CAPÍTULO 3

La gran fisura.

EL OCÉANO PACÍFICO

18 DE JUNIO. LA HORA DE LAS BRUJERÍAS

Un enorme submarino con su sobresaliente sección anterior de cristal, parecida a un ojo ciclópeo de mirada fija, estaba flotando a estribor del Diatribe, empequeñeciendo el yate. De la torrecilla bajaban marineros para arrojar los cabos de amarre a sus colegas del yate, mientras los invitados volvían a reunirse en la cubierta. El nombre Vema II aparecía conspicuamente impreso en el casco del submarino.

—Prepárense para pasar el resto de la noche bajo el océano —anunció Crane—. Les prometo una experiencia que jamás olvidarán.

—Recorrida por la fisura —dijo Newcombe en un susurro.

—¿Recorrida por la fisura? —preguntó Lanie.

—Sí. Vamos a ver a una madre dando a luz.

—¿Madre… qué madre?

—La Madre Tierra —repuso Newcombe.

En cuestión de minutos, todos los presentes fueron trasladados al interior de la sala de observación del Vema II. Crane estaba de pie en la cabecera de una larga mesa, y le sonrió al montón de estafadores y bastardos sentados ante él: en el mundo, según había decidido Crane, ésta era la gente que mejor podía darle lo que él debía tener, y él nunca antes había visto una pandilla de bribones más intensamente codiciosa. Camus pensaba que la política y el destino de la especie humana estaban moldeados por hombres carentes de ideales y de grandeza. Que fuera así pues: si Crane no podía hablar de modo sensato, montaría un espectáculo. Después de todo, así era como había sobrevivido en los treinta años transcurridos desde la muerte de sus padres.

—Debo pedir a cada uno de ustedes que extienda las manos y toque a la persona que tiene al lado —dijo—, necesitamos estar seguros de que se trata de alguien real.

Todos extendieron las manos para realizar el rito, verificando que cada uno de los cuerpos que tenían a cada lado era real. Las negociaciones valederas ante las leyes no podían celebrarse con proyecciones holográficas.

Las ventanillas de observación estaban con cerrojo y las persianas fuertemente cerradas. Sumi se desplazaba con fluidez por entre la multitud sirviendo otra vez bebidas mezcladas con dorf. Newcombe estaba sentado al lado de Ishmael, las cabezas juntas. Conversaban en voz muy baja, mientras los demás los contemplaban.

—La civilización existe —decía Crane— por permiso geológico, pero sujeto a cambio sin previo aviso. Con todas las maravillas que hemos creado, todavía nos aterroriza el mundo en el que vivimos. La pregunta es ¿por qué?

El salón era grande, quizá de quince metros de largo por nueve de ancho. Con mucho, el espacio cerrado más grande que jamás se había instalado en un submarino. Era utilitario, desprovisto de todo confort, pero satisfacía las necesidades de los científicos y marineros que operaban la nave en el borde de la fisura. Una iluminación difusa hacía fulgurar, en vez de iluminar, el salón. De vez en cuando el submarino se estremecía levemente con el sonido de un suave golpeteo. Los invitados suponían que el ruido provenía de los motores. Crane sabía la verdad; también Newcombe.

Crane caminaba lentamente alrededor de la mesa:

—Nuestro planeta tiene cerca de cinco mil millones de años de antigüedad y todavía parece, en lo primordial, estar autoformándose, haciéndose pedazos a cada minuto.

—La naturaleza de la vida es la lucha, doctor —señaló el hermano Ishmael.

Crane dejó de caminar y se dirigió directamente a su interlocutor:

—Y la naturaleza del hombre es hacer el intento y elevarse por encima de la lucha.

—¡Para negarlo a Dios! —insistió Ishmael.

—Para hacer un mundo mejor. —Crane volvió a su sitio, la mano sana aferrando la inválida a la espalda. El brazo izquierdo estaba latiendo. Volvió a dirigirse a todo el grupo—. Se producen más de un millón de terremotos por año; como promedio, uno cada treinta segundos. La mayoría pasa sin sentirla, pero alrededor de tres mil anuales sí logran llegar hasta la superficie. De esos, treinta generan una espantosa devastación. La tendencia es decir que siempre fue así y que siempre lo será. —Miró a Mohammed Ishmael—. No estoy de acuerdo. ¿Cuántos de ustedes realmente saben qué fuerzas impulsan a estos terremotos?

—Por favor, limítese a continuar con la explicación —dijo Mui.

—Esto es mucho más que una explicación —repuso Crane—. La Tierra que habitamos está constituida por inmensas placas tectónicas; veintiséis en total, de las cuales seis son las principales. Las placas se desplazan con fluidez sobre un colchón de manto caliente, casi líquido. El noventa y cinco por ciento de los terremotos tiene lugar en las denominadas zonas de subducción, donde las placas en desplazamiento chocan una dentro de la otra. Literalmente, las placas que sostienen los océanos del mundo se arrastran por debajo de las placas continentales.

El submarino se agitó de nuevo; esta vez, de manera más perceptible.

—¿Hay algún problema con la nave? —preguntó Rita Gabler tomándose la garganta con una mano.

—No, ninguno en absoluto. Permítanme volver al tema. Una vez que se hunden por debajo de los continentes, las placas oceánicas vuelven a incorporarse al núcleo del planeta —dijo con la voz en tono más alto, para hacerse oír por encima del golpeteo y de la sacudida del Yema II, casi continuos ahora. Crane podía sentir la tensión que flotaba en el ambiente, tan intensa que casi era palpable y sonrió ante la contemplación del sudor que perlaba las caras de quienes componían su auditorio—. Una vez que la placa se hunde inicia un largo proceso de transformación que da por resultado… esto.

Oprimió un botón de la consola ubicada sobre la mesa; las cortinas metálicas se corrieron de inmediato. Delante de ellos, el océano fulguraba en color rojo-anaranjado brillante. Vómitos de lava se elevaban por entre las cumbres de montañas submarinas, siguiendo una fila ininterrumpida que, de ambos lados, llegaba hasta donde alcanzaba la vista, y se podía ver el fuego en una extensión de muchos kilómetros. Los invitados quedaron enmudecidos ante la magnífica turbulencia de escala planetaria. Así era como Crane quería que estuviera su público: avasallado.

—¡Volver a nacer! —exclamó con voz estentórea. Fue hasta la ventana y señaló con la mano—. Lo que están contemplando es la Tierra autorreparándose: el magma basáltico está ascendiendo desde la astenosfera y se abre camino por entre esos increíbles picos y valles que están debajo nuestro, nada más que para enfriar las aguas del océano, dar origen a más picos y después empujar la placa durante miles de kilómetros más, hacia una nueva subducción.

El Vema II se agitó con violencia, puesto que el renacer de un planeta iba acompañado de continuos terremotos.

—¿Hay… peligro para nosotros aquí? —preguntó Li con un tono monocorde que no revelaba ninguna emoción.

—Sólo si salimos a caminar —contestó Crane, riendo.

Crane giró para observar el palpitante corazón de la Madre Tierra que, en forma indirecta, le había matado a su propia madre. Estaban a unos cuatrocientos cincuenta metros de la fisura plástica, la fisura del Pacífico. La visión del fuego líquido anaranjado-rojo lo llenaba de temor reverencial y furia, y se permitió descargar las emociones antes de darse vuelta hacia las personas que necesitaba, si es que alguna vez iba a domeñar ese fuego.

—Vengan a la ventana. —Los instó—. Vengan a mirar la herida abierta que nos da mucho, pero que ocasiona dolor y congoja a la humanidad.

Todos se levantaron con vacilación. Crane quería que confiaran en el submarino, que confiaran en la capacidad del ser humano para controlar su propio ambiente. La fisura los estaba absorbiendo —Crane podía percibirlo—, la temperatura del salón estaba aumentando; una luz roja y brillante, proveniente de las erupciones, danzaba sobre el rostro de los presentes: era la primigenia potencia desencadenada de todo un planeta.

—Increíble —dijo Lanie en voz muy baja.

Dio la vuelta para mirar de frente a Crane. Los ojos de ella reflejaban el fuego de afuera y el de adentro. Crane sonrió, pues conocía lo que sentía, porque sabía que esa mujer sería la herramienta perfecta que lo ayudaría a plasmar su visión. Lanie era una dínamo, un ser naturalmente dotado.

Así también lo era Kate Masters, quien se había acercado y lo miraba con fijeza. Por fin, ella habló.

—¿Y qué tiene que ver todo esto conmigo?

—Usted es mi martillo, señora —dijo Crane—, para conseguir que estas bellas personas hagan lo correcto. —Se volvió y señaló al hermano Ishmael; después, al canoso Aaron Bloom de la AJ—. Eso es lo que son ustedes… mis martillos.

—No estoy seguro —dijo Gabler—, pero creo que se nos acaba de insultar.

—Permítame que maneje la discusión de negocios, señor vicepresidente —dijo Li, sin hacer el menor esfuerzo por ocultar el desprecio que sentía por su testaferro.

Crane continuó desplazándose alrededor de la mesa, deteniéndose detrás de Newcombe y King.

—Con la ayuda de estas dos competentes personas, más el apoyo de ustedes, les garantizo que al cabo de unos pocos años se podría producir un programa informático que prediga, con precisión de horas, cada terremoto que se vaya a desencadenar en la Tierra. El programa no sólo dirá dónde habrá de tener lugar sino, también, su magnitud, la intensidad de sus ondas P y S y las regiones en las que se produzcan daños primarios, secundarios y terciarios. Podremos señalar dónde es seguro permanecer y cuándo conviene hacerse a un costado.

—Muéstreme las ganancias económicas —dijo Li, mientras Mui asentía mostrando plena coincidencia, como una copia al carbónico.

Hubo carcajadas en el otro extremo de la mesa.

—Discúlpeme —dijo un hombre calvo, de barba roja, representante de la industria de los seguros, que estaba sentado al lado de una morocha perteneciente al imperio Krupp—. Un programa así permitiría a las compañías de seguros preparar pólizas para daños por terremoto que tuvieran sentido. Estuvimos estudiando las cifras desde que salimos de Guam: con los conocimientos del tipo que usted podría suministrar, estaríamos en condiciones de negar seguros en las principales zonas de daño; quizás, hasta conseguir que se sancionen leyes que impidan que la gente construya en esos lugares. En las regiones secundarias podríamos legislar reglamentos sobre la construcción. En las empresas existentes, el conocimiento previo permite que los bienes pasibles de destrucción total se pongan a resguardo de antemano. Eso ahorraría miles de millones por año… miles de millones, me permito agregar, que después estarían disponibles como préstamos para que ustedes, productores industriales, amplíen sus propias empresas, lo que permitiría ganar más miles de millones: un círculo perfecto.

—Impresionante —dijo Li.

—Se sabría dónde no construir fábricas, diques y usinas eléctricas —dijo Crane—. Armados con mi programa, ustedes no sufrirían pérdidas en épocas de desastre; no se perderían horas-hombre debido a muertes, ni habría paralización de actividades ocasionadas por reconstrucciones y reparaciones.

—Eso lesiona la industria de la construcción, entonces —dijo el vocero de Wang International, y Crane pensó en el namazu.

—Espere un momento —dijo Newcombe, poniéndose de pie— ¿usted va a comparar la importancia de la industria de la construcción, con la pérdida de diez a quince mil vidas todos los años? ¿¡Cómo se atreve…!?

—Está bien, Dan —dijo Crane, indicándole con un movimiento de cabeza que se vuelva a sentar—. Intrínsecamente, todos nos preocupamos por el valor en vidas humanas que se ahorra, ¿no es así?

Hubo un murmullo apagado de semicoincidencia en torno de la mesa.

—Ahí está… ¿lo ves? —dijo Crane—. Todos los presentes tienen corazón.

Miró a Li y a Mui:

—¿Han tomado en cuenta el valor de tener los derechos exclusivos sobre mi programa?

—La exclusiva —sonrió Li—, una idea interesante.

—Esto se pensó para el mundo en su totalidad —dijo Newcombe, con una pizca de ira en la voz.

—Por cierto que es así —replicó Li—, pero ¿a qué precio? Si tuviéramos las cartas ganadoras, podríamos vender la información sobre los principales desastres a los países competidores… o no hacerlo.

Mui rió y bebió un trago.

—Podríamos hacer que la Tierra se amortice.

—En el yate mencionaron reelección —dijo Gabler, moviéndose con inquietud en su asiento.

—Piénselo, señor vicepresidente —dijo Crane— eso daría la impresión de ser lo máximo en gestos humanitarios. El pueblo de Estados Unidos ve que su gobierno, el gobierno del que pensaban que no se preocupaba por su gente en este mundo al que sólo le importa el dinero, está dispuesto a jugarse con todo para aunar los conocimientos que brinden protección a los ciudadanos. Eso valdría ganar en forma abrumadora las elecciones, y eso nada más que en California.

—¿Y qué ganaría usted con todo esto? —preguntó Masters.

—Recibiría lo que se necesita para hacer el trabajo bien —contestó Crane—. Este submarino en el que estamos viajando pertenece al Servicio Geológico: lo quiero. Necesito hasta el último pedacito de conocimiento que pueda conseguir. Quiero el control de los miles de sismógrafos que colocamos por todo el globo, y acceso absoluto a los demás. Quiero el laboratorio central del Servicio Geológico en Colorado, y su base de datos. No voy a despedir a ninguna persona, simplemente van a trabajar para mí. Quiero todo el Sistema Global de Localización. Satélites que no hagan otra cosa que trabajar para mí durante los cinco años venideros. Y quiero un cheque en blanco a mi disposición para financiar mis operaciones. Sin restricciones.

—Tiene coraje, hay que reconocerlo —dijo Ishmael—. ¿Qué le hace creer que estos amos del poder van a compartir algo con usted?

—Ahí es donde entra usted, hermano —dijo Crane—, usted y también Masters y Bloom. Ustedes tres controlan millones de votos en las principales zonas metropolitanas. Con su respaldo, podríamos…

—Usted no cuenta con mi respaldo —dijo Ishmael simplemente, poniéndose de pie—. No recibimos limosnas de los blancos. No votamos por los blancos. Somos autosuficientes.

—No estoy hablando de limosnas —dijo Crane, sin poder creer lo que oía—. Estoy hablando del planeamiento de desastres. ¿Puede imaginar lo que le ocurriría a la Zona de Guerra de Los Ángeles si la falla de San Andrés…?

—Usted no me entiende —interrumpió Ishmael en voz baja—. No aceptamos cosa alguna de la bestia blanca, y tampoco damos. Su estúpida cháchara sobre terremotos me hace reír. —Señaló hacia la ventana y su imagen de lava pastosa—. ¡Ésa es la voluntad de Alá!

—Eso no es sensato, hermano Ishmael —dijo Crane—. Si ayuda a salvar vidas, ¿por qué no aprovecharlo?

—Hay cosas peores que la muerte, doctor. La sumisión es una de ellas. La sumisión trae esclavitud y degradación, una vida peor que la que conoce cualquier animal.

Crane miró con tristeza hacia el piso.

—La muerte es bastante mala —dijo—. Le pone fin a todo.

—Todos viviremos para siempre en el reino de Alá —dijo Ishmael—. Pero usted no entendería eso.

—Lo intento, señor. —El dolor estrangulaba la voz de Crane—. De veras que lo intento.

—¿Por qué está usted aquí? —le preguntó Gabler a Ishmael.

—Vine acá porque… —empezó Ishmael.

Las alarmas que portaban los hombres del servicio secreto sonaron con intensidad.

—Señores —dijo uno de ellos, sacándose bruscamente un pequeño explorador del cinturón—, estamos recibiendo alguna forma de radiovigilancia… transmisión por microondas.

—Aislar —ordenó Li.

Ahora hablaban todos juntos. La confusión se había adueñado del salón, mientras hombres vestidos con monos se desplazaban por todas partes, tratando de leer la señal.

—Hicimos la revisación —dijo Grane—. No hay nada.

Se oyó un pitido seguido por la voz del capitán Long, que provenía del intercomunicador:

—Doctor Crane, estamos recibiendo generación por microondas, desde algún lugar de la sección de proa… es decir, de donde están ustedes.

—Debe haber sido encendido hace muy pocos segundos —dijo Crane, apretando el intercomunicador de la mesa—. Gracias, capitán. Aquí abajo estamos aislando.

—Como estaba diciendo —irrumpió Ishmael—, vine acá para así poder desplazarme a través de la maraña de pantallas acústicas y otras basuras de su gobierno y poder presentarle, cara a cara, nuestra lista de exigencias. Aunque su gobierno no reconoce al nuestro, sí existimos… y pretendemos que se nos escuche.

—¿De qué está hablando? —dijo Gabler. Las manos le temblaban mientras sus hombres apresuraban el rastreo electrónico.

—Autonomía —dijo Ishmael—. Gobierno propio… un Estado islámico en América del Norte que abarque las regiones actualmente ocupadas por los estados de Florida, Carolina del Sur, Carolina del Norte, Georgia, Alabama, Luisiana y Misisipi.

—¡Estamos cerca! —gritó uno de los rastreadores, mientras él y su compañero convergían en la escotilla.

Ishmael, calmado en medio de una tempestad cada vez mayor, extrajo de su dashiki un disco, del tamaño de la palma de una mano, y lo lanzó patinando sobre la pulida mesa hacia Gabler. Li lo atrapó.

—Nuestro plan para el gobierno independiente se señala, en rasgos generales, en este disco —dijo Ishmael— que, en este preciso momento, se está exhibiendo ante miles de millones de espectadores de todo el globo. Exigimos la secesión, señor vicepresidente. ¡La exigimos ahora!

—Éste no es el recinto adecuado —dijo Gabler—. No acepto ni sus palabras ni su disco.

—¡Aquí! —aulló uno de los técnicos, extrayendo algo de la pared mediante una pinza de brazos largos, y corriendo de vuelta hacia la mesa. Dejó caer la diminuta cámara, no mayor que la cabeza de un alfiler, en la mesa, delante de Gabler quien se apresuró a asirla y tragarla—. Esta… esta escena se transmitió.

—Ya lo creo que sí —dijo Ishmael—. Ahora el mundo oyó nuestras demandas… y lo vio en acción, señor vicepresidente.

—Dudo mucho de que los ciudadanos de los estados que mencionó hace un momento consideren que las pretensiones de ustedes sean muy legítimas —dijo Gabler.

—Quizá sus ancestros debieron haber pensado en eso, antes de haber secuestrado a mi pueblo de su tierra natal para meterlos en barcos negreros y traerlos aquí.

Ishmael sonrió; después caminó hacia un silencioso Crane.

—No me interesan ni usted ni sus terremotos, pero le agradezco que me haya dado la oportunidad de reunirme con el señor Gabler y sus… dueños. Ahora creo que descansaré un poco en mi cabina.

—Es usted un hombre cruel —dijo Crane.

—No —dijo Ishmael, moviendo la cabeza en gesto de negación—. Soy un soñador como usted… pero yo tengo sueños diferentes.

—No son sueños, señor mío, son una pesadilla de derramamiento de sangre, aflicción e incertidumbre. Tan sólo recuerde una cosa: su cuestión es importante durante un tiempo; la mía, para siempre.

—Este paquete que le está tratando de vender a estos estúpidos no es todo lo que tiene en mente. Usted quiere más, mucho más.

Crane lo contempló con una mirada gélida.

—Buenas noches, hermano Ishmael.

El hombre abandonó la cubierta dando zancadas, mientras Sumi Chan se apuraba para ponerse a su paso.

—Bueno, esto es maravilloso, ¿no? —dijo Gabler, petulante. Tomó el disco que sostenía Li y lo contempló como si fuera una rata muerta. —Pudimos haber mantenido esta reunión en Washington, con mi seguridad.

—En esta coyuntura —dijo Crane—, usted debe aceptar mis sugerencias, si desea sobrevivir. Ishmael acaba de dejarlo en ridículo, señor vicepresidente, delante del mundo entero. Usted puede dejar las cosas ahí, o reanalizar la situación. Las encuestas más recientes, a las que tuve acceso, demuestran que un segmento grande, y que va en aumento, de la población de Estados Unidos desea que se aplique alguna forma de encierro en los propios ciudadanos de la Zona de Guerra. Ahora, la gente de raza blanca constituye nada más que el treinta por ciento del total del electorado. Usted puede usar mi plan para dar la impresión de que extendió la mano de la amistad hacia la Nación del Islam, y lo único que obtuvo es un rechazo liso y llano. Si sigue adelante con mi plan habrá demostrado que actúa inspirado por obtener lo mejor para todos sus seguidores, no importa cómo lo traten. Si no le interesa, puedo hacerle mi propuesta a la oposición: a ellos no les va a importar dar la impresión de que son humanitarios.

Gabler había echado la cabeza hacia atrás, como un perro y, aparentemente, estaba pensando o —reflexionó Crane—, tratando de hacerlo.

—Estoy seguro de que el señor Li entiende —agregó Crane con una sonrisa. El chino le devolvió la sonrisa.

—Hemos llegado a una decisión, doctor Crane —dijo.

Crane hizo una profunda inspiración para calmarse, para no dejar que se le desmorone la fachada.

—¿Sí? —dijo.

—Desearía que todos salgan del salón.

Crane aceptó con una inclinación de cabeza y miró a New-combe: su expresión revelaba irritabilidad —ya se le pasaría— y, al mismo tiempo, excitación. Al cabo de unos treinta segundos, Li y Crane quedaron solos en ambos extremos de la mesa.

—Es usted un hombre interesante, doctor Crane

—Al igual que usted, señor.

—Por supuesto, ya se imaginará que nunca le podríamos dar carta blanca con la chequera del Estado.

—Pero, yo…

Li alzó la mano, pidiéndole silencio.

—Hasta ahora seguí su juego. Ahora es mi turno. Si, y hago hincapié en la palabra si, podemos trabajar juntos, usted va a necesitar alguien que supervise el proyecto. No me opongo a que sea alguien con quien ambos nos sintamos cómodos como, digamos, Sumi Chan, por ejemplo.

—¿Sumi?

—No somos hombres con los que sea difícil tratar. —La bebida de Li estaba delante de él—. Nos gustan los estadounidenses: todos ustedes son tan hábiles con las manos; a ustedes les gustan los chiches mecánicos más asombrosos. Sumamente extraordinario.

—¿Dijo usted si trabajamos juntos?

—Pues, sí. Ciertamente. —El hombre levantó el vaso y bebió, después trasvasó el resto de la bebida de Mui a la suya, y terminó con ella también. —Todos están muy emocionados con su idea, pero usted está pidiendo que la industria privada y el Estado le deleguen una gran cantidad de responsabilidades, y todo ello por nada más que una sola demostración.

—¿Adónde quiere llegar?

—Muy simple, doctor Crane. —Li sonrió, un brillo socarrón en la mirada—. Usted puede tener todo lo que pidió. Pero nosotros debemos saber, con total seguridad, que usted es lo que dice que es.

—¿Y cómo hago eso?

—Una vez más, es simple: prediga otros terremotos de importancia, algo grande, muy destacado. Hágalo antes de las elecciones, que serán en mayo. Eso le da seis meses. Si, en verdad, cada año tienen lugar treinta terremotos de importancia, ese lapso debe ser un tiempo más que suficiente.

—¿Eso es todo?

—No —contestó Li—. Denos algo cerca de casa. Algo que los votantes realmente entiendan… y, entonces, doctor Crane, el mundo será suyo.

EL DIATRIBE FRENTE A LAS COSTAS DE CALIFORNIA

19 DE JUNIO. 10:12

—Por supuesto que estamos bajo vigilancia —le dijo el hermano Ishmael a Crane.

Newcombe estaba sentado entre ellos, prestando mucha atención. Estaban en el yate, en el comedor de seis metros, artesonado y con ornamentaciones de bronce. Ishmael se había quedado después de que todos, incluidos sus propios guardaespaldas, se hubieron ido. Newcombe se preguntaba el porqué.

—Todos están bajo una forma u otra de vigilancia, todo el tiempo. Es la naturaleza y el empleo principal de su mundo de hombres blancos: la gente vigila, y otra gente vigila a la primera; máquinas vigilan a máquinas. ¿Por qué?

—Somos insufriblemente curiosos, supongo —contestó Crane con tono amable—. Amén de que lo que se inventa se perfecciona y, después, se usa. Es la naturaleza humana. Y, ojo, no a todo el mundo se lo vigila: los que pueden permitírselo contratan gente que puede… ser más lista que la tecnología.

Ishmael sonrió y apuntó con un largo dedo.

—Entonces esa persona lo vigila a usted. Y no hay que olvidar a la persona que la vigila a ella.

—¿No tienen unidades de vigilancia en la Zona de Guerra? —le preguntó Newcombe a Ishmael, quien lo trataba con calidez y respeto.

—Sí, las tenemos —dijo—. Las utilizamos sobre los blancos del mismo modo que los blancos intentan usarlas sobre nosotros. Al igual que el doctor Crane pasamos mucho tiempo siendo más listos que la tecnología. Mi gente me dice que, en este preciso momento, esta conversación está siendo grabada por un dispositivo llamado Puesto de Escucha N9 528, cuya órbita espacial baja lo puso dentro de nuestro rango hasta… —miró su reloj de pulsera—… las catorce cuarenta y cinco.

Lanie se sentó directamente enfrente de Newcombe. Tenía los ojos brillantes.

—Si se nos está escuchando, ¿por qué conversan?

—Es parte de nuestro orden del día político. Estamos preparados para presentarle a la población blanca los motivos por los que no podemos compartir la misma sociedad. Ustedes, y el mundo, están escuchando mis razonamientos. Si yo tuviera algo privado para decir, lo diría en privado.

—Usted me está usando desvergonzadamente —dijo Crane. Bebió ávidamente de un vaso lleno con whisky puro—. Mire, hermano Ishmael. Siento muchísimo respeto por usted. Ni siquiera me importa que usted y su causa me estén usando en este preciso momento, pero ¡maldición, hombre, dé algo a cambio, un poco de apoyo! Únicamente quiero lo mejor para todos.

—No —dijo Ishmael—, usted no quiere ayudar a la gente: usted quiere aniquilar a la bestia. Lo puedo ver en sus ojos cuando habla de los terremotos. Usted los odia. Dios forjó la majestad que tienen, pero usted tiene la osadía de odiar Su creación. Siento lástima por usted y sus molinos de viento, y le ruego a Alá que usted nunca tenga el poder para dar rienda suelta a su odio.

—Usted es un tipo difícil —dijo Crane—. Claro que sí, odio a la bestia. La odio del mismo modo que los cretenses odiaban al Minotauro. ¿Es erróneo odiar a un monstruo? ¿No fue Malcolm X el que dijo: «Cuando a nuestra gente la muerden perros, no está dentro de sus derechos matar a esos perros?». La odio por las vidas y los sueños que destruye y encontraré la manera de mellarle la espada, con su ayuda o sin ella. Ahí tiene, yo también le estoy hablando al mundo. —Resopló—. ¿Realmente cree que va a tener su estado islámico?

Ishmael asintió lentamente con la cabeza.

—Tendremos una nación islámica. En un mundo fracturado somos la fuerza dominante.

—No funcionó de ese modo en Medio Oriente —dijo Lanie.

—La entidad judía optó por destruirse antes que enfrentar la realidad del Islam —dijo Ishmael—. La Nube de Masada es el recordatorio del poderío de Alá sobre los infieles. Ya no hay más judíos en Palestina.

—Ya no hay gente en Palestina —retrucó Crane—. Y no la habrá. ¿Cómo puede usted presumir de que sabe quién debe vivir y quién debe morir? —Se puso de pie—. Yo quiero que todos vivan.

—Las selvas no funcionan de esa manera —replicó Ishmael—, y tampoco lo hacen los terremotos. Usted no puede traer a sus padres de vuelta, doctor.

—Por favor, no trate de analizarme. —Crane asió su vaso y terminó de beber con aspecto ceñudo—. Subo a observación. ¿Es seguro para usted permanecer a bordo, hermano Ishmael?

—No lo sé. ¿Lo es?

—No soy suficientemente poderoso como para protegerlo. ¿Alguien desea acompañarme?

—Claro que sí —dijo Lanie, recogiendo su taza de café y añadiéndole otra cucharada de dorf.

Cuando Newcombe empezó a levantarse, Ishmael extendió su mano.

—Permanece conmigo, hermano Daniel. Quiero hablar contigo.

Newcombe asintió con la cabeza.

—Cuídate del sol ahí arriba —le dijo a Lanie—. Pronto estaré contigo.

Newcombe observó a Lanie y Crane caminar hacia la escotilla del comedor, donde se pondrían los trajes enterizos, y también guantes, antiparras y sombreros. Crane sacó del bolsillo un pomo de filtro solar para aplicar sobre la parte de la cara de ambos que estaría expuesta. Abrió la escotilla. Una brillante luz solar inundó el lugar. Lanie saludó con la mano y se fueron.

Newcombe y Lanie estaban pasando buena parte del tiempo juntos, y, aún con cautela, Newcombe se estaba permitiendo soñar, otra vez, con un hogar y una familia, con algo —cualquier cosa— además de la incesante persecución de los monstruos de Crane. Hasta había hablado con Lanie sobre la idea de que ella se fuera a vivir con él, cuando regresaran a la fundación.

—¿Por qué estás con la mujer blanca, hermano?

—La amo.

—Ella es uno de nuestros opresores: no es sólo una mujer blanca, sino una judía.

Los músculos de la mandíbula de Newcombe se pusieron tensos.

—Es una cosmi.

—El judaísmo es una raza, no una religión.

—No acepto las filosofías de la Nación del Islam. Soy afric en Estados Unidos y me está yendo muy bien, gracias. No estoy oprimido; soy amo y señor de mi propio destino. Buena educación, inteligente. Llegué hasta la cumbre de mi profesión… y elegí la mujer con la que deseo pasar el resto de mi vida.

—Entonces, ¿por qué estás trabajando con alguien como Crane? ¿Por qué no tienes tus propios laboratorios, tus propios fondos?

La ira ascendió como mercurio por el cuerpo de Newcombe:

—¿Con quién estuviste hablando?

Ishmael se inclinó, acercándose, y habló en un susurro tan bajo que Newcombe casi tuvo que rozar su cabeza para oírlo.

—Me quedé a bordo para hablar contigo. La NDI te necesita. Tus hermanos claman por ti.

—No lo creo —repuso Newcombe, ahora sintiéndose incómodo.

—La Nación del Islam va a precisar hombres con instrucción, inteligencia y percepción de la sociedad blanca, con el objeto de construir nuestro mundo nuevo. Nuestras comunidades están fragmentadas, alejadas unas de otras, rodeadas en treinta ciudades diferentes. Necesitamos espacio y necesitamos unidad física con desesperación. Estamos metidos en un literal estado de guerra. Tomaremos lo que debemos tener. La sharia de Dios y un califato sabio se convertirán en realidad. Todos tendrán que elegir de qué lado están.

—Casi destruí mi carrera una vez debido a mi apoyo público de un Estado islámico. Desde nuestro encuentro televisado en el Vema II he dado un largo paso en dirección de destruirla otra vez. La causa de un suelo patrio es justa, pero ya me vaciaste de sangre.

—No tienes lugar en el mundo del hombre blanco, salvo como su lacayo —susurró Ishmael—. Quieres un mundo mejor. Yo también. Lo que te estoy diciendo es que te puedo ayudar a lograr ese objetivo, mucho mejor que el hombre maligno para el que trabajas.

—¿Maligno? ¿Crane?

—El pertenece a la Oscuridad. Yo soy la Luz.

—Estás equivocado. Crane es como yo.

—No creo eso en absoluto. Tú sabes cuan enloquecido está.

Consternado, Newcombe no dijo nada.

—Crane es un hombre marcado sin una verdadera base de poder —prosiguió Ishmael—. Nuestra Jihad ya comenzó. La afiliación política con la NDI te reportará poder, reconocimiento, respeto. Puedes perfeccionarte. Puedes fijar tus condiciones. Te convertiré en héroe islámico.

—Suena como una sentencia de prisión para mí.

—Escucha mis palabras, hermano. —Ishmael, majestuoso en su dashiki acicalado y oscuro como la noche, se puso de pie—. Nuestro mundo vendrá. En él hay un lugar para ti, rodeado por gente que te ama. Créeme cuando te digo que en el mundo del demonio blanco no hay sitio para un afric que tenga demasiada educación: te convertirán en un ensalzado lustrabotas. Crane ya lo está haciendo.

—Estás equivocado.

—No en cuanto a Crane, no en cuanto a la mujer. Hermano, yo soy el único en quien puedes confiar. La justa ira de los honorables Elijah Muhammad, Malcolm X, Louis Farrakhan y Saladino el Profeta corre por mis venas. Tus «amigos» te odian, y siempre te odiarán. Únicamente alcanzarás tu potencial pleno dentro de la Nación del Islam. —Se inclinó mucho y escribió en un bloc de papel que había sobre la mesa:

Registra este número en tu memoria: es una línea segura para comunicarse conmigo.

Newcombe anotó mentalmente el número, esperando no usarlo jamás. Después rasgó el papel donde estaba escrito.

Ishmael fue hasta un ojo de buey con el vidrio ahumado; miró por él. El océano estaba calmo y reflejaba los rayos del Sol como cegadores sables. Se volvió hacia Newcombe:

—Crees que no te conozco —susurró—, pero estás equivocado. Te conocí en la selva, y en los barcos negreros y llevando el yugo en los campos. Te conocí cuando te torcieron los brazos para sacarte de tu casa y te colgaron de un árbol y te enterraron en sus cárceles para mantenerte fuera de las calles. Te conocí cuando te prometieron libertad, y sólo te dieron la libertad de morirte de hambre. Te conocí, hermano, cuando te suministraron el veneno de su alcohol y sus narcóticos, y te dieron armas para matarte. Te conocí cuando, finalmente, se cansaron de ti y te dieron la espalda por completo, con la esperanza de que murieras en la selva de hormigón armado que ellos habían construido. Nunca digas que no te conozco. Te conozco como tú mismo te conocerías si hubieras abierto los ojos.

—Te van a arrestar, ya sabes —dijo Newcombe, la voz estrangulada por la emoción—. ¿No te puedes largar de aquí?

El hermano Ishmael se limitó a sonreír.

La cara de Sumi Chan apareció con un blip en la pantalla de Li Cheun:

—Estoy llamando —dijo— para informar, tal como usted lo solicitó, sobre el doctor Crane: atracará hoy a la tarde y regresará a la fundación.

—Excelente. ¿Te has encargado de la colocación del equipo de escucha en su residencia y en sus laboratorios?

—Sí, señor Li.

Li miró cómo los ojos de Sumi se cerraban en forma casi imperceptible:

—¿Tiene algún problema para cumplir esta misión?

—No, señor —dijo Sumi con rapidez—. Ocurre, simplemente, que he sido uno de los principales partidarios del doctor Crane durante muchos años, y lo conozco personalmente…

—Permíteme explicar esto con toda claridad, Sumi —dijo Li, complacido al ver que un cierto temor se dejaba ver en el rostro que flotaba a unos treinta centímetros de él—. Puedo alzarte o destruirte. Si trabajas para la Sociedad de Geología, trabajas para mí. Si concedes becas soy yo quien las está concediendo. Si no quieres este trabajo…

—Señor, maldigo mis pensamientos. Estoy totalmente entregado a usted y a Liang International.

—Crane es tu trabajo, no tu hermano.

—Sí, señor. Le pido disculpas, señor.

—No hay motivo. Estás haciendo un excelente trabajo. Por favor, aguarda un instante.

Li miró a Mui, quien congeló a Sumi Chan en medio de la sonrisa falsa.

—Cuéntame sobre Ishmael —dijo Li.

—Miedo general y reacción negativa ante la exigencia de un Estado islámico —dijo Mui, leyendo directamente de su pantalla—. Reacción muy negativa de los estados sureños que él mencionó como ubicación para una nueva Nación del Islam. Un primer análisis indica que los candidatos de Yo-Yu esgrimirán el factor del miedo y lo aprovecharán en las próximas elecciones.

—Ya veo —dijo Li y se le ocurrió una idea—. Vuelve a comunicarme con Sumi Chan.

La cara de Sumi se volvió a formar, pero ahora con aspecto más relajado: se había aplicado mucha dorf mientras estaba en espera.

—Señor —dijo Li—, tengo gran fe en usted. ¿El hermano Ishmael sigue a bordo del Diatribe?

—Lo estaba cuando hablé con Crane hace unos minutos.

Li hizo enmudecer su microteclado de muñeca y miró a Mui.

—Haz que la Fuerza Policial Federal intervenga en esto. Ve si lo pueden arrestar mientras está aún en el yate. Acúsalo de sedición. Lo queremos vivo… diles eso.

Mui dio mazazos en el microteclado, después, desde la oscuridad, le señaló a Li.

—Se notificó a los elementos de la FPF de Los Ángeles. Las G están en camino.

Li hizo una breve inclinación de cabeza para asentir; después, volvió a conectar a Chan.

—Lo que deseo que haga ahora es que tome un helicóptero y recoja al doctor Crane y lo transporte a la fundación, con nuestros saludos. Le entregaremos a usted suficiente dinero como para mantener a la fundación funcionando en línea hacia su objetivo. Le daremos a Crane todo lo que quiere… por ahora. Pase mucho tiempo en la fundación. Ahora es ésa su obligación principal. Ya encontraremos a alguien más que se haga cargo de las actividades cotidianas suyas en el Servicio Geológico. ¿Entendido?

—Sí, señor. Gracias, señor.

—Camine por la sombra, señor Chan.

—Lo mismo usted, señor Li.

Mui borró la cabeza de Chan, mientras Li contemplaba a California. Crane había entrado en liza mediante una bravuconada, y se había convertido en jugador, pensaba Li. Bien. Ahora Crane tendría que resignarse a serlo.

Parado al lado de Lanie, en la cubierta de observación, Crane estaba inquieto, pero no por el calor que le daban las vestimentas ni por la rutilante luz del Sol, que duplicaba su intensidad a través de la reflexión en el agua. Se estaba volviendo neurótico, al estar confinado en el yate. El brazo le latía con un dolor sordo: había actividad en alguna parte. No cerca, porque si no el brazo le habría dolido. Así y todo, tenía una sensación creciente de dolor. Se lo frotó.

Los ojos de Lanie se abrieron mucho.

—¿Qué pasa?

—Algo… acaba de ocurrir —dijo, sintiendo tensión en su interior—. Y estoy paralizado aquí, en medio del remaldito océano.

—¿Es cerca? —preguntó Lanie—. ¿Un terremoto profundo en una fosa submarina de subducción, debajo de nosotros, quizá?

Crane negó suavemente con la cabeza, toda su atención centrada en una bandada que volaba a unos cien metros de la banda de babor de proa: los pájaros eran demasiado grandes y se estaban acercando con rapidez.

—Esta parte del océano no sufre subducción. California se encuentra sobre una falla de transformación, y las placas del Pacífico y de Norteamérica se rozan entre sí cuando se desplazan en diferente dirección. Ya sabríamos si algo estaba ocurriendo ahí abajo. Pero, gracias.

—¿Por qué?

—Por no cuestionar mi intuición.

Los pájaros habían atraído la atención de Lanie también. Los observaba con el ceño fruncido.

—Dan dice que usted lo siente en el brazo.

—¿Qué más?

Lanie se volvió y le sonrió:

—El sabe que debe de funcionar porque puede percibir las sensaciones suyas como un dolor agudo.

—¿En el culo?

—Sí. Esos pájaros de ahí… ¿no son enormemente grandes para ser gaviotas?

—Demasiado grandes y demasiado ruidosos. ¿Oye el ronroneo?

—No.

Crane observaba mientras se acercaban, planeando, sus pequeños motores zumbando listos para enfoque. Cámaras radiocontroladas disfrazadas de gaviotas, los estaban buscando.

—Creo que el cuerpo de prensa nos acaba de descubrir —dijo Crane.

Las cámaras pasaron rozando la cubierta. En el costado se veían los logotipos de las estaciones noticiosas. Después hicieron un elegante giro hacia el mar, describiendo un amplio círculo en torno del Diatribe, para después estrechar ese círculo.

—Debemos de estar aproximándonos —dijo Lanie—. ¿Vio los pájaros sin marcas identificatorias?

Crane asintió con la cabeza:

—FPF, las G. Lo están persiguiendo al hermano Ishmael. Apuesto a que harán el intento y lo capturarán antes de que atraquemos.

—¿No hay algo que usted pueda hacer?

—Se debió haber ido cuando lo hicieron sus guardaespaldas, inmediatamente después de la reunión. No puedo creer que no lo hiciera.

Uno de los pájaros sin marcas pasó zumbando sobre la cubierta, y Crane le dio un golpe violento con la mano cuando el aparato le pasó a unos centímetros.

—¡Gracias por darnos la bienvenida a Estados Unidos! —Le gritó, haciendo bocina con las manos, al resto de las cámaras que revoloteaban—. Esperamos ansiosamente encontrarnos con muchos de ustedes en el momento en que lleguemos. —Después murmuró—: …Bastardos.

Saludó agitando la mano sana, instando a Lanie a que sonría y salude también.

—Mire esas nubes —dijo Lanie.

Crane alzó la mirada para ver su propia cara sonriente que saludaba, proyectada sobre nubes cumulus que estaban a unos quince mil pies de altitud.

—Esas combas me hacen aparecer gordo —dijo, para después apuntar con un dedo—. Divirtámonos un poco con ellos. Quédate acá.

Se apresuró a descender por la escalerilla, riendo, para dirigirse hacia el bote salvavidas que colgaba sobre la cubierta principal. De él tomó el equipo de supervivencia, antes de volver a la carrera a la cubierta de observación.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Lanie, cuando Crane abrió la caja de aluminio y empezó a hurgar en ella.

—Tiene que estar por aquí, en alguna parte —dijo y, de pronto, exclamó—. ¡Ajá!

De la caja sacó una pistola de señales y la alzó con gesto de triunfo.

—¡Si el mundo nos está observando, entonces démosle un espectáculo que podrá recordar!

—No estará hablando en serio —dijo Lanie, al tiempo que se alejaba varios pasos de Crane.

—Siempre hablo en serio —contestó Crane, y metió un cartucho muy grueso en la única recámara. Cerró el cañón con un chasquido de su muelle y levantó el arma con la mano. Disparó directamente al medio de las quince gaviotas: primero un estampido sordo; después, una estela rojo pálido señaló la trayectoria ascendente hacia la bandada, donde la bengala estalló en rojo brillante al hacer impacto.

—¡Blanco perfecto! —dijo Lanie aplaudiendo cuando vio a dos gaviotas que caían en pedazos en el océano, mientras una tercera se alejaba, perdiendo altura a cada instante. El pájaro herido carecía de insignias: era de la FPF, evidentemente. El pájaro desapareció detrás de una marea tendida a quinientos metros de la Diatribe, mientras todas las demás cámaras giraban en esa dirección para observar.

Crane volvió a cargar el arma y se la entregó a Lanie.

—¿Quieres intentar uno?

—¿Me puedo meter en problemas al hacerlo?

—¿Y a quién le importa?

Apretó el disparador y derribó una cámara del noticiario, convertida ahora en una lluvia blanca de centelleante magnesio. Las gaviotas restantes se dispersaron y pusieron más distancia entre ellas y sus cazadores.

Crane pudo ver barcos esparcidos por el océano que convergían hacia el yate; los curiosos o los profesionales aparecían para ver al hombre de los terremotos. Más allá de los barcos, el contorno distante del continente llenaba el horizonte. Estaban en casa.

—¡Buena puntería! —gritó Crane. El cielo estaba cubierto con nubes, las cuales mostraban cámaras de televisión, mientras la gente las sintonizaba a través de sus implantes auditivos.

—Creo que puede tener razón respecto de que la FPF venga en pos de Mohammed Ishmael.

Lanie señaló varias lanchas rápidas de aspecto inocuo.

—Voy a ir ahí abajo y trataré de detenerlos.

Crane dejó caer la caja y levantó una pierna por encima de la escalerilla.

Al costado del yate se detuvieron varias lanchas, cuya cubierta estaba repleta de hombres enfundados en monos blancos con capuchas blancas y máscaras típicas de la repartición policial, que cubrían toda la cara y traían antiparras incorporadas. Los hombres estaban armados.

Lanie alcanzó a Crane cuando éste se encontraba a punto de ingresar en el comedor.

—¿Sabe lo que está haciendo? —le preguntó, asiéndolo del brazo lisiado.

—No —le contestó. Lanie tenía hermosos ojos inquisitivos. Decían la verdad—. Estuve tratando de urdir algo desde que Ishmael dejó caer su bomba allá en el Vema II. Jugué mi baza, necesitaba que todas las cartas cayeran bien… Ishmael enredó las cosas lo suficiente como para arruinar todo.

—Pero usted llegó al acuerdo.

—No llegué a nada.

Desde alrededor de ellos graznaron altavoces:

—Ésta es la Fuerza Policial Federal —una agradable voz femenina susurró como un trueno—. Se nos autorizó para detener a Leonard Dantine, alias Mohammed Ishmael, en virtud de la Ley para Control de la Seguridad en las Calles, del 2005.

—Creo que esto va a tener efecto negativo en las elecciones —dijo Crane, mirando los fantasmas de cara blanca que trepaban a la cubierta principal del Diatribe.

La puerta de la cocina se abrió con un golpazo; Newcombe asomó la cabeza.

—¿No podemos hacer algo para detenerlos?

—¿Es adecuado detenerlos? —repuso Crane, para después aventar con un ademán el gesto de furiosa amenaza de Newcombe—. Lo intentaré.

La pasarela estaba llena de hombres de blanco, que venían hacia los geólogos desde proa y popa y desde arriba. Lanie lo seguía a Crane, pisándole los talones.

—¿Cómo me dice que no llegó a un acuerdo? —dijo Lanie—, pensé que Li…

—Li me dijo que yo tendría que hacerlo otra vez.

Se adelantó para dirigirse a la persona uniformada que tenía ante sí. El G era anónimo: la fuente de su fuerza y su poder para crear miedo.

—Esta nave está fuera de las aguas territoriales de Estados Unidos de Norteamérica —dijo Crane—. Ustedes, en consecuencia, se encuentran fuera de su jurisdicción y no tienen derecho de estar a bordo. Les agradeceré que se retiren de inmediato.

El G le habló a su microteclado; después asintió levemente con la cabeza.

—Cuatro kilómetros, sesenta y cuatro metros —dijo con tono afable. Hizo un ademán señalando la puerta—: ¿Es éste el único acceso para entrar o salir de esa sala?

—No —dijo Lanie. Newcombe, enojado, avanzó para bloquear la entrada—. También hay una puerta en estribor.

—No va a escapar de ustedes —dijo Newcombe, haciéndose a un lado—, me lo dijo.

Los G penetraron en la sala en gran cantidad. El hermano Mohammed Ishmael estaba serenamente sentado a la mesa del almuerzo, sonriendo con aire beatífico.

—¿Los señores han hecho una reserva?

—De pie —ordenó el G que comandaba—. Está arrestado.

Ishmael se puso de pie.

—No pertenezco a su país. Aun así, no quebranté ninguna ley de ustedes. No me pueden poner bajo arresto.

—Puede hacer una declaración oficial ante el robot que registra las acusaciones —dijo el G, puntillosamente cortés—. Estos señores van a escoltarlo. De usted depende el grado de dificultad.

Seis hombres se adelantaron. Aparentemente desarmados, sus mangas estaban erizadas con bandas electrónicas y de microonda, letales armas defensivas. Formaban un cordón poco compacto en torno de Ishmael. De pronto, se abalanzaron con rapidez para tomarlo.

Aferraron aire vacío. Ishmael era transparente mientras trataban de apresarlo, los brazos de los G pasando a través del cuerpo de él y agitándose inútilmente.

—Una proyección —rió Newcombe—. No es él en realidad.

—Nada más que desde hoy a la mañana —gritó Ishmael. Pasó a través de la mesa y se acercó a Newcombe, a quien le susurró en el oído—: Ponte en contacto conmigo.

Los G salieron en fila sin pronunciar palabra, y el último de ellos le entregó a Crane una factura por la gaviota derribada. La riente proyección de Ishmael describió un círculo para las restantes cámaras-gaviota que, posadas sobre las barandillas miraban hacia adentro a través de las portillas.

—Pueblo del mundo —gritó—, así es el modo en que el animal blanco se comporta. Con salvajismo, con odio. Quise que vieran por qué debemos tener nuestro suelo patrio. Nada nos lo impedirá. Es la voluntad de Alá.

El espectro se desvaneció. Crane volvió a salir, sabiendo que los tipos del gobierno iban a tratar de endilgarle algo con Ishmael, para distraer un poco la atención sobre ellos. Crane tenía que conseguir pasar inadvertido. Subió a la cubierta, de la cual las gaviotas ya se alejaban, y se inclinó sobre la barandilla contemplando a los G que volvían a subir a su barco. Los noticiosos profesionales hicieron su aparición junto con los camarógrafos aficionados. Pudo percibir a Lanie junto a su brazo, y se volvió. Newcombe no estaba con ella.

—Li y los demás… hicieron un trato con usted —dijo Lanie—. Tienen que respetarlo.

—Únicamente si puedo hacer que se produzca otro terremoto —susurró él, guiñándole un ojo.

Enormes cantidades de barcos de todo tipo y tamaño, una flotilla, los rodeó cuando se estaban aproximando a Los Ángeles. La gente los saludaba con la mano y los llamaba a gritos.

Lanie y Crane saborearon la fama, riendo y devolviendo los saludos.

Crane se inclinó sobre la barandilla y le gritó a los del barco más cercano:

—¡A los del barco! ¿Qué noticias hay sobre terremotos? Percibo que algo acaba de ocurrir.

Un altavoz restalló desde una de las lanchas de noticias.

—Nos enteramos hace muy poco: Martinica fue arrasada por una erupción de la montaña Pelee.

—No desarmes las valijas —le dijo Crane a Lanie.

Después pasó un pie por sobre la barandilla y se descolgó hasta la cubierta principal, todo lo demás olvidado, salvo la cacería, la omnipotente, interminable cacería.