LA FUNDACIÓN
21 DE JUNIO DE 2024. 01:00
—Creo que una vez por semana no es suficientemente bueno —dijo Burt Hill, no por primera vez—. Ahora tendremos que hacer revisiones especiales los viernes a la noche. No importa que yo haya estado acá desde las siete de ayer a la mañana, por cierto que no. Su Majestad dice que hay que hacer una exploración Clase A el viernes a la noche.
—Ahora es sábado por la mañana —dijo Sumi.
Estaban de pie en una tambaleante grúa alzacoches. Burt guiaba lentamente el brazo del aparato alrededor de la parte superior del globo y llevaba, apuntándola hacia adelante, una máquina del tamaño de la palma de una mano de la que sobresalía una bobina de alambre; el localizador de micrófonos ocultos zumbaba cada diez segundos.
—¿Dice usted que hace esto una vez por semana? —preguntó Sumi.
—Por supuesto —contestó Burt, frunciendo el entrecejo cuando observaba el registro del medidor en el localizador—. Desde las siete de la mañana, todos los lunes de todas las semanas.
Giró el medidor en posición opuesta a la del globo, y lo apuntó de vuelta hacia los laboratorios.
—¿Todos los lunes?
El hombre la miró a través de un seto de pelo facial, reaccionando con cautela ante la pregunta, mientras Sumi sonreía con simpatía para aventar cualquier posible suspicacia.
—Para mí es como empezar siempre de nuevo —dijo Burt, por fin—; hace que lo rutinario siempre esté en acción. Me gusta que la fundación funcione con suavidad, como un motor. Supongo que eso es lo que el doc Crane aprecia de mí.
—Creo que lo aprecia por muchos motivos y, en especial, porque usted es confiable.
Sumi odiaba saber que iba a tener que venir todos los domingos por la noche y quitar lo que fuera que hubiese colocado. Los brazos le colgaban flojamente a los costados del cuerpo. Diez transmisores estaban adheridos a sus manos, uno en cada yema de los dedos, incluso en el pulgar.
—¿Cómo es eso?
Habían completado el círculo. Burt pulsó el botón de descenso, y la barquilla empezó a dirigirse lentamente hacia el piso.
—Crane no está aquí: usted pudo haber postergado la búsqueda de micrófonos hasta el lunes. Nadie se habría dado cuenta.
La barquilla se estremeció levemente cuando llegaron al nivel del piso. Saltaron de ella; Sumi se adelantó para admirar la Patagonia en el globo y dejó reposar la mano sobre las islas Malvinas. Podía sentir la mirada de Hill clavada en el cuello, desmenuzándola.
—No puedo hacer eso. No lo haría. Ser capataz del doc Crane es el trabajo más malditamente bueno… no… los momentos malditamente mejores que jamás tuve en mi vida. Me da vergüenza decirle lo mucho que me paga. Demonios, me da un bungalow en la montaña, absolutamente gratis… y es prácticamente tan bueno como el que él mismo ocupa. Le digo esto, Sumi, cuando Crane se pone del lado de alguien, no lo abandona. Eso tiene importancia para mí. Hizo lo mismo por usted: ¿cómo cree usted que se lo ascendió a asesor principal de becas? Un Premio Nobel abre muchas puertas. Crane fue y habló con la junta por usted.
Al escuchar las palabras de Hill, las manos de Sumi se pusieron tensas involuntariamente. ¡Maldición!, por accidente había dejado caer tres transmisores en el globo, dos en la isla Gran Malvina y otra en la Soledad. Del tamaño de motas de polvo, nunca se los vería, pero la transferencia activó las unidades. Sumi esperaba que Hill no volviera a encender ahí el detector de micrófonos ocultos. Tosió, volviéndose hacia él.
—¿Y eso no lo benefició también al doctor Crane? —dijo con calma—. Es indudable que mi nuevo puesto le hizo posible obtener subvenciones, y con rapidez.
—¿Y qué demonios tiene eso de malo, señor Chan? —dijo Burt, ofendido ahora y volviendo a la formalidad.
Sumi miró el piso y, a pesar de toda la racionalización, se sentía avergonzada.
—Tome —dijo Hill. Le dio una pastilla de limón aderezada con dorf— entónese.
—Gracias —dijo Sumi, metiéndose la pastilla en la boca. Hill se dio vuelta para dirigirse hacia el ala oeste, donde se encontraban los laboratorios y pañoles. Sumi tendría que ser selectiva respecto de dónde colocar los micrófonos con éxito en ese mismo lugar. Quería aquellos sitios que Crane frecuentaba más.
La endorfina hizo efecto con prontitud, estabilizándole el estado de ánimo mientras se ponía a la par de Hill, pero había algunas cosas que ni siquiera la dorf podía curar. Una de ellas era la amarga punzada de la culpa.
—¿Desea usted bajarse un par de copas cuando termine aquí? —preguntó Hill mientras caminaban, y Sumi se dio cuenta de que sospechaba algo—. La vista es malditamente espectacular desde mi porche. En una noche realmente clara se puede ver el programa de trasnoche en el lado de la Luna.
—Trato hecho, Burt, ¿pero puedo sugerir que mojemos el garguero con el contenido de una botella especial que tengo en mi valija?
—He aquí un hombre que me conoce bien —dijo Hill, y Sumi se preguntó hasta dónde se seguirían sondeando mutuamente para obtener información.
Hill se tocó el microteclado de pulsera.
—¡Levanten esos culos gordos y vuelvan al trabajo! —tronó su voz.
El efecto fue instantáneo: soldadores, programadores y personal de mantenimiento del turno de medianoche se levantaron de un salto y se apresuraron para llegar a sus puestos de trabajo.
—Crane normalmente te lleva en sus viajes, ¿no? —preguntó Sumi.
Hill frunció el entrecejo. Su cara mostraba una legítima preocupación.
—Sí. No me gusta que vaya solo. —Hizo un gesto de negación con la cabeza—. Espero que alguien le haga acordar que tiene que comer.
Sumi miró su reloj.
—Imagino que, para estos momentos, ya debe de estar en el terreno.
El hombre rió.
—Para estos momentos está en el terreno y dirigiendo todo el remaldito circo.
En ese exacto momento, Lewis Crane estaba hundido hasta las rodillas en medio de una pesadilla de cenizas y lodo, en lo que otrora había sido la ciudad costera de Le Precheur, Martinica, aullando en un francés detestable, Silence, s’il vous plait… silence, a los habitantes de la ciudad que estaban tratando de desenterrar del lodo a sus familias.
La montaña aún retumbaba y en su cima todavía destellaban relámpagos, mientras Lanie colocaba sus sensores en la ladera de Pelee, hincándolos ella misma en la tierra con un martillo de bola.
Estaban en la cara este de la montaña; coladas de lava, aún burbujeaban sobre la cara sur. A través de la densa cortina de cenizas que colgaba por doquier, llegaban la luz y el calor. La hora era algún momento antes de la mañana, pero día o noche no importaban: habría noche perpetua hasta que la próxima lluvia intensa lavara del cielo las cenizas. Más hacia el sur, Fort de France estaba en llamas. La gente de Liang Int. volaba edificios con dinamita, en un intento por volver a establecer barreras contra el fuego.
Aunque Crane había estado atosigando con datos a la red sisma, sabía que tendrían que transcurrir varios días antes de que la comunidad internacional se movilizara para enviar el auxilio que necesitaban los ciudadanos de Le Precheur. Días para que tuvieran algo, aparte de sus escuálidos recursos, de qué depender. Pero también sabía que los recursos locales eran el punto central de todo el control de un desastre, cuando los ciudadanos locales tenían que cuidar de sí mismos. El tiempo se escapaba; después de seis horas, la tasa de mortalidad era del cincuenta por ciento. La gente había quedado atrapada debajo de toneladas de lodo y casas derrumbadas. Cada minuto aumentaba ese porcentaje. Le Precheur ya permanecía sepultada desde hacía casi ocho horas. La guía de Crane era esencial, si pretendían conseguir que alguna víctima escapara del vientre de la bestia.
—Ecoutez done! —gritó. La zona parecía un vaciadero de mampostería rota y esqueléticas vigas de madera, el todo sobresaliendo de un mar de lodo fluyente—. S’il vous plait!
Toda esta cadena de islas era de origen volcánico; todas habían nacido del fuego del terremoto. En una época se las había llamado Indias Occidentales; después, la Comunidad Europea había obtenido Martinica de los franceses y la habían puesto a la venta. Liang era la propietaria absoluta, también de sus ciudadanos, desde hacía varios años.
Alrededor de Crane, los sobrevivientes actuaban con total descontrol, algunos cavaban en el lodo, otros utilizaban topadoras de compañías de construcción. Gritaban y lloraban mientras trataban de liberar a sus seres queridos enterrados, quienes pugnaban por respirar.
Un hombre, enloquecido y hablando solo, pasó cojeando mientras arrastraba los restos de una cama a través del barro saturado de piedra pómez. Estaba cubierto de hollín y costras de lodo… al igual que el resto de quienes andaban por ahí.
Crane avanzó hacia el hombre y, con un empellón, logró que soltara la cama, pero el hombre siguió caminando sin ella, ajeno a todo. Crane sacó un encendedor del bolsillo, lo encendió y lo arrojó sobre la cama: de inmediato surgieron las llamas. Crane se dio vuelta para hacerles una señal a los camiones del equipo que había trasladado desde la pista de aterrizaje en la isla Dominica, al norte.
Cinco camiones inmensos avanzaron abriendo surcos, literalmente hablando, en su marcha hacia lo que alguna vez había sido la plaza principal, mientras Crane les gritaba para que empezaran a hacer sonar sus bocinas de aire comprimido. Así lo hicieron, generando un ruido ensordecedor que hizo que todas las miradas se dirigieran hacia el hombre que estaba al lado de la cama en llamas.
—Ecoutez done! —aulló otra vez, pero esta vez la azorada y aturdida población escuchó.
—Estoy acá para salvarlos —siguió hablando en francés—, pero deben escucharme. Están haciendo demasiado ruido: no pueden oír los gritos de los sobrevivientes. Deben dejar de gritar y llorar. Deben apagar las topadoras: sólo servirán para enterrar a sus seres queridos. En mis camiones hay picos y palas. Tómenlos. Caven donde oigan voces… todos debemos estar callados y escuchar. Si oyen una voz, verifíquenlo con alguien más, asegúrense de ubicar el sitio y, después, caven con cuidado. Los que están atrapados en los escombros morirán si no hacen lo que les digo. Los hombres deben cavar; las mujeres y los niños deben ayudar a trasladar los cascotes. Usen carretillas, tablones, puertas… cualquier cosa en la que puedan amontonar lodo y roca. Muévanse con rapidez, pero en silencio. El personal médico está aquí para prestar ayuda a los heridos. Si encuentran una persona lesionada, no la saquen del derrumbe hasta que la haya revisado un médico. Ustedes son buena gente y entenderán la sabiduría de mis palabras.
Repitió el mensaje en inglés y, después, en chino. Cuando terminó estaba tan ronco que apenas si podía hablar.
Estadounidenses con ojos desorbitados se apearon de los camiones. Crane odiaba y amaba a la gente; eran capaces de proceder con gallardía y con ignominia, todo a la vez.
—Se les dio instrucciones en el avión —graznó—. Ya saben lo que tienen que hacer. ¡Manos a la obra!
La zona se calmó, adquiriendo un espectral silencio, mientras los conductores de los camiones encendían sus reflectores para iluminar el lugar. Lanie se unió a Crane en el centro de la pantomima.
—Los sensores están en su sitio —susurró Lanie—. Y tenías razón. La información que estamos extrayendo del suelo será la mejor educación que yo o tus computadoras llegaremos a tener jamás. Estamos parados en un corazón sísmico palpitante, vivo.
Crane asintió con la cabeza, mirando hacia el cielo.
—Asegúrate de que los datos se estén transmitiendo a las computadoras —susurró a su vez—; después ocúpate de que haya retransmisión satelital a nuestra base.
—Sigues mirando hacia arriba —dijo Lanie.
Crane sacudía la cabeza:
—Mi brazo —susurró—. Todavía no hemos terminado con este bastardo. Ala gente hay que sacarla de aquí lo más pronto posible. Cargaremos los camiones con los heridos y los llevaremos directamente al muelle.
—J’ai entendu quelqu’un —gritó alguien con excitación, desde el extremo más alejado de la plaza. Después, alguien más—. J’ai entendu!
—¡Caven! —gritó Crane, haciendo bocina con las manos—. Becher!
Trabajaron con diligencia, en silencio, todo el mundo tirando en la misma dirección. Crane se desplazó sobre el rostro del cataclismo, tratando de recuperar las vidas que el monstruo tomaría para sí. Mientras caminaba hablaba con sus trabajadores, explicando la relación vacío/volumen, para el aire retenido en edificios derrumbados, y sobre los sitios más probables para encontrar sobrevivientes. Ayudó con la carga y la colocación del equipo para la amplificación de la escucha, de las cámaras para termografía, y de las sondas visuales por óptica de fibras que se sumían directamente en los escombros y ayudaban a encontrar más gente, tanto viva como muerta. La tecnología de espionaje electrónico a veces resultaba útil. Crane no se sentía ni bien ni mal respecto de lo que estaba haciendo, tan sólo urgencia. Su obsesión lo había traído aquí… su ira le impedía irse.
Pronto, algunas personas —notablemente, muchas de ellas vivas— pudieron ser rescatadas de entre los escombros. Con su trabajo en línea con la computadora, Lanie se unió a los demás para ayudar en la asistencia a los pacientes, haciéndoles vendajes de emergencia en las heridas, para después meterlos en los camiones. Transcurrieron horas agotadoras. Alzó la vista una vez y lo vio a Crane que, en medio de la confusión, daba órdenes como un general. Una mujer que seguía a dos camilleros y su carga, se apartó y corrió hacia Crane, abrazándolo con fuerza y besándolo en señal de gratitud. En ese instante, un gesto de terror surcó la cara de Crane, quien quedó tieso y apartó a la mujer como si tuviera miedo del contacto.
Lanie trabajaba duramente, sometida al miedo más intenso que hubiera conocido jamás. Había sido demasiado ingenua como para asustarse en Sado. Aquí supo realmente contra qué se enfrentaban. Se sentía en el filo de un cuchillo. Quería confiar en el sentido común de Crane para cuidar de todos, pero había empezado a aprender que ese hombre no tenía sentimientos, sólo astucia. El hecho de que él continuamente mirase hacia el cielo tampoco contribuía a que Lanie se sintiera mejor.
Fue entonces cuando lo vio, y todo el cuerpo se le puso tenso por la conmoción: relámpagos, relámpagos rosado pálido, saltaban desde el monolito que era la ladera de la montaña, hasta las nubes, para después volver. De pronto, los relámpagos parecieron estar surgiendo de todas partes, restallando sonoramente, como descargas de artillería.
Lanie corrió entre la confusión de trabajadores cada vez más desesperados y agotados, hallándolo a Crane en medio del parcialmente despejado derrumbe de una casa grande, cuyo piso superior sencillamente había desaparecido, su escalera conduciendo a ninguna parte. Un adolescente yacía al pie de la escalera, la pierna atrapada debajo de una viga de madera. Varios trabajadores estaban improvisando un guinche para levantar la viga, mientras Crane y un interno de la use estaban arrodillados al lado del muchacho.
—Crane —dijo Lanie—. El cielo…
—Ahora no —dijo él. Después se volvió hacia los trabajadores, que estaban en el proceso de hacer palanca con otra viga cruzada, para levantar la primera—. ¡No la quiten!
—¿Por qué no? —preguntó el interno—. Las heridas parecen ser de poca monta. Podemos subirlo a un camión y…
—Buena lección, doctor —dijo Crane—. ¿El síndrome de aplastamiento le dice algo?
El joven, sucio con lodo y hollín, se limitó a mirarlo fijamente.
—En un caso como éste —prosiguió Crane— tenemos que tratarlo in situ, antes de arriesgarnos a desplazarlo. Estuvo casi diez horas debajo de esta viga, acumulando toxinas allí donde se interrumpió el flujo de sangre. Lo extrae de ahí ahora, sale caminando lo más bien, y lo tiene muerto de un ataque cardíaco dentro de una hora.
—¿Qué hacemos?
—Lo irrigamos, en forma intravenosa, con fluidos y antitoxinas. Lo inundamos y cuando quitemos la viga, el cuerpo del muchacho estará preparado para lidiar con la acometida de las toxinas hacia su sistema circulatorio.
—Traeré el equipo —dijo el joven médico, alejándose con premura.
—Ahora sí, háblame —le dijo Crane a Lanie, mientras se inclinaba sobre el muchacho, quitándole de la cara mechones de cabello.
—J’ai peur —susurró el adolescente.
—Moi aussi, mais pas trop —repuso Crane; después miró a Lanie.
—Los relámpagos: —dijo ella— están surgiendo de la isla.
Crane, la cara convertida en una máscara, se paró sin decir palabra y salió de los escombros para mirar hacia lo alto, mientras el interno se apresuraba a regresar a la casa derrumbada para iniciar la administración intravenosa de medicamentos.
Alrededor de ellos restallaban los relámpagos, que recorrían la sonora montaña hacia arriba y hacia abajo como si fuesen una lluvia flameante.
—Todo el mundo tiene que irse —dijo Crane.
—¿Qué es esto? —preguntó Lanie mientras él se alejaba.
—Fuego de San Telmo —le gritó por sobre el hombro. A voz en cuello empezó a ordenarle a su gente que junte a quienes encontraban en el camino para trasladarlos al muelle.
Laurie corrió para ponerse al paso.
—Toda la atmósfera está cargada con electricidad estática —dijo Crane—. Algo va a pasar.
De repente, Le Precheur fue todo movimiento: la gente trepaba en los camiones o sencillamente huía, presa del pánico. El retumbo se volvía cada vez más fuerte, más intenso, mientras una densa ceniza caía sobre ellos. Lanie se concentraba en Crane, para evitar pensar en el peligro y corrió para no quedarse atrás, mientras Crane volvía velozmente a la casa de la que acababan de salir.
Se metieron en el derrumbe.
—Salga de aquí, doctor —dijo, sacándole la bolsa de fluido de la mano.
—Pero mi paciente…
—¡Lárguese de aquí, ahora! —Se volvió hacia los trabajadores, mientras el médico se iba. Estaban ocupados apuntalando la viga que hacía de palanca en lo alto de una roca, para que ésta sirva de punto de apoyo.
—Sauve qui peut! —aulló, y los hombres, asustados de por sí, se apresuraron a huir.
—¿Qué demonios haces acá? —le increpó Crane a Lanie, los ojos de él muy atentos a la bolsa plástica de fluido que sostenía en la mano—. ¡Vete… vete!
—No sin ti.
—Le estoy dando una orden, señora mía.
—Probablemente ya viste lo bien que reacciono ante las órdenes —contestó Lanie—. Mira, te puedes ahorrar la saliva.
Los músculos de las mandíbulas de Crane se pusieron tensos.
—Apóyate sobre esa palanca: cuando te lo diga, empuja con alma y vida, y yo lo sacaré arrastrándolo, ¿está claro?
Lanie se desplazó, en el reducido espacio, hacia la viga transversal, y esperó, mientras escuchaba el sonido de los camiones, que partían rugiendo hacia los muelles, y el ruido de la montaña, que gruñía y escupía.
—Entonces, ¿por qué te quedaste atrás? —agregó Crane, mientras sostenía la mano del muchacho.
—No lo sé —respondió Lanie con sinceridad—. Quizá quería que veas con qué seriedad tomo el trabajo.
Crane rió entonces, con risa profunda y legítima:
—A mí me convenciste. Pero no creo ser yo la persona de la Fundación Crane a la que necesites convencer.
Lanie pasó por alto la referencia a Newcombe.
—¿Vamos a morir? —preguntó en cambio.
—Sí… es probable. ¿Está bien?
—Tú eres el jefe.
Aguardaron a que se vaciara la lenta infusión intravenosa. Crane le hablaba en voz baja al muchacho, mientras el suelo retumbaba amenazadoramente debajo de ellos y, no bien la bolsa estuvo vacía, Crane la arrancó y arrojó a un lado.
—¡Hazlo… ahora! —aulló.
Lanie se esforzó haciendo presión sobre la viga. El olor del azufre era opresivo. En Lanie no había pánico, sólo desapego profesional. Iba a hacer su trabajo. Para eso había venido. Ella misma quedó sorprendida ante su calma. Estaba asombrada de sí misma.
Oyó a Crane gruñir por el esfuerzo, aun cuando ella empujaba con todas sus fuerzas sobre la palanca y las cenizas la sofocaban, haciéndola basquear.
—Lo tengo —gritó Crane, usando su brazo sano para poner al delgado muchacho sobre su hombro y después levantarse, vacilante, entre los escombros. Lanie soltó la palanca y salió con Crane a los tropezones, la plaza vacía mientras ellos avanzaban pesadamente a través del atrapante lodo que les llegaba hasta las rodillas.
—¿Y ahora, qué? —preguntó Lanie.
—Ahora, nosotros… ¡Oh, Dios!
Otra vez Crane estaba mirando hacia lo alto, los ojos muy abiertos por la admiración. Por encima de ellos, la cumbre de la Pelee estaba envuelta por un fulgor rojo opaco, que se volvía cada vez más brillante mientras lo miraban. La oscuridad total se trocó en brillante luz de día. Sin advertencia alguna, el fulgor se separó de la cumbre y bajó raudamente por la ladera, a unos centenares de metros de ellos. No era lava, sino una avalancha al rojo blanco de roca con superficie ondulante. Había bloques y los restos de árboles dentro de la pulsante destrucción; enormes rocas que sobresalían como vetas de palpitante rojo, que daban tumbos y lanzaban una lluvia de chispas.
La velocidad era terrorífica, y la avalancha descendió por toda la montaña hacia el mar en cuestión de segundos, no llegando a alcanzar a Crane, Lanie y el muchacho por un pelo.
—Había oído hablar de esto, pero nunca lo había visto —dijo Crane en voz baja, la voz convertida en un susurro por el pavor reverencial y, quizá, también por el agotamiento, pues todavía llevaba al muchacho sobre el hombro.
—¿Terminó?
—No.
En el preciso momento en que el fulgor carmesí de la avalancha se desvanecía, lo reemplazó una monstruosa nube que estaba cobrando forma contra el ahora visible cielo, por encima del sitio donde se produjo el deslizamiento de tierra. La nube se alzó desde la trayectoria de la avalancha y se desplazó siguiendo el curso de ésta. Ganó impulso, como si las partículas más livianas de material volcánico hubieran empezado a ascender levemente y continuado hacia adelante, mientras las partículas más pesadas se asentaban en la tierra.
La nube era globular, su superficie se hinchaba con masas que se dilataban y multiplicaban con tremenda energía. Lanie estaba hipnotizada mirándola, sintiendo apenas el brazo lisiado de Crane que la empujaba. La nube corrió hacia adelante, directamente hacia donde estaban ellos, bullendo y cambiando de forma a cada instante. Al tiempo que abrazaba el suelo con enorme fuerza, se alzaba ante ellos en forma de masas muy turgentes en las que restallaban los relámpagos.
—¡De vuelta al interior de los escombros! —le gritó Crane a Lanie, por encima del terrible viento caliente que, con la fuerza de un huracán, impulsaba a la nube—. ¡Ahora! ¡Muévete!
Lanie se puso en movimiento.
Una lluvia de piedras del tamaño de nueces los estaba ametrallando. El ardiente rugido se acercaba más y más. Crane sabía que tenía unos veinte segundos para encontrar la manera de que se protegieran de las altas temperaturas que, directamente, habrían de arrebatarles el oxígeno de los pulmones.
Los socorristas habían abierto una cueva de evacuación de unos tres metros para rescatar al muchacho, pero ahora estaba cediendo, desmoronándose sobre sí misma. Una viga graznaba ruidosamente, chirriaba, para después quebrarse violentamente. Como en cámara lenta, Crane la vio salir disparada hacia ellos, alcanzándola con plena potencia a Lanie en el costado de la cabeza y haciéndola caer de rodillas. Desde esa posición, la joven empezó a oscilar hacia atrás y hacia adelante, produciendo sonoras arcadas.
—¡Vamos! —Crane la agarró, pero su brazo inválido no tenía la fuerza necesaria para poner a Lanie de pie. Crane depositó su carga en el suelo: el joven temblorosamente se apoyó en sus propias manos y rodillas y gateó un poco más lejos, metiéndose en la oscuridad de la casa que estaba a punto de derrumbarse.
Crane aferró a Lanie King por la cintura y la alzó, cargándola sobre la cadera para que soportara la mayor parte del peso de la mujer. Por detrás de ellos, la plaza era un fuego rutilante. Crane apenas podía respirar.
—Salle de bain! —le gritó al muchacho—. ¡Bañera! ¡Bañera!
—Ici —señaló el muchacho con voz débil, y siguió gateando.
—Bien —dijo Crane, cargando a una gimiente Lanie, mientras caminaba agazapado entre los escombros; el calor era insoportable—. ¿Todavía estás conmigo?
La cabeza de Lanie se apoyaba flojamente sobre los hombros; los párpados aleteaban con rapidez, en un intento por volver a la posición normal los ojos que querían girarse hacia el interior del cráneo.
—Estoy b-bien —murmuraba con voz débil—. Sólo necesito… necesito… recostarme. Y-Yo…
—Sí, sí —dijo Crane, arrastrándola ahora—. Dan me va a matar, si este maldito volcán no lo hace primero.
El muchacho se había arrastrado por detrás de la escalera que no llevaba a ninguna parte, y empujaba débilmente el vano astillado de una puerta, que estaba semiaplastada por su propio marco. Crane, mientras se esforzaba por inhalar aire, dejó caer a Lanie y se lanzó contra los restos de la puerta, que cedió ante él, haciéndolo entrar a los tumbos en un baño que estaba medio hundido del lado que daba hacia la montaña pero que, en otro aspecto, estaba notablemente intacto.
Crane extendió el brazo hacia abajo y arrastró consigo al muchacho: una bañera no empotrada aguardaba, majestuosa, en medio de un piso cubierto con cenizas. Crane gateó de regreso sobre los cascotes y, tomó a Lanie por el cuello de la camisa. La arrastró hacia el baño.
—¡Permanece despierta! —le aulló, mientras la joven avanzaba a los tropezones sobre madera y mampostería destrozados—. ¡¿Me oyes?! ¡No te duermas!
—A la orden, capitán —dijo Lanie con voz chillona. Del cuello le manaba sangre, empapándole el cabello y la camisa.
Crane la arrastró hasta la bañera y la acostó boca arriba al lado del artefacto.
—No te muevas —dijo, y después tomó al muchacho de un brazo y lo acostó junto a Lanie. Crane también se tendió y dio vuelta la bañera para que los cubriera a los tres, con la esperanza de que contuviera un bolsón de aire suficiente como para mantenerlos vivos, y que fuera lo suficientemente fuerte como para protegerlos de los escombros que se desplomasen.
El retumbo se hizo más intenso y envolvió la sofocante oscuridad que había debajo de la bañera.
—Retenir votre respiration —le dijo al muchacho, y después a Lanie—: Haz una inhalación profunda y retenía.
Así lo hicieron, mientras el rugido de la nube los inundaba y el resto de la casa cedía bajo el calor y el barro, derrumbándose encima de ellos y gritando mientras lo hacía, gritando igual que como lo hizo la casa de los padres de Crane.
El calor le coció el cuerpo, arrebatándole los fluidos. Crane no podía respirar ni tragar. Podía oír a Lanie y al muchacho tratando desesperadamente de respirar. ¡Maldición, Pelee no se iba a llevar la vida de él ni la de quienes estaban con él hoy! ¡Por Dios, el monstruo ya había recibido suficiente!
—Tranquilos —susurró a través de los labios resecos, y se descubrió acariciando el cabello de Lanie en la oscuridad; el terrible rugido ahora era un tormenta lejana. Crane sintió a Lanie relajarse bajo su mano—. Ya terminó.
Lanie gimió con fuerza:
—Entonces, ¿p-podrías… sacarme… la rodilla de la espalda?: me estás… m-matando
—Lo siento —dijo Crane, por fin capaz de hacer una inhalación profunda, mientras un aire fresco arremetía a través de la rajadura que había alrededor del fondo de la bañera, llenando el vacío producido por la nube. Que hubiera aire significaba que había alguna forma de comunicación con el exterior. Era un comienzo.
Con la mano sana empujó hacia afuera: la bañera se sacudió, pero quedó inmóvil. Estaba trabada debajo de algo pesado. El muchacho extendió la mano hacia arriba y ayudó. Con el doble esfuerzo lograron levantar la bañera lo suficiente como para que Crane salga rodando, saque el techo que había caído sobre el artefacto y lo haga rodar a un lado, para liberar a Lanie y al muchacho.
Había la misma negrura que en una cueva profunda. Crane tocó la parte inferior en declive de la escalera. Se había desplomado formando una V invertida por encima de ellos, lo que probablemente les había salvado la vida… pero, por desgracia, ahora se había transformado en su prisión.
Estaban atrapados.
El muchacho gimió. Crane extendió la mano para asirlo, cuando cayó pesadamente hacia el piso cubierto de escombros. Le buscó la arteria carótida: no había pulso.
—¡No! —gritó Crane con desesperación, sus palabras devoradas por la oscuridad—. ¡No puedes tenerlo!
Empezó a suministrarle reanimación cardiopulmonar, a sabiendas, instintivamente, que al muchacho le habían sacado los fluidos intravenosos demasiado pronto y que la tensión del esfuerzo había hecho que su corazón superara el límite.
—Vamos —rogó, para después golpear con fuerza el pecho del muchacho—. ¡Vamos!
No supo cuánto tiempo había trabajado sobre el muchacho. Sólo supo que, en algún momento dado, hasta Lewis Crane tenía que rendirse. La respiración le salía en jadeos, cuando se desplomó sobre una pila de cascotes. Sentía olor a gas, pero sin saber si era real o un recuerdo súbito en la oscuridad. Sentía el calor de las llamas, pero no podía verlas. Entonces, empezó a llorar silenciosamente y sintió el deseo, como lo había sentido cada día de su vida desde el terremoto de Northridge, de estar dentro de la casa con sus padres. La paz de la muerte le era esquiva, pero la agonía de la muerte era su constante compañera.
—Se fue, Lanie —susurró por fin en la oscuridad, sin obtener respuesta. Se puso rígido—. Lanie… ¡Lanie!
Se arrastró hasta ella; la sintió fláccida. La atrajo hasta su pecho y la acunó con suavidad en ese mausoleo de lodo y piedra. Y, aun mientras su mente giraba en un torbellino aturdido de edificios que se desplomaban y de brillante fuego anaranjado, cada parte de Lewis Crane, tanto racional como irracional, estaba induciéndole vida al cuerpo de Elena King.