CAPÍTULO 4

Procesos geomorfológicos

LOS ÁNGELES, CALIFORNIA

20 DE JUNIO DE 2024. 20:47

Nadie sabía que Sumi Chan era una mujer. Nadie. La yi-sheng que la trajo al mundo, en medio de un gran secreto, había muerto hacía cinco años. Sus propios padres, que habían urdido el engaño después de que la amniocentesis hubo revelado que su heredero sería una niña, fallecieron en 2022, víctimas de la gripe de San Luis. Ese virus, traído de América por viajantes de comercio, había sido mucho más devastador que la gripe de 1918, que mató centenares de miles de personas en ciudades de todo el Lejano Oriente. En el continente norteamericano la epidemia fue relativamente leve.

Así, durante los dos últimos años, Sumi había estado sola con la mentira de su vida. Y tendría que proseguir sola… aun cuando su simulación de veintiocho años de duración había fracasado por completo en su objetivo: permitir que Sumi herede sus tierras ancestrales, derecho que estaba prohibido para las mujeres. Pero sus derechos por nacimiento ya no existían; sus tierras habían sido confiscadas por bancarrota; sus padres habían muerto en la indigencia.

Estar atrapada era la experiencia operativa de la vida de Sumi. Había venido a Estados Unidos para estudiar ciencia en el exterior, tal como era la costumbre. El puesto en el Servicio Geológico de Estados Unidos era un trabajo político, que cumplía el único objetivo de darle lustre a la cartera que ocuparía a la larga en una multinacional. Ahora era todo lo que tenía, y temía, con desesperación, que su engaño saliera a la luz y le hiciera perder el trabajo. Despojada de su honor, nada le quedaría. Toda su vida era una mentira. La única verdad que Sumi Chan realmente entendía era el temor de que se revelara esa mentira, y eso la estaba carcomiendo.

Sentada en el interior, parecido a una oficina, de un helicóptero de Liang Corporate, una batidora de diseño silencioso que se prefería por su desplazamiento suave, Sumi trataba de no perder la compostura. Crane había sido bueno con ella, le había dado una posición social y había sido sumamente generoso en el reconocimiento de sus contribuciones a los proyectos de él. Le gustaba, también, a pesar de sus excentricidades; a veces, incluso debido a ellas. Crane no merecía lo que estaba a punto de sucederle.

Miró la multitud, unas doscientas personas que se acercaban a la plataforma de aterrizaje que estaba en el sector de dársena del puerto de Long Beach. El Sol estaba bajo, y una noche clara llena de estrellas empezaba a caer sobre el horizonte de la ciudad más grande del Hemisferio Occidental. Ahora, las sombrillas estaban apretadas con firmeza bajo los brazos, mientras los ciudadanos se quitaban de la cara el filtro solar y se despojaban de la ropa y los guantes antirradiación solar: la libertad de la noche había llegado.

Con cronistas que revoloteaban en derredor como mosquitos, Crane encabezaba la larga fila que avanzaba por los bien iluminados muelles hacia donde estaba Sumi. La mayoría de la gente que seguía a Crane eran cronistas con la cámara en el casco, ciudadanos desempleados o aburridos cuya razón de vivir era salir por televisión, verse proyectados en la fachada de los edificios y en las nubes. Tanta gente lo hacía que ya había dejado de ser una obsesión: era una característica demográfica.

A Crane lo flanqueaban Newcombe y la nueva mujer. ¿Por qué la había traído Crane? Sumi no sabía qué pensar de Lanie King. Parecía tener el impulso de Crane y las emociones de Newcombe, una combinación potencialmente peligrosa pero, lo que era más importante, Sumi temía que la mujer se diera cuenta de su artimaña, del mismo modo que temía que todas las mujeres pudieran ver a través de ella.

El gentío llegó, y Sumi abrió totalmente la puerta del compartimiento para permitir el acceso de Crane y su equipo.

—¡Eh, doctor Crane! —gritó un periodista que llevaba una chaqueta dorada de mandarín—. ¿Cuándo va a ser que el «grande» golpee a Los Ángeles?

—Si yo le dijera que sería mañana —contestó Crane, tomando la puerta corrediza desde adentro mientras Newcombe y Lanie entraban—, ¿qué haría usted? Ésa es la pregunta que debe hacerse a sí mismo.

Deslizó la puerta hasta cerrarla y se dejó caer pesadamente en un asiento giratorio forrado. Gimió, relajándose durante nada más que un segundo, al tiempo que alzaba la mano sana para frotarse suavemente la cara. De pronto, el segundo transcurrió, y Crane saltó al borde del asiento y miró a Sumi:

—¿Qué demonios estamos esperando?

Sumi tocó la pequeña rejilla que había en el posabrazos del asiento.

—Vamos —dijo, y el helicóptero se elevó en un instante. Le sonrió a Crane—. Próxima parada, la mezquita.

—¿La mezquita? —preguntó Lanie, mientras se quitaba el resto del filtro solar de la cara con una toalla.

—Así es como Sumi llama a la fundación —dijo Newcombe, estirándose—. Verás el porqué cuando lleguemos.

—¿Tienes datos recientes sobre la Pelee? —preguntó Crane.

—No conmigo —dijo Sumi.

—Dame la mejor información que tengas. Martinica está en la cadena de las Antillas, ¿no es así?

—Sí.

Newcombe interrumpió de manera intempestiva, antes de que Sumi pudiera continuar.

—Podría haber más erupciones.

—Ya las hubo —dijo Sumi—. Dos más… de menor intensidad. En estos momentos, el verdadero problema es el estado del tiempo: veinte ríos salen de Pelee, en creciente y desbordándose. La montaña empezó a desmoronarse… derrumbándose en forma de deslizamientos de barro que arrastran aldeas enteras. —Sin hacer pausa, Sumi preguntó—: ¿Puedo convidarlos con una bebida? ¿Un poco de dorf?

—No —contestó Crane, mientras daba un golpecito al microteclado de muñeca para conectar el implante auditivo—. Sumi, llama a los medios de prensa: quiero llevar a algunos conmigo a Pelee, si no para mañana ya se habrán olvidado de quién soy. Y consíguelo a Burt Hill, en la fundación. Dile que quiero una docena de médicos de emergencia y otra de hombres de gran tamaño.

—¿Hombres de gran tamaño?

—Hombres fuertes… hombres que puedan cavar. A propósito, me da gusto verte de nuevo, Sumi.

—Sí, señor —contestó Sumi, mientras empleaba el enlace de comunicaciones que tenía en el asiento, financiado por la fundación, para preparar un memorándum de conferencia en cuarenta canales, dirigido a las principales organizaciones noticiosas.

En su microteclado, Crane puso en actividad la fibra de comunicación exclusiva para hablar con Harry Whetstone. Giró en el asiento para contemplar el espectáculo nocturno de Los Ángeles a través de la ventanilla del compartimiento, mientras aguardaba a que la llamada encontrara al interlocutor. Le gustaba su benefactor, el viejo Stoney. Gran tipo. Una maldita pena que su dinero, todos esos miles de millones de dólares, fuera mantenido como rehén por los tribunales. «Matad a los abogados», como dijo Shakespeare. Aun así, Stoney tenía abundancia de cosas y gente a su disposición, de modo que podía proporcionar lo que se necesitara.

—Whetstone —llegó una voz firme, pero amistosa.

—Stoney, habla Crane.

—Oye, qué agradable es oírte. ¿Cómo diablos resultaron las cosas con el Gran…?

—No hay tiempo para eso ahora, amigo. Quiero tu avión y necesito equipo.

—¿Pelee?

—Debo partir en el lapso de una hora. ¿Puedes llevar el avión a mi pista de aterrizaje dentro de los próximos treinta minutos?

—Lo siento, solamente te puedo dar un pájaro grande. Un reactor antiguo sin foco. Tendré que ver si le pusieron combustible. De ser así, lo tendrás según tu cronograma, en caso contrario, se necesitará más de media hora sólo para recargarlo. Tengo acceso a algo de equipo pesado que te puedo enviar también, si lo deseas.

—Por Dios, no —dijo Crane—. Lo que necesito son picos y palas: ¿me los puedes conseguir?

—¿Estás seguro de que…?

—Picos y palas, Stoney. Llámame de nuevo por la fibra Q cuando tengas un tea. Apúrate.

Allá abajo, la ciudad estaba llena de vida. Las imágenes televisadas aparentemente convertían en cristal líquido toda superficie horizontal —edificios, carteles, paredes y vehículos—, los edificios más altos adoptaban una semejanza de vida cuando esas enormes imágenes les llenaban por completo sus veinte o treinta pisos. El helicóptero enfilaba hacia el norte, hacia el pico Mendenhall, en las montañas San Gabriel.

—¿Por qué los G subieron a bordo de mi barco hoy? —preguntó Crane en voz alta.

Sumi respondió con lo obvio. Siempre tenía que ser cuidadosa con la verdad que rodeaba a Crane.

—Se produjo una gran reacción negativa ante las exigencias de Ishmael. La gente quiere que se adopte alguna actitud: teme lo que se está acumulando en la Zona de Guerra.

—¿De qué modo nos afecta eso?

—Es demasiado pronto para saberlo. Nos es perjudicial… no sabemos en qué grado.

—Pero Li no corre riesgos, ¿no es así?

—El señor Li es un hombre de negocios —contestó Sumi de inmediato—. ¿Qué esperabas?

—Esperaba que nos protegiera a mí y al acuerdo que celebramos —retrucó Crane. Después desechó el pensamiento—. Esto no debe sorprenderme. —Su mente se desplazó hacia el control de los daños—. Tan sólo necesito manejar yo mismo las cosas. Puedo sobrevivir a Ishmael.

Suspiró y se sacudió para aventar una oleada de cansancio: podía dormir en el vuelo hacia Martinica. El horror se estaba extendiendo dentro de él: podía sentir el sufrimiento. Sabía del pánico que hace martillear el corazón, en aquella gente que queda atrapada adentro de su casa, debajo de toneladas de barro y roca. Las lágrimas afloraron en sus ojos y se las quitó con la mano, obligándose rápidamente a recuperar la indiferencia por las emociones, que le era esencial para soportar desastres como el de Sado y, ahora, el de Pelee.

Trató de concentrarse en el espectáculo nocturno de abajo. Se veía el helicóptero de Liang en muchas de las pantallas de televisión. Había motivos para la existencia de las pantallas externas, servían, principalmente, para mantener ocupada a la gente que aguardaba en filas inmensas para satisfacer necesidades básicas. Lo electrónico era barato y entretenido y hacía que la persona se distrajera del hecho de que la infraestructura del país era vacilante. Departamentos paupérrimos; escasez crónica de alimento debida a la escasa existencia de campos sombreados que hicieran rendir su producción. Salarios miserables hacían que el consuelo electrónico fuera lo mejor, después de la dorf.

Más abajo, uno de los helicópteros que los perseguía descendió demasiado y su patín de aterrizaje rozó el costado de un edificio, por lo que la máquina primero chocó con los morros sobre el techo plano y después cayó dando tumbos. Todos los ciudadanos corrieron hacia la escena con sus cámaras. En cuestión de segundos, el helicóptero de los geólogos había dejado atrás el lugar del siniestro y Crane siguió el accidente desde las pantallas de televisión. Varios hombres con barretas saltaron encima del fuselaje del helicóptero para robar el foco. Dos hicieron palanca sobre el disco de veinticinco centímetros y otro se metió en la humeante cabina en busca de sobrevivientes.

—¿Hay algo bueno que esté ocurriendo? —preguntó Crane en su asiento aún girado para mirar la bahía.

—Kate Masters —dijo Sumi— dio su apoyo incondicional a su plan, a cambio de que el Estado permita que el Procedimiento Vogelman quede fuera de los temas sobre seguro de salud.

—Grandioso —contestó Crane, moviendo la cabeza en gesto de negación, ante la idea del implante para evitar el embarazo—. Ahora estamos en el negocio del control de la natalidad.

De los centenares de pantallas de televisión que había debajo de ellos, la mitad seguía proyectando la caída del helicóptero: cuando los vándalos sacaron el foco de la nave deshecha, el otro hombre surgió de la cabina arrastrando al desorientado piloto. Los dos vieron a los vándalos y atacaron, luchando con ellos por el foco. Una sola de las poderosas celdas líquidas generadoras de electricidad que contenía el foco podía mantener funcionando una casa durante un año. Mucha gente mataría por una de esas celdas.

El microteclado de pulsera zumbó y Crane encendió su implante auditivo:

—¿Sí?

—Stoney —fue la respuesta—. El pájaro tiene combustible y está listo para despegar. También tengo algunos miles de picos y palas en un camión que ya está en camino hacia ti desde un depósito en el norte de Los Ángeles.

Las luces se iban desvaneciendo a medida que llegaban a la negrura de la Zona de Guerra, la atrincherada e intensamente fortificada sección de casi tres por seis kilómetros cuadrados de propiedad inmueble otrora llamada Los Ángeles Este. El territorio del hermano Ishmael.

—Buen trabajo, Stoney —respondió Crane—. Dale todo mi cariño a Katherine.

—Crane… respecto del avión…

—No lo voy a traicionar como al último. Palabra de honor.

—Gracias.

Crane suprimió las conversaciones mientras pasaban por encima de las luces del perímetro establecido por las tropas que rodeaban la Zona de Guerra. La zona en sí estaba totalmente cubierta con redes de malla gruesa en las azoteas y en los costados de los edificios. Nadie había entrado ahí desde hacía años. Tampoco se tenía la menor idea de cuántos afric-hispanos vivían adentro ni de qué hacían para sobrevivir. Las tropas permitían el ingreso de camiones que transportaban material que no fuera de contrabando. Entraban tan pocos, que mucha gente especulaba que la cantidad real de seguidores de Ishmael era bastante reducida. Ése era un tema debatible, pues una gran cantidad de niños puede nacer en un lapso de quince años; niños que solamente tendrán acceso a una retórica contracultural. Jóvenes soldados.

El piloto ganó altura al llegar a la Zona de Guerra.

—Saldremos a los treinta minutos de haber llegado —le dijo Crane a Lanie—. Es mejor que los llames con antelación para que te preparen algún equipo que necesites llevar.

Hizo un rápido cálculo en el microteclado de muñeca.

—Te concedo cuatro metros cuadrados con cincuenta de almacenamiento, con un límite de peso de dos toneladas.

—Me aseguraré de que nuestras bolsas sean llevadas directamente de aquí al avión —dijo Newcombe—. Después haré que Burt…

Crane lo interrumpió.

—Tú no vas. Te necesito en la fundación, para que busques otro terremoto… cualquier terremoto. Las franquicias latinoamericanas siempre son una buena posibilidad.

—¿La llevas a Lanie y a mí no?

Crane no podía entender la perplejidad que se leía en la cara del geólogo.

—Ella necesita el curso acelerado, doctor —contestó, inflexible—, y tú necesitas resguardar nuestro culo. Fin de la discusión.

Giró sobre el asiento dándoles la espalda, sin deseos de lidiar con la vida emotiva de Newcombe. Necesitaba que Newcombe estuviera feliz, naturalmente, pero, más que eso, necesitaba que estuviera concentrado.

El helicóptero se inclinó levemente hacia el oeste, enfilando hacia el valle. Ahora estaban cruzando centenares de líneas de falla. Los Ángeles estaba montada encima del sistema de los Parques Elíseos, un patrón entrecruzado de fallas interconectadas, suficientemente poderoso como para hacer que se derrumbe toda la ciudad. Crane sacudió la cabeza. ¿Cuánta de la gente del hermano Ishmael moriría en un terremoto así?

El piloto descendió un poco después de pasar la Zona de Guerra. Estaban cruzando sobre otras fallas también; fallas más grandes —las de Santa Susana, Oak Ridge, San Gabriel, Sierra Madre—, todas capaces de generar inmensos terremotos. Después estaba la más famosa, la falla de San Andrés, cuarenta y ocho kilómetros al este, un tajo de casi mil trescientos kilómetros de largo, que señalaba el límite entre las placas del Pacífico y de Norteamérica, y el sitio en el que, con el tiempo, la acumulación de la presión proveniente de dos impresionantes placas que se desplazan en direcciones diferentes iba a desgarrar y trasladar el oeste de California hacia el norte. Fue un breve corrimiento en una falla, la falla de Northridge, el que había moldeado la vida de Crane. Después del año en el que ganó el Premio Nobel, se la había rebautizado Falla de Crane.

Nunca entendió por qué la gente le preguntaba por «el grande». El terremoto que podría destruir Los Ángeles provendría desde cualquiera de las mil diferentes fracturas de falla, ya fueran tectónicas o de esfuerzo por movimientos tectónicos. Mil maneras de desgarrar la Tierra, mil maneras de morir. Lo que resultaba más interesante respecto de California no era que pudiese morir con tanta facilidad, sino que no había muerto aún. Ése era el motivo por el que Crane había decidido construir su fundación en las montañas San Gabriel, montañas formadas por actividad de corrimiento. Quería estar en el medio de la acción. Para aniquilar a la bestia había que ir a buscarla a su guarida.

El helicóptero se inclinó hacia el valle, apresurando la llegada de ellos a Mendenhall.

—Lanie —dijo Crane, señalando por la ventanilla del compartimiento—, ven para que eches el primer vistazo a tu nuevo hogar.

Lanie se acercó a él. Crane sonrió cuando la vio jadear por la sorpresa. A ese lugar sólo se podía llegar por aire. Construida a mitad de camino hacia la cumbre de más de mil cuatrocientos metros de altura sobre un afloramiento rocoso, la fundación se encontraba en el centro de un panal de líneas de láser de rubí, haces sincronizadores para medición de distancias, que podían percibir los movimientos telúricos más insignificantes. Era la ciencia en su aspecto más hermoso: líneas rojo claro recortándose contra una noche brillante de estrellas.

Cuando se acercaban lentamente al terreno pudieron ver al transporte supersónico de Whetstone describir un círculo en torno de la montaña, para después zambullir la nariz en dirección a la larga pista de aterrizaje que se extendía desde las zonas operativas de la fundación.

—¡Dios mío, pues sí que parece una mezquita! —exclamó Lanie

—Te lo dije —replicó Sumi. Luego miró a Crane—. Cinco periodistas están ahora en camino hacia aquí.

—¿Cuándo llegarán?

—Nos vienen pisando los talones. La única gente que podría llegar aquí dentro del horario que fijaste es la que nos siguió desde el puerto, ¿está bien?

—Tendrá que estarlo. Asegúrate de que tengan espacio para aterrizar.

—¿Por qué el edificio principal parece una mezquita? —preguntó Lanie.

—Darwinismo arquitectónico —contestó Newcombe.

—No entiendo.

Se desplazaron a través de la malla de las líneas de láser, centrándose en la plataforma de aterrizaje que estaba cerca del edificio principal. La construcción era de piedra, inmensa y cuadrada coronada con una gran cúpula.

—Construí este edificio como una mezquita —dijo Crane— porque nunca me enteré de que una mezquita fuera destruida por un terremoto. Algunas de las de Medio Oriente estuvieron de pie durante mil años. Sólo la ejecución de la Opción Masada las pudo destruir. El arquitecto otomano del siglo XVI, Sinan, empleó un sistema de refuerzo con cadenas para evitar que los edificios públicos de la época fueran destruidos por los terremotos. Y eso funcionó.

El helicóptero descendió cerca de la mezquita. De inmediato, Crane corrió la puerta del compartimiento y salió de un salto. La zona estaba bien iluminada y las construcciones bien diseminadas. El laboratorio, rematado con una cúpula, tenía una altura de tres pisos y se erguía solo al aire libre. Un centenar de metros más allá, acurrucada contra la montaña, estaba la estructura de las oficinas, larga y baja, como un tren. Por encima de las oficinas, y engarzada en la ladera, había una serie de cabañas parecidas a chalés. Las residencias de la fundación estaban construidas sobre plataformas provistas de resortes amortiguadores. Había diez, conectadas por una serie de escaleras de acero que quizá llegaban hasta unos noventa metros por encima de los terrenos de la fundación. La pista de aterrizaje, un largo tubo refulgente que llegaba hasta la oscuridad, se extendía del otro lado del laboratorio. El reactor Jumbo de Whetstone estaba posado en el centro. El compartimiento posterior de la nave estaba abierto para que los trabajadores pudieran cargar el equipo y los suministros médicos, lo más rápido posible.

Burt Hill vino corriendo, mientras los ocupantes descendían. A su alrededor, otros helicópteros estaban aterrizando.

Doc —gritó con su larga y tupida barba colgándole sobre el pecho—, ya nos hemos encargado de todo, salvo del personal médico. Los que usted llevó a Sado todavía no están listos para regresar al servicio.

—Naturalmente —dijo Crane, caminando hacia los enormes portones del laboratorio—. Esto es lo que harás: llama a Richard Branch, en la Facultad de Medicina de la use, y le dices que envíe una docena de sus mejores estudiantes. Dile que les brindaremos el mejor adiestramiento que jamás hayan tenido. ¿Entendiste?

—Entendí —contestó Hill.

Lanie le había cobrado cariño a Burt en Sado, donde su desempeño con las secuelas de la tragedia la había impresionado profundamente. Burt pudo haber tenido cualquier edad entre los treinta y los sesenta, pero la mirada de sus grandes y expresivos ojos azules era inmemorial.

—Oh, Burt —dijo Crane—, hay un camión lleno de picos y palas que está en camino. Necesitamos estar listos para traerlo.

—Lo primero que haremos es sacar del hangar a Betsy. ¿A qué hora usted espera salir de aquí?

—Son casi las diez —dijo Crane—. Diez y treinta como máximo. Muévete.

—¿Quiere que vaya con usted? —preguntó Hill.

—No esta vez, Burt. Tú te quedas aquí con el doctor New-combe. Para ayudar. En el momento que mejor te cuadre quiero que hagas una exploración de seguridad en busca de equipo de vigilancia electrónica. Haz una exploración clase A.

—¿No lo llevas a Burt? —preguntó Newcombe, furioso—. ¿Qué maldita clase de viaje es éste?

—No estoy acostumbrado a que se cuestionen mis decisiones —dijo Crane, incinerando a Newcombe con la mirada.

—Pues prepárate para eso —dijo Newcombe—, porque no voy a permitir que Lanie…

—¿¡Tú vas a qué!? —gritó Lanie, aferrando el brazo de Newcombe. Crane contuvo una sonrisa cuando vio el fuego trepar por la cara de la mujer y encenderle la mirada—. ¿No me vas a permitir que vaya? ¿Desde cuándo eres mi padre, mi jefe, o Dios?

—No lo entiendes —dijo Newcombe—, esto es mucho más peligroso que Sado. La última vez…

—Es suficiente —dijo Crane, abriendo los grandes portones dobles con la placa de la Fundación Crane, vaciada en bronce, encastrada al lado. Nada mecánico, nada que se pudiera trabar en una emergencia—. Hablaremos en la sala de control.

Lanie, completamente asombrada, siguió a los hombres hacia el laboratorio. La Fundación Crane era el edificio más increíble que hubiera visto jamás, sin excepción. Se erguía como un águila sobre un precipicio peligroso, provocando a la naturaleza para que la desafíe: Crane agitando el puño en la cara de Dios. Pero ni siquiera el espectáculo de la fundación la preparó para lo que le deparaba el laboratorio.

Inmenso, totalmente abierto, su centro y su cúpula dominados por un globo terráqueo de tres pisos de alto. Pero era nada más que un mapa. Rodeados por aureolas de lluvias de chispas había operarios subidos a grúas y escaleras altas, que estaban realizando soldaduras en la parte superior de la corteza. La esfera tenía un suelo, en el que estaban perfectamente marcados los contornos de las masas continentales y los océanos. Sólo estaba terminado en forma parcial y Lanie pudo ver millones de diminutos alambres en sus entrañas, así como tubos de vacío y redomas evidentemente ubicados de modo de recibir materiales en fecha futura. Un núcleo central se parecía a un pequeño alto horno.

Lanie comprendió de inmediato:

—Usted está haciendo el mundo —dijo, sorprendida al descubrir que su propia voz estaba chillona.

—Todo esto es tuyo —dijo Crane con ligereza—. Es por esto que se te contrató.

—¿Mío?

—Usted va a duplicar el desarrollo histórico de nuestro planeta, señorita King. De las condiciones actuales que hay en él…

—¿Su capacidad para hacer predicciones va a depender de esto?

La mirada de Crane era dura y traviesa al mismo tiempo. La mirada del tahúr, pensó Lanie.

—No —respondió Crane con suavidad— la haremos depender de ti. El globo será tu herramienta, pero tendrás ayuda para forjar tu herramienta… demasiada ayuda, temo que vas a pensar muchas veces.

Su mirada danzaba por la picardía y la exuberancia, lo que dejó pasmada a Lanie.

—Ah, esos ayudantes. Ahora tendrás botánicos, biólogos, físicos…

Newcombe interrumpió.

—Podemos hablar sobre esto en otra ocasión. Ahora hay algo que debemos arreglar ya mismo.

El tono de voz era áspero.

—Claro que sí —dijo Crane, dándose vuelta y empezando a salir.

Newcombe lo seguía como si lo hubiera estado acechando. Lanie los seguía rezagada caminando de espaldas, incapaz de sacar los ojos de encima de la monstruosa esfera que iba a ser de ella… De ella ¿para hacer qué? Giró sobre sí y advirtió que en todo el edificio no había visto vidrios. En las paredes no había cosa alguna que pudiera caer y causar daño. Desde el techo hasta el piso era pura piedra; pequeños laboratorios llenos de equipo sismográfico y aparatos de informática que no tenían puertas, sólo los vanos, y también carecían de ventanas. Todo parecía estar asegurado con pernos. La iluminación provenía de diminutas y brillantes lámparas dicroicas sumidas en la piedra negra de las paredes.

En el extremo opuesto de la sala abierta, un muro de treinta metros de largo y dos pisos de alto estaba dedicado a sismógrafos en miniatura que daban sus lecturas de picos y valles, tanto en la escala Richter como en la más popular de Magnitud Instantánea. Había varios miles, algunos lanzando pitidos, algunos sonando como campanillas. Lanie conjeturó que los que estaban produciendo ruidos estaban percibiendo los terremotos continuos, las campanillas más sonoras indicando la señal de temblores que habían logrado llegar a la superficie. En el muro, bien a lo lejos, una de las máquinas estaba gimoteando de manera constante, casi como un bebé. Ese sonido le dio escalofríos a Lanie: Martinica.

Un conjunto de escaleras metálicas que tenía la indicación «Prohibido el paso para todos», estaba embutido en el muro que estaba al lado de las escalas. Crane y Newcombe ya las estaban trepando, dirigiéndose hacia una pequeña casamata que sobresalía de la piedra, cerca del techo. Lanie apresuró el paso para unírseles, mirando hacia arriba, no hacia abajo: el vértigo era su debilidad.

Se escurrió a través de un estrecho marco de puerta y se metió en la sala de control. Al igual que una casamata de época de guerra, era pequeña y estaba repleta de cosas: las paredes estaban cubiertas con paneles de control que, supuso Lanie, podían tener acceso y poner en marcha la mayoría de los aparatos que había en el laboratorio. Una abertura, muy parecida a una ventana grande practicada en el muro de piedra de treinta centímetros de espesor, daba hacia el globo.

Newcombe le alcanzó un juego de auriculares para protección auditiva —tanto él como Crane ya los tenían puestos— y le indicó que se los ponga. Así lo hizo. Crane, que no parecía estar muy feliz, oprimió un botón y se oyó un penetrante bocinazo. Un sonido que producía dolor incluso a través de los protectores auditivos: si alguien estaba escuchando desprotegido, ya no tenía tímpanos.

Se quitaron los protectores. Crane tocó un botón del panel, con lo que cargó la sala con electricidad estática para bloquear cualquier intento de escucha electrónica. El aire que los rodeaba restallaba con diminutos relámpagos azules que, de pronto, producían cosquillas en la piel de Lanie, y se le paraban los cabellos.

Crane se sentó pesadamente en el único asiento de la habitación; después, lo pensó mejor y se paró. Miró a Newcombe con gesto inexpresivo:

—¿Qué pasa? —preguntó—. Sácatelo de adentro, Dan.

—No vas a llevarte a Lanie a Martinica —afirmó con tono rotundo. Después se volvió hacia ella, alzando la mano pidiendo silencio—. Óyeme bien. Eres nueva en esto. No tienes preparación en técnicas de salvataje ni de supervivencia. —Se dio vuelta bruscamente para volver a enfrentarlo a Crane—. Te va a estorbar más que lo que va a servir de ayuda.

—¡No seas tan condescendiente, maldita sea! —A Lanie le estaba resultando muy difícil controlar la ira que sentía por Dan, y que amenazaba avasallarla—. ¿De qué otra manera puedo conseguir la experiencia, si no participo?

—Tan sólo escucha un momento, ¿puede ser? —le dijo Newcombe. Su cara mostraba dureza—. La última vez que Crane hizo un trabajo en un volcán en erupción perdimos siete personas.

—¿Quieres decir…?

—Sí. Muertas. La mitad del personal no regresó. No estábamos buscando publicidad en aquel entonces, por lo que el asunto nunca adquirió grandes proporciones.

Lanie miró a Crane.

—¿Es verdad eso?

—Es verdad —dijo sin la menor vacilación—. Fue en Sumatra. Un nuevo volcán había surgido en la isla en el lapso de un mes. Estábamos evacuando el otro lado del cráter, lejos del flujo de lava, porque yo temía que se abriera un cráter parásito, cuando se desmoronó la chimenea. —Le devolvió la mirada a Lanie, quien no pudo percibir ni arrepentimiento ni tristeza en él—. No fuimos suficientemente rápidos. El nuevo cono voló la mitad de la montaña. Jamás encontramos cuerpos siquiera. ¿Todavía deseas venir?

Lanie se sacudió con la acometida de un desafío trascendental, que le podía modificar la vida.

—¿Realmente podré ayudar?

—Trabajar con un volcán activo te dará más conocimientos sobre tectónica, que leer todos los libros del mundo sobre el tema. —Fue la sencilla respuesta de Crane—. Si puedes curar una herida, podrás ayudar.

—Pues entonces voy —dijo sin vacilar.

—Si ella sube en el avión, entonces yo también lo hago —dijo Newcombe, inflexible.

—No —replicó Crane—. Te pasarías todo el tiempo tratando de protegerla, lo que hará que ambos sean inútiles. Además, ya te dije que te necesito aquí.

—No me hagas eso —dijo Newcombe en voz baja, acercando la cara a la de Crane.

—A ti —repitió Lanie—. ¿Por qué todo vuelve a ti?

—Tan sólo estoy utilizando a mis empleados para su mayor beneficio —dijo Crane—. Quizá debas pensar más en el programa que en tu vida sentimental, Dan.

—Eso me ofende —dijo Newcombe—. Yo no te pedí que la trajeras acá. Yo no…

—¡Suficiente! —dijo Lanie. Su brazo dejó una estela de relámpagos azules cuando lo movió frente a sí para señalar a Newcombe. Hizo una breve inclinación de cabeza hacia Crane—. ¿Podemos tener un instante a solas, por favor?

Crane miró a uno y a otra, y Lanie pudo leer en su mirada el miedo de haber cometido un enorme error al contratarla: si Lanie iba a hacer que esto funcione, eso tendría que ocurrir ahora mismo.

—Claro que sí —dijo Crane finalmente—. Estaré abajo, cerciorándome de que todo ande bien.

Empezó a dirigirse hacia la puerta, se volvió y dijo:

—Arreglen esto ahora.

Hubo varios segundos de silencio después de que Crane se fue. Lanie y Newcombe se contemplaban mutuamente a una distancia de un metro.

—No me perjudiques en esto —dijo Lanie por fin.

La cara de él adoptó una expresión de dolor.

—No quiero que quedes herida… quizá, muerta —dijo Newcombe—. No tienes preparación. A Crane no le importa. Hace cualquier cosa cuando se está enfrentando con uno de sus remalditos demonios. Perderte así… No podría soportarlo.

Lanie fue hacia él y permitió que la tomara entre sus brazos.

—Quiero este puesto, lo quiero con desesperación —dijo ella con fervor—. Éste es el desafío más grande, la mejor oportunidad que un especialista en imágenes podría esperar conseguir jamás, y no quiero que se pierda.

Él le acarició suavemente el cabello.

—No vale la pena morir por eso —susurró Newcombe, la carga estática aumentando levemente toda vez que los cuerpos se tocaban.

—Tú me conoces. Tú conoces lo que me impulsa.

—Sí.

—Pues entonces, escucha: para mí es mejor morir en la llamarada del descubrimiento, que vivir sabiendo que perdí la oportunidad de mi vida.

—No digas eso.

—Es cierto, Dan, y lo sabes. Si evitaras que haga esto, me perderías para siempre.

Newcombe se apartó de ella, le dio la espalda y fue hacia el lado opuesto de la diminuta habitación. No había adonde ir, no se podía escapar de la verdad. Cuando se volvió otra vez, en sus ojos se leía la confusión.

—N-No quiero perderte… eso es todo.

—No me perderás —dijo Lanie con tono apacible, y supo que lo estaba manipulando del mismo modo en que lo haría Crane—. Regresaré antes de que te des cuenta. Haz esto: dispón que mi equipaje, y todas las cosas que tengo en el depósito, los suban a tu bungalow. Asegúrate de que muden todo lo mío. Cuando vuelva, empezaremos nuestra vida juntos.

—¿Lo dices en serio?

Lanie asintió con la cabeza:

—Soy toda tuya, amor mío. —Extendió la mano—. ¿Trato hecho?

Newcombe le dio su mano vigorosamente; después la abrazó, la alzó del piso y la hizo girar por el aire, besándola. La volvió a dejar en el piso, la mirada endureciéndose otra vez:

—Tan sólo mira bien lo que haces. Ninguna locura. ¿Lo prometes?

—Lo prometo —dijo Lanie. Después fue rápidamente hacia la puerta—. Se lo tengo que decir a Crane. Encuéntrame en el avión.

Salió por la puerta, los pies prácticamente flotando por las escaleras y los ojos clavados en el globo, su globo. La excitación la inundaba; el peligro sólo echaba combustible al fuego de su impulso.

Se encontró afuera. La maquinaria y la gente se desplazaba todo alrededor de Crane, mientras él daba órdenes y señalaba, como si fuera un director de orquesta conduciendo la sinfonía de la vida real. Lanie se acercó.

—¿Cuándo nos vamos? —le preguntó a Crane.

—Dentro de unos cinco minutos —respondió él, alzando levemente una de las cejas.

Miró con fijeza por sobre el borde de la montaña. Lanie oyó un leve gemido, y un enorme helicóptero coronó el precipicio, a menos de seis metros de ellos. Llevaba colgando un camión de dos toneladas y media, repleto con picos y palas. Crane señaló en dirección al transporte. En el mundo de Lewis Crane, nada era imposible.