ZONA DE GUERRA DE LOS ÁNGELES
3 DE SEPTIEMBRE DE 2024. 21:20
Newcombe caminó con lentitud por entre el carnaval que se había creado en el borde de la oscuridad, a dos cuadras del terreno enrasado que rodeaba la Zona. Las aceras, incluso las calzadas, estaban atoradas con gente que se apresuraba por escapar de la Nube y por policías federales fuera de servicio que estaban matando el tiempo.
Las colas eran largas en los mercados de dorf y de comida, con los clientes mirando con nerviosismo los cielos, mientras los residentes atornillaban persianas y puertas de acero a sus hogares y establecimientos comerciales, preparándose para Masada. Todos anhelaban que no lloviera. Como siempre, las calles rotas estaban disimuladas con el caramelo para la vista que era la luz y el color remolineantes de la televisión jugando sobre las paredes en blanco y holoproyecciones que vagaban sin rumbo a través de las multitudes o hablaban a sus propietarios, sirviéndoles de compañía en la línea.
Newcombe estaba, en el sentido más literal de la expresión, buscando problemas. El hermano Ishmael finalmente lo había convencido para que bajara de la montaña. Newcombe estaba excitado. Haber estado con el hermano Ishmael, aun cuando sólo se trató de su proyección, y nada más que dos veces en la semana, había hecho que Newcombe se sintiera parte de una fuerza vital más grande. Pero las reuniones le habían intensificado su conflicto interno. Newcombe quería alcanzar éxito y aceptación en el mundo blanco y asiático, a la vez que también quería la totalidad de la identidad y del bienestar que provenían de la solidaridad con sus hermanos y hermanas africs.
Se detuvo ante un vendedor ambulante de dorf, un hombrecillo blanco, y compró una dosis líquida.
—¿Sabe dónde está el Horizon Parlor? —preguntó mientras tomaba la pequeña botella en la que el vendedor había insertado una pajilla.
—Una cuadra… justo yendo por ahí. —El vendedor señaló hacia el interior de una caleidoscópica masa de luz brillante y movimiento—. Usted no parece de esa clase.
—¿Qué clase es ésa?
—Trabajos de cabeza… chipitos, como quiera usted llamarlos. —Cerró los ojos hasta que se convirtieron en dos ranuras y escrutó las sienes de Newcombe, tratando de descubrir puertos para interfaz—. ¿Primera vez?
—¿Qué es usted, policía?
Los ojos del hombre se agrandaron.
—¡No tiene por qué insultarme!
Se marchó con su carreta, y Newcombe empezó a abrirse paso a través de la turba. Las cámaras del servicio de seguridad estaban por todas partes, pero Newcombe siempre se preguntó quién vigilaba lo que mostraban. Había diez veces más cámaras que gente en Los Ángeles, con los G para brindar respaldo, sus máscaras de cara sonriente haciéndolos parecer como golems benignos y sus pequeños robots registradores de infracciones caminando a los tumbos junto con ellos. Pero esa noche no habría de producirse problemas. La muchedumbre estaba cortés, apaciguada. Los negocios, como siempre.
—¡Allá! —gritó alguien. Newcombe se puso tenso, pero se sintió aliviado de inmediato al ver que la gente estaba señalando hacia lo alto, hacia el cielo nocturno. Los primeros jirones de nube negra estaban desplazándose por el cielo. Era necesario meterse en un sitio cerrado.
Retomó el paso, aliviado por ver la palabra «Horizon», en escritura gótica rojo sangre, flotando en el aire, delante de un edificio de acero de dos pisos y sin señales identificatorias. Se apresuró a llegar a la única puerta que pudo ver en las fachada carente de ventanas, y entró.
Nunca antes había estado en un club de microprocesadores, y no tenía la menor idea sobre qué esperar. Hacía mucho que Liang había desaprobado el uso de microprocesadores cerebrales de acceso directo, porque los adictos a los microprocesadores no consumían mucho, excepto microprocesadores.
Pero no se le iba a decir que no a la libre empresa, y Yo-Yu entró para ocupar el vacío que dejó Liang, abriendo clubes de microprocesadores a pesar de las prohibiciones sobre hacerles publicidad y a las agresivamente restrictivas leyes sobre división en zonas.
Newcombe pasó por un vestíbulo oscuro y estrecho; después, por otra puerta, que lo llevó a una amplia playa blanca que daba a un océano interminable. Pudo oler el océano y sentir la brisa cálida, salina. Apenas si podía oír el ruido del mundo exterior, las bocinas de advertencia gimiendo, diciéndoles a los ciudadanos que salgan de las calles.
Desde lejos, un chino en malla de baño venía caminando por la playa hacia Newcombe, quien se sentó en una silla de lona y esperó.
El hombre pasó cerca.
—¡Disculpe…, señor! —gritó Newcombe.
El hombre se detuvo y giró.
—Día encantador, ¿no?
—Me pregunto si usted me podría ayudar…
—Tengo que irme. Perdí mi perro —dijo el hombre.
Una gaviota descendió, posándose en el hombro de Newcombe.
—Lo siento —dijo la gaviota—. Estaba ocupado allá atrás: alguien no quería dejar su lugar libre cuando se le terminó el tiempo. ¿Estuvo usted esperando mucho?
—Se supone que aquí me encuentre con alguien —dijo Newcombe con cuidado.
La gaviota remontó vuelo, describiendo círculos en torno de Newcombe.
—Si no hizo una reserva —dijo—, no hará ninguna cosa. Siempre tenemos todas las plazas ocupadas la noche de Masada.
—Mi nombre es Enos Mann.
El pájaro graznó; después se posó sobre la cabeza de Newcombe.
—Ah, aventura árabe —dijo el pájaro—. Estuvimos esperándolo. Sígame.
La gaviota salió volando hacia el océano seguida por Newcombe, que penetró en el agua sin mojarse. Sintió una cortina en la cara, y la apartó para encontrar un pasillo lleno con puertas. Un hombre lo estaba mirando con fijeza.
—Por acá, por favor —dijo, con la voz de la gaviota.
Gemidos y gritos salían desde atrás de las puertas cerradas. Newcombe había visto chipitos en la televisión, pero Liang siempre los había representado como cascaras demacradas que vivían nada más que para recibir la dosis de estimulación electrónica en el cerebro. Newcombe no tenía la menor idea de cómo era realmente ponerse en interfaz directa con una computadora, aunque se le ocurrió que el pensamiento de unirse con las máquinas de la fundación era un concepto maravilloso.
El hombre abrió la antepenúltima puerta, conduciendo a Newcombe al interior de un cuarto desnudo, utilitario, que contenía una cama y un sofá, con una pequeña mesa dispuesta entre esos dos muebles. Un microprocesador de unos dos centímetros cuadrados se encontraba en el centro de una diminuta almohada roja. Al lado, sobre la formica de la mesa, había una caja con números que destellaban: el medidor.
—¿Oyó las bocinas? —preguntó el hombre mientras corría la cama a un costado, para revelar la tapa de una boca de acceso en el piso.
—Sí.
—Usted pasa aquí la noche.
El hombre dio dos golpes con el pie en la tapa y después se fue, con la puerta de acero cerrándose detrás de él con un chasquido del pestillo.
Con el corazón latiendo aceleradamente, Newcombe contempló la habitación en la que estaba. Levantó la silla y la estudió, preguntándose qué habían sido los gemidos y las carcajadas que había oído. Si fuera a cambiar de opinión, éste sería el último momento posible para que se pudiera escapar. Miró la puerta; después, la boca de acceso en el piso.
Se movió. Newcombe saltó hacia atrás cuando se levantó. Una cara sonriente atisbaba desde la oscuridad.
—¡Hermano Daniel, qué pálido que te has puesto! —dijo Mohammed Ishmael, y lanzó una risita ahogada.
—Tú haces entradas grandiosas.
Ishmael salió de la boca y abrazó con fuerza a Newcombe. Dos hombres jóvenes saltaron ágilmente sobre el reborde de la boca y entraron en la habitación. Tenían buscadores electrónicos y se acercaron para examinarlo a Newcombe.
—Veo que hoy hubo una gran reunión en la fundación —dijo Ishmael, acomodándose el dashiki.
—¿Cómo supiste eso? —preguntó Newcombe, levantando las manos para que lo pudieran explorar debajo de los brazos.
—Mantengo vigilancia sobre mi hermano —contestó Ishmael—. Se mueve en círculos de élite. ¿Cómo está el presidente Gideon? ¿Cómo es?
Newcombe se encogió de hombros.
—Es un político.
—¿Quién no lo es? ¿Liang sigue insistiendo en una predicción rápida?
—Muy rápida.
Ishmael le clavó la mirada.
—Es derribarse unos a otros, hermano. Recuerda que te lo dije. Cuídate.
Los buscadores estaban zumbando.
—Dos transmisores —informó uno de los jóvenes—. Uno en la mano derecha; el otro, en la manga izquierda.
—El de la mano es mío —dijo Ishmael, yendo a mirar el de la manga de Newcombe.
—No sé nada de esto —dijo Newcombe, súbitamente asustado por la posición en la que se había puesto—. A mí nunca…
—Por supuesto que tú nunca —dijo Ishmael, arrancándole de la manga el transmisor, apenas más grande que una garrapata, y aplastándolo con el pie—. Esto pudo haber venido de cualquier parte. Flotan en las brisas de ahí afuera.
—Debemos irnos —dijo uno de los guardaespaldas.
Ishmael asintió con la cabeza y se desplazó hacia la boca de acceso.
—Sígueme, hermano.
Y empezó a descender.
Newcombe estaba realmente asustado ahora. El transmisor le había arruinado todo: no sólo estaba confraternizando con el enemigo, sino que también existía alguien que lo sabía. Suavemente empujado desde atrás por uno de los guardaespaldas, Newcombe se dio cuenta, mientras iba hacia la abertura en el suelo, que ya no tenía el control de su vida, y se preguntó si Ishmael no lo había planeado de ese modo.
Una escalera metálica llevaba hacia la oscuridad de abajo. Newcombe miró por sobre el hombro a los guardaespaldas, uno de los cuales descendía pisándole los talones, mientras el otro cerraba la boca de acceso por encima de ellos. Llegó al suelo unos nueve metros más tarde, Ishmael justo al lado, con la cara brillando levemente en la neblina de una lámpara roja de pila seca, en la cloaca de ladrillo.
Empezó a hablar, pero lo interrumpió una chicharra amenazadora.
—¡Uh, uh! —dijo Ishmael en voz alta, por encima del ruido—. Los G están en la puerta. Vamos. Vas a ver qué significa ser revolucionario.
A zancadas cruzaron un túnel largo, iluminado por la misma neblina color sangre. Parecía extenderse sin fin. Se estaban desplazando con rapidez, los guardaespaldas siempre cerrando la marcha.
—Esto no parece el sistema de cloacas —dijo Newcombe mientras avanzaban con prisa.
—No lo es. Nosotros lo construimos.
—¿Cómo?
—Los presos cavan. Eso es lo que hacen.
Ishmael hizo un abrupto giro a la derecha y entró en, para pasar después a través de, una pared. Newcombe lo siguió; la pared era una proyección. Se encontró en otro pasillo, éste azulejado y bien iluminado. Se bifurcaba a cada lado según intervalos de tres metros.
—Lucharemos en estos túneles y escaparemos por ellos, si la situación así lo exigiera —dijo Ishmael.
Giró dentro de otra pared y Newcombe, confuso, lo siguió de cerca. Estaban en la parte superior de una ornamentada escalera en espiral. Descendieron… ¿o era una ilusión?
—No me refería a cómo los cavaste —dijo Newcombe—. Me refería a cómo conseguiste los medios para excavarlos.
—El dinero no es problema para nosotros. El espacio sí. Tenemos muchos benefactores, gente como tú que halló su camino hacia nosotros y que simpatiza con un Estado islámico en este continente. Hay mucho que no entiendes.
—Aparentemente es así. Y, a propósito, en realidad no conduje adrede a los G hasta aquí. No tengo la menor idea de cómo ese…
—La naturaleza del mundo del hombre blanco —dijo Ishmael, desechando el asunto con un ademán cuando llegó al pie de la escalera.
Estaban en una extensa caverna en la que reverberaban los sonidos y que estaba literalmente acribillada con túneles. La iluminaban antorchas, centenares de ellas. Ishmael se desplazó con premura a través de la cámara.
—¿Nos van a capturar? —gritó Newcombe desde atrás, mientras se apuraba sin que ahora fuese necesario que lo insten.
—¡Espero que no!
Corrieron durante cerca de un minuto, antes de llegar a las paredes de roca. Ishmael tiró de un bloque que estaba en el nivel del suelo y el frente de la cueva se abrió, revelando un ascensor que había adentro.
Una vez que todos hubieran ingresado, Ishmael apretó un botón para cerrar las puertas de roca. Avanzaron a través de la parte posterior virtual de la máquina y entraron en otro vestíbulo, cuyos piso, cielo raso y paredes estaban azulejados con cuadrados de cerámica en los tonos más pálidos del azul y el amarillo. No había puertas. Ishmael redujo el paso. Newcombe se dio cuenta de que estaban cerca de su punto de destino. Lo hermoso del ascensor era que su motor de funcionamiento podía ocultar el equipo para proyección virtual.
—¿El ascensor puede descender? —preguntó.
—Y subir —contestó Ishmael—. Lleva hacia un sinnúmero de pasadizos más, incluso hacia el interior del verdadero sistema de cloacas. Tú eres el que está en problemas, ¿sabes?
Newcombe lo sabía.
—Quienquiera que sea dueño de ese transmisor es dueño de mi culo —dijo con amargura—. Tú no lo hiciste, ¿no?
Ishmael lo miró fijo en los ojos e hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Estamos del mismo lado, hermano.
—Así lo espero —dijo Newcombe.
El vestíbulo estaba bien iluminado ahora y doblaba bruscamente hacia la derecha. Estaba agrietado todo en derredor; las paredes, fuera de línea.
—¿Cuán abajo estamos? —preguntó Newcombe.
—Más de quince… veintidós metros y medio. La tierra se desplaza un poco, ¿eh?
—Esto es parte del sistema de fallas elíseas —dijo, excitado al mirar una falla de transformación. Pasó la mano sobre la grieta dentada, furiosa—. ¿Cuánto tiempo ha estado así?
—Puede ser que dos años. Empeora un poco todos los días.
Otras personas se les estaban acercando a lo largo de la sala.
—Esto no se va a detener —dijo Newcombe—. Con el tiempo destruirá toda esta sección de túneles.
—Alá nos protege —dijo Ishmael con seguridad. Una multitud de unas veinte personas, mayormente hombres, los rodeó. Algunos eran adolescentes. Y todos ellos estaban armados.
—Hemos perdido otros túneles.
Una mujer joven vestida con un traje enterizo negro estaba parada al lado de su codo; el gesto, inquisitivo; los ojos eran los de Ishmael.
—Tú debes de ser Khadijah —dijo Newcombe.
—Bueno, bueno, nos trajiste un lector de la mente, hermano mío —dijo la mujer, mientras el grupo reía.
—Él es Daniel Newcombe, el hombre del que te hablé.
—¿Oh, el hombre que no tiene el coraje de unirse a nuestra Jihad? —dijo Khadijah.
—Sí —dijo Newcombe, mirando hacia abajo—. Ese soy yo. —Se volvió hacia Ishmael—. ¿Alguna vez revisaste los niveles de radón de aquí abajo?
—No.
—Te enviaré algo de equipo. El radán puede ser mortal. Lo mejor es saber con qué nos enf…
—Estoy convencido de que no hay fallas elíseas ni emisiones de radán en Carolina del Norte —dijo Ishmael.
Newcombe se lo quedó mirando: el verdadero fanático sintiéndose en casa con sus inventos. O un visionario. Como Crane.
—Tú no quieres que me entrometa… No me entrometeré.
—Quiero que te entrometas —dijo Ishmael, sonriendo de oreja a oreja y palmeándolo en el hombro. Señaló hacia el techo—. Pero, ahí arriba hermano, no acá abajo. Ahí arriba. Vamos.
Fueron hacia una puerta verde pálido en la que había pintados una luna en cuarto creciente y la estrella única del Islam. Ishmael lo introdujo en el interior de lo que parecía ser una gran sala de instrucciones, con sillas, un podio, una cocina pequeña y una zona de descanso.
—Nos reuniremos con mi hermano Martin —dijo Ishmael, guiando a Newcombe hacia una puerta más lejana. Khadijah caminaba con ellos, el ceño fruncido, mientras evaluaba a Newcombe.
Newcombe vio armas. Y municiones. Por todas partes. Cajas de municiones apiladas contra las paredes hasta el techo.
No había visto un arma desde hacía quince años, desde el preciso momento en que la seguridad personal se convirtió en prioridad nacional. Quienquiera que se pudiera permitir contratar guardaespaldas y sistemas de seguridad, los tenía. Las armas ofensivas se habían vuelto fácilmente detectables por medio de rayos x-dar, automáticamente registrando a cualquier persona que las tuviera como delincuente y, en consecuencia, pasible de que se le aplique, con todo derecho, la reacción jurídica de represalia defensiva. No podía sorprender que las armas ofensivas hubieran caído en desuso.
Ishmael lo llevó a una oficina en la que un hombre maduro, vestido con túnica blanca y un pequeño fez blanco sonrió a través de su barba negra con canas. Era delgado y estaba enroscado como una serpiente.
—Acabo de oír los informes —dijo—. Alá, en su infinita sabiduría, no aceptó que llueva esta noche en la Zona de Guerra.
—Buena noticia —dijo Ishmael—. Hermano Daniel, éste es mi hermano, Martin Aziz. Fue idea de Martin la de ponernos en contacto contigo.
—Asalaamu aleicum —dijo Aziz, inclinándose por encima del escritorio que los separaba para abrazar con furia a Newcombe y darle un beso en cada mejilla. Señaló televisores de seguridad en miniatura que cubrían la pared opuesta.
—Advertí que tuvieron algunos problemas esta noche.
—Por culpa mía, temo —dijo Newcombe, lanzando una mirada de soslayo a Khadijah, que puso los ojos en blanco.
—No te preocupes —dijo Aziz—. Nunca llegaron más allá del sistema cloacal falso. Encontraron otra boca de acceso y volvieron a salir por ella, yendo en persecución de varias proyecciones que plantamos para ellos. Siéntate, hermano Newcombe. Es por ti que nos debemos preocupar ahora, ya que la FPF sabe que estás con nosotros.
—¿Qué me harán? —preguntó Newcombe, sentándose en una silla de respaldo duro que estaba cerca del escritorio, mientras Ishmael y su hermana se sentaban en un canapé al otro lado de donde él estaba.
—Imposible de decir —dijo Ishmael, encogiéndose de hombros—. Hacen lo que quiere. Elaboran las reglas sobre la marcha. ¿Conociste a alguien que hubiera salido de una cárcel de la FPF?
—No —dijo Newcombe—, pero nunca conocí delincuentes… quiero decir, no hasta ahora.
Todos rieron, con la excepción de Khadijah.
—Creo que estás a salvo —dijo Aziz—, en tanto estés asociado con Liang. Fuera de su protección, ¿quién sabe?
—¿Podría haber sido Crane el que te plantara el transmisor para mantenerte bajo control? —preguntó Ishmael
—Eso es muy improbable, hermano Ishmael, él y yo somos científicos. Todo lo que estamos tratando de hacer es que la vida sea un poquito mejor en este planeta. ¿Es eso tan difícil de…?
—Eso es todo lo que tú quieres —dijo Khadijah—. Por lo que oí, Crane es un hombre complejo y tortuoso.
—Es un hombre que sigue impulsos.
—¿Pero que los sigue hacia dónde? —preguntó Ishmael, levantándose del sofá y yendo hacia Newcombe—. No respondas. Tan sólo piensa en ello.
—Si tu asociación con nosotros se vuelve de público conocimiento —señaló Aziz—, ¿qué les ocurrirá a ti y a la Fundación Crane?
—No tengo idea… Tú le pediste al hermano Ishmael que se pusiera en contacto conmigo.
—Así es —repuso Aziz—. Sabes, mi hermano y yo tenemos una manera muy diferente de ver las cosas. Es posible que hayas advertido que elegí Martin, el nombre de la no violencia, cuando rechacé mi nombre de esclavo. Estoy convencido de que el mundo está listo para oír nuestros justos reclamos. Simplemente necesitamos que hombres africanos e hispanos de importancia en el mundo blanco presenten esos reclamos por nosotros. Por desgracia, mi hermano es el único símbolo público que tenemos. La gente le teme. Quiero mostrarle a Estados Unidos un lado diferente.
—Los blancos nunca ceden algo sin pelear —dijo Ishmael—. Aun cuando están en minoría respecto de otras razas, siguen controlando el país a través de los jefes supremos chinos. Lo único que van a escuchar es la Jihad: creamos suficientes problemas y nos dan lo que queremos, para taparnos la boca.
—¿La gente no puede simplemente sacarlos del mando mediante el voto? —preguntó Newcombe—. La televisión está ahí mismo. Su botón para elecciones…
—¿Dónde has estado? —preguntó Khadijah—. Los chinos solamente permiten que los candidatos sean blancos, porque saben que los blancos mantendrán el statu quo financiero. Controlan el Estado con dinero, manteniendo ricos a los blancos y los demás, bien, gracias.
—¿Pero por qué los chinos deberían temerles a ustedes?
Ishmael rió y volvió a su asiento.
—Somos la ola que viene, hermano. Tendrán que hacernos lugar. Tienen motivos para temernos: nos encerraron detrás de un muro para detener su problema de delincuencia, y la cantidad de nosotros sigue aumentando; nuestra influencia se extiende. No ingerimos sus venenos. Somos fuertes e indóciles. El Corán es nuestra guía. Pertenecemos al mundo. Ellos pertenecen a la Historia.
—En tanto Leonard despotrica —dijo Martin Aziz, mirando con leve sonrisa a Ishmael, que demostraba estar enojado porque él había empleado su nombre de esclavo—, yo estuve pensando en tu posición. Sabes, Crane te está manteniendo abajo, en segundo plano respecto de él. Me enteré de tu sistema de ecología sísmica, y me pregunto por qué no lo utilizas para elevarte un poco de posición. La fama hace que sea mucho más fácil absorber una controversia tal como aquella en la que te encuentras.
—Crane no quiere publicarlo aún —dijo Newcombe—. ¿Qué puedo hacer?
—Eres un hombre libre —dijo Ishmael—. Haz lo que elijas hacer. Me dices que esto ayudará al mundo. Pues entonces, ayuda al mundo. Desarrolla todo tu potencial.
—Y conviértete en un mejor vocero para ustedes —replicó Newcombe—. Es un punto debatible. Trabajo para la fundación, que posee los derechos de propiedad intelectual sobre cualquier cosa que se me ocurra. Tengo las manos atadas.
Aziz extendió las suyas.
—Aquí, hermano. Déjame desatarte. Tu esclavitud no es digna.
—¿Ir contra Crane? —dijo Newcombe.
—¿Por qué no? —preguntó Aziz—. Él iría contra ti en un abrir y cerrar de ojos.
—Hizo mucho por mí. Yo…
—¡No! —gritó Ishmael—. ¡Tú hiciste mucho por él! ¿No lo ves? ¿Qué hizo Crane, salvo usarte para aparecer él como bueno? ¿No crees que está mal que él le niegue al mundo tu descubrimiento?
—Sí, está mal —aceptó Newcombe. Eso era algo que lo había carcomido durante semanas—. De eso estoy seguro.
Ishmael se inclinó desde su posición elevada en el escritorio, la voz chirriante por la ira.
—Te humillas hasta la abyección ante un hombre como Crane, porque un afric no puede sobrevivir en el mundo interno del hombre blanco sin tener un dueño. ¿Estás tan perdido en la mujer blanca, o tan enredado en tus propias marañas, como para no ver eso?
—Malditos sean —dijo Newcombe, poniéndose de pie y caminando de un lado para otro de la habitación.
—Pero viniendo de mí —dijo Ishmael— tiene sentido, ¿no?
Newcombe tomó una gran bocanada de aire, trató de reprimir su enojo contra Crane… y no pudo.
—Sí —dijo—, tiene sentido.
—Entonces, ¿te convencí?
—No, pero lograste algunos avances importantes. Ishmael se deslizó hasta la puerta de la oficina y la cerró con llave. Se dio vuelta, sonriendo. —No tengo prisa.
EL VALLE DEL MISSISSIPPI - CERCA DE NEW MADRID
10 DE SEPTIEMBRE DE 2024. COMIENZOS DEL ATARDECER
Gary Panatopolous era un contratista del Servicio Geológico. Excavador, se le pagaba por el trabajo, no por la profundidad del agujero que perforaba en la tierra. Durante tres días consecutivos, había estado luchando con Lanie, Crane y Newcombe aguas arriba y abajo del Mississippi, respecto de cuan profundos hacer los agujeros. No quería cavar tanto ni tan profundo. Su hijo de cinco años estaba con él, parado, al igual que su padre, con los brazos en jarras, mirando con mal humor a los tres investigadores de la fundación.
La máquina de Gary, a la que llamaba Arthro, era grande y negra, y estaba agachada sobre ocho patas, como una araña, sobre un agujero que tenía un metro y medio de diámetro. Su trépano era mucho más grande que varios hombres juntos y lo suficientemente poderoso como para lanzar el sedimento a más de mil metros hacia arriba y afuera del agujero. La excavadora tenía dos pisos de altura y una cuadra de largo, y lanzaba geiseres de polvo y barro hacia el cielo. A medida que terminaba cada sección de cavado, sus patas de araña colocaban caños para afianzar y estabilizar el agujero. Mucho tiempo después de que Crane y su equipo se hubieran ido, el señor Panatopolous estaría llenando el agujero otra vez.
Newcombe caminó entre las patas de la excavadora para unirse a los demás, mientras el trépano se desplazaba hacia arriba y hacia abajo, absorbiendo la savia vital de la tierra.
—¡Todos ustedes están locos! —dijo Panatopolous cuando llegó Newcombe, para confirmar ante Dan su condición de hombre honrado—. ¿Qué piensan que van a encontrar a tanta profundidad, eh? ¿Un tesoro enterrado?
—Si tenemos suerte —dijo Crane con la capucha echada hacia atrás mientras estaban en la sombra de la panza de la excavadora—. Dan, ¿tuviste algún contacto con Burt?
—Supervisó treinta colocaciones para sismos —dijo Newcombe, por encima del gruñido de ultratumba que surgía de las profundidades del agujero—. Todo está colocado y funcionando. Todo lo que necesitamos es la cooperación de la Naturaleza.
—La Naturaleza nunca coopera —dijo Crane—. Domínala o convive con ella: ésas son las dos únicas opciones.
—Sí —dijo Lanie, al tiempo que daba un suave toque a su microteclado—. Soy yo. ¿Qué?
—Voy a perder dinero con todo este asunto —dijo Panatopolous con irritación.
—Lo tengo —dijo Lanie—. Sigan extrayendo. —Miró de uno a otro de los hombres—. Pasen al canal N y échenle un vistazo a esto.
Newcombe apretó su microteclado de pulsera: en la cara interna de sus antiparras apareció un cuadro con los números de los terremotos conocidos en el valle del Mississippi, en función de los meses del año: un setenta por ciento de los sismos de esa región había tenido lugar entre los meses de noviembre y febrero.
—Proseguimos con las investigaciones —dijo Lanie—. ¿Quieren hacer alguna pregunta?
—Vean lo que pueden encontrar en cuanto a relaciones con las fases lunares y las erupciones solares —dijo Crane. Se volvió hacia Panatopolous, hablando en voz baja—. Haga lo que pueda por mí, y yo haré lo que pueda por usted. ¿Le parece justo?
—Es justo —dijo el contratista, inclinando la cabeza en señal de asentimiento, en el momento que sonó la bocina que indicaba el final de la excavación del agujero—. Hemos alcanzado mil novecientos… cuatro metros con veinte centímetros. Traeré la barquilla.
Newcombe mantuvo el canal N en su implante auditivo y escuchó la respuesta proveniente de las investigaciones.
—No hallamos correlación entre las fases lunares y los sismos en la ensenada del Mississippi. Sin embargo, sí parece existir una íntima relación entre la actividad de las manchas solares y el desplazamiento de Reelfoot: los terremotos de mayor magnitud tuvieron lugar durante períodos de baja actividad de las manchas solares. Observen el gráfico.
Newcombe no se molestó en hacerlo aparecer. En vez de eso miró el agujero. El grueso cable de la excavadora se rebobinaba con rapidez produciendo un silbido, y se enrolló dentro de la excavadora en sí… la araña recogiendo su tela.
—¿Qué hay respecto de la actividad solar de este año? —preguntó Crane.
—Pocas manchas solares —contestó el investigador—; la menor cantidad desde… 1811.
Crane no estaba sorprendido, pero la boca de Newcombe quedó seca y Lanie retuvo el aliento.
—He aquí la barquilla —señaló Newcombe.
Cortaron la transmisión y se movieron con premura hacia la excavadora, que estaba exhalando un humo blanco brillante desde su panza abierta, cuatro metros y medio por encima de ellos.
Newcombe se puso una mochila que contenía un taladro de agua, y trepó en un vehículo del tamaño de un elevador, seguido por Crane y Lanie. Crane llevaba en brazos la escarpia sensora, como si fuera un bebé.
Bajaron con rapidez por el tubo, descendiendo en caída libre, mientras se encendían las luces interiores de la barquilla. Se quitaron las antiparras y coberturas de la cabeza. A más de un kilómetro y medio, las zapatas de frenado redujeron la velocidad de descenso para los últimos centenares de metros. Por fin, la barquilla cayó con sonido metálico contra la roca del graben.
Lanie se arrodilló para tirar de la tapa redonda del piso, tan parecida a la de una boca de acceso, pensó Newcombe, sonriendo con ironía. Todos contemplaron la roca de quinientos millones de años de antigüedad.
Se sentaron en el borde de la abertura, apoyando los pies con firmeza sobre la roca: era suave y plana, pulida por la excavadora. Newcombe sacó el taladro y le acopló el inducido de calibración en la parte anterior.
—Enciéndelo —le dijo a Lanie, quien pulsó el interruptor que había en la mochila que alimentaba el compresor.
El agua bajo presión salió disparada por la tobera, formando una línea delgada como un lápiz que perforó la roca con facilidad; después, la tobera desplazó el inducido hacia abajo, hasta que tocó fondo al cabo de unos veinticinco centímetros.
Newcombe hizo cesar la presión y extrajo el taladro. Crane desenvolvió la escarpia de veinticinco centímetros y su martillo de juguete. En el extremo, la escarpia tenía un apéndice parecido a un cabello: los sesos de la máquina. Miró a Lanie:
—¿Querrías hacer los honores?
Lanie sonrió y tomó el aparato, se inclinó hacia delante y deslizó la escarpia por el agujero recién taladrado, hasta que sobresalió no más de un centímetro. Entonces usó el martillo, golpeando con suavidad en la escarpia y en seguida se oyó el zumbido indicador de activación.
—Ya estoy conectado con el sistema de la camioneta —dijo Newcombe, sacando de su microteclado de pulsera la diminuta interfaz, para conectarla a la parte superior de la escarpia. Puso en comunicación las unidades, después pulsó Enter y el microteclado empezó a lanzar pitidos mientras medía la cantidad de esfuerzo de compresión que se estaba ejerciendo sobre la roca del graben.
Newcombe hizo pasar parte de esa medición por sus antiparras, mientras la suministraba a la camioneta:
—¿Cuál es el deslizamiento anual que hay aquí?
—Un par de pulgadas —dijo Crane—, acumuladas en el transcurso de más de doscientos años.
Números en rojo y azul destellaban ante los ojos de Newcombe.
—Eso representa más de diez metros de acumulación de material que se deslizó. Mucha presión. Aquí estoy mirando cifras de esfuerzo que superan cualquier cosa que yo haya visto jamás. Estamos llegando malditamente cerca del umbral de rotura.
Los números cesaron.
—Se va a producir un sismo acá —susurró Newcombe—, y pronto.
—Lo sé —dijo Crane, apretándose el brazo izquierdo y sonriendo.
En ese momento, una pared de ruido retumbó a través de la roca. La caverna se sacudió durante varios segundos, mientras una catarata de polvo se precipitaba sobre los exploradores, cubriéndolos.
—Realmente, pronto —dijo Newcombe. Lanie le aferró el hombro.
Crane tocó su microteclado calmosamente.
—Súbanos, señor Panatopolous —dijo—. Hemos terminado.
Desde su consola, Sumi escuchó el zumbido del enlace con las profundidades, y supo que estaba oyendo una nota de gracia en la prolongada sonata que había comenzado varios meses atrás, en la cubierta de observación del Vema II en el lecho del Pacífico. El canto del cisne de Sumi Chan.
Afuera estaba lloviendo. La mayor parte del personal de la fundación se había tomado el día libre, ya que tanto Crane como Burt Hill estaban en Missouri. Todos, desde los técnicos hasta los jefes de departamento, estaban afuera, sus voces elevándose alegremente hasta las alturas donde moraba Sumi.
Obedientemente abrió la línea R: la línea abierta de emergencia del señor Li. Éste respondió de inmediato.
—Soy Sumi Chan, señor —dijo ella—. Usted me pidió que le informara cuando la partida que fue a New Madrid empezara a enviar datos. Utilicé el acceso de seguridad para desviarlos hacia mí, en vez de enviarlos hacia las computadoras de la fundación.
Sumi se sentía avergonzada.
—Buena iniciativa, Sumi —dijo el señor Li, en un tono casi chistoso que le era totalmente desusado. Algo estaba pasando—. ¿Son ésas las lecturas de esfuerzo que me dijiste que Crane consideraba tan importantes?
—Crane dijo que haría una predicción basada sobre los resultados de los ensayos de esfuerzo, sí. —Sumi podía sentir que algo se aproximaba. La decisión cumbre de su vida. Siempre se había apoyado en la ética para resolver situaciones, y esta vez sentía que no tenía reservas internas de fuerza, de las cuales poder extraerla, para tomar esta decisión.
—¿Cuáles son tus recomendaciones? —la incitó Li.
Sumi hizo una profunda inhalación.
—No tengo recomendación alguna —dijo por fin.
—Les robaste las cifras y, aun así, ¿no tienes recomendaciones para hacer?
—Señor —dijo Sumi—, cualquier recomendación que pudiera hacer sería cancelada por una conclusión adversa.
—Espera un momento —dijo Li y apagó la transmisión. Un segundo después, se materializó como proyección al lado del escritorio de Sumi.
—Ven… siéntate conmigo. Es hora de que hablemos.
Sumi se levantó de la computadora y siguió a la proyección hasta el sofá. Li, con un destello maligno en la mirada, la convidó a sentarse antes de hacerlo él. Quedó flotando a unos cinco centímetros por encima del sillón bajo.
—Ahora —dijo Li—, hagamos de cuenta que me dices cuál es la recomendación, y después dejas que yo juzgue la «conclusión adversa» por mí mismo. Por favor.
La mente de Sumi se estaba disolviendo. El equipo de generación tenía que estar oculto en el chalé, con el objeto de emitir la proyección de Li. Y él sabía que ella sabía. El nudo se ajustaba en torno del cuello de Sumi. ¿Quién vigila al vigilador?
Sumi se aclaró la garganta.
—Si usted quiere hacer que Crane dé una predicción antes de las elecciones, sencillamente cambie las cifras de esfuerzo, haciéndolas infinitamente más grandes, incrementando la percepción del esfuerzo, haciendo que el problema sea más inmediato. Sé suficiente sobre la ecología de terremotos como para modificar los datos matemáticos y llevar las cifras hasta el punto de rotura.
—Maravilloso —dijo Li, con una sonrisa presuntuosa—. ¿Cuál podría ser la contracara negativa de eso?
—¿No se da cuenta? —preguntó Sumi, y buscó goma de mascar con endorfina en el bolsillo de sus pantalones de trabajo—. Esta gente, señor Li, está a punto de predecir el terremoto más devastador en la historia de los Estados Unidos de Norteamérica de Liang. Yo confío en el juicio de ellos. —Se metió dos trozos de chicle en la boca—. Si cometemos un error intencional de predicción, se está dejando una gran base de población expuesta a un tremendo peligro, cuando el sismo sí acometa realmente.
Li se encogió de hombros.
—Lo que estamos tratando de hacer aquí es ganar las elecciones. Desde las últimas se produjeron varios terremotos destructivos en diferentes partes del país. La gente tiene miedo y estará agradecida por nuestra preocupación, ya fuere que la predicción resulte ser correcta o que no lo sea. La gente votará por nuestros candidatos.
—¿No oyó lo que le acabo de decir?
—Puedo limitar la exposición de Liang a daños y siniestros en esa región, si un sismo sí tendría lugar más tarde. Estaré preparado. —Miró con fijeza a Sumi—. ¿Alguna vez se te ocurrió que si el Estado realmente se dedicara a las actividades de predicción en forma seria eso terminaría en los tribunales? Un lío. Eso es lo que todo este asunto es. Pero, como ardid para alcanzar los resultados en una elección, excelente. Así que, cambia los números.
—Señor —dijo Sumi, inclinando levemente la cabeza—, no deseo ofender, pero no puedo instrumentar una orden que encuentro inmoral y peligrosa para tanta gente.
El señor Li sonrió de oreja a oreja, exhibiendo sus brillantes dientes cosméticamente blanqueados. La proyección apoyó una mano fantasma sobre el hombro de Sumi.
—Mira lo que tengo aquí.
En el centro de la sala de estar apareció una holografía del baño de Sumi, en la que se vio a sí misma saliendo de la ducha: no había duda respecto de su sexo. Sumi se sonrojó por la vergüenza.
—Así que lo sabe.
—Eres una mujer muy atractiva, Sumi —dijo Li, sus manos tratando de recorrerle el cuerpo pero, en vez de eso, desapareciendo dentro de ella. De algún modo, eso hacía que la violación de la privacidad fuera peor—. ¿Alguien más lo sabe?
—Nada más que usted —contestó ella—, lo que, según temo, es suficiente.
Li rió.
—No tengo deseos de exponerte a la humillación pública o privada. Tan sólo deseo seguir utilizándote como mi instrumento. Ahora poseo el conocimiento para retenerte. Tengo muchos planes para ti. Te lo pregunto otra vez: ¿harás lo que te pido?
Sumi frunció fuertemente el entrecejo.
—He trabajado codo con codo con esta gente. Son buenas personas, y me gusta…
—En este preciso instante tengo al Servicio Geológico en la línea: estoy listo para decirles que eres una mentirosa y una impostora… y para darles mi recomendación de que te despidan de inmediato. Decide ahora.
Sumi se inclinó hacia adelante, con la cara entre las manos.
—Lo haré —dijo, por fin, con voz ahogada.
—¿Qué?
—Lo haré —dijo, en voz más alta. Se paró y fue hacia la consola, se sentó y empezó e escribir en el teclado. Terminó en un minuto e introdujo las cifras alteradas en la computadora principal. Durante toda su vida había engañado a personas. Ahora se trataba de la pureza de la ciencia.
—Hecho —dijo, girando sobre sí.
La proyección desapareció. Sumi fue al baño y se lavó las manos.