LA FUNDACIÓN
21 DE JUNIO DE 2024. 11:15
Newcombe estaba sentado en el oscuro salón de conferencias de la fundación, delante de la pantalla mural de nueve metros cuadrados por doce, en la que se leían las instrucciones y los datos sobre las misiones. Desde helicópteros que sobrevolaban Le Precheur llegaba un flujo de imágenes: Newcombe vio un océano de lodo, un desierto de fango con esqueléticas señales de civilización que sobresalían desde sus entrañas. En alguna parte, enterrados debajo del limo que se deslizaba sobre la ciudad derrumbada, estaban las dos personas que más le importaban en todo el mundo. Rehusaba aceptar que hubieran muerto. Se resistía a creerlo:
Había mucha gente trabajando en el sitio. La gente de la fundación estaba ahí por obligación, en cambio los habitantes de la ciudad permanecían ahí por gratitud al santo demonio que había salvado a sus seres queridos. Se podía ver a los rescatadores cubiertos de lodo quienes levantaban escombros en treinta sitios diferentes al mismo tiempo. Maldición, el esfuerzo era demasiado laxo, demasiado diseminado, como para tener verdadera efectividad. Esas cuadrillas nunca llegarían a tiempo a Lanie y Crane, si seguían manteniendo esa estrategia.
—¿H-hola?
—Sí, ¿quién habla? —contestó Newcombe, observando la tensión que había en la voz del interlocutor.
—Soy el doctor Ben Crowell y realmente me gustaría volver a la excavación, y…
—Doctor —interrumpió Newcombe—, no tenemos demasiado tiempo. ¿Fue usted la última persona que vio a los doctores Crane y King antes de la erupción?
—Sí… yo…
—Haga que alguien le coloque una cámara, Ben. Quiero ver… ver… bueno…
La sombría cara de un hombre exhausto, sucio, apareció en forma de inserción sobre la enorme pantalla.
—¿Usted sabe dónde están, Ben?
—Sé dónde estaban, doctor —dijo Crowell—, pero todo se desplazó. Nada está donde estaba antes. Me da la impresión de que no puedo establecer mi… orientación. Lo lamento.
—Cálmese —dijo Newcombe con su propia resolución inspiradora de confianza—. Crane está vivo. Estamos en contacto con él. Todavía les queda un poco de aire. Tan sólo necesitamos localizarlos con precisión. ¿Está usted en la plaza de la ciudad?
—Eso creo.
—¿Ocurrió el último episodio cerca de la plaza de la ciudad?
—¡Sí! —contestó el otro hombre, iluminándosele el gesto.
En la esquina inferior derecha de la toma que mostraba la excavación, Newcombe insertó un mapa detallado hecho con fotografías satelitales, que mostraba Le Precheur tal como había sido antes del desastre.
—Haga que alguien le dé un monitor… estamos transmitiendo desde aquí.
—Un momento… Ya… sí… ya veo el mapa.
—Mírelo con cuidado y saque conclusiones.
Hizo un acercamiento visual sobre la calle que llegaba hasta la plaza, concentrándose en las casas de mampostería con techo de paja por la influencia colonial francesa.
—¡Esta, ésta! —gritó Crowell—. La quinta casa contando desde la plaza, en el lado oeste de la calle.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Había escaleras que subían, pero no había un segundo piso. Su mapa sólo muestra una casa de dos pisos en la cuadra de ese lado de la calle. Tiene que ser el lugar.
Newcombe hizo que se extendiera una regla sobre el mapa.
—La plaza tenía un asta de bandera en el centro.
—Aún está ahí.
—Directamente al este del asta, a cuarenta y cuatro centímetros con seis milímetros, está la puerta principal de esa casa. Mida con exactitud, y haga que todos caven ahí… pero con lentitud, con cuidado, con mucho cuidado.
Crowell se alejó rápidamente y estuvo fuera de cámara durante un minuto o más, si bien se mantuvo en contacto auditivo todo el tiempo.
—Tiene suficientes cavadores ahí —dijo Newcombe con tono cortante—. Necesito su atención, Crowell; necesito obtener de usted algo más de información. —La cara con gesto de agotamiento de Crowell volvió a aparecer en pantalla—. Bien. Ahora, dígame con exactitud qué ocurrió: ¿cómo es que los dos miembros principales de la expedición se quedaron atrás en el transcurso de una erupción?
—Estábamos evacuando la ciudad con rapidez, debido al fuego de San Telmo. Yo le estaba suministrando suero en forma intravenosa a un paciente con síndrome de aplastamiento, cuando Crane llegó a la carrera con la doctora King y nos ordenó a mí y a los hombres que estaban haciendo palanca que nos fuésemos al muelle. Crane me sacó la bolsa de suero y salimos corriendo. Era una pesadilla tratar de correr a través de lodo espeso, o quedar atrapado en él…
—Haga una inspiración profunda, Ben… ¿Está mejor ahora? —Cansadamente, Crowell movió la cabeza.
—Prosiga —dijo Newcombe, con tono alentador.
La expresión de Crowell se puso sombría, al revivir el tiempo que pasó en el infierno.
—De… de alguna manera logramos llegar al muelle. Por todas partes había relámpagos, relámpagos rosados. Había incendios… las rocas nos ametrallaban. —Se frotó los ojos—. Había confusión en los barcos transbordadores; caos generalizado con los camiones, y gente que se empujaba. Nos la ingeniamos para subir a bordo, pero debimos de haber estado a más de una milla de la costa, o quizá de dos, cuando estalló la cumbre de la montaña y se formó la maldita nube. Vino directamente hacia nosotros, persiguiéndonos, preñada de relámpagos. Rugía y lanzaba rocas. Ya estaba por darnos por muertos a todos, cuando, de pronto la nube empezó a perder velocidad, se puso algo así como pálida y, después, simplemente pasó por encima de nosotros, esparciendo cenizas. Pero empezó a… bueno… pues… se diría que a expandirse, hasta que ocupó todo el cielo… con la excepción de un jirón del horizonte. Nunca había visto algo que remotamente se pareciera a eso.
—Un momento, Ben —dijo Newcombe, al ver que los excavadores progresaban—. Dígales que pongan sensores ópticos en ese lugar —dijo, al tiempo que Crowell desaparecía de la pantalla durante varios segundos; después volvió con el entrecejo fruncido.
—Me mandaron de vuelta. Todo el mundo teme hablar con usted. La mayor parte del equipo de inspección geológica se perdió en la… ¿cómo la llamó usted, erupción? No pareció como si fuera…
—Por favor, Ben.
Crowell asintió con la cabeza, como disculpándose.
—Ahora están tratando de montar algo.
—¡Si me pueden oír, entonces saben que es mejor que se apuren! ¡Vuelvan con mi gente viva… o si no, no vuelvan! Ahora dígame, ¿cuánto tiempo transcurrió entre el momento que usted dejó a Crane y King, y la erupción?
El hombre abrió los ojos como platos.
—Quizá diez minutos; apenas lo suficiente como para completar la intravenosa.
—¿Y a qué hora del día fue eso?
El hombre buscó en un bolsillo, extrajo un reloj y lo puso cerca de su cara para que Newcombe lo viera. La esfera estaba agrietada; la hora, congelada en las 07:26.
—Lo estrellé contra un camión que estaba subiendo al transbordador. ¿Puedo irme ahora?
Cuatro horas. El oxígeno representaba un problema… si es que habían logrado sobrevivir al lodo y al fuego.
—Una cosa más, Ben. ¿Dice que había una escalera en la casa?
—Sí.
—Está bien. Gracias. Hemos terminado.
Sacó de pantalla la inserción de la imagen de Crowell reemplazándola por una pasada rotatoria de las imágenes noticiosas que provenían de la escena del desastre. Dejó caer la cabeza sobre el asiento y cerró los ojos. Ahora, los iban a encontrar. Con suerte, antes de que el aire se les acabara. Crane permaneció en la casa, la zona que estaba debajo de la escalera siendo un sitio razonable para actuar como trampa de oxígeno, y tan bueno para eso como cualquier otro. Estaban ahí. Se rehusó a permitirse pensar en cualquier otra cosa que no fuera la perspectiva de que los encontraran sanos y salvos.
—¿Preferirías estar a solas?
Newcombe abrió los ojos, para ver un holograma del hermano Ishmael, de veinticinco centímetros de altura, que flotaba en el aire delante de él, con un resplandor angelical en torno de la imagen.
—Ni siquiera voy a preguntarte cómo hiciste esto —dijo Newcombe.
La imagen parecía avergonzada.
—Planté un localizador en tu mano, cuando estábamos en el barco: es eso que parece un granito, en tu pulgar izquierdo. Quítatelo y desaparezco.
Newcombe se miró el dedo, advirtió el dispositivo y lo dejó donde estaba.
—¿Viste lo que está ocurriendo? —preguntó.
La imagen asintió con la cabeza.
—Creí que quizá te vendría bien algo de apoyo, hermano. La necedad de Crane puso en peligro a la mujer que amas.
—Necedad —repitió Newcombe—. De ese lodo extrajeron con vida a cuarenta y dos personas. A eso lo llamaría coraje, hermano Ishmael.
—Se precisa coraje tan sólo para vivir —replicó Ishmael—. No estoy aquí para discutir contigo, sino para estar contigo, nada más… para condolerme contigo, si la situación así lo exigiera.
—No nos preocupemos aún por condolernos.
—Es cierto. ¿Intervienes en la misión de búsqueda y rescate?
—En pequeña proporción —dijo Newcombe, mirando más allá del holograma, a los excavadores.
—¿Qué pasó en Martinica? En los noticiarios no pudieron explicar esa nube ni todo lo demás…
—Lo resolverán con el tiempo —dijo Newcombe, furioso porque nadie se hubiera encargado del equipo de inspección geológica que se emplazó en el sitio. Un buen sensor óptico les pudo haber ahorrado horas. Burt Hill sí se habría encargado de que llevaran ese equipo. ¡Mal rayo lo parta a Crane por no haber llevado a Burt! Volvió a mirar al hermano Ishmael—. Esta clase de erupción tiene lugar de vez en cuando. Los franceses la denominan nueé ardente, es decir: nube incandescente. Ciento veinte años de refinación hicieron que la expresión finalmente quedara como «avalancha incandescente». Ya ocurrió antes en Pelee.
—¿Qué es?
—Es una especie de erupción lateral que tiene una potencia suficiente para hacer que el estrato superior de escoria volcánica salga disparado y caiga de la montaña. Actúa como líquido pesado; una mezcla de gas, vapor de agua y partículas sólidas: cuando las partículas más pesadas se asientan, el gas y el vapor de agua quedan en libertad de seguir subiendo, quedando aferradas a la tierra nada más que las partículas más pequeñas y, cuando éstas se dispersan, la nube asciende.
—¿Qué es la cosa que están trayendo ahora a la excavación? —preguntó Ishmael.
Newcombe miró la pantalla. Sintió que sus entrañas se ponían tensas por la noticia importante que se avecinaba: un sensor óptico. Ahora podrían ver.
Crane y Lanie estaban sentados uno junto a la otra en esa tumba de lodo, apoyados en la bañera que les había salvado la vida. El muchacho cuyo nombre no llegaron a conocer, yacía al lado de ellos en la oscuridad.
Estaban rodeados por una negrura total. Crane no tenía la menor idea de cuánto lodo los separaba del exterior, y temía que lo que fuere que tuvieran de aire se estaba disipando con rapidez. El ambiente estaba viciado y olía a humedad.
Dio un suave golpecito a su microteclado de pulsera.
—Dan… ¿estás ahí?
—Estoy aquí, Crane. —Había alivio y felicidad en la voz de Newcombe—. Creo que hemos logrado aislar la posición de ustedes. Vamos a explorarla con un sensor óptico.
—Metan un tubo de aire.
—Entendido. Déjame hablar con Lanie.
—Está indispuesta —dijo Crane, apagando el microteclado y dejándose caer contra la bañera, abatido. Al lado de él, Lanie adquiría y perdía conciencia. Tenía una fea cortadura en la sien, de la que Crane había detenido la hemorragia aplicando lodo; se había arrancado la manga de la camisa y había hecho un torniquete alrededor de la herida, el que aflojaba cada pocos minutos, para después ajustarlo otra vez. Había pasado por la facultad de Medicina para adquirir los conocimientos de medicina práctica, pero nunca había proseguido los estudios hasta más allá del tratamiento de emergencia en el lugar del accidente. Lanie necesitaba un médico verdadero.
Lanie gimió, recuperando la conciencia, tal como ya lo había hecho por lo menos quince veces. Tenía el tipo de concusión más endiablado de todos, aquél con traumatismo en la sección profunda de los lóbulos frontales, lo que comprometía la memoria de los hechos recientes. Lanie no podía captar ni retener un pensamiento nuevo; cada vez que recobraba la conciencia, la experiencia le era completamente nueva. Crane se preparó para comenzar con ella de nuevo en el casillero uno. Oyó la súbita inhalación que hizo Lanie, y supo que estaba reaccionando ante la oscuridad y el dolor, por lo que se apresuró a ponerle la mano sobre el hombro.
—No te dejes llevar por el pánico —dijo en voz baja, apaciguante.
—¿Crane?
—Tómalo con calma. Recibiste un golpe en la cabeza. Trata de relajarte.
—¿Dónde diablos estamos?
—Atrapados —contestó Crane— en los escombros de una casa… debajo de un deslizamiento de lodo. En Martinica. Ya vienen a rescatarnos.
—¿Estás bromeando? ¿Martinica? ¿Dan está bien?
—Está bien… aunque un poco preocupado. Está allá, en California.
—¿De veras? ¿Por qué no puedo recordar?
—Es normal —le dijo Crane, volviendo a palmearle el hombro—. No te preocupes por eso.
—¿Qué me pasó?
—Un fuerte golpe en la cabeza.
—¿En serio? ¿Y Dan?
—Él está bien. No está aquí.
—No estamos en California, ¿no?
—No.
Si las circunstancias no hubieran sido tan tétricas, Crane sabía que no le habría resultado difícil empezar a reírse.
—Estoy bien ahora —dijo Lanie.
—Lo sé.
—¿Dónde estamos?
—En Martinica.
—¿En serio? Y Dan no está aquí, ¿no es cierto?
—Cierto.
—Estamos atrapados acá, pero nos van a rescatar.
—Eso, mi querida dama, es mi más sincera esperanza.
Lanie gruñó.
—Estoy bien. Realmente bien ahora. La cabeza me duele horrores, sin embargo. Creo que hay un poco de dorf en alguna parte… Nunca viajo sin…
—Yo la tengo —dijo Crane—. Ya te aplicaste un poco, pero si quieres más…
—Sólo una —contestó, extendiendo la mano. Crane se sacó la endorfina del bolsillo de la camisa, y le dio una tableta a Lanie. Habían repetido seis veces esta escena en particular.
—Toma una tú —dijo la joven, tragando la píldora.
—Ya sabes que no tomo endorfina.
—¿Cómo es posible? ¡Auch! Me duele.
—No te toques la cabeza. —Crane levantó las piernas—. Sabes, se me acaba de ocurrir que no te puedo decir nada, porque no lo vas a recordar.
—Lo recordaré —rió ella—. Ya te dije que estoy bien. Simplemente necesito saber… ¿Dan está bien?
—Está bien. Está en California,
—¿Tomé la tableta de endorfina?
—Sí —contestó Crane. Se le cruzó la sensación más aviesa y emocionante de libertad. Ahí no había vigilancia electrónica y, quizás, una tonelada de lodo actuaba como aislante de los sonidos. Una interlocutora que olvidaba de inmediato lo que le decían. Si ésta habría de ser su última conversación, Crane la iba a convertir en todo un éxito—. Estaba a punto de decirte por qué no tomo dorf.
—¿Por qué?
—La probé una vez. Detuvo el dolor.
—Eso es lo que se espera que haga.
—Ésa es la razón por la que no la tomo.
Crane la sintió agitarse a su lado y miró en dirección a ella, imaginando su cara en la oscuridad, sus ojos grandes e inquisitivos.
—Entiendo —dijo ella—. Vas a ser sincero.
—Y tú olvidarás todo lo que te diga. A propósito, ¿qué es lo último que recuerdas?
—Bueno, estamos hablando… Recuerdo eso. Recuerdo encontrarme en un barco. ¿Por qué está tan oscuro?
—Estamos atrapados debajo de un deslizamiento de lodo, pero ya están viniendo a rescatarnos.
—Dan está bien, empero. ¿Sí?
—Así es. ¿Sabes que me siento atraído por ti?
—¡Oh!… detente ahí. No estoy buscando una copulación rápida entre los cascotes.
—Nunca conocí una mujer como tú. Apasionada… inteligente. Cuando te miro a los ojos, puedo ver tu mente en acción.
Los dedos de Crane llegaron para acariciarle el rostro. Lanie se echó atrás levemente, pero nada más que levemente, advirtió Crane.
—Bien —dijo Lanie—. ¿Cuántas veces pronunciaste ese discurso?
—¿Cuál discurso?
—Ése… ya sabes, lo que fuere que hayas dicho.
Crane sonrió.
—Te voy a contar mi historia: eres el público perfecto para ello. Viví con la hermana de mi madre, Ruth. Mi tía y su marido no tenían mucho dinero, y yo no le gustaba a él. Los propios hijos de mi tía estaban primero, así que yo tenía que hacer las cosas muy bien para que me tuvieran en cuenta. Para cuando tenía diez años, ya había leído todo libro que se hubiera escrito sobre sismología y tectónica de placas; obtuve mi primera licenciatura a los quince años y, a partir de ahí, proseguí con rapidez.
—¿Y qué respecto de tu vida emocional… amigos… novias?
—Siempre miré desde afuera —contestó Crane—. Los cascotes se deslizaron y algunos tablones cercanos cayeron al suelo. Lanie se arrimó a Crane con rapidez y le aferró la mano. —Crecí entre gente que era varios años mayor que yo. Eso reforzó mi desempeño, pero no me consiguió amigos. En el aspecto emocional, nada se esperó de mí jamás.
—¿Mujeres?
—Ninguna. Ni siquiera las tuve cerca. Nunca sentí un beso. Tengo treinta y siete años y nunca me tomé de las manos, siquiera, con una muchacha que me gustara.
—Pues entonces, te diré qué haremos —dijo Lanie, apoyando la cabeza en el hombro de él—. Si alguna vez logramos salir de acá, te daré un beso con todas las de la ley, para iniciarte y que puedas seguir solo.
—¿Lo prometes?
—Dalo por hecho. Yo… está tan oscuro. ¿Por qué estamos acá?
—Estábamos tratando de salvar a un muchacho atrapado por la erupción del volcán…
—¿Volcán?
—… y quedamos atrapados nosotros mismos. Y sí, Dan está bien. No está aquí. Aquí es Martinica.
—¿Ya te hice esas preguntas antes?
—Una vez, o dos.
—Creo que lo olvidé. Pero no lo olvidaré ahora. ¿Qué le pasó al muchacho que estábamos tratando de salvar?
—Extiende tu mano izquierda.
—Bien, yo… ¡Dios mío! —Prácticamente saltó sobre el regazo de Crane—. ¿Es ése…?
—El muchacho. No lo logró.
Lanie quedó laxa; después se dejó caer contra la bañera.
—Vamos a morir, ¿no? Vamos a morir en la oscuridad.
—La posibilidad existe. Lo lamento. Ahora nos están buscando. No obstante, logramos evacuar la ciudad a tiempo.
—¿Ciudad… evacuada? —Crane la oyó inspirar profundamente—. ¿No podemos hacer algo desde acá?
—A decir verdad, no —contestó él—. En la oscuridad tendría miedo de tirar de cualquier cosa, por temor de que la casa se derrumbe sobre nosotros.
—Quizás hay un encendedor o…
—Ya busqué… incluso en los bolsillos del muchacho. Además, me estoy empezando a preocupar por el oxígeno.
—Asústame un poco, ¿quieres?
—No importa, ya que lo olvidarás.
—Eso me ofendió. ¿Está Dan aquí?
—No… y se encuentra bien.
—Bien… —dijo. Después hizo otra profunda inhalación—. ¿Predijimos éste? —preguntó.
—No puedo predecir nada —contestó Crane; después miró en la dirección general en la que estaba Lanie y dijo—: ¿Quieres oír cómo es todo este asunto?
—¿Qué asunto?
Crane hizo una profunda inhalación del fétido aire.
—Estuve haciendo el seguimiento de Sado —dijo en voz baja— desde el día en que los israelíes vieron los helicópteros iraníes que los sobrevolaban e hicieron estallar todo el arsenal nuclear que tenían: treinta bombas de multimegatones. Cincuenta millones de personas se evaporaron en forma instantánea; diez millones más al cabo de unos segundos. —Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Lanie estaba temblando—. Las explosiones no sólo irradiaron con radiactividad la totalidad del Medio Oriente y su petróleo, sino que eso ejerció profundos efectos bajo tierra: primero en la placa de Arabia lo que, a su vez, tuvo efecto sobre las placas turco-Aegean iraní. Era como ver caer las fichas del dominó. Para el momento en que las placas indoaustraliana y eurasiática se empezaron a combar, yo estaba prediciendo los terremotos con un grado bastante bueno de precisión de, digamos, un mes o dos. Por último, años después, las placas indoaustraliana, filipina, norteamericana y del Pacífico chocaron con rudeza, lo que tuvo un efecto pequeño, pero devastador, sobre una zona próxima a Sado. —Se encogió de hombros, y agregó—: Era tan evidente como un mapa carretero.
—¿Qué era tan evidente?
—Los terremotos relacionados con la Opción Masada.
—¿Por qué no predijiste otros terremotos antes del de Sado?
—Por dos motivos. Primero, nadie presta atención de todos modos. Segundo, si yo iba a correr el riesgo de equivocarme y de que se me tachara para siempre de chiflado, habría de usar las probabilidades mayores. Sado era el remate de la torta, el disparo que se habría de oír por todo el mundo.
—Ahora… no estamos en Sado ahora, ¿no?
—Estamos en Martinica. Dan no está aquí. Se encuentra bien. Hazme la segunda pregunta. Si estuviste escuchando es probable que te preguntes qué estoy vendiendo, ya que ahora sabes que realmente no puedo predecir terremotos.
—Sí, cuéntame eso. Lo recordaré esta vez.
—Estoy vendiendo el sueño de un mundo perfecto —dijo Crane—. Esta clase de sufrimiento es innecesario, es un derroche.
—Lo siento… Perdí algo antes… —Lanie agitó los brazos, mientras chillaba—. ¡Se arrastra sobre mí! ¡Algo se arrastra sobre mí! ¡Quítalo, quítalo!
La mano de Crane palpó el muslo y empezó a recorrerlo: en ese momento sintió algo frío, metálico.
—¡Ajá!
Agarró el sensor óptico que había penetrado hacia el interior de la madriguera en la que estaban, y lo levantó hasta la altura de su cara.
—Ya era hora de que llegaran hasta acá. Caven con lentitud. Hagan un túnel, pero con suavidad. Estamos en un bolsón de aire, pero todo el lugar está a punto de ceder. Primero, traten de conseguirnos un tubo de aire. Y, por amor de Dios, ¡consíganme una bebida! Aquí hay ingenios azucareros; debe de haber ron. Si pueden hacer el agujero para el aire, metan por él una botella.
El sensor se escurrió hacia afuera. Crane se relajó al oír el sonido de las cuadrillas de rescate que estaban metiendo a martillazos un tubo de aire fresco en esa tumba que hedía a moho.
—¿Está Dan ahí afuera? —preguntó Lanie.
—Mejor que no esté —contestó Crane—. Se supone que debe estar en los laboratorios, buscando terremotos.
—Si realmente no puedes predecirlos, ¿qué objeto tiene Que los busque? —dijo Lanie.
Crane le tomó la mano en la oscuridad y se la besó.
—Estimada dama, uno no abandona el sueño de su vida nada más que porque carece de realidad.
De pronto, una luz tenue penetró en la caverna, iluminándola con una bruma enfermiza. A eso le siguió una ráfaga de aire fresco y, con él, la esperanza.
—¡Doctor Crane! —exclamó una voz a través del tubo de veintiséis centímetros.
—¡Estoy acá! ¿Dónde está el ron que ordené?
—¡Ahí va!
La botella llegó por el tubo seguida por otra de agua. Crane le alcanzó a Lanie la del agua y desenroscó la de ron, tomando un largo trago. Después gritó:
—¿A qué distancia están ustedes?
—Entre tres y cuatro metros y medio —contestó la voz—. Los sacaremos con prontitud.
—¿Somos los únicos?
—Todos los que estaban vivos escaparon… salvo ustedes tres.
—Dos —corrigió Crane, tomando otro prolongado trago de ron—. Acá sólo hay dos de nosotros.
Apoyó la espalda en la pared, contemplando con tristeza el cadáver. Lanie lo había estado mirando con fijeza desde el momento mismo en que entró la luz.
—¿Qué pasó? —preguntó, al tiempo que extendía la mano para tomar la botella de ron, después de haber terminado con la del agua.
—Tratamos de salvarlo. Murió. Fin del relato.
—¿Fue un terremoto?
—Un volcán… aquí, en Martinica.
—Estás bromeando. ¿Dónde está Dan?
—Allá, en casa. —Le gustaba seguirle la corriente: así podía ser honrado sin que hubiera ramificaciones; sincero, sin recriminaciones—. ¿Recuerdas tu promesa? —preguntó.
—Promesa…
—No tiene importancia. —Se dejó caer al lado de ella, apretando los labios contra el oído de Lanie—. Te amo, ¿sabes? —susurró.
—No digas esas cosas —repuso ella con severidad—. Ya tenemos suficientes problemas en nuestra vida.
—¿Cosas como cuáles?
Lanie tomó otro trago y le pasó la botella. Parecían gente hecha de arcilla.
—Sabes —dijo—, hay algo que no entiendo.
—¿Sí?
—Quieres todos esos fondos, todo ese… poder, para predecir terremotos. ¿No hablamos ya sobre esto?
—Sí, lo hicimos. Probablemente te estás preguntando qué quiero en realidad.
—Sí. Predecir para salvar vidas es una causa noble, pero Dan es la persona que trabaja en ese campo. ¿Por qué no hacer las cosas a su manera? Definir zonas que es factible que resulten afectadas y reescribir códigos de edificación, o prohibir la edificación en esas zonas. Para hacer eso no se necesita la información detallada que pretendes.
Crane contestó lo que nunca había tenido el coraje de decirle a otro ser humano.
—Me importa un cuerno la predicción de terremotos —susurró—. Es el medio para llegar a un fin.
—¿Qué fin?
—No puedo coexistir con el mundo del modo en que está —dijo—, así que pretendo cambiarlo. Pretendo impedir que se produzcan los terremotos.
Lanie rió y volvió a extender la mano hacia la botella. Crane tomó otro prolongado trago, antes de dársela.
—¿Y cómo intentas detener los terremotos? —preguntó Lanie.
—Mediante la fusión de las placas —dijo en tono feroz y bajo—. Este mundo una vez fue un solo continente, llamado Pangaea. No tenía terremotos, tampoco volcanes. Voy a hacer que sea así otra vez.
Lanie tomó un trago muy prolongado, y Crane le arrebató la botella y la vació. Lanie lanzó una risita breve.
—Dijiste que querías fusionar las placas, ¿no?
—Sí.
—¿Cómo?
Crane le guiñó un ojo, antes de murmurarle directamente en el oído.
—Haciendo explotar enormes bombas termonucleares directamente en las líneas de falla.
—¿Qué?
Entró luz a raudales, al mismo tiempo que resonaban voces excitadas en torno de ellos.
—Vamos, Elena King —bramó Crane, aferrándola por la cintura con el brazo sano—. ¡Hemos sobrevivido para volver al combate!
—¿Está Dan aquí? —preguntó Lanie, mientras se extendían manos para extraerlos hacia la seguridad.
—No.
—¿Qué hacemos con el muchacho?
—Déjalo. Nada arruina más un rescate triunfal, que una muerte inoportuna. Relaciones públicas, Lanie. Vivimos y morimos por ellas.
Dan Newcombe estaba sentado contemplando la pantalla, los puños apretados, manteniendo la mente despejada y controlada, mientras observaba al equipo de búsqueda y rescate cavando con cautela en el lodo verde-gris que otrora había sido una casa de dos pisos. La imagen de Ishmael flotaba exactamente al lado de él, silenciosa, contemplativa. Podía ver el icono, pero no lo podía ver a Ishmael.
—¿Estás mirando la excavación? —preguntó con voz contenida.
—Sí —dijo Ishmael—. Tengo una sensación muy positiva respecto de ella.
—¿Cómo es eso?
—Crane es un demente. Pasa por las tragedias y sale indemne. Ésa es su bendición, hermano… y también su maldición.
—La primera vez que te oigo hablar bien de él.
—No estoy hablando bien de él. No es un hombre, en el sentido normal de la palabra. Es una fuerza que se desplaza a través de mi vida, así como yo soy una fuerza que lo hace a través de la de él. Somos glaciares, Crane y yo, reptando lentamente, arrollando todo lo que encontramos en el camino. Crane está más allá de cualquier definición. ¿Ves al hombre que lleva la chaqueta azul claro, al lado del camión?
Newcombe miró. Era un técnico que trabajaba en el monitor del equipo óptico. Parecía estar excitado al girar los selectores.
—Creo que los encontró —dijo Newcombe, mirando cómo el hombre bailaba una improvisada jiga en el lodo—. ¡Míralo saltar! ¡Están vivos!
La puerta de la sala de conferencias se abrió de un portazo. Burt Hill y varios programadores irrumpieron lanzando vítores. En la enorme pantalla, una escena similar era la que veía el personal que estaba en Martinica.
—Vete —susurró Newcombe, al tiempo que Ishmael desaparecía al entrar Hill. Newcombe hizo la anotación mental de llamarlo a Ishmael y agradecerle por haberle brindado su amistad en un momento tan malo.
—¡Jamás le voy a permitir salir otra vez sin que me lleve! —gritó Hill.
Entró corriendo alegremente por el pasillo, para observar la excavación con Newcombe. Los demás se distribuyeron por el anfiteatro.
—Deben de haber perdido todo el equipo de relevamiento. Esa cosa que usaron está armada de manera chapucera con piezas de repuesto.
Newcombe asintió con la cabeza.
—Créeme, la próxima vez que Crane salga al campo, yo, en persona, lo voy a encadenar a ti.
—Dios —dijo Hill, negando con la cabeza, cuando los trabajadores empujaron una botella de ron a través de un tubo para facilitar el acceso de aire—. Está recibiendo un trago antes de que lo saquen. Ése es Crane.
Newcombe prosiguió mirando con fijeza mientras los trabajadores cavaban, pasándose baldes lleno de lodo a lo largo de una cadena humana, apuntalando los escombros a medida que avanzaban. Había vida. Ahora había que ver si había heridas.
El equipo de rescate logró entrar en cuestión de minutos. El personal del anfiteatro y el de Martinica vitorearon cuando Crane salió a los tropezones de entre los escombros y moviéndose por sí mismo, con una amplia sonrisa para las cámaras. Llevaba a Lanie en los brazos, el brazo sano soportando la mayor parte del peso y la botella vacía de ron colgando de la mano inválida.
El estómago de Newcombe se revolvió. La cabeza de Lanie estaba vendada, la sangre cubriéndole todo el costado izquierdo y convirtiéndole el cabello en una mata pegajosa. Parecía estar nada más que semiconsciente. Crane no aparentaba estar peor por el desgaste.
—Está herida —dijo Hill.
Newcombe gruñó.
—Es mejor que ahí tengan alguien más experimentado que los internos. —Descargó un golpe sobre el microteclado de muñeca, reabriendo el contacto entre él y el equipo de rescate. Una figura cubierta de lodo, de la que apenas se reconocía que era un ser humano, apareció con un blip en la pantalla de Newcombe, quien dijo—. Tráigalo a Crane para acá.
En ese preciso instante, en la pantalla principal vio a Lanie lanzar los brazos alrededor de Crane y darle un largo beso, mientras la colocaban en una camilla. Newcombe sintió un nudo en las entrañas y cerró las mandíbulas con fuerza, para evitar lanzar un exabrupto. Crane parecía más sobresaltado, que sorprendido, por el beso. ¿Qué estaba pasando?
Crane agitaba las manos, saludando de buena gana a las cámaras, alzando la botella de ron y riendo. Una comida suntuosa más en la mesa de refrigerios de su emocionante vida. ¡Mal rayo lo parta! El hermano Ishmael tenía razón: no era un ser humano.
Tragado por su equipo de rescate, Crane se escabulló de la pantalla y desapareció durante medio minuto, nada más que para aparecer en el cuadro de inserciones.
—Crane —dijo Newcombe en voz baja.
—¡Danny, mi muchacho! —Crane dejó caer la botella para frotarse la cara con una toalla—. ¿Nos extrañaste?
—¿Dónde está ella? —preguntó Newcombe—. Tengo la esperanza de que no la hayas matado.
—Ésta es una línea abierta, Danny, muchacho.
—¿Dónde está ella?
Crane se había puesto el rostro para el público y no iba a cambiar de actitud. Sonrió.
—Nos estamos aprontando para evacuarla a Dominica, para que reciba tratamiento médico. Creo que no es más que una concusión. Va a estar bien. A propósito, sigue preguntando por ti.
—Ponía al habla.
—No puedo hacer eso, Dan. —Miró afuera de cámara durante un segundo—. La están aprontando para el viaje. Además… no tienes por qué celebrar reuniones en una línea abierta. Reserva eso para más tarde.
—¡Por amor de Dios, Crane, ponía al habla. Tengo que saber si está bien!
Crane negó con un movimiento de cabeza, la sonrisa todavía adosada a la cara.
—No en una línea que se puede intervenir —dijo—. No queremos revelar secretos del oficio.
—Crane…
—Debo irme, Danny, mi muchacho. Mi público espera. Crane salió de la pantalla, dejando tras de sí nada más que una pantalla muerta.
Newcombe se reclinó pesadamente sobre su asiento, con la mirada clavada en la pantalla y en los trabajadores, que se preparaban para abandonar el sitio.
—Tengo que disponer las cosas para que regresen —dijo Burt, poniéndose de pie y tomando distancia rápidamente entre él y Newcombe. Hizo que todos los demás salieran con él.
Newcombe quedó sentado a solas, sintiéndose estúpido, sintiéndose usado. En ese momento odiaba a Crane y lo lastimaría si pudiera. Ishmael había tenido tanta razón respecto de tantas cosas. Había visto las cosas con una claridad que desafiaba toda explicación racional.
La línea Q era la fibra protegida contra intervenciones. La activó en su microteclado de muñeca y le suministró el número que había aprendido de memoria en el comedor del Diatribe.
Sumi Chan estaba sentada delante de su terminal de vigilancia, suministrando información directamente en la pantalla mural del chalé que ocupaba en la fundación:
—¿Está usted recibiendo la transmisión, señor Li? —preguntó, la pantalla mural volviendo a pasar la escena de Newcombe conversando con una pequeña proyección de Mohammed Ishmael.
—Sí, con mucha claridad, Sumi. Te lo agradezco.
—Consideré que este asunto podría ser de interés para usted.
—Y de interés más que incidental. Prosigue rastreando toda conexión entre el doctor Newcombe y el proscripto que pudiera caer bajo tu vigilancia. Nosotros haremos lo mismo. La conducta provocativa de Mohammed Ishmael y las malas calificaciones que da la opinión pública nos han obligado a condenar las actividades de Ishmael y a negar la existencia de la Nación del Islam como entidad.
—Entiendo —dijo Sumi, pero no entendía en absoluto—. ¿Hay algo más por el momento?
—Sigue trabajando así. Tenemos grandes planes para ti. Zaijian, Sumi Chan. Cuídate del sol.
—Zaijian, señor Li.
El contacto se interrumpió del lado de Li, aunque sus computadoras habían volcado en su memoria la totalidad de la conversación entre Ishmael y Newcombe. Sumi cerró la comunicación y, del escritorio que estaba debajo de la pantalla de 3-D que ocupaba toda la pared, extrajo la botella verde de dorf.
Se desplazó hasta la puerta principal. El chalé era enorme y espacioso: básicamente era una sola habitación abierta con un dormitorio en el piso superior, debajo de un techo con armazón en A. Toda la parte frontal estaba abierta hacia el exterior y la magnífica vista. En diferentes circunstancias, Sumi pudo haber conocido aquí la paz completa.
Salió al balcón, a esa altura el viento era cálido y juguetón. Un cóndor solitario voló por debajo de donde ella estaba. Sumi sentía que el señor Li estaba cometiendo un error al reprobar la Nación del Islam, cuyos miembros eran consumidores, hasta cierto grado por lo menos, y, en su propia manera, parte de la tendencia actual de la vida estadounidense. La desaprobación los apartaba y atraía atención hacia ellos… y, por cierto, esa atención podía acarrear escarnio; también podía acarrear apoyo. Los estadounidenses estaban habituados a patrones de pensamiento disímiles e individuales. Si no los sometía a exigencias, absorberían a la NDI. Forzados a elegir, empero, era probable que los estadounidenses optaran por la libertad, concepto que era desconocido para el señor Li.
Sintiéndose súbitamente melancólica, Sumi destapó la botella verde y bebió directamente de ella. Los pechos le dolían debajo de las ataduras: un problema que tenía todos los meses. Su dorf especial, que contenía elevadas concentraciones, tanto de oxitocina como de pea euforizante, parecía ayudar, aun cuando si la agobiaba un cierto anhelo sexual que nunca podía satisfacer. No podía confiar en compañero sexual alguno. No podía confiar en el sexo en sí.
Dejó que los sentimientos se derramaran sobre ella, dándole calor, apaciguándola. Pálidas nubes llenaron el cielo, exhibiendo videopelículas de partidarios de la Nación del Islam mientras eran arrestados por los G justo afuera de los reforzados puntos de control de ingreso a Los Ángeles Este. Allá abajo, Burt Hill estaba supervisando la preparación de una mesa de comida fría, debajo de un gran toldo, para el equipo de rescate que estaba regresando. También había un bar, un pequeño puesto de primeros auxilios y un estrado para una conferencia de prensa.
Sumi iba a evitar a la prensa esta vez. Todo lo que deseaba hacer era soltarse las ataduras y esconderse debajo de las sábanas de la cama del piso de arriba. Volvió a beber de la dorf. Quizás hoy, por lo menos una vez podría perderse en el arrobamiento.