan sólo espero que no haya sido demasiado horrible para ti.

Crane sonrió.

—En la cárcel del condado tuve algunos compañeros de celda muy agradables —dijo—. Me enseñaron cómo hacer una cuchilla con una cuchara.

—Imaginaba que una vez que te tuvieran adentro, tirarían la llave al mar —dijo Newcombe, acercándose y extendiendo la mano.

Crane la estrechó.

—El primer día que estuve ahí hice un análisis estructural del edificio. El segundo día, a través del abogado que Lanie me mandó, envié un informe que decía que el edificio no era seguro y que se lo debía declarar inepto para habitación humana. El abogado envió el informe a cada uno de los organismos estatales de Tennessee, así como a los medios legítimos de la prensa. Después, en nombre de los presos, presenté una acción por actitud clasista. Para el tercer día, los policías estaban dispuestos a deshacerse de mí. ¿Podrían ustedes dos reunirse conmigo unos minutos? Quiero hablar sobre lo que ocurrió.

Ambos asintieron con la cabeza. Crane advirtió que Lanie estaba manteniendo una cuidadosa distancia entre ella y Newcombe. Fueron a la sala del globo. Burt Hill se unió a ellos. Traía un sándwich de imitación de pollo para Crane.

—Quédate con nosotros —dijo Crane mientras Hill, literalmente, le embutía un trozo del sándwich en la boca.

—¿Cuánto tiempo pasó desde que tuvo una buena noche de sueño? —preguntó Hill.

—La tendré esta noche —contestó Crane, masticando, mientras se preguntaba qué estaba pasando entre Dan y Lanie.

—Tengo algo para ti —dijo Newcombe. De la cintura pinzada de su pantalón extrajo un sobre y se lo entregó.

Crane lo abrió y sacó un cheque extendido para la fundación, por un monto de medio millón de dólares librado contra una cuenta en Beijing de Liang Int.

—Es un cheque por las regalías de la ecología de los terremotos —dijo Dan—. Tal como lo prometí, es para la fundación.

—Y podemos usarlo —dijo Crane, entregándoselo a Hill, quien tuvo que hacer malabarismos con el sándwich para ponerse el cheque en el bolsillo de su mono de mecánico—. Estoy contento… y sorprendido, de ver que no te fuiste. Estoy seguro de que tuviste ofertas.

—Sí… algunas. Hasta ahora tú sigues siendo el mejor empleo de la ciudad

—Lo que mi excompañero de cuarto está tratando de decirte —dijo Lanie— es que, después de su pequeña perorata sobre la Nación del Islam, tiene su reputación tan menoscabada como la de la fundación.

Crane miró a Newcombe:

—Deseo que sepas que no te culpo por algo de todo eso.

—No voy a dejar de hablar.

—Me parece bien —dijo Crane—. Lo único que pido es que no me involucres.

—Trato hecho.

—¿Eso es todo? —dijo Lanie—. ¿Está todo en ruinas y ustedes dos sencillamente siguen adelante?

—La política es una brisa cambiante —dijo Crane—. No es real; no tiene consistencia. Recuerdo épocas anteriores al señor Li, y recuerdo épocas anteriores a eso. Todavía estoy aquí. La mayoría desapareció. En cuanto a Dan, es un hombre con integridad.

Hill metió otro trozo de insípido sándwich en la boca de Crane, cuando éste se sentaba en un asiento delante de las hileras de computadoras. Lanie y Newcombe también lo hicieron, y, rodando sobre sus asientos, formaron una especie de círculo incompleto.

Crane tragó, rechazando con un ademán la oferta de otro mordisco.

—Díganme, ¿qué pasó… exactamente?

—Siguieron utilizando la videopelícula en la que aparezco con el hermano Ishmael —dijo Newcombe—. Liang Int. y los funcionarios del Estado decidieron proseguir con el ataque contra la NDI, hablando abiertamente sobre una asociación ilícita no especificada entre nosotros dos, con lo que hicieron que todos se sintieran culpables por algo.

—En cuanto a mí… fue estafa. Pero esas acusaciones dependían de que realmente fuéramos embusteros, de que el sismo no se produjera —dijo Crane—. ¿Por qué habrían de correr un riesgo como ése?

—No corrieron riesgos —dijo Hill—. Cuando el Presidente leyó el mensaje sabía que no se iba a producir ese maldito terremoto. Hablaba con demasiada petulancia.

—Entonces, ¿en qué nos equivocamos y cómo se enteraron?

Newcombe extendió la mano hacia el sándwich de Crane, pero Hill se lo empujó lejos del alcance.

—Quizás el Estado escuchó a otros geólogos y especialistas en tectónica que vinieron y dijeron que estábamos locos.

—Le repito —porfió Hill— que Gideon demostraba estar más seguro. No podría ser sólo eso.

—¿Adónde nos lleva esa certeza? —preguntó Crane.

Lanie había estado silenciosa, escuchando, pero Crane se pudo dar cuenta de que ella quería decir algo. Por fin, habló.

—Piensen en esto un instante —dijo—; me ha tenido como loca desde el momento mismo en que pasó. Lo único que nosotros predijimos fue, en realidad, las lecturas de esfuerzo que tomamos en la hendidura con falla. Todo lo demás señalaba, por cierto, un sismo en potencia, y aún lo hace. Fueron las lecturas de esfuerzo las que no concordaron.

—¿Falla del equipo? —preguntó Crane.

—No —dijo Hill—. Comprobamos la escarpia dos días antes, en la cámara de compresión de la fundación. Da lecturas verdaderas.

—Eso hace que la descartemos, pues —dijo Crane—. Las lecturas de Reelfoot las suministramos directamente a las computadoras de la fundación.

—No exactamente —dijo Newcombe, señalándose la muñeca—. La suministramos a mi microteclado, que, a la vez, la suministró a la computadora de la camioneta. Después de que se completaron los ensayos en todos los emplazamientos, desde la camioneta descargué todo, al mismo tiempo, en las computadoras de la fundación.

—Dos transmisiones —dijo Crane—. Puede ser que hubiera una falla en la transferencia. ¿Es normal que revisen dos veces la alimentación de datos?

—No si la intervención humana no es un factor que se deba tomar en cuenta —dijo Lanie—. Cuando es de máquina a máquina sólo revisamos el tamaño de los archivos.

Crane frunció el entrecejo y miró a Newcombe.

—¿Todavía el archivo está en tu microteclado?

Newcombe asintió.

—Pues entonces veámoslo —dijo Crane, extendiendo la mano—. Compararemos tus archivos con los de la fundación: si son iguales, descartamos las lecturas de esfuerzo como factor del problema.

Newcombe se quitó el microteclado de siete centímetros y medio y se lo lanzó a Crane, quien no pudo alcanzarlo con la mano inválida, y cayó al piso. Lanie lo recuperó.

—¿Cuál es el nombre del archivo? —preguntó, mientras conectaba la interfaz con una de las computadoras del globo.

—Reelfoot.

Lanie lo ingresó por el teclado. Apareció en la pantalla, mientras ella recorría el índice en busca del archivo de la fundación.

—Ponlos uno al lado del otro —dijo Crane.

Todos los presentes acercaron las sillas para tener un mejor ángulo de la pantalla. Empezaron a descender números en dos columnas paralelas: cifras para densidad de material, tipo de material, resistencia a la tracción, grados de dilatación. Las listas eran largas, con una lista aparte para cada tipo de material que la escarpia había tocado. El último número de cada línea era LPC, libras por pulgada cuadrada. Ésos eran los números de esfuerzo que mostraban, con exactitud, cuánto esfuerzo estaba soportando el material.

—Bueno —dijo Crane—, todo parece estar… ¡Uaah! ¿¡Qué es esto!? Únicamente extrae, de los dos archivos, los números de esfuerzo. —Todo desapareció, salvo los números de esfuerzo—. ¿Ven algo? —preguntó.

—En el lugar de los milésimos —dijo Newcombe—, cada cifra que hay en la computadora de la fundación es un número mayor que las de mi microteclado.

—Tienes razón —dijo Lanie, excitada—. Con lecturas más elevadas de esfuerzo, no debe sorprender que hayamos llegado a la conclusión errónea. ¿Cómo sucedió eso?

—Sólo hay dos maneras —dijo Hill—. O es una falla o alguien alteró los datos a propósito… y que me maten si conozco alguna falla que afecte de manera selectiva a toda una serie de cifras.

—Bueno, pero nadie más estuvo cerca de ellas, salvo yo —dijo Newcombe—. Yo mismo cargué todo.

—Sí —dijo Hill—. Ocurrió, justamente, cerca del momento en que usted estaba armando ese trabajo suyo de investigación, ¿no, doc Dan?

—Sí, así es, Burt —contestó Dan con enojo—. ¿Encuentras algún significado particular en esa coincidencia?

—Ahora que me lo pregunta, le diré lo que pienso —dijo Hill, poniendo el sandwich sobre la consola, para ponerlo después en el piso, cuando Lanie frunció el entrecejo, en tácita desaprobación—. Usted está celoso del doc Crane. Usted salvó su propio trabajo justo antes de que todo se derrumbe. Usted controlaba los números que se volvieron locos.

—¡Suficiente. El doctor Newcombe me dijo que no falsificó los números, y no hay más que hablar! —exclamó Crane.

—¿Es posible que hayan interceptado las señales, antes de que llegarán aquí? —preguntó Lanie.

—Sí —contestó Crane—, pero eso requeriría de alguien que no sólo conociera nuestros sistemas íntimamente, sino que también tuviera un acceso cifrado a ellos.

—Alguien de adentro —dijo Lanie.

—Fue Sumi —dijo Hill, dándose una fuerte palmada en el muslo—. Tuvo que ser Sumi.

—Hace un instante tenía que ser Dan —dijo Crane—. Preocupémonos después respecto de que haya una víbora entre nosotros. Intentemos un experimento ahora mismo. Doctora King, ¿sería usted tan amable de ingresar las lecturas correctas de esfuerzo en los archivos Reelfoot?

—¡Mi Dios! —dijo Newcombe, dejándose caer en el asiento—. Eso significa que puede ser que hayamos tenido razón todo el tiempo. Lo único que estaba un poco fuera de lugar era el momento de ocurrencia.

—Sólo que ahora —dijo Crane—, nadie nos va a escuchar cuando los prevengamos.

—Tengo las lecturas —dijo Lanie, girando sobre su asiento y señalando el globo con una leve inclinación de cabeza—. Ya las puso ahí arriba. ¿Listos?

—Adelante —dijo Crane—. Tómalo desde el día, desde el minuto, en que hicimos las lecturas. Si acertamos con un terremoto, reduce la velocidad a tiempo real.

Crane miró la línea roja formarse en Reelfoot, tal y como habían pensado que sucedería, con el terremoto emanando del hipocentro de cuarenta y ocho kilómetros de profundidad y extendiéndose hacia arriba y hacia afuera.

Con asombroso detalle estaban contemplando el preestreno de un poder tan destructor como para poder llegar, en comparación, hasta volver débil la imaginación. El sonido, el retumbar, provenía de las ondas P, las primarias o de presión, que actuaban como ondas de sonido que latían a través del suelo, comprimiendo y dilatando la roca, tironeando y empujando la tierra, cuya manifestación era el suelo que se movía violentamente hacia arriba y hacia abajo.

Las ondas secundarias se desplazaban con mayor lentitud que las P y azotaban a través de la roca, haciendo que el suelo se sacuda en sentido lateral. En el globo, la tierra se estaba agitando a centenares de kilómetros de la delgada línea roja de Reelfoot, los ríos Mississippi y Ohio adoptaban nueva forma una y otra vez, dando la impresión de ser enormes serpientes que se retorcían.

Después vinieron las ondas L, las ondas que se originan en la superficie, haciéndole contrapunto a lo que estaba ocurriendo en lo profundo del subsuelo. Las ondas Raleigh rodaban de un extremo al otro del planeta, como olas marinas, en tanto que las ondas Lewis vibraban salvajemente en ángulo recto con su trayectoria, las dos olas al unísono produciendo un movimiento de tirabuzón que ningún edificio, árbol ni represa podía soportar. Al no haber algo que absorbiera las ondas, éstas se expandían cada vez hacia afuera. El suelo del globo se pandeó; se abrieron fisuras. Ascendieron colinas, nada más que para hundirse de nuevo; el Mississippi seguía sacudiéndose violentamente. Una cosa con vida propia. La denominaban hendidura fallada porque nunca había logrado separarse del continente. Ahora, doscientos millones de años después, esa pequeña noción geológica se estaba aprontando para ocasionar sufrimientos indescriptibles.

Crane oyó jadear a Lanie, cuando la zona de destrucción se hizo cada vez más amplia. En el interior de él, la tensión le agarrotaba los músculos y el brazo le empezó a doler involuntariamente. Estaba contemplando el espejo amarillento de sus propios miedos e ira. Estaba sucediendo aquí, y habría de suceder en la realidad. Lo podía ver, delante mismo de sus ojos, pero era impotente para detenerlo.

—Denme un día —dijo en voz baja, casi un susurro.

Lanie giró el cuerpo hacia la consola, la mirada atrapada por el globo. Un segundo temblor sacudió la tierra otra vez, no bien se hubo detenido el primero. Lanie escribía en el teclado con una mano. Un segundo después, letras rojo sangre, de un metro cincuenta de alto, aparecieron suspendidas en el aire delante de los investigadores:

27 DE FEBRERO DE 2025, 18:00

—¡Oh, Dios mío! —dijo Newcombe—. Tres meses y medio. Crane, yo… maldición. ¡Esto da miedo!

—Sí —dijo Crane, parándose y caminando de un lado para otro—. Y contamos con credibilidad cero. Amenazaron con arrestarme si siquiera pongo el pie en Tennessee o Missouri.

—¿Qué hacemos? —preguntó Lanie.

—Volver a gritar lobo, lobo —contestó Crane—. Volverme tan insoportable que si no me escuchan, por lo menos recordarán que lo dije. —Se detuvo—. Eso me repondrá en el lugar que tenía, y así me escucharán la próxima vez.

—El único problema —dijo Burt Hill— es que todo el mundo cree que usted está loco, doc. Nadie lo va a escuchar.

—¿Crees que no lo sé? Espera un momento. —Crane corrió hacia Hill y lo abrazó con fuerza—. Acabas de darme la mejor idea de tu vida.

—¿Lo hice?

Crane oprimió la fibra Q de su microteclado, con la esperanza de que Whetstone no lo hubiera suprimido de su lista de amigos preferidos.

—Vamos, Stoney —murmuró—, vamos.

—¿Voy a lamentar haber respondido esta llamada? —llegó la voz de Whetstone a través del implante auditivo de Crane.

—Eres un buen hombre.

—Soy el hazmerreír de todos.

—Puede ser. Pero también eres jugador.

—Crane…

—Reúnete conmigo mañana… ¿Puedes?

—Puedo hacer lo que se me ocurra.

—Entonces, reúnete conmigo. Puedo convertirte en héroe.

—No mañana. Pasado. Pero dime algo, Crane, ¿por qué te escucho?

Crane rió entre dientes:

—Porque eres un loco como yo.

Li estaba de pie dentro de su globo, regodeándose con la victoria en la noche de las elecciones. Las cifras titilaban alrededor de él como si fueran luciérnagas electrónicas. Habían retenido la presidencia con facilidad y ganado los escaños parlamentarios que estaban en disputa, aunque algunos se ganaron por un margen menor que el que Li habría deseado. El renglón de cierre en el libro mayor significaba que Liang había retenido el poder absoluto durante otros dos años como mínimo. Li atribuyó el éxito a los ataques de último momento contra Crane e Ishmael —la teoría de la conspiración.

—¿Así que está satisfecho? —preguntó el señor Mui desde afuera del refulgente mundo. Únicamente al jefe se le permitía estar dentro de la esfera.

—Por supuesto que estoy satisfecho —dijo Li, sorprendido por la pregunta.

—Entonces, ¿encuentra usted que los resultados de esta noche son un éxito?

—¿Por qué me hace estas preguntas? Salimos victoriosos, ¿no?

—Según mis cifras —dijo Mui— perdimos más de trescientos escaños en legislaturas estatales de todo el país. Yo-Yu ahora tiene una importante cabeza de playa.

—No tiene importancia. Nosotros retenemos el poder.

—En este país, el poder político surge desde abajo… a través de leyes locales, de reglamentos locales. Yo-Yu tiene el control completo de quince legislaturas estatales, lo que significa quince jurisdicciones desde las que habrán de atacar nuestra base económica y ampliar la de ellos.

—Usted está haciendo una montaña de un grano de arena —dijo Li.

—Mis informes serán el claro reflejo de mis pensamientos. Otros juzgarán. Asimismo, mis encuestas muestran que usted cometió un error de importancia con el asunto islámico.

—¿Cómo es eso?

—En las elecciones locales, no bien nosotros acometimos con todo contra la cuestión del Estado islámico, los candidatos de Yo-Yu adoptaron una actitud suave, de esperar y ver. Prefirieron las negociaciones a la confrontación. Su éxito en las contiendas estatales es directamente atribuible a ese factor.

—No estoy de acuerdo.

—Usted hizo que tuvieran miedo —prosiguió Mui—, pero eso simplemente los ató al miedo mayor del movimiento islámico global, del que la gente piensa que es demasiado grande como para desafiarlo.

—Hice lo que había que hacer para ganar las elecciones. Todo lo que necesito hacer para remediar la situación es sacrificar a alguien en el altar del Islam, echarle la culpa a alguien, para después volverme más transigente. Para el momento en que lleguen las nuevas elecciones, ésta ya no será una cuestión problemática.

—¿A quién sacrificará usted?

—El presidente Gideon dejó que el vicepresidente pronuncie la mayoría de los discursos contrarios a la NDI: quizá ya es hora de que el señor Gabler se haga a un lado —Li sonrió—. Después de todo, no podemos tener un racista como vicepresidente, ¿no es así?

—¿Y a quién pondría usted en su lugar?

Li sonrió, pensando en los fotogramas de Sumi Chan en el baño. Con Sumi, el control nunca sería un problema.

—Estuve pensando en que podría ser hora de que un asiáticoamericano ocupe el proscenio de la política de Estados Unidos.

—¿Piensa en alguien en particular?

—Quizás. ¿Ha terminado usted de atacarme?

—Señor —dijo Mui en tono respetuoso—, es mi trabajo poner en tela de juicio sus decisiones, del mismo modo que lo fue el suyo de poner en tela de juicio las de su predecesor. Con todo respeto propongo que usted me debe una disculpa. Su actitud también debe figurar en mis informes. Estoy seguro de que usted lo sabe.

Li asintió con una leve inclinación de cabeza. Todo lo que necesitaba eran cuchillos, para que el derramamiento de sangre adquiriera carácter más público.

—Lamento haberlo ofendido. ¿Existe algo más que aparecerá en su informe?

—Sí —dijo Muí, y Li le pudo ver el brillo de los dientes al sonreír en la oscuridad exterior—. Voy a decirles que la deliberada falsificación que hizo usted de las cifras de la predicción del terremoto, tendría la capacidad potencial de destruir la viabilidad económica de todo este sector.

—Oh, vamos —dijo Li—. ¿No me dirá que realmente cree que ese payaso de Crane puede predecir terremotos?

—¿Por qué no?

Li sintió que la ira llegaba al colmo:

—¡Porque es imposible, ése es el porqué!

—Ah —dijo Muí con rapidez—. La sabiduría y certeza de usted son, evidentemente, mucho más avanzadas que las mías. Yo diría que esperemos y veamos, igual que Yo-Yu, pero usted, señor director, está dispuesto a apostar su vida a la imposibilidad de que Crane haga predicciones. ¡Bravo!

—Usted se está mofando de mí —dijo Li.