CAPÍTULO 9

Ondas de sonido

LA FUNDACIÓN CRANE

1.º DE OCTUBRE DE 2024. 18:00

La oficina de Crane, en verdad no era una oficina. Era un cuchitril —un cuchitril grande para tener mucho espacio en el cual juntar sus cachivaches—. Por todo el piso había salidas impresas de computadora apiladas, muchas de las pilas tambaleantes o desplomadas que se las dejaba donde caían. Libros que llenaban los estantes y desbordaban sobre el torrente de papel. El escritorio estaba en absoluto desorden, su superficie de madera por completo invisible. Tazas de café y envoltorios de comida diseminados por todas partes; terminales e impresoras de computadora embutidos en cualquier superficie que pudiera recibirlos. Crane tenía una cama en la oficina, y varias botellas vacías de licor al lado de ella. Crane conocía con exactitud dónde se podía encontrar cualquier cosa que él necesitara.

En la pared había una foto de sus padres, dañada por el humo, y un avión fundido de juguete estaba metido en una de las bibliotecas. Habían sido las únicas cosas que se recuperaron de la tormenta de fuego que devoró el hogar de su niñez, y los únicos objetos personales que Crane poseía. Era un hombre poseído por su pasado; un ser humano nada más que según la definición biológica de esas palabras.

Habían abierto un agujero directamente a través de la pared de ladrillos de ceniza, para que Crane pudiera mirar el globo cada vez que quisiera.

Una excitación que llegaba al límite hacía que en la habitación dominara un sonido discordante. Crane había convocado a la mayor parte de su personal superior que, obedientemente, se presentó llevando sillas plegables y café, mientras que el jefe permanecía semirreclinado en su cama. Estaba a punto de tomar la decisión cumbre de su vida y quería el aporte de su gente, no para que lo ayude a tomar la decisión, claro está, sino para que refuerce lo que él ya había decidido.

Lanie y Dan no habían llegado aún. Newcombe estaba tratando de apurar su gráfico de ecología sísmica, y Lanie estaba supervisando el globo a través de otro intento por definir el planeta más allá de Pangaea. Pero Crane no la podía ver a través del agujero en la pared y tiempo antes había oído las campanillas de error, cuando el sistema se detuvo solo.

Había algo verdaderamente erróneo en el concepto que tenían del nacimiento del planeta: eso es lo que Crane había decidido. Si Pangaea era correcta, entonces todo lo que se encontraba entre ese omnicontinente y el cometa de Yucatán que dio comienzo a la Era Terciaria tendría una dimensión finita. Alguna forma relativa del mundo, errada o acertada, se podía propugnar para conectar los dos sucesos. Pero la máquina seguía negando la verdad de Pangaea, lo que podía querer decir que los errores de Crane y su gente se encontraban en un pasado muy distante.

Eso lo preocupaba, pero, por el momento, no era algo con lo que podía lidiar. Crane había pasado treinta años esperando su oportunidad. La noche de hoy sería la noche en la que se iba a arriesgar. Siempre supo que todo se habría de reducir a una decisión como ésta, pero nunca se dio cuenta del miedo que iba relacionado con ella: si estuviera equivocado cuando lo comunicara públicamente con bombos y platillos, quedaría arruinado. Eso lo asustaba, pero no lo disuadía. Ahora, lo que necesitaba saber era el grado de lealtad de su personal.

—Lamento que hayamos llegado tarde —dijo Lanie, entrando a los tropezones por la puerta abierta, ayudando a Newcombe a cargar un tablero con un cartel de un metro veinte por un metro veinte—. El gráfico nos retuvo.

Metieron el gráfico, un cuadro en forma de torta con los colores del arco iris, y lo dispusieron en el atril abierto que estaba al lado de una cámara. Se dejaron caer en el suelo y se reclinaron contra la pared al unísono, como si hubieran estado unidos por la cadera. Newcombe observó a Crane cuidadosamente: parecía estar más alborotado que de costumbre. Una idea verdaderamente aterradora.

—¿Infiero que otra vez fallamos con el globo? —preguntó Crane, con mirada sombría.

—Decimoquinto intento —contestó Lanie con amargura—. Estamos empezando a sentirnos desalentados.

—La respuesta está ahí —dijo Crane, desechando el comentario—. Simplemente ocurre que no la vemos. Sigan intentando.

No se atrevió a mirar a Lanie mientras hablaba. En los cuatro meses de trabajo conjunto había permitido que ella se acercara más al verdadero Crane que lo que jamás imaginó que le permitiría a alguien. Estaba petrificado por haberle concedido esa clase de poder sobre él a alguien, en especial a una mujer. Pero no podía evitarlo: ella parecía entenderlo de una manera tan completa.

—Tal como la mayoría de ustedes sabe —dijo, incorporándose en la cama, el brazo inválido dormido, con hormigueo—, hemos estado pensando seriamente en hacer una declaración pública, anunciando un sismo en la falla de New Madrid.

Entonces se produjo una confusión general, con todo el mundo hablando al mismo tiempo. Crane alzó la mano sana, pidiendo silencio. Newcombe pudo ver lo que pasaba por los ojos de todos los presentes: el miedo. Una predicción real significaba un compromiso real, y un fracaso real si estaban equivocados. Para los desclasados como ellos, eso significaba la amenaza de que se descarrilara el tren que traía el sueldo. No tenían ninguna parte adonde ir.

—Escucharé todo lo que tengan que decir —dijo Crane—, pero hablen de a uno por vez. ¿Doctor Franks?

Un hombrecillo con cabello corto enrulado y cara ojerosa se puso de pie, sacudiendo la cabeza.

—Estamos oyendo muchos rumores.

—¿Tales cómo?

—Tales como que los ensayos Ellsworth-Beroza no están en línea con una predicción en estos momentos.

—Es cierto —dijo Crane— y, por favor, siéntese, doctor. Crane recorrió la habitación con la mirada. —Hasta que el globo no sea verdaderamente operativo, estoy convencido de que todos nuestros intentos por utilizar procedimientos clásicos de ensayo producirán datos no concluyentes y hasta contradictorios.

Se volvió a desencadenar una barahúnda general, y una vez más Crane alzó la mano.

—Permítanme decir esto: ningún ensayo es perfecto. Ése es el motivo de que la predicción sea tan dificultosa. Pero escuchen lo que sí tenemos: la actividad eléctrica aumentó, las emisiones de helio aumentaron, las emisiones de radón aumentaron, se están produciendo sismos previos, aunque no directamente dentro de nuestra zona de germinación. Hubo evidencias de dilatación. Y tenemos una prueba poderosa en nuestras lecturas de esfuerzo. ¿Doctor Newcombe?

—Tomamos una muestra, extraída con barreno, de la roca de esa región —dijo Newcombe— y la pusimos en la cámara de compresión lateral, para ver cuánto esfuerzo deformante podía asimilar sin sufrir rotura: la roca se quebró a las 4033, 01435 libras por pulgada cuadrada. Las lecturas provenientes de la hendedura de Reelfoot dieron un resultado de 4033, 01433. La roca de la ensenada, según nuestros cálculos, no puede sobrevivir más que otros veintinueve días.

—¿Qué magnitud de terremoto predicen ustedes? —preguntó Sumi, quien había entrado unos pocos minutos antes.

—Debido a la ubicación del esfuerzo y a los tiempos estimados de retorno —dijo Crane—, estamos pensando en un sismo nivel XI de Mercalli en la región inmediata, lo que se traduce a un Richter 8,5, encima del 9, en la Magnitud Instantánea.

Franks estaba de pie otra vez.

—Uno de 8,5. Eso… eso es inimaginable.

Crane tenía aspecto solemne:

—Memphis… desaparecida. Saint Louis… desaparecida. Nashville… desaparecida. Little Rock… desaparecida. Chicago, intensamente dañada. Kansas City, intensamente dañada. Indianapolis… desaparecida. La lista asusta. Toda la tierra de labranza del cinturón cerealero, destruida. Tormentas de fuego que aislarían el este de Estados Unidos del resto del país. Comunicaciones y energía eléctrica cortadas en más de dos tercios del país, durante Dios sabe cuánto. Observen el gráfico.

Todos se apiñaron al lado del gráfico de Newcombe, hablando y señalando.

—Suponemos que el hipocentro estará a unos cuarenta y ocho kilómetros por debajo de la superficie —dijo Newcombe—, y el epicentro por encima del suelo, en la hendidura, a unos veinticuatro kilómetros al norte de Memphis. Si la determinación del sitio es correcta, mi gráfico será tan exacta como las especificaciones para Sado.

Una de las técnicas, Loreen Devlin, se volvió y miró a Crane.

—Va a desencadenar el pánico. ¿Qué pasa si está equivocado?

—¿Qué pasa si tengo razón? —replicó Crane—. No me es posible, con toda conciencia, mantener este conocimiento para mí mismo. En cuatro mil años de historia registrada, trece millones de personas murieron como consecuencia directa de terremotos.

—Usted esperó en Sado durante semanas —siguió la técnica—, ¿cómo va a hacer con Memphis?

—Estoy convencido de haber aprendido algo en Sado. Esta vez voy a darles una fecha específica, no una aproximación, no una serie de días peligrosos. Estoy diciendo 30 de octubre, en algún momento después de las 17:00, cuando se cuele el frío del anochecer.

—¿Se da cuenta en qué se está metiendo? —preguntó Su-mi—. ¿Quién es responsable, una vez que usted hable? ¿El Estado? ¿La prensa? ¿Qué deben hacer las empresas, cerrar y perder sus ganancias, o permanecer abiertas y arriesgarse a enfrentar demandas de aquéllos que fueron heridos al estar dentro de la empresa, cuando ésta se desplome? Si usted se equivoca, ¿va a ser culpable, en el aspecto financiero, por la depresión del mercado en las zonas afectadas? ¿Su predicción originará pánico, como argumenta Loreen, con tropas de la Guardia nacional, saqueadores y todo eso?

—El juego está demasiado avanzado como para echarse atrás, ¿no es así, Sumi? —dijo Crane. Su voz había adquirido un extraño timbre.

Sumi se le acercó con vacilación, como un penitente. Se puso bien al lado de Crane y susurró, mientras Lanie se esforzaba por oír las palabras.

—Simplemente me preocupo por usted, Crane.

—Tengo que hacer esta predicción —respondió Crane—, y lo sabes. No me abandones ahora. Ya no tiene más que ver con el suministro de fondos. No puedo guardarme esta información.

Sumi hizo una leve inclinación de cabeza —con cierta tristeza, pensó Lanie— y se fue hasta el extremo opuesto de la habitación.

—¿Alguien tiene alguna sugerencia, o comentarios? —preguntó Crane.

—Sí —dijo Franks—, no lo haga. Tan seguro como la luz que me alumbra que no querría ser el portador de noticias tan malas. Además, ¿en verdad cree que la gente le prestaría atención?

—Yo sólo puedo guiarlos hasta el abrevadero, doctor —repuso Crane—, no puedo hacerlos beber. El objetivo de Sado, de toda la publicidad, fue construir la fe en mí como pronosticado^ con el objeto de que la gente me escuche con seriedad. El momento nunca va a ser más propicio.

—¿Va a diseminar la información a través de un organismo estatal? —preguntó Mo Greenberg, el vulcanólogo residente.

—No —contestó Crane—. Seguiría enredado en la maraña burocrática mucho tiempo después de que el sismo hubiera golpeado.

Fue hacia su escritorio, dispersando cachivaches, para extraer un disco compacto del tamaño de una arandela grande para canilla.

—Todo lo puse aquí —dijo con voz ronca y expresión sombría—. Transmitiremos desde este sitio, pasando alternativamente de mi discurso al gráfico de Dan. Transmitiremos cada hora.

—Me gustaría presentar esto ante el Servicio Geológico —dijo Loreen Devlin.

—¡No! —aulló Crane—. ¡Ustedes quieren enterrarlo porque son débiles! No admitiré lealtades divididas. Tenemos una búsqueda, una misión, de la cual no vamos a desertar. Lo que exijo es que el corazón y el alma de ustedes estén ligados a mí. Estamos ingresando en la lucha de todos los tiempos, el Hombre contra la Naturaleza. No admitiré lealtades vacilantes ni ambigüedades. Me habrán de brindar su apoyo ahora, o se van. ¿Estamos en el mismo barco, señoras y señores?

Hubo una respuesta sin muchos bríos. La cara de Crane se puso roja de ira. Newcombe sintió que la mano de Lanie se ponía tensa sobre su brazo:

—¡Únanse a mí ahora o váyanse! —rugió Crane. Aferró una botella abierta de ron que tenía al lado de la cama, blandiéndola mientras hablaba—. ¡Aniquilaré a esa bestia! ¿Están conmigo?

Fue hasta cada persona por turno, quemándola con la mirada y haciéndole la pregunta. Uno por uno, los circunstantes se conformaron. Entonces llegó hasta Newcombe, quien dijo:

—No actuaré como esclavo tuyo dando mi palabra a esta forma de lealtad.

—No eres diferente de cualquier otro que esté aquí —susurró Crane con aspereza—. Comprométete con nuestra causa o lárgate de acá ahora mismo.

—Estuve contigo en la llanura de Sado. Nada tengo que probarte ahora.

—Maldito seas —dijo Crane en voz baja. Pero se calló y regresó al escritorio. Rescató el panel de transmisión de debajo del montón de trastos, le metió el disco compacto y, sin la menor vacilación, pulsó el microteclado para transmitir.

—Está hecho —dijo—. Ahora salgan de aquí, todos ustedes.

En el sueño, nunca antes había existido el golpeteo. Lanie estaba tendida en la cama, sudando, la mente afiebrada, con la imagen de Crane en el traje blanco con el casco hermético en forma de burbuja transparente. Estaba gritando con desesperación, tratando de llegar hasta Lanie, pero el golpeteo era tan intenso que ella no lo podía oír… no lo podía oír…

—¿Qué demonios…? —dijo Newcombe.

Despertándose con un respingo, Lanie se sentó en la cama con la espalda tiesa. El golpeteo continuaba.

—¡Abre esta puerta! —aullaba un Crane borracho—. ¡Traidor! ¡Ábrela!

Lanie sacudió la cabeza y miró el reloj despertador que tenía al lado de la cama: eran casi las cuatro de la mañana.

—¿Qué quiere?

—¿Cómo diablos he de saberlo? —Newcombe se paró y bajó la escalera desnudo.

—¡Sé que estás ahí! —chilló Crane—. ¡Abre la puerta!

—¡Vete! —le contestó Newcombe con otro alarido—. ¡Vete a dormir la mona!

En el instante en que Lanie sacaba las piernas por encima del borde de la cama, Crane se lanzó contra la puerta, pero el aluminio de construcción no cedió. Volvió a intentarlo.

—Oh, por el amor de Dios —dijo Lanie. Encendió el velador y, lanzando vituperios, fue hacia el piso superior.

—¿Por qué no lo dejas entrar, antes de que se lastime?

—¡Monstruo! —aulló Crane, volviendo a lanzarse contra la puerta.

—¡Estás loco! —le gritó Newcombe a su vez, mientras Lanie bajaba presurosa los escalones, también ella desnuda. Abrió la puerta.

Crane pasó como una tromba al lado de ambos, quitando con furia el brazo sano cuando Lanie trató de asirlo por la manga.

Cruzó la habitación y encendió la pantalla mural que estaba en el otro extremo.

—Me traicionaste —dijo Crane, la llameante mirada puesta en Newcombe.

—No sé de qué me… —empezó Newcombe, pero se detuvo al ver su propia cara en la pantalla de televisión.

Lanie se acercó para tomarle el brazo pero, al igual que como había hecho Crane, Newcombe lo apartó con brusquedad.

—Oh, no —dijo en voz baja, yendo hacia la otomana para dejarse caer en ella—. Prometieron que no pasarían esto hasta después de varios meses.

—Bien, pues pienso que cambiaron de opinión. —Los ojos de Crane se abrieron mucho ante la desnudez de Lanie. Tomó un cubrecama de lana que estaba colgando del respaldo de una silla y se lo arrojó a la mujer—. Cúbrete.

Avergonzada, Lanie se sonrojó, después se envolvió con la manta y se puso a mirar la pantalla: Dan estaba presentando una detallada disertación sobre sus ecuaciones de ecología de los terremotos, dando a publicidad todos y cada uno de los detalles que Crane había mantenido en secreto. Newcombe ahogó el sonido.

—¿Leyó usted su contrato, doctor? —preguntó Crane.

—Conozco todos los artículos de mi contrato. En el transcurso de la disertación le doy adecuado crédito a la fundación, y todo el dinero percibido por ella va a la Fundación Crane.

—¿A quién le interesa eso? —aulló Crane—. Todo esto es parte de nuestro paquete, de lo que nos respalda. Cuando das a conocer información gratuita, eso destruye todo lo demás que estamos construyendo.

—El mundo necesita esas teorías —dijo Newcombe—. Me arrogué la decisión de hacer lo correcto.

—No eres quién para tomar esa decisión —dijo Lanie.

—Mantente aparte de esto —replicó Newcombe. Después miró a Crane—. Si te calmas, hablaré contigo.

Lanie observó la cara de Crane. En situaciones como éstas estaba descolocado por completo. Se sentó en una silla recta de madera:

—¿Por qué? —preguntó en tono bajo e inseguro.

—Tienes un sueño, Crane, un sueño que fracasó temprano, en el día de hoy, por decimoquinta vez.

—Mis sueños van más allá de ese globo —retrucó Crane.

—¿Hasta dónde? ¿Qué son? ¿Qué es, con exactitud, lo que estás buscando?

Crane se limitó a mirarlo con fijeza.

—¿Ves? —dijo Newcombe—. No me lo quieres decir, o no lo sabes, o… ¿qué? Pues bien, yo tengo una realidad en vez de un simple sueño. He pasado diez años estudiando y clasificando las ondas que emiten los terremotos. Puede que eso no sea tan glamoroso según tus pautas pero, por mil demonios, al cabo de diez años las cifras salieron y dieron bien, y me permitieron predecir zonas de daño en torno de las líneas de falla. Las ecuaciones hablan por sí mismas y es necesario compartirlas con el mundo. Así que las escribí y envié un artículo a las revistas científicas. La fundación recibe los honores y las regalías. Mi sueño es realidad.

—Tu sueño es propiedad mía —dijo Crane, señalando la pantalla—, lo que hace que todo esto no sea nada más que… un robo. No tengo obligación alguna de compartir mi visión contigo, Dan, ni lo haré hasta que yo decida hacerlo. No tienes el poder de definirnos a mí o a mi sueño. Si te sientes tan insatisfecho con el modo en que manejo las cosas, ¿por qué no renuncias? No obligaré a que permanezca conmigo un hombre que se quiere ir.

—¡No me voy porque necesito tu dinero! ¿Por qué no me despides?

Crane hizo una profunda inhalación y se puso de pie, toda su ira súbitamente agotada. Caminó con lentitud hacia la puerta arrastrando los pies; cuando la abrió, se volvió hacia la pareja:

—No te puedo despedir —dijo—. Te aprecio demasiado. Eres sumamente bueno en lo tuyo, sumamente bueno. Lamento haberlos molestado.

—Bastardo excéntrico. —Newcombe cerró la puerta con llave detrás de él. Volvió hacia el sofá a las zancadas y le asestó varios golpes con el puño cerrado—. ¡Maldición! Me prometieron que no pasarían el reportaje sin informármelo primero.

—Supongo que la predicción de Crane hizo que la ecología de los terremotos se vuelva demasiado caliente como para dejarla pasar —dijo Lanie, todavía envuelta con el cubrecama muy apretado alrededor de su cuerpo—. Levanta el ánimo: ahora tú también vas a ser famoso.

—¿Estás sugiriendo que hice esto a propósito?

—No sé si lo hiciste o no lo hiciste —replicó ella—. Sólo sé que no tenías derecho a robar lo que pertenecía a Crane nada más porque no lo estaba manejando de la manera que tú querías que lo hiciera.

—Se lo di al mundo, Lanie —dijo Newcombe, acercándose para tocarle el hombro—. Te vas a tener que acostumbrar a eso.

Lanie torció el cuerpo para evitarlo, y le dio la espalda.

—Te gusta pasar como una aplanadora sobre todo, ¿no es así? Si quieres saber el verdadero motivo por el que me sometí al Vogelman, es porque sabía que, una vez que se te hubiera metido la idea en la cabeza, me empujarías a tener bebés y a hacer todo lo que tú quisieras.

Newcombe hizo que girarse hacia él.

—Un momento: creí que habíamos decidido que no te someterías a ese procedimiento.

—No era una decisión que te correspondiera tomar —dijo Lanie, separándose con brusquedad otra vez y poniéndose a mirar la pantalla, ahora totalmente ocupada con un primer plano de la cara de Dan—. Al igual que no fue esa una decisión que te correspondiera a ti tomar.

—Lo hiciste sin decírmelo.

Ella seguía mirando la gigantesca cara, con ojos de mirada tan sincera. Tuvo que reírse.

—Parece que tú también hiciste algunas cositas sin decírmelo.

—Oh, demonios —dijo Dan, ablandando del tono—. Apaga ese aparato y volvamos a la cama.

Lanie no podía mirarlo de frente. Sabía que no podría dormir con él esa noche.

—Ve tú. Yo subiré más tarde.

Lanie se puso tensa cuando él la tocó. Newcombe lanzó un gruñido y se alejó.

—Está bien —dijo, empezando a subir la escalera—. Hazme un favor, empero. No te dejes llevar demasiado por las fantasías de Crane. Sólo es un loco, eso es todo.

—¡Mi globo no está loco!

Newcombe no le prestó atención y subió al piso superior. La luz se apagó ante el sonido de los resortes de la cama.

Lanie se volvió y se quedó mirando la puerta de entrada:

—No está loco —le susurró al hombre que ya no estaba parado ahí.

Rupturas

GERMANTOWN, TENNESSEE - CERCA DE MEMPHIS

27 DE OCTUBRE DE 2024. 10:00

__Y entonces el tipo me dice —dijo Newcombe, blandiendo el mazo para hundir el poste sensor de Lanie en el suelo negro del delta— que va a proponer mi nombre para el Premio Nobel.

—Un tanto temprano para abrir el champagne, ¿no crees?

—Lanie estaba hasta la coronilla con este tema. De hecho, Dan estaba tan colmado de sí mismo esos días, que Lanie estaba empezando a cansarse un poco de él. —Por lo común, el premio de ciencia se concede muchos años después del descubrimiento.

—Sucedió antes para Crane. —Newcombe ayudó a Lanie a recoger la larga antena en forma de cepillo y a deslizaría dentro del agujero—. Dame la oportunidad de tener un poco de emoción, ¿sí?

—Tú eres el doctor.

—Malditamente bien dicho, doctora.

Lanie sonrió y centró el foco en la parte superior del aparato. Se encendió la luz roja, lo que indicaba que los datos se estaban transmitiendo. Giró para mirar la línea. Éste era el quincuagésimo poste, el poste final en una prolija hilera que definía el borde de la zona de destrucción calculada por Dan. Medio kilómetro más allá se encontraba la ciudad de las carpas, que llenaba muchas hectáreas de algodonales. Miles de personas ya habían huido hacia allá, y otras tantas se estaban preparando para hacer lo mismo. Y no era porque hubieran recibido mucha ayuda por parte de las autoridades.

Alabados sean los abogados de Harry Whetstone, había pensado Lanie muchísimas veces durante las dos últimas semanas. El benefactor y amigo de Crane, el bueno de Stoney, había conseguido que la fundación saliera bien parada, porque los abogados habían hecho que se desestimara la acción contra él, con lo que los miles de millones de dólares se liberaron de quedar embargados. La deficiente actuación del Estado y de Liang en cuanto a alertar a la gente y brindar información, guía y ayuda a la población, sólo al principio habían sido sorprendentes. Después todo se había vuelto tan frustrante que Crane dijo que iba a empezar a aullar a la luna con el logotipo de Liang, todas las noches.

Así y todo, la gente venía a raudales al campamento, que ya había duplicado el tamaño del de Sado. Las interminables imágenes televisadas mostraban caminos y corredores aéreos atestados de gente que trataba de salir de la zona. Con secciones completas de Memphis y de las ciudades próximas abandonadas, habían aparecido los saqueadores, claro está, y la FPF estaba respondiendo. De hecho, la FPF parecía ser el único brazo del Estado que estaba haciendo su trabajo de manera adecuada.

Lanie movió la cabeza de un lado a otro, y miró hacia lo alto. El cielo estaba brillante; el sol, muy caliente para ser fines de octubre. Ella transpiraba dentro de su largo tapado protector y soportaba los pesados guantes. Tenía el ala del sombrero flexible doblada alrededor de la parte de superior de las antiparras. Arriba, las nubes flotaban con morosidad, mostrando imágenes de los atascamientos de tránsito por todo el valle del Mississippi. Otras, mostraban a los tozudos, los que no creían en la predicción… Las imágenes recorrían toda la gama hasta llegar a aquéllos que ni siquiera sabían qué era un terremoto. Crane había contratado un plantel de historiadores para que documentara la serie de sucesos, de modo que él pudiera trazar un conjunto sensato de planes para predicciones de futuros sismos.

—¿Eso es todo, pues? —preguntó Newcombe.

—Es todo lo que tengo —repuso Lanie, deseando haber podido ella también correr de un lado para otro vestida con una camiseta y sin sombrero—. Va a resultar interesante hacer lecturas en lodo antediluviano. Todo se va a reordenar.

Newcombe sonrió. Fue hacia el camión de caja plana en el que habían acarreado los sensores y ocupó el asiento del operador.

—La tierra se vuelve líquida. Verás cosas; en ocasiones casas enteras que desaparecerán debajo de la superficie, y otras cosas enterradas desde hace tiempo, que ascienden de nuevo a la superficie. Créeme, no querría vivir en New Orleans en este preciso momento: van a ver a sus muertos emerger directamente de las tumbas. Tanto los que recién estén sepultados en tierra como los que están en mausoleos al nivel del suelo.

—Qué pensamiento divertido —dijo Lanie, subiéndose al asiento del acompañante y cerrando la puerta—. Me pregunto qué aspecto tendrá el Ellsworth-Beroza en la mañana de hoy.

Newcombe abrió el foco, programó el camión, y el vehículo avanzó laboriosamente por el campo negro. Del suelo sobresalían esqueletos de algodoneros pelados.

—Estoy preocupado por el e-b —dijo Newcombe—. Cada maldito buscapiedras del mundo descendió a la hendidura, y todos ellos dicen lo mismo: si el e-b no arroja resultado positivo, el sismo no puede ocurrir.

—Nosotros bajamos a esos agujeros, Dan: vimos las lecturas de esfuerzo, sentimos los temblores.

—Estoy de acuerdo… pero entonces, ¿por qué el Ellsworth-Beroza no muestra alguna actividad?

—A lo mejor ya no da más advertencias.

Con el ceño fruncido, Newcombe dijo.

—Sí… quizás. Y quizás estamos corriendo el riesgo en el momento que no corresponde. De ser ése el caso, Crane está liquidado. Eso sólo refuerza mi decisión de hacer público el sistema de ecología de terremotos. Me puedo apartar de Crane, si me veo forzado a ello, y, aun así, seguir sobreviviendo.

—Sí… a lo mejor —dijo Lanie con acritud—. Por algún motivo me resulta difícil creer que a Crane se lo pueda liquidar. Únicamente cuando esté en la tumba… y quizá ni siquiera entonces.

—Es un psicópata. Algún día lo van a encerrar.

Lanie echó la espalda hacia atrás y miró las nubes y sus interminables programas de televisión. Inteligente como era Dan, no podía habérselas con Crane, con la grandeza de éste. Quizá Crane podría ser un psicópata, hasta padecer alucinaciones, según la definición de los hombres y mujeres comunes y corrientes que no podían entenderlo ni estimarlo. ¿Pero Dan? Él debería ser la última persona que le aplicara a Crane el rótulo de cualquier otra cosa que no fuera el de brillante.

La suerte de Dan había sido en extremo buena últimamente. No había transcurrido una semana desde que hiciera el lanzamiento público de las ecuaciones de la eco-T, cuando un equipo chino de especialistas en tectónica, que estaba a punto de descubrir un sismo en su estadio temprano Ellsworth-Beroza, aplicó la teoría de Dan al epicentro que habían estimado y convencieron a los ciudadanos de Guiyand, la capital de la provincia de Guihou para que evacúen el lugar. Dos días después, un sismo de magnitud 7,2 de Richter sacudió la región, generando gran devastación, pero nadie resultó muerto. Los científicos reconocieron que la ecología de los terremotos los estaba ayudando a definir las zonas de evacuación. Y el éxito de Newcombe estaba alimentando su engreimiento… no, se lo estaba cebando, engordando… y de manera bastante fea, pensaba Lanie. Mientras la estimación por sí mismo iba en aumento, disminuía la que sentía por Crane. Había algo de obsceno en el desdén que Dan sentía ahora por Crane.

Lanie había puesto distancia con Dan la noche de la predicción, y él parecía no darse por enterado. Había persistido en esa actitud más allá de la sensatez, para ver si Dan respondía; después, sencillamente se había convertido en rutina. No había manera de salvar la brecha emocional. En estos momentos vivían cada instante bajo un microscopio, las presiones públicas ahogando las llamas personales de la pareja. Lanie sencillamente confiaba todo al viento, y estaba viviendo día por día.

Con la salvedad de los sueños.

Los sueños eran una constante, el torbellino de Martinica se volvía cada vez más grande, hasta el punto de que Lanie ahora creía que las pesadillas tenían, en alguna forma, un significado que trascendía la mera remembranza. Aunque recordar, Lanie sí recordaba. Se estaban abriendo secciones —el terrible lodo, la ordalía que padeció el herido, el sonido de todos los camiones haciendo sonar su claxon al mismo tiempo—, aunque el evento real que le había ocasionado la pérdida transitoria de la memoria todavía permanecía en la bruma. Ni siquiera estaba segura de querer recordar esa parte.

—¿Deseas mirar a la gente? —dijo Dan, mientras conducía hacia el medio de la ciudad de carpas. No eran carpas coloridas, apiñadas como las de Sado, éstas eran de un monótono verde oliva y estaban separadas por una distancia suficientemente amplia como para permitir el paso de los camiones. Había miles de ellas. Por encima del complejo de viviendas de emergencia, la proyección de una bandera estadounidense ondeaba por efecto de un viento electrónico perpetuo.

Había gente por todas partes a la que daban instrucciones empleados uniformados, tostados por el sol, pertenecientes a Whetstone Inc., la organización de servicios de guardaespaldas que poseía el multimillonario.

Dan se detuvo en el cuartel general, en el preciso instante en que arribaba un ómnibus cargado con estudiantes, pupilos, de una escuela local.

—Niños de tecnológica —dijo Newcombe, al tiempo que bajaba del camión.

Lanie miraba cómo los jovencitos, desde la preprimaria hasta de la secundaria, se apeaban del ómnibus. Daban la impresión de ser frágiles y estar asustados.

El aprendizaje había sido reevaluado y las escuelas tecnológicas representaban una nueva dirección en la educación. La materia de estudio primordial era Microteclado de muñeca 101. Se les enseñaba a los niños cómo manipular la red de procesamiento de datos a través de sus microteclados, para tener acceso a absolutamente cualquier cosa que alguna vez pudieran necesitar o querer. La proliferación de líneas de voz en el microteclado evitaba hasta la necesidad de leer y escribir. El poder del microteclado era el poder del conocimiento absoluto. Pero ¿qué pasaba respecto de la disciplina? ¿Qué pasaba respecto del almacenamiento o de la recuperación de la memoria? Mientras lanzaba una última mirada de reojo a la fila de veinte niños, Lanie siguió a Newcombe al interior del cuartel general. Los hijos de la tecnológica tenían menor capacidad para sintetizar y reaccionar a exigencias físicas y situaciones emocionales. Vivían a través del microteclado. Pensaban que ese adminículo les proporcionaría todo y les daría todas las respuestas. El problema era que no sabían las preguntas.

Los jefes de los bloques de alojamiento entraban y salían de la tienda, trayendo solicitudes y preguntas. Crane estaba sumamente serio y meneaba la cabeza en gesto de negación, mientras hablaba con Sumi y con el canoso Stoney Whetstone, quien estaba vestido con el mismo uniforme que usaban sus hombres. Las pantallas de televisión ocupaban los costados de la habitación de noventa metros cuadrados, y ellas reflejaban lo mismo que mostraban las nubes.

—Eres un papanatas, Parkhurst —decía Crane en el momento en que Lanie y Dan se acercaban. Hizo un gesto de hastío con la cabeza y cortó la comunicación.

—Afuera hay un ómnibus con escolares del tecnológico, que van a necesitar un manejo especial —le dijo Lanie. Crane miró a Sumi.

—¿Te podrías encargar de eso?

—Por supuesto —dijo Sumi, saliendo de inmediato.

—¿Qué hay sobre los valores de e-b? —le preguntó Newcombe a Crane, que estaba mirando hacia el piso con expresión ausente.

—No hay actividad —dijo Stoney.

Stoney era impresionante, pensó Lanie. Alto, imponente, y con visión práctica de las cosas, tenía una cara curtida, pero aún atrayente. A los sesenta y siete años seguía siendo tan hombre que Lanie se preguntó cómo habría sido a los cuarenta.

—Algo muy extraño está pasando aquí, creo yo —añadió Stoney.

Esto no era una novedad. Stoney había estado más ceñudo a medida que pasaban los días, expresando sospechas y cuestionando todo lo que estaba ocurriendo con el Estado y con Liang International.

—¿Qué quieres decir esta vez? —preguntó Lanie, con cierto tedio.

—El Estado está arrastrando los pies respecto de la ayuda que está brindando… que es malditamente poca. ¿Y toda la cuestión de que ellos acepten la predicción de Crane no se debió, acaso, a cuánta agua podían arrear para su molino y la publicidad que obtendrían entre el electorado por ser bondadosos? Supuse que este sitio sería un loquero de encuestas y reporteros. Li y sus amiguitos haciendo marchar al trote a todos sus candidatos desde aquí, dándole a cada uno de esos payasos la oportunidad de emitir sus arengas para los electores. ¿Ves algo de eso? De hecho, ¿viste un solo candidato o funcionario electo o algún pez gordo de Liang Int. que ande^ por aquí?

Lanie negó con un lento movimiento de cabeza.

—No, claro que no, porque algo anda muy mal, ésa es la razón.

—No agreguemos la paranoia a nuestra lista de problemas —dijo Newcombe—. Todavía nos queda algunos días hasta el día T. A lo mejor algo…

—Mi brazo no anuncia nada —terció Crane— si estuviéramos tan cerca de un sismo, ya debería estar latiendo.

Los televisores parpadearon, lanzando fantasmagóricas imágenes sobre la cara de todos los circunstantes. Las imágenes murieron y apareció el escudo del presidente de Estados Unidos. Lanie puso su microteclado en el canal K, aunque no habría importado qué fibra elegía: todos estaban en cadena.

—… idente de Estados Unidos —le llegó la voz a Lanie a través de su implante auditivo. El presidente Gideon se sentó a su escritorio. El señor Li estaba a su lado.

—Mis compatriotas estadounidenses, me dirijo a ustedes hoy para corregir un terrible entuerto. Con gran esfuerzo y a un ingente costo, el gobierno emprendió una impresionante investigación y descubrió una flagrante estafa: Lewis Crane es un embaucador. Carente de principios, ávido por ganar publicidad, está engañando al país, haciéndole creer que toda la región media y el sur de Estados Unidos está al borde de la catástrofe. Por suerte hemos descubierto que no es así y, públicamente, tachamos de fantasía a su predicción de un sismo para el 30 de octubre. Además, procedemos de inmediato a suspender todo el dinero federal que se le concedía a la Fundación Crane en calidad de subvención.

Crane estaba parado delante de la pantalla más grande, moviendo la cabeza de un lado a otro:

—¿Qué están haciendo? —murmuró—. ¿Por qué?

—¿No pudiste oler el tejemaneje en el aire? —preguntó Stoney—. Ya sabía yo que se estaba cocinando algo.

El Presidente continuó.

—Tenemos pruebas de que la Fundación Crane mantiene contactos continuos con el líder de la Nación del Islam, Mohammed Ishmael, puesto que Ishmael proclamó un Estado islámico mientras estaba en compañía de Crane. Nosotros, el pueblo, somos víctimas de alguna clase de conspiración.

Apareció la imagen de un hombre que caminaba por una acera de la ciudad, los brazos balanceándose con la marcha. La imagen estaba tomada desde el punto de vista de la manga de su chaqueta. El hombre se detuvo ante un vendedor de endorfina y le compró una botella. Cuando giró el brazo para pagarla, la cara de Dan Newcombe llenó la pantalla.

—¿¡Qué es esto!? —Crane se revolvió hacia Newcombe—. ¿¡Qué demonios estamos a punto de ver?! —chilló.

—A mí y a Ishmael —dijo Newcombe, con cara inexpresiva mientras lo miraba a Crane.

—¿Qué más?

Newcombe señaló la pantalla con una inclinación de cabeza: en rápida sucesión, con cortes repentinos en la emisión sonora, la videocinta lo mostraba a Newcombe siendo conducido por un pasillo, en lo que parecía ser un salón para alucinogénesis con microprocesadores. Lanie contemplaba asombrada, el pulso acelerándose y una sensación de pavor en el estómago. Dan había ido a la Zona la noche de Masada en la que desapareció… eso estaba perfectamente claro ahora. Traición. Personal y profesional también, sospechaba Lanie. Empezó a temblar. Tenso, Dan le esquivó la mirada, contemplando con forzada fijeza la pantalla: lo llevaban a un cubículo, donde alguien desplazaba una cama para dejar al descubierto una boca de acceso; Ishmael saliendo de esa boca para abrazarlo a Newcombe, como si éste fuera un pariente querido al que hace mucho que no se ve. Lanie lanzó una rápida mirada en derredor. Todos estaban absortos… y horrorizados.

Newcombe e Ishmael miraban resuelta, malignamente, a los espectadores, a través de la lente de una cámara que debió de haber estado en la palma de Ishmael.

—Stoney —dijo Crane con expresión de estupor—, ¿podrías conseguir un par de tus hombres de mayor tamaño, para que protejan la entrada a la carpa? No quiero periodistas por aquí hasta que estemos listos para ellos. Y haz que Sumi regrese.

Whetstone asintió con una leve inclinación de cabeza. Después, con gesto consolador, apretó el hombro de Crane, antes de abandonar la carpa.

—Mira, Crane —dijo Newcombe—, ese viaje a la Zona nada tuvo que ver contigo o con la fundación. Fue personal. Sólo tiene que ver conmigo.

—¿Y conmigo? —preguntó Lanie—. Es seguro, como la luz que me alumbra, que tiene algo que ver conmigo. Sé lo que la NDI opina sobre la raza… sobre lo que llama la «pureza de las razas».

Los microteclados estaban campanilleando en todos los brazos. La prensa trataba de comunicarse con los miembros del equipo de Crane. Tendrían nada más que unos minutos, como máximo, antes de que fueran arrollados por la gente que estaba afuera.

—Lanie —dijo Dan—, no te lo dije por el mismo motivo por el que no me hablaste sobre el Vogelman…

—Por favor —dijo Crane, tratando de calmarse con inhalaciones prolongadas y lentas—, primero preocupémonos por el problema inmediato. —Señaló a Newcombe—. ¿Me juras que tu contacto con Ishmael no se relaciona con tus actividades relativas a la fundación?

—Mi palabra —dijo Newcombe.

—Tu palabra —replicó Lanie, que sentía que todo su mundo se estaba deshaciendo.

—¿Cómo te pusieron el transmisor? —preguntó Crane haciéndole un gesto con la cabeza a Sumi, quien entraba con Stoney.

Newcombe mostró las palmas vacías

—No tengo idea. Puede haber sido al azar.

—Vendido por un espía independiente a Liang —dijo Sumi—. Ocurre todo el tiempo.

—¿Realmente importa eso ahora? —preguntó Stoney.

—No —contestó Crane mirando hacia los robustos guardias apostados en la entrada de la carpa—, en tanto no haya otras sorpresas.

—Hice una visita y tuve una charla personal con el hermano Ishmael —dijo Newcombe—. A veces hablamos: nos pedimos consejo mutuamente.

—¿Te dio el consejo de que divulgues ilegalmente información con tu artículo? —preguntó Lanie, que no se pudo contener.

—Ahora no —dijo Crane, acercándose—. ¿Me juras que no tienes conocimiento alguno sobre la cancelación del programa que hizo Gideon?

—¡Por supuesto que no! —dijo Newcombe, indignado—. En todo esto tengo tanto para perder como tú.

No es eso lo que dijiste antes, pensó Lanie.

—Tú salvaste tu programa —dijo Stoney.

Newcombe se dio vuelta para mirarlo cara a cara.

—¿Qué quieres ins…?

—No —interrumpió Crane—. Golpe bajo, Stoney. No puedo… No pondré en tela de juicio la integridad de Dan. Lo que tenemos que hacer ahora es descubrir qué está pasando y cómo contrarrestarlo.

Newcombe rió con gesto pesaroso.

—Lo que está pasando es que nos acaban de bajar a tiros. Nos cañonearon de popa a proa, capitán. —Hizo un saludo militar y después se volvió hacia Sumi—. ¿Y qué hay respecto de ti: por qué no viste que se venía esto?

Sumi dio un respingo.

—Cuando comenzó nuestra relación con el señor Li, se me asignó a un trabajo en la propia fundación. No tengo contacto alguno con el gobierno. Estuve aquí con ustedes.

—Necesitamos dejar de culparnos mutuamente —dijo Crane. Lanie se sobresaltó por el sonido de la multitud que se estaba reuniendo afuera, gritando—. Todavía tenemos la predicción.

—El brazo no te da señales —dijo Newcombe.

—¡Señor! —llegó la voz de un hombre desde la entrada de la carpa. Uno de los guardias metió la cabeza adentro—. Aquí afuera las cosas se están convirtiendo en tumulto.

—Dígales que les hablaremos dentro de unos instantes —dijo Crane. El guardia miró a Whetstone, quien asintió con un movimiento de cabeza.

—Las lecturas de esfuerzo no mienten —dijo Crane—. Las otras señales no mienten. Eso es lo que no tiene sentido en todo esto.

—¿Y qué pasa con las Ellsworth-Beroza? —preguntó Newcombe—. Quizá todos somos unos tontos.

—No, doctor —dijo Crane—, no somos tontos. ¿Sugerencias?

Todas las miradas se dirigieron hacia él.

—Crane —dijo por fin Whetstone—, ¿vas a mantenerte firme con tu predicción?

—El brazo no me duele —dijo Crane con una leve sonrisa—. Y no me miente pero, como verás, eso no importa, de un modo o de otro estamos casados con él. No tenemos más alternativa que la de seguir adelante a toda máquina. Es nuestro turno para lanzar los dados, ¿no lo sabes? Una vez que el anuncio se hace desde lo alto, no se lo puede anular.

Y se dirigió hacia la puerta de la carpa.

—¿Adónde vas? —gritó Lanie.

Crane se detuvo; después se volvió brusca, mecánicamente.

—Voy a ir afuera y a convencer a toda esa gente, y también a la prensa, de que pasen por alto lo que acaban de oír y que en cambio me crean a mí.

—¿Vas a negarlo todo? —preguntó Newcombe.

—Es fácil de hacer —dijo Crane, tratando de alisarse el cabello desgreñado, pero con escaso resultado—. No sé nada. Todos ustedes permanezcan aquí adentro. Yo acepté la gloria: ahora es el momento de hacer frente al fuego del enemigo. —Miró a Newcombe—. Te protegeré lo mejor que pueda.

—No preciso que me hagas favores —replicó Newcombe.

Crane entrecerró los ojos. Del perchero que estaba al lado de la puerta eligió un sombrero de ala ancha, y salió a la mañana de Tennessee. Lanie miró en derredor, dándose cuenta de que todas las pantallas de televisión lo enfocaban, desde el punto de vista de la muchedumbre que estaba afuera.

Centenares de personas, la mayoría con videofilmadoras, llenaban la calle de tierra que estaba delante del cuartel general. Crane acababa de salir de la carpa. El personal de Whetstone estaba formando un cordón en torno de él y empujando hacia atrás a los circunstantes.

—Quiero hablar con ustedes un minuto —dijo Crane, alzando las manos para pedir silencio. Como el nivel de ruido no disminuyó, entró en el sistema de altavoces de la ciudad a través de su microteclado.

Lanie se volvió para mirar a Dan.

—Ya no te conozco —le dijo.

—Quizá nunca me conociste —contestó él con la mirada fija en la pantalla—. Me doy cuenta de la apariencia que tiene todo esto. Simplemente quiero decir que lo lamento. Te amo. Hice lo que tenía que hacer.

—¡Amigos! —dijo Crane, la voz retumbando—. A pesar de lo que puedan haber visto y oído hace unos instantes, la predicción de la Fundación Crane sigue en actividad y en línea. Nosotros, aquí, no tenemos la menor idea de qué está hablando el Presidente. De lo que sí sé es sobre terremotos… y ustedes van a tener uno.

Lanie frunció los labios con ira.

—Destruir mi trabajo conectándote con un hombre que preferiría verme muerta. ¿Es eso lo que tenías que hacer?

¿Tu trabajo?

—¡Buen día, Dan! ¡Sorpresa! ¡Despierta! El globo es mi propia creación, mi ecología sísmica. Y a que no sabes qué: creo que hasta podría ser más importante que tu trabajo.

—Ese globo —dijo Newcombe con gesto de disgusto—, no es más que la manifestación física de la demencia de Crane. No tiene sentido alguno.

Ella lo abofeteó con tanta fuerza, que le dolió la mano.

—¡Vete al demonio! —le dijo Lanie, y giró sobre los talones.

Afuera, la gente le estaba gritando preguntas a Crane sobre la Nación del Islam.

—La Nación del Islam no tiene conexión alguna con nuestras investigaciones sobre terremotos. El doctor Newcombe tiene una amistad de larga data con Mohammed Ishmael, y en su tiempo libre tiene todo el derecho del mundo de visitarlo.

El griterío aumentó de intensidad, mientras Crane seguía tratando de mantener el orden.

Newcombe rezongó.

—No lo necesito a él para que me defienda.

—No… —empezó Whetstone, pero Newcombe ya estaba levantando la puerta de la carpa.

—Soy un hombre libre —le dijo Dan a la multitud. Orgulloso, el fuego de su mirada destellaba como si él fuera un león en un mundo de hienas—. Sí, lo he visitado al hermano Ishmael. Puedo visitar a quienquiera que malditamente me plazca.

—¿Habló con él respecto del llamamiento en favor de un Estado islámico? —preguntó alguien del público.

—Sí, a decir verdad, lo hice.

La gente le gritaba tratando de ahogar su voz. Lanie vio cómo el orgullo de Newcombe se convertía en ira, y temió por el desenlace. Crane advirtió que se estaba gestando un verdadero problema y, a empujones, se abrió camino de vuelta al centro del escenario.

—Si no hay algo más…

—¿Apoya usted la privación forzada de los derechos civiles de los sureños, para apoyar una patria afric? —Se oyó una voz, nítida como una campana.

Lanie hizo una profunda inspiración y retuvo el aire: la respuesta de Dan la iba a forzar a tomar una decisión.

—Durante muchos años —dijo Newcombe— mantuvimos al ocho por ciento de nuestros ciudadanos encerrados en guetos. ¿Era porque habían hecho algo? No. ¿Merecen las mismas libertades y licencias que la mayoría de los estadounidenses da por sentadas… vida, libertad, la búsqueda de la felicidad? Sí.

—¿Pero qué hay respecto del desalojo forzado?

—El hermano Ishmael no desea cambiar a nadie de lugar. Sólo quiere un Estado islámico en el que prevalezcan la sabiduría de Alá y el Corán. La gente que habite en la patria islámica será libre de hacer lo que les plazca.

Con paso fatigado, Crane volvió a entrar en la carpa, mientras Sumi se acercaba con premura para brindarle consuelo. Mientras Lanie escuchaba la retórica de la NDI saliendo de la boca de Dan, se sentía como si se la estuviera empujando hasta el límite. Había esperado mucho tiempo para permitirse amarlo… ¿Y ahora qué es lo que quedaba, salvo pena, en ese amor?

—¿Es usted miembro de la Nación del Islam? —gritó uno de los hombres de Whetstone. Ahora, la fuerza de seguridad lentamente se estaba fusionando, convirtiéndose en parte de la multitud.

—Ésa es una decisión con la que he estado batallando —repuso Newcombe—. Por el momento soy un ciudadano del mundo. Tan sólo estoy diciendo lo que pienso, y continuaré haciéndolo.

Una mano helada estrujó el corazón de Lanie. Mientras Dan proseguía haciendo propaganda para el hermano Ishmael, ella se hundía en lo profundo de sí misma. Segregación… la obligación de las mujeres de llevar velo… la adopción de la violencia… ¿Pudo Dan Newcombe, el hombre con el que había vivido y al que había amado, ponerse realmente del lado de un movimiento que abogaba por esas cosas? Tenía mucho miedo de que la respuesta fuera sí. Inundada por el dolor, apretó las mandíbulas y se mantuvo rígida. Apenas si podía soportar la pena… ¡Crane! Se tenía que preocupar por Crane.

En el preciso momento en que Crane se dio cuenta de que con cada palabra que pronunciaba Crane la fundación perdía cada vez más apoyo, encontró su botella oculta de whisky de maíz y se fue a trabajar sobre ella con toda dedicación. Las cámaras de casco empezaron a cortar las tomas de la cara de Newcombe, para mostrar imágenes de gente que abandonaba la ciudad de las carpas a pie y en vehículos, asolando el lugar mientras se marchaban. Para el momento en que Dan hubo terminado, la mayor parte del sueño de Crane de salvar vidas y de una actividad positiva, colectiva, en el lugar del sismo estaba, o bien totalmente derrumbado, o bien robado. La carpa roja se alzaba en medio de los escombros. Dos días antes de la fecha de la predicción del terremoto, todo había terminado…

Lanie fue al lado de Crane. Había lágrimas que corrían por la cara de él, que acunaba la botella de whisky en su brazo inválido. Cuando Lanie le tocó el hombro, lo despertó de algún sueño de horror. Los ojos de él se abrieron desmesuradamente.

—Todo lo que siempre quise fue ayudar a la gente —dijo con voz baja y muy tenue.

Lanie lo abrazó con fuerza.

—Quizá debamos pensar en dejar este lugar.

—No. No yo. Tú. Búscalo a Burt y dile que embale todo, y que él mismo y el resto del equipo vuelvan a los terrenos de la fundación lo más pronto que les sea posible.

—¿Qué vas a hacer tú?

—Permanecer aquí. Hacer mi trabajo. Todavía tengo un terremoto que se viene, y sobre el que quiero advertir a la gente. Nada más que porque el gobierno haya decidido que no se va a producir no quiere decir que no vaya a ocurrir.

Se miraron durante un largo momento.

—Crane, no puedo… No voy a dejarte solo. Estoy contigo…

—No. Tienes que irte. Haz que todos vuelvan lo más pronto posible. Trabaja en el globo. Trabaja con intensidad. Haremos lo que podamos en la fundación, hasta que se agote el dinero.

—¿Vas a estar bien?

—Nunca estuve bien. —Tomó un trago—. Sigue. Vete de aquí. No necesito que a mi gente se la arreste en Tennessee.

—¿Arreste?

—Soy un embaucador, ¿recuerdas? Perpetré una estafa. Las acusaciones y los arrestos están ahí no más, a la vuelta de la esquina, independientemente de lo que ocurra con el terremoto. Es probable que yo esté en prisión para cuando se produzca. —La miró intensamente—. Cuento contigo… contigo, Lanie. El globo es todo. Solamente tú puedes seguir adelante con ese trabajo.

Los ojos de Lanie se llenaron de lágrimas. Por fin, asintió con una inclinación de cabeza, y se vio recompensada con una de las sonrisas amplias, cálidas de Crane, que resultaba más hermosa porque muy raramente se las veía.

—Ésa es mi creadora de imágenes —dijo, y le palmeó el hombro. Después miró hacia otro lado, avizorando un lejano horizonte que nadie más alcanzaba a ver.

Lanie retrocedió, sintiendo un desconocido anhelo por abrazar a Crane, por tenerlo muy cerca y prometerle que todo iba a salir bien… pero ésa sería una promesa vacua, una mentira. Nada podría volver a estar bien otra vez. Y Crane estaba tan solo; solo y aplastado por la traición, por los orígenes de esa traición y, por lo menos en lo concerniente a los perpetradores de esa traición, por el misterio. Lanie se sacudió a sí misma: la única aptitud positiva que podía adoptar era hacer lo que deseaba Crane. Llena de decisión, pues, se encasquetó un sombrero y salió de la carpa a la carrera.

Dan estaba parado, solo, en medio del camino, la gente pasando junto a él en grandes cantidades, huyendo del campamento con tanta rapidez como habían venido. A varios centenares de metros de distancia, el arrasado complejo ardía en forma incesante. Lanie penetró en ese río humano y lo vadeó en dirección a Dan. Cuando llegó hasta él, quedó boquiabierta por la sorpresa:

—Estás llorando —le dijo.

—¡Fue maravilloso! Por primera vez en toda mi vida dije lo que pensaba, y sin remordimientos. Es una hermosa sensación, me siento bien… y libre.

Lanie contempló la devastación que los rodeaba, el fuego que amenazaba extenderse sin control, mientras la gente de Whetstone trataba de extinguirlo.

—Nos trajo libertad a todos —dijo Lanie, dudando de que Dan llegara a darse cuenta del tono irónico de sus palabras—. Te vas a unir a ellos, ¿no?

La respuesta de Dan fue un simple encogimiento de hombros.

—Quiero que pasemos mucho tiempo juntos. Todo está a la luz. Te prometo que no tendré secretos de ahora en adelante —contestó él, pasándole el brazo por los hombros. Lanie evadió el contacto.

—No, Dan —dijo, retrocediendo—. No puedo. Sencillamente no puedo…

—Pero yo te amo.

—Ya fuere que vayas a regresar a la fundación, o que no lo hagas, me voy a mudar a mi propia casa.

—Pero, Lanie…

Ella giró sobre los talones y se puso en marcha. Dan la llamó a gritos, pero Lanie no se dio vuelta y penetró aún más en la devastación. El lugar estaba en ruinas. La reputación de Crane estaba en ruinas. La fundación podría haber desaparecido en cuestión de semanas, un mes, o dos a lo sumo. Todas las brillantes y maravillosas cosas que Lanie había imaginado para sí misma y para Dan, en lo personal, y para sí misma y Crane en lo profesional, habían fenecido.

De pronto, Lanie no vio en absoluto la devastación que la circundaba. Únicamente vio a Crane tal como lo había dejado en la carpa, solo, desplomado en una silla atragantándose con whisky, directamente de la botella. El sol del atardecer era brillante pero; para Lanie King y Lewis Crane, el día se había vuelto negro como el alquitrán.