WASHINGTON, D. C.
15 DE JUNIO DE 2024.18:16
El Sol estaba descendiendo detrás del monumento a Washington, y el señor Li Cheun, presidente de Liang International en ese hemisferio, sabía que durante las dos últimas horas, los insignificantes burócratas estadounidenses que trabajaban para él, aun cuando quizás ellos mismos no se daban cuenta, se habían estado escabullendo precipitadamente de vuelta a sus hogares. Lo más importante para él era que la casa matriz estadounidense de Liang International cesaba sus actividades por esta noche. Liang Int., la ascendente estrella china del mundo de los negocios, era dueña de Estados Unidos de Norteamérica. Diez años atrás, la empresa se había dado maña para establecer un precario asidero en Estados Unidos arrebatándole parte de los negocios a los alemanes que, por aquel entonces, eran los dueños del país. La Opción Masada había demostrado ser mejor que cualquier plan comercial o tácticas despiadadas que los chinos pudieran haber ideado, pues las nubes y precipitaciones radiactivas resultantes de las explosiones habían arrasado el sur, el centro y el este de Europa. Cuando la Madre Patria quedó devastada, sufriendo la pérdida de casi la mitad de su población, Liang Int. estuvo en condiciones de moverse con celeridad y transformar su precario asidero en dominio absoluto, no sólo de Estados Unidos sino de las operaciones comerciales alemanas de todo el mundo.
Ahora, de pie en la inexpugnable sala de sesiones, tenuemente iluminada con la sola excepción del fulgurante mapa virtual de la Tierra que la circundaba, Li contemplaba su imperio. El diorama era transparente: a través de él Li podía mirar la Luna, que siempre se veía en plenilunio, inspirando el deseo caprichoso, pero sumamente anhelado, de que las excavadoras de Liang Int. que había en el satélite de la Tierra estuvieran siempre trabajando.
No había ventanas en la sala y, por consiguiente, ni día ni noche: nada más que turnos. Toda decisión que tuviera importancia para la continuidad de los negocios (la mayor parte de la gente diría que para la continuidad de la existencia de Canadá, Estados Unidos de Norteamérica, México, y de las franquicias centroamericanas) se tomaba en este mismísimo sitio. El resto de Washington —la galería comercial exterior, que se extendía entre el Capitolio y el monumento a Lincoln, la Casa Blanca y sus ocupantes, la enorme cantidad de departamentos estatales, oficinas públicas, agencias gubernamentales, que, a su vez, se extendían hasta las carreteras de circunvalación y más allá— no era más que un espectáculo montado para los turistas. Liang Int. era dueña de todo y lo manejaba todo… incluyendo al así llamado gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica. El presidente Gideon, el vicepresidente Gabler, el gabinete, los miembros del Congreso y de la Suprema Corte eran poco más que meros empleados, testaferros y lacayos. Mantenían una bonita ficción de gobierno, claro está, pero eso era todo, una ficción.
Esa noche, Li estaba distraído, sus pensamientos volvían una y otra vez al extracto en videocinta que su personal directivo había preparado la noche anterior, y que fue lo primero que le mostraron esa mañana, relativo a un tal Lewis Crane y los sucesos en la isla japonesa de Sado. Los japoneses, advenedizos todos ellos, tontos, la mayoría. Realmente habían compartido la propiedad de América con gente de Medio Oriente, en la época en que existió un Medio Oriente. Pero su posesión les duró poco. Así y todo, de vez en cuando una agrupación japonesa trataba de apoderarse de una parte de los negocios. Li hizo una mueca despectiva, complacido de que en respuesta a una afrenta de esa índole, su predecesor en Liang Int. de Norteamérica hubiera hecho talar los dos mil cerezos que bordeaban la cuenca de marea, árboles que los japoneses les habían dado a los estadounidenses poco después de que terminara el siglo anterior.
—Lluvia en el Oeste medio —dijo Mui Tsao desde la suave oscuridad de su tablero de control—. Eso demorará la cosecha de trigo. Sugiero que nos pongamos en contacto con Buenos Aires y que transfiramos sus excedentes hasta que se retome el ritmo de la cosecha.
Los dos hombres hablaban casi exclusivamente en inglés, como muestra de buena fe hacia los nativos, si bien se daba por descontado que los empresarios y funcionarios estadounidenses hablaran el chino con fluidez.
—Bien —contestó Li—. Vi un informe sobre una importante epidemia de ántrax en la sucursal sudamericana. Vea si les puede canjear parte del ganado por el trigo. Tráigalos a través de Houston.
—¿Dónde los almacenamos?
—Podríamos ser en los depósitos en los que tenemos los chips para el dolor de cabeza.
—¿Y qué hacemos con los chips?
—Se los daremos a las franquicias del sur, como parte del reintegro por el trigo. Para el momento en que se den cuenta de lo que pasó, ya habrán distribuido los chips y se verán forzados a seguir adelante con una campaña de ventas.
Li oyó a Mui lanzar una risita ahogada, mientras el hombre ingresaba negocios en el microteclado, y sonrió para sus adentros. El «chip para el dolor de cabeza», como lo llamaban ellos, era un disparador de endorfina que percibía la tensión en los músculos del cuello y, de inmediato, inundaba la corteza cerebral con una descarga de dorf modificadora del estado de ánimo, lo que detenía la jaqueca antes de que empezara. El único problema era que al cerebro le gustaba tanto la inyección de dorf que se dedicaba a generar una jaqueca tras otra con el único objeto de recibir la dosis, pero desgastando el implante y dejando al usuario presa de los peores dolores de su vida. Cuando se hubo corrido la voz, Liang Int. se encontró empantanada con siete depósitos llenos con chips carentes de valor.
—Hecho —dijo Mui, escribiendo furiosamente en el teclado—… y hecho.
—Bien.
Li estaba a cargo de la sucursal de América del Norte, y Mui era su control, su arpía. Segundo al mando en la toma de decisiones, la arpía tenía la responsabilidad de verificar constantemente lo que hacía su superior, de cuestionar sus decisiones. Eso podía ser irritante, pero ejercía un efecto positivo sobre las decisiones comerciales, y el comercio era lo que mantenía unido al mundo, a la vida en su totalidad. Si Li fallaba en producir el porcentaje adecuado de decisiones correctas, Mui ocuparía su puesto… que también vendría con su propia arpía para vigilar lo que él hiciera. Eso significaba muchas noches en vela, pero resultaba lo mejor para Liang International.
Y eso era lo que importaba. Li no era más que un hombre de la compañía.
El mapa flotaba alrededor de Li con continentes que surgían de océanos de brillo trémulo, las rutas comerciales del mundo palpitantes en rosado, mientras que las zonas de cosechas y de hambruna refulgían en azules celeste. La comida siempre era un problema, ya que únicamente los campos con filtro tenían la capacidad de soportar toda la intensidad de la furia del sol y seguir produciendo.
Las zonas donde había depósitos de material radiactivo aparecían, en treinta puntos diferentes, como puntos carmesí que no titilaban; la filtración hacia el agua corriente freática, como capilares a miles de kilómetros de su origen. El movimiento de metales preciosos y de divisas ambulantes acribillaba las zonas metropolitanas, en tanto que los gastos de consumo se representaban como grupos de personas de tamaño pequeño, a razón de un grupo por cada millón de seres, que destellaban, señalando sus zonas y productos de expendio, como si fueran motas de polvo que danzaran en la luz del Sol. Se hacía el seguimiento de la producción en todo el mundo, se establecían comparaciones inmediatas con otras operaciones similares, y el interior de la oficina estaba lleno con jeroglíficos flotantes que, únicamente, podían descifrar los máximos directivos de Liang. Si algún miembro del equipo se desvinculaba por cualquier otro motivo que no fuera la muerte se cambiaba el código.
La Nube de Masada pulsaba en negro oscuro, su volumen cubriendo Europa el día de hoy, y desplazándose cada vez más hacia el este llevada por las corrientes de aire en chorro. Y la Nube de Masada hizo que Li regresara, una vez más, a Lewis Crane.
Crane había obtenido el Premio Nobel seis años atrás por un trabajo, producto de sus investigaciones, sobre la puesta en práctica de la Opción Masada y, de modo específico, por el efecto que eso tendría sobre los terremotos. Ese trabajo también había conducido, de manera directa, a la prohibición de todos las pruebas termonucleares en el planeta, porque Crane había demostrado, en forma concluyente, que las explosiones termonucleares podían causar terremotos a centenares, o tal vez a miles, de kilómetros del sitio de detonación. Tal como los miembros de su personal directivo se lo señalara a Li en la presentación que hicieron, Crane había afirmado que el terremoto de Sado era, de hecho, la consecuencia directa de la destrucción del Medio Oriente, allá por el 2014.
¿Sería posible que alguien armado con la información y los programas de Crane produjera terremotos en regiones distantes, escogidas?, reflexionaba Li. Desechó la pregunta con una sacudida de cabeza; eso era incidental respecto de lo que realmente le interesaba de Crane en estos momentos: política y ganancias… y la cuestión de por qué Crane estaba tan ansioso por ponerse en contacto con él a través de Sumi Chan. Por cierto, Chan había dejado un mensaje hacía nada más que horas, respecto de una reunión que Crane deseaba concertar.
Esos estadounidenses eran temerarios, pensó Li, pero él gustaba de ellos y de su país. Era un país del Tercer Mundo, al igual que Europa, ambos con historia verdadera. Con sus propios dioses financieros fenecidos hacía mucho, Estados Unidos tenía una gran cantidad de mano de obra barata constituida por buenos trabajadores a los que no les importaba en absoluto volver a invertir su salario en la compañía, por medio de la adquisición de productos de entre una amplia gama de ofertas. Los estadounidenses eran los mejores consumidores del mundo… con la salvedad, claro está, de los chips para las jaquecas.
La vida de Li no había conocido más que triunfos, y era por eso que se las estaba viendo en figurillas con las elecciones venideras. En el pasado, Li había podido tolerar la fantasía estadounidense de un gobierno representativo, pues los candidatos de Liang siempre habían ganado. Pero, ahora, por algún motivo, el principal competidor en cuanto a multinacionalidad, el consorcio Yo-Yu, estaba ganando terreno con sus propios candidatos. Las elecciones celebradas en un año en el que no hubo elecciones presidenciales, le habían costado a Liang Int. siete diputados. Era una desagradable tendencia que Li necesitaba cortar antes de que creciera. De ahí la dificultad, porque los veleidosos votantes insistían en creer que necesitaban «cambios» en el gobierno y que esos cambios tenían importancia. Al empezar a interponerse las fantasías estadounidenses con la armonía en las relaciones interempresarias, Li tenía que actuar. De ahí lo de Crane y sus terremotos: Li le podría demostrar a los ciudadanos cuánto los amaba, al relacionar a Liang Int. y el Estado, con la predicción de terremotos. Con eso podía derrotar a Yo-Yu en las elecciones.
El diorama lanzaba zumbidos y chillidos en mil intervalos y tonos diferentes; Li los reconocía a todos. Por eso, cuando distinguió el delicado gorjeo en contralto del teléfono, decidió hacer su movida. Se volvió en dirección a Mui y con un ademán desechó la llamada ingresante, y dijo:
—Consígame a Sumi Chan, en una línea cifrada y no intervenible. Póngalo en la costa oeste.
Mientras esperaba, Li sonrió. Sabía que Mui estaría observando y escuchando con sumo cuidado.
La cara sin cuerpo de Sumi Chan, de trece centímetros de alto, cobró vida con un zumbido breve, pendiendo en el aire, en alguna parte sobre la cadena de Sierra Nevada. Empero, Li no se dirigía al hombre cara a cara: tenía una proyección por computadora que reemplazaba su rostro, de modo de no revelar los pensamientos por culpa de un gesto o una expresión involuntarios.
—Hola, señor Li —dijo Sumi Chan.
Había algo expresado en los ojos de ese hombre que Li no entendía.
—Hola, Sumi —dijo. La computadora hacía coincidir su voz con los movimientos de la proyección—. ¿Te encuentras bien?
—Sí, y también estoy sumamente agradecido y sumamente emocionado —contestó Sumi con formalidad—, usted me ha honrado concediéndome su atención.
—Del mismo modo que tú me honraste a mí con tu invitación para que me reuniera con el doctor Crane.
Li hizo una pausa para permitir que Sumi empiece a suministrar información sobre el encuentro. Cuando el hombre no se mostró dispuesto a brindarla en el momento, añadió:
—Infiero que no he de reunirme con él a solas.
—No, a menos que usted desee que sea así. El doctor Crane desea presentarles a usted, y a varias otras distinguidas personalidades, algunas de sus ideas… y propuestas.
Li asintió con una inclinación de cabeza:
—Una reunión muy oportuna. Las hazañas de él en Sado se están informando continuamente y en todas partes, según me dicen.
—Sí, Sado. Una gran tragedia, pero cuyas consecuencias para los seres humanos en gran medida se pudieron haber evitado.
—Consecuencias económicas también, por supuesto.
—Por supuesto —repitió Sumi—. ¿Podemos contar con su presencia?
—Si mi agenda lo permite, por cierto que me agradaría ser parte de una reunión así. Me atrevería a solicitar, empero que coordines con el señor Mui Tsao la lista de invitados, los arreglos, y demás.
—Ni es preciso mencionarlo, señor ¿Me permite decirle lo complacido que sé que estará el doctor Crane?
Li contestó con un gruñido e indicó el fin de la conversación con una leve oscilación de la mano. Ya había tenido más que suficiente de eso y, con una sonrisa y una leve inclinación de cabeza, terminó.
—Mantente en la sombra, Sumi Chan.
—Y usted también, señor.
La cara de Sumi se apagó instantáneamente. Li dio algunos pasos lentos y medidos hacia arriba y afuera del Ártico. Podía caminar con libertad dentro del cuerpo de su mundo virtual y literalmente sentir el flujo de capital y bienes que se bombeaba a través del palpitante corazón de la sociedad consumista. El mundo era una red viviente de deidades societarias y Li era un semidiós. Las cosas eran tal como se esperaba que fuesen.
En su carácter de funcionario del Servicio Geológico, Sumi Chan realmente trabajaba para Li. En la conversación que mantuvieron se daba por sobreentendido el hecho de que él, Li Cheun, habría de llevar la voz cantante en la reunión con Crane. Le iba a dar instrucciones a Mui respecto de lo que deseaba obtener. Sí, las cosas eran tal como se esperaba que fuesen.
EN EL YATE DIATRIBE, EN EL OCÉANO PACÍFICO
15 DE JUNIO DE 2024. 21:35
—El señor Li Cheun es, claro está, el único de esta lista que importa, el hombre al que hay que convencer si usted desea tener éxito, Crane —dijo Sumi, sonriendo levemente—, y confío en que usted lo deslumbre. Temo que voy a tener que emplear toda mi labia con él.
Lo que le quedó por decir es que temía haber empleado ya toda su labia… con Mui Tsao, con el que había estado hasta hacía apenas diez minutos. No podía caber la menor duda de que Li Cheun tenía en mente una aplicación específica para Lewis Crane.
—Oh sí, ya lo creo que lo deslumbraré; hasta cantaré y bailaré para él —dijo Crane, inclinando su asiento hacia atrás y bebiendo directamente de una botella de whisky muy añejo.
—¿Tiene usted copias de mi trabajo para todos los que aceptaron concurrir? —preguntó Newcombe, tratando de volver a llevar la conversación hacia los asuntos que le interesaban.
Sumi asintió.
—Habrá copias esperando a cada uno en sus respectivas cabinas, para cuando suban a bordo.
Newcombe movió la cabeza en un gesto de perplejidad. Por qué Crane había elegido llevárselos de Sado en secreto a bordo de su yate, para encontrarse con Sumi en medio del océano, era algo que no podía entender. Y también estaban en la estratosfera los motivos de Crane para querer celebrar esta reunión con la crema del poder, en un barco. Así y todo, el Diatribe era una flor de nave, lujosa y atiborrada con tecnología. Quién era el dueño y cómo Crane había llegado a ella eran misterios que Newcombe estaba bastante seguro de que no serían resueltos por él.
—Repasemos otra vez esos políticos —le dijo Crane a Sumi—, está Kate…
La carcajada de Sumi lo interrumpió.
—Todos son políticos, hasta el último de ellos, aunque el vicepresidente de Estados Unidos es el menos político de todos.
—Gabler —dijo Newcombe con desdén—, un tonto… un bufón.
—Y un importante ejemplo sobresaliente de los que son como él —dijo Crane con firmeza—. Tan sólo deja que Sumi y yo nos ocupemos de todo esto.
—Con todo gusto —replicó Newcombe—, así que permítanme meterme en el terreno en el que soy experto. ¿Por qué están planeando maniobras tan alambicadas? Tal como lo veo tenemos una situación bastante directa. Los datos que hay sobre ecología de los terremotos están en papel… y comprobados. Sado se ha acercado tanto a mis proyecciones que hay que hacer el cálculo con hasta cinco decimales para encontrar la divergencia con el acontecimiento real. Esto es algo concreto para vender, Crane. Véndalo.
—Usaré ese elemento —le contestó Crane, alisándose la mano libre sobre la camisa amarillo brillante que le cubría los pantalones de baño—, pero no me voy a casar con él.
Newcombe frunció el entrecejo con evidente disgusto, y Sumi se apresuró a llenarle de nuevo el vaso con champaña sintética, a la que añadió dos gotas de una botellita verde que contenía su propia preparación especial de dorf. Newcombe sabía que Sumi deseaba con urgencia que ingiriera la dorf, pero no le importaba: la comprensión que Sumi tenía de la química glandular era legendaria.
—Te diré por qué no vendo tu eco-T, Danny, mi muchacho —dijo Crane, farfullando levemente las palabras.
Crane no se enfrentaba muy bien con la gente viva cuando estaba sobrio. Puso una mano sobre la boca de su botella, cuando Sumi trató de aplicarle el cuentagotas de dorf.
—Antes que nada, estás haciendo una sugerencia en un campo que no es de tu especialidad.
—Usted me contrató por mi talento… —dijo Newcombe— y junto con él viene mi boca.
—Es mi fundación —dijo Crane—, mi decisión. Tus cálculos en verdad funcionan de maravillas… porque, doctor Newcombe, tú sabías de antemano dónde iba a situarse el epicentro. Y lo sabías porque yo te lo dije. Tu trabajo no es más que una partecita de lo que representa la Fundación Crane. Concentrarse nada más que en la eco-T limita la cantidad de dinero de subvención que se ponga a disposición nuestra. Para ser perfectamente sincero, no obstante, también alcanzo a ver un defecto básico en lo que percibes: esperas que la gente haga lo correcto. Pues no todos lo hacen. Los habitantes de Los Ángeles saben que viven encima de fallas que se mantienen unidas por medio de hilachas delgadísimas y, aun así, siguen viviendo ahí. ¿Convencerías al Estado de que evacué L. A. con trece millones de personas? ¿Dónde las pondrías?
—¡Mi sistema ahorra vidas!
Crane suspiró y tomó un largo trago de su botella.
—Pocos considerarían eso como un argumento con fuerza, doctor. Ahorrar dinero es más del gusto de la gente.
—Pero tuvo tanto éxito.
—Y es exactamente por eso que deseo utilizarlo pero, al mismo tiempo, reducir la importancia: no quiero que se piense nada más que en esos términos. Estamos buscando mucho más.
—¿Como qué?
Crane se inclinó más hacia Newcombe, con lo que Sumi, en forma automática, también se acercó. Crane respondió en tono grave, melodramático:
—¿Alguna vez pensaron, señores, cómo serían las cosas si todas las investigaciones científicas de una región dada se llevaran a cabo bajo una sola bandera, en un edificio imponente y unificador, y estuvieran adecuadamente coordinadas?
—¡Usted lo quiere todo! —rió Newcombe.
No podía creer lo desfachatado que era Crane.
Crane sonrió.
—Liang Int. es omninacional. El control total de la tectónica es una verdadera posibilidad. Tan sólo se necesita hacer el trabajo preciso de venta. Yo podría dirigir todo el espectáculo desde la fundación, tener acceso a cada bit de datos que exista. De pronto, la verdadera predicción, junto con mucho más, se vuelve realidad.
Newcombe empezó a comprender.
—Es por eso que la contrató a Lanie. Quiere que ella clasifique todo y le dé sentido a los datos, si usted consigue sus propósitos.
—Y es por eso que se invitó a las organizaciones de apoyo que tienen intereses creados a que asistan a la reunión —intervino Sumi, relajándose en su asiento y sacudiendo la cabeza—. ¡Audaz! Así que cuando te hablaba, hace apenas unos instantes, sobre la importancia de Li, te estabas riendo de mí, ¿no, Crane? Li Cheun fue tu objetivo todo el tiempo.
—No te enojes conmigo, Sumi, por favor —dijo Crane, con tono juvenil y encantador. Volvió a ponerse serio y agregó—: La investigación geológica cubre toda la Tierra, pero toca muy pocas vidas de manera obvia. Está claro que debería hacerlo. Y está claro que Liang Int. puede financiar ampliamente nuestra obra, obtener mucho de ella, y no sentir jamás que le están robando. Por su intervención, únicamente verán ganancias.
Newcombe se puso de pie, en cuanto sintió los efectos de la dorf. Una sensación de bienestar lo inundó como una brisa de verano, y también había en eso un toque sensual —¿oxitocinas, arvejas?— que lo hacía sentirse muy contento de que él y Lanie volvieran a estar juntos. El barco oscilaba lentamente de una banda a otra.
—Estamos inmóviles en el agua —dijo Newcombe, perplejo—. Deben de haber echado el ancla flotante.
—Sí, en verdad lo hicieron —dijo Crane, los ojos brillantes de malicia—. Es nada más que una parte de la sorpresita que estoy preparando para nuestros invitados… Gracias a ti, naturalmente.
Le hizo un amplio guiño a Newcombe, quien se estremeció involuntariamente, al sentir de pronto un extraño escalofrío.
—¿Por qué quieres tener tanto poder? —susurró Newcombe.
—Un poder enorme permite alcanzar cosas enormes —dijo Crane con la luz de la espiritualidad refulgiéndole en la mirada.
De que el hombre estaba loco, Newcombe no tenía ninguna duda. Lo que le costaba identificar era el poder de su visión. Las payasadas de Crane siempre los habían mantenido financiados, por lo menos hasta ahora, pero ¿hasta dónde él podría viajar en ese tren dirigido al infierno que guiaba Crane? Conocía la respuesta: subiría al tren con el mismísimo Diablo, si creyera que con eso volvería realidad su eco-T.
MARTINICA
17 DE JUNIO. 09:45
Raymond Hsu, supervisor de turno en el ingenio azucarero Liang Usine Guérin, de Fort-de-France, isla caribeña de Martinica, estaba tratando de hacer una llamada de emergencia al contralor de franquicias de la isla Gran Caimán, para informarle de que el trabajo había sido suspendido debido a la invasión que estaban sufriendo de miles fourmisfous, pequeñas hormigas amarillentas con manchitas, y de bétes-á-mille paites, ciempiés negros de treinta centímetros de largo. En esas cantidades ambas especies eran suficientemente venenosas como para matar a un ser humano adulto.
Se había intentado detener la invasión vaciando barriles de petróleo crudo alrededor del ingenio, mientras los obreros castigaban a los artrópodos con tallos de caña de azúcar salpicando el ingenio con sangre. En la propia casa del supervisor, que estaba en las cercanías, las mucamas estaban matando hormigas y ciempiés con planchas para la ropa, insecticidas y aceite hirviendo, mientras su esposa y sus tres hijos chillaban. No servía en absoluto.
La invasión de artrópodos era, simplemente, el último de una larga retahíla de extraños eventos cuyo origen se encontraba en la montaña Pelee, veinte kilómetros hacia el norte. A fines de marzo se había sentido el olor a gas sulfuroso que persistía en el aire. Dos semanas después se vieron penachos de vapor que salían de fumarolas que estaban bien en lo alto de la Pelee. La semana siguiente, temblores leves sacudieron Fort-de-France; a eso siguió una lluvia de cenizas.
La masa de cenizas se había vuelto más espesa, más continua, mientras el olor a azufre aumentaba con el transcurso del tiempo. En la segunda semana de junio habían llegado las lluvias, y la inmensa cantidad de ríos que entrecruzaban la Pelee y su montaña hermana, Pitons du Carbet, aumentaron en forma inusitada su caudal. Torrentosos, arrastraban bloques y grandes árboles despeñándolos por las laderas para caer al mar, junto con los cadáveres de ganado asfixiado y pájaros muertos. En los desfiladeros de la montaña, las lluvias torrenciales y la obstrucción producida por la ceniza acumulada dieron origen a la formación instantánea de lagos.
Al tiempo que llegaba la llamada de Hsu en las primeras horas del 17 de junio, también Fort-de-France estaba siendo invadida por miles de serpientes denominadas fers-de-lance, tipo crótalo con lomo amarillo marrón y vientre rosado, de un metro ochenta, o más, de largo, e instantáneamente letales. La población era presa del pánico y había salido a las calles con hachas y palas para enfrentarlas. Nadie se dio cuenta de que las serpientes huían aterrorizadas de la retumbante montaña. Con el transcurso de las horas, centenares de seres humanos habrían de morir; la mayoría, niños.
El contralor, un hombre llamado Yuen Ren Chao, le dijo a Raymond Hsu que contrate más trabajadores y que acelere la producción de azúcar, aun cuando la Pelee estaba tronando con mucha intensidad y su cumbre estaba cubierta por nubes de ceniza. Aquéllos que pudieron divisar algo del volcán latente desde hacía tanto tiempo, fueron humillados por la grandiosidad de la Naturaleza: dos cráteres ígneos que refulgían como hornos de fundición cerca de la cumbre y, por encima de ellos, una nube relampagueante.
El ingenio azucarero no iba a producir su cupo hoy. El señor Yuen se vería forzado a aumentar los de Cuba, mientras los ciudadanos de Martinica en lugar de huir luchaban contra las serpientes.
Dos días después de la llamada de Raymond Hsu, un lago taponado por la ceniza rompió su propia barrera lanzando por las laderas, y sobre la isla, una monstruosa muralla de agua calentada por la lava. La masa de agua hirviente aplastó el ingenio azucarero y ahogó a todos, incluidos Raymond Hsu y su familia.
PACÍFICO MEDIO
18 DE JUNIO DE 2024. 22:13
Newcombe trepó por la escalerilla hasta la cubierta anterior de observación, disfrutando de la brisa austral y de la frescura de la noche. Al llegar vio que una fila de parpadeantes cargueros de mineral metalífero, probablemente pertenecientes a la organización Union Carbide, serpenteaba hacia la Luna como una fila de estrellas viajeras que estuvieran bailando la conga. El logo de Liang, una sencilla L en azul rodeada por un círculo, se exhibía en todo su esplendor de cristal líquido sobre la superficie de la Luna en tres cuartos.
—Atrapa tu muerte aquí arriba —dijo, mientras cruzaba hacia Lanie quien estaba desnuda tomando baños de Luna. Newcombe se dejó caer en la silla, a su lado. Ella le sonrió y sus ojos centellearon como estrellas.
—Los poderosos se están reuniendo —dijo Newcombe, lamentando no poder pasar la noche ahí, con esa espléndida mujer—, así que Crane quiere que nos unamos a la fiesta.
—Pareces molesto.
—Nada que un pequeño homicidio no pueda curar… o un rápido mutis fuera de este yate. —La cara se le contrajo en una mueca de disgusto—. El océano es un buen sitio para encontrarse con la gente que está allí abajo, en la bovedilla, Lanie. Una barracuda cada uno de ellos. Así que, ¿en qué nos convierte eso, en carnada?
La joven lo miró con gesto pensativo:
—¿Crane te está volviendo loco?
Newcombe asintió con una inclinación de cabeza.
Lanie se puso de pie y se deslizó dentro del vestido de noche que tenía a su lado, tendido en la cubierta. Era blanco, más blanco que la piel de ella, y brillaba bajo la Luna con logotipo.
—¿Me veo adecuadamente vestida para los cócteles con el vicepresidente de Estados Unidos de Norteamérica? —preguntó, girando en círculo para que Newcombe la aprecie.
—Aun si no fuera el imbécil que es, tú tendrías más categoría que él —dijo Newcombe—. Te gusta todo esto, ¿no?
La joven alzó la cabeza y lo miró con fijeza.
—¿Qué?, ¿sacarle el jugo? Por supuesto que sí. La semana pasada yo no era más que otra doctora desempleada en un universo lleno de doctores. Hoy soy parte del equipo de Crane que está cambiando el mundo. En el caso de que no hayas mirado la tele, hoy en día somos los que están en el candelero. ¡Dime que no encuentras eso emocionante! No puedo dormir de noche, de tan excitada que estoy.
—Ya me di cuenta. —Dan se puso de pie—. Tan sólo no te dejes atrapar por esa sensación. Ahora que finalmente logré que bajes de la montaña, quiero verte de vez en cuando.
—Todo lo que tenías que hacer era contratarme —dijo Lanie, acomodándose con facilidad entre los brazos de él. Lo abrazó con fuerza. El cabello de ella tenía el aroma del pachulí—. ¡Oh, Dan! Quizá funcione para nosotros esta vez.
—Siempre tengo esa esperanza —dijo Newcombe, deseando que ambos no se hubieran desgastado por cinco años de intentos por domeñar sus respectivas personalidades competitivas—. Ven. Vayamos abajo. Hay alguien especial que deseo que conozcas.
—¿Quién?
—No me lo creerías si te lo dijera.
Subieron primero por la escalerilla y después en un ascensor hasta la cubierta principal; fueron caminando por la pasarela hasta la bovedilla, donde encontraron a Crane. Semiebrio, presidía la reunión cerca de la mesa de los canapés, volviendo a contar una anécdota relativa al terremoto de Alaska de 2016, que había enviado a Anchorage al fondo de la Ensenada de Cook.
La bovedilla del yate estaba circundada por pantallas de televisión que mostraban imágenes incesantes sobre la tragedia de Sado, las que a menudo se concentraban en Crane parado en lo alto del acantilado, ocupando el palco de honor para ver la matanza.
Todos los presentes usaban ropa confeccionada con las sedas y rayones más tenues, y llevaban lo menos posible entre el cuerpo y la noche. La peligrosa luz del día convertía a la noche en una obsesión. El vicepresidente Gabler parecía un traje vacío, una cara que portaba una sonrisa de ceremonia; su esposa, Rita, a su lado, lanzaba risitas tontas, mientras el vicepresidente recibía instrucciones del señor Li quien, como siempre, estaba acompañado por Mui.
—Ahí está Kate Masters —dijo Lanie, mientras Sumi se escurría hasta llegar al lado de ella y le metía una copa de champaña en la mano.
Newcombe ya se había dado cuenta: Masters era algo por completo diferente. Presidenta de la junta directiva de APM, la Asociación Política de Mujeres, era una mujer llena de energía. En una Norteamérica fragmentada, ella podía reunir cuarenta millones de votos a favor de cualquier asunto, en cualquier momento. El poder de la APM sólo era superado por la Asociación de Jubilados, que también contaba con un representante en la cubierta, un hombre llamado Aaron Bloom, una persona bastante insulsa. Masters era baja, con largó cabello rojo furioso e indiscretos ojos verdes; llevaba un tenue vestido verde lima que parecía flotar en torno de ella como si fuera una niebla extraterrícola. Cuando la mujer se movía, partes de su cuerpo se hacían visibles durante un segundo, para después desaparecer en un jirón de verde. Sonrió con perversidad en dirección de Newcombe y Lanie, y ésta le devolvió la sonrisa perversa.
—Apuesto que para el desayuno devora niñitas —dijo Newcombe.
Sumi se cernió sobre ellos, su gotero dispuesto sobre la copa de champaña.
—¿Algo especial para la bonita dama? —preguntó Sumi.
Lanie sonrió y mostró tres dedos.
—¿Reserva privada? —preguntó.
Sumi asintió inclinando la cabeza.
—Para que haga sus propios terremotos, ¿eh? —dijo; después entrecerró los ojos hasta que fueron dos rayas y estudió a Lanie con precisión quirúrgica.
—Yo no le gusto, ¿no es así?
—No lo sé —dijo Lanie—. Nunca conocí al verdadero Sumi.
—Sumi es el mejor amigo de la fundación —dijo Newcombe, sorprendido por la reacción de Lanie ante ese hombre.
—Eso oí decir —dijo Lanie, tomando un sorbo de champagne sintético y sonriéndole a Chan, mientras Newcombe observaba que Crane desaparecía hacia el sector de cabinas—. ¿Qué piensa del suceso obtenido por la eco-T?
—Opino que la Fundación Crane es muy afortunada al contar con el doctor Newcombe entre sus miembros —dijo Sumi, mirándolo fijamente—. Está ayudando a llevar la ciencia hasta un punto crítico.
—Crítico es, por cierto, la palabra clave de esta noche —dijo Newcombe, lamentándose por haberle permitido a Crane que lo convenza de hacer un arreglo muy especial.
Sumi Chan sonrió; después salió disparado hacia Kate Masters, y vertió en su copa todo un gotero de dorf. Destilada en forma natural de las propias glándulas humanas, la dorf era pura y resultaba imposible aplicarse una sobredosis.
Lanie se apoyó en Newcombe, apretándose; los brazos de él inmediatamente la envolvieron. La endorfina estaba haciendo su efecto. Newcombe la besó suavemente en el cuello, en el preciso instante en que Crane se situaba en el centro de la cubierta.
—Amigos —dijo—, gracias por permitirme el carácter confidencial de esta reunión, al viajar en forma clandestina hasta Guam y abordar. Están a punto de ver el porqué, pero, primero, debo pedirles que cumplamos con una condición preestablecida y apaguemos todos y cada uno de los equipos de transmisión.
Crane se irguió en toda su estatura. El instante estaba impregnado de espectacularidad, tal como él lo pretendía. Lanie se escabulló de Newcombe. Estaba extática, con todos sus sentidos puestos en la escena que creaba Crane, quien, en ese instante tocó su microteclado de muñeca:
—A mi señal, capitán Florio. —Su voz retumbó por los altavoces del barco y en todos los implantes auditivos—. ¡Ahora!
El Diatribe se oscureció al cortarse toda forma de energía del yate. Las cincuenta pantallas de televisión quedaron muertas al mismo tiempo, las luces y la música y todo lo demás se extinguió de inmediato. La gente que estaba en cubierta palpó en los bolsillos y muñecas, apagando de manera coincidente sus propios dispositivos de interminables transmisión y recepción. En un mundo en el que la comunicación lo era todo, ellos se sentían como si hubieran regresado directamente a la Edad de Piedra.
Lanie apagó su implante auditivo. De pronto se sintió angustiada, casi asustada, y se dio cuenta de que estaba empezando a hiperventilar. Lanzó hacia atrás la copa todavía casi llena, preguntándose si el resto de los que estaban en la cubierta, bañados por la luz de la Luna y envueltos en el silencio, también estaban experimentando una angustia así de profunda por estar desconectados. Si era así, no lo demostraban.
—Esto es… esto es tan emocionante —le susurró a Newcombe, cuya profunda risita de respuesta sólo le aumentó la tensión que ya tenían sus nervios.
—Y todavía no viste todo —le contestó él con otro susurro.
La penetrante mirada que le lanzó a Newcombe se desvió por los súbitos movimientos de Crane. Del bolsillo de la camisa había sacado un pequeño detector, lo había encendido y ahora estaba girando sobre sí mismo, hasta completar un círculo.
—Nada —anunció, deteniéndose y sonriendo—. Estamos solos. Y ahora solicitaré la indulgencia de ustedes una vez más. Hay un invitado más a bordo, un participante con el que todavía no tuvieron la oportunidad de encontrarse.
Una puerta que daba a la pasarela frente a la cual estaban situadas las cabinas se abrió deslizándose, y todos los que estaban en cubierta quedaron atrapados por un fulminante estallido de carisma, cuando un afric alto entró por esa puerta.
—Señoras y señores —dijo Crane—, permítanme presentarles a Mohammed Ishmael.
Un ronco jadeo colectivo fue el saludo para el líder de la combativa y agresiva Nación del Islam, un desterrado, fugitivo y, según algunos, criminal de la peor laya y terrorista. Mohammed sobrepasaba largamente el metro ochenta de estatura, y aparentaba ser aún más alto debido al fez negro que llevaba en la coronilla y por el dashiki, también negro, que le alargaba el cuerpo bajo la trémula luz de la Luna. Su porte era principesco; la mirada con la que recorrió a todos los participantes, majestuosa.
Clavada en su sitio, la gente que estaba en cubierta sólo atinó a quedar boquiabierta; el silencio era asombroso. Pero el retablo viviente tuvo corta vida: el tumulto hizo erupción.
—¡Mi Dios! —exclamó Lanie en medio de los murmullos de indignación y sorpresa de los demás, que ahora se estaban recuperando—. ¡Es él!
Dos fornidos agentes del servicio secreto se arrojaron delante del señor Li, que parecía estar riendo. ¿Era por la conmoción?, se preguntó Lanie, ¿o de regocijo por la sorpresa de la cual él había formado parte secretamente? El vicepresidente Gabler agitaba los brazos y farfullaba, en tanto que otros se movían sin ton ni son y decían cosas entre dientes. Las risotadas nerviosas y guturales de Kate Masters actuaban como continuadoras de los sonidos que emitía la otra gente. Sumí Chan estaba indudablemente atónito. Únicamente Mui Tsao, de todos los que estaban en cubierta, parecía mantener pleno dominio de sí mismo.
Mui dio un paso hacia adelante.
—Sugiero un receso… un breve receso. ¿Quizá los presentes se podrían retirar a sus respectivas cabinas?
No era una sugerencia sino una orden, advirtió Lanie, al tiempo que lanzaba una rápida mirada a Newcombe. Contuvo con brusquedad el aliento cuando vio la expresión en la cara de él: trescientos años del odio de los aherrojados africs fulguraba en su mirada.
—No puedo creer que seas parte de esto —dijo Lanie.
Él la miró, suavizándosele la expresión:
—Ayudé a hacer los arreglos para conseguir que el buen hermano asista, sí, y ayudé a subirlo rápidamente a bordo, muy poco antes de que recogiéramos a nuestros distinguidos huéspedes en Guam. Esa detención de los motores, el arrastre del ancla… ¿recuerdas?
Lanie tragó con dificultad.
—Después de todo… después de lo que ocurrió… Quiero decir, yo…
—¿Debido a que mi apoyo anterior a la Nación del Islam casi destruye mi carrera? —asintió con la cabeza, con gesto sombrío—. Ahora tengo el apoyo de Crane para esto. Y es importante, Lanie, muy importante… para la fundación y para todo afric vivo.
La tomó del brazo.
Los invitados se rozaban en su éxodo desde la cubierta, y Newcombe arrastraba a Lanie hacia popa, en el momento en que ella vio que Sumi lo había puesto a Crane contra la barandilla. El puñito de Sumi aporreaba el pecho de Crane.
—¡Desastre! —gritaba Sumi—. Ese hombre es un delincuente buscado, un bandido hecho y derecho. Una afrenta así al señor Li… Se vengará de mí. Se vengará de mí, se lo aseguro. ¿Por qué no me hizo saber que haría esto? —le demandaba a Crane, claramente fuera de sí por la ira y el miedo.
—¿Habría usted traído a los demás, de haberlo sabido? —preguntó Crane.
—¡Por supuesto que no!
Crane se limitó a encogerse de hombros.
—Sedición, ayudar y encubrir…
—Diplomacia —dijo Crane—. Pacificación. Y buena política. Ya lo verá, Sumi, ya lo verá.
—Me temo que no veré nada, salvo mi cabeza en una bandeja sostenida por el señor Li Cheun.
—¿Su cabeza? Improbable. —Crane rugió de risa. Luego se serenó de inmediato.
Miró con fijeza a Sumi y le palmeó los endebles hombros, tranquilizándolo. Después le dijo:
—¿Está en su sitio nuestra otra sorpresita?
Sumi asintió con una inclinación de cabeza.
—Muy bien. Entonces, sugiero que usted empiece a llamar a los ocupantes de cada cabina llevando ese champagne sintético suyo en una mano y su botellita verde en la otra, ¿está bien? Dígales que nos volveremos a reunir aquí dentro de diez minutos. —Echó un vistazo a su microteclado de muñeca—. Sincronización perfecta.
—Ssssí —siseó Sumi, dándose vuelta bruscamente y saliendo a la carrera por la cubierta. Había hecho la mitad del trayecto, cuando gritó por sobre el hombro—: A lo mejor tenemos suerte y nos hundimos.
Lanie miraba alternativamente a Newcombe y Crane. Se sentía fuera de lugar, un tanto perdida. Necesitaba unos diez minutos a solas… para pensar. Prontamente se disculpó para poder regresar a la cubierta de observación. En realidad huyó y corrió hacia el santuario que estaba bien en lo alto de la nave. Allí, debajo de las estrellas, trató de digerir los acontecimientos que se habían ido produciendo esa noche. Era doloroso. Se encontró renuente, como siempre, a enfrentar el problemático mundo en el que vivía. Lidiaba con las «realidades» a través del intento de evitarlas, sumergiéndose en su trabajo y sus asuntos personales… o, simplemente, suprimiéndolas de la mente. Pero Crane la había lanzado a una nueva órbita que tenía un ápex muy elevado y, ella lo sabía bien, tenía que enfrentar algunos hechos muy desagradables, de los cuales el primero y preeminente era, naturalmente, todo este asunto con Mohammed Ishmael.
A la Nación del Islam, la NDI, se le tenía temor reverencial y miedo… y se la había arreado hacia las Zonas de Guerra. Lanie recordó que, al principio, cuando crearon esas zonas, su padre las había llamado guetos, palabra que producía escalofríos en la hija de un judío, a la que se había discriminado abiertamente durante sus años de adolescencia, después de la Opción Masada. Pero había estado preparada para la discriminación: se había criado con el terror que le había infundido su padre, no importaba cuan intensamente él intentara ocultarlo. Los alemanes habían gobernado el país desde la época en que Lanie era poco más que un bebé hasta que fue casi adolescente y, aunque hacían lo imposible por separarse de su antiguo pasado nazi, los alemanes exhibían, no obstante, la clase de autoritarismo que hacía que el padre de Lanie temiera que se hubiese estado erigiendo un campo de concentración a la vuelta de cada esquina.
La joven se sacudió involuntariamente ante el mal recuerdo y mantuvo los ojos cerrados. Feos. Eran tan feos los modos de ser de la humanidad, con prejuicios, odios y violencia. Desde cuando Lanie podía recordar, a la gente se la había dividido y hecho pelear entre sí por diferencias raciales, religiosas o étnicas. Era raro que se permitiera pensar en todo lo que ella y Dan y otros habían padecido, porque dolía demasiado. En la unión de sus aún cerrados ojos se acumularon las lágrimas.
Dan le había dicho que lo peor del sufrimiento de él había comenzado en el 2005, con la ley de Seguridad en las Calles, cuando tener la piel oscura se había vuelto casi ilegal. La ley eximía a los estadounidenses blancos ignorantes y prejuiciosos, de la hipocresía de la corrección política, permitiéndoles expresar abiertamente su odio. Los toques de queda, las restricciones relativas a los sitios en los que se podía habitar y otros ultrajes más impuestos por la ley, habían confinado a los africs a ciertos sectores de ciudades y pueblos de todo el país, y les reducía las libertades a unas pocas horas de luz diurna. Junto con leyes sucesivas, y aún más opresoras, la ley de las calles había sido la responsable de la creación de esas zonas. El surgimiento de los combativos fundamentalistas islámicos africs había sido responsable por el agregado «de Guerra» a continuación de la palabra «Zonas». Nadie sabía con precisión qué ocurría dentro de ellas. Se suponía que la NDI estaba adoctrinando africs, armándolos, adiestrándolos y, en verdad, hubo violentas escaramuzas con la Fuerza Policial Federal (FPF) que rodeaba las zonas, lo que dio crédito a todos los rumores relativos a lo que pasaba allí adentro.
¿El «delincuente» más buscado de todos?: Mohammed Ishmael. Sus antecedentes de resistencia a la FPF, su retórica… bueno, todo lo concerniente a él, pensaba Lanie, lo convertía en uno de los hombres más buscados, odiados y pretendidamente peligrosos del planeta. ¿Por qué lo había traído Crane a esta reunión? Debió de haber previsto el efecto trastornador. Y lo que hacía más a la cuestión: ¿por qué Dan había hecho el contacto con Mohammed Ishmael, del que se sabía que no hablaba con persona alguna de raza blanca, y lo había ayudado a llegar ahí? Dan había apoyado la idea de la NDI cuando estudiaba en la Universidad de China, en San Diego, California; lo habían expulsado y casi se le arruinan todas sus perspectivas. No tenía lógica. No en el caso de Dan.
De pronto, Lanie pudo ver la estrategia de Crane. Al igual que a Mohammed Ishmael, también había persuadido a Kate Masters, presidenta de la Asociación Política de Mujeres, y a Aaron Bloom, presidente de la Asociación de Jubilados, para que asistieran. Ishmael, Masters y Bloom representaban los bloques de votantes de Estados Unidos de Norteamérica: eran la vara de Crane para Liang Int., el verdadero poder; y el proyecto sobre predicción de terremotos era la zanahoria que Crane les mostraba a todos, la oportunidad de ahorrar vidas y propiedades y traumas en sus distritos electorales… o, cuanto menos, aparentar hacerlo, aparentar preocuparse. Y Liang Int. estaba interesada, por supuesto, en las horas-hombre, edificios y equipos que se ahorrarían… lo que protegería las ganancias. Lanie movió la cabeza de un lado a otro, con tristeza: las ganancias eran el motivador para casi todos en el mundo… para casi todos, salvo para Crane y el puñado de personas como él, como ella y como Dan.
Resonó un gong.
Lanie buscó un punto de apoyo para levantarse de la silla tijera, sintiendo más ambivalencia que nunca antes: parte de ella quería huir de los políticos que estaban abajo; la otra mitad quería salir a la carrera hacia la emoción que Crane generaba y el potencial con que lo estaba jugando todo para ganar esta noche.