Libro uno

CAPÍTULO 1

El namazu

ISLA SADO, JAPÓN

14 DE JUNIO DE 2024. AMANECER

Las hilachas de la primera luz matinal penetraban por la hendidura alrededor de la cortina de la entrada a la tienda y Dan Newcombe, estirado en su catre y desnudo, salvo por las botas y el microteclado en su muñeca trataba —con intensidad—, de detener los números. Se habían estado desgranando por su cerebro durante cuarenta y ocho horas, manteniéndolo despierto y poniéndolo más nervioso a cada momento.

Cerca de ahí, alguien empezó a cavar un respiradero en el suelo. Los números que había en la cabeza de Newcombe se hacían pedazos por el áspero retumbo metálico de cada golpe, volvían a formarse antes de la nueva caída del mazo, se volvían a hacer pedazos…, hasta que no pudo tolerarlo otro segundo más y, con un violento salto, se sentó en el catre, tapándose los oídos con el índice de cada mano. No servía. No podía dejar de oír los mazazos y los números todavía seguían corriendo por su cabeza. Pero, lo peor era que se agregó otra persona en la colocación de un nuevo respiradero golpeteando fuera de ritmo respecto de la primera.

Newcombe se levantó, caminó hasta su estación de trabajo y encendió el farol, que iluminó apenas las dos mesas de gráficos cubiertas con equipo electrónico, y lanzó una mirada a la perilla facetada, parecida a una gema, que había en la parte superior del farol. Verde opaco: el maldito farol necesitaba una recarga, y Newcombe necesitaba luz, cantidades enormes de ella. En un mundo de mentiras, él se estaba aprontando para apostar su vida por la verdad… y la verdad exigía luz. Newcombe odiaba las mentiras, lo que quería decir que odiaba la manera en que Lewis Crane hacía negocios, pero incluso Crane tenía que apreciar la verdad en cierto nivel, porque él también estaba apostando su vida, junto con la de cien seres humanos más, como mínimo —quizás, hasta miles— sobre la base de los cálculos de Newcombe. Crane siempre pensaba en grande.

Newcombe recogió el farol, lo llevó hasta la puerta de la tienda y lo sacó con rapidez. Al volver a traerlo de inmediato hacia adentro, parpadeó ante la luz cegadora que emitía. Una vez que hubo ajustado la brillantez, lo volvió a colocar sobre la mesa de gráficos y observó con satisfacción que cada rincón y cada pliegue de la tienda estaban completamente iluminados, en especial las pequeñas líneas espasmódicas de los sismogramas. Para él, esas líneas eran un idioma, un idioma que podía interpretar como ningún otro ser humano viviente. Confiaba en los sismogramas. A diferencia de la gente eran confiables, siempre sinceros. Les daban el mismo trato a todo hombre, mujer y niño, sin cambiar jamás las lecturas debido al color de la piel, o al sexo o la edad de quien los estuviera leyendo.

Comunicó las computadoras con un holograma flotante de diecisiete sismogramas suspendidos en el aire delante de él, en bandas alternas de azul y rojo. Sus diminutos cursores blancos registraban el palpitante corazón del planeta.

Una intensa actividad sísmica lanzaba su clamor desde los diecisiete gráficos, lo que significaba que todo lo que bordeaba esa sección de la placa del Pacífico estaba sometido a agitación. Newcombe podía sentirlo precisamente a través de las líneas flotantes. Sabía que Crane, donde fuera que estuviera, podía sentirlo también, sólo que Crane no necesitaba instrumento alguno, salvo sus instintos sobrenaturales… y ese brazo izquierdo inutilizado que tenía.

Hoy podía ser el día.

Newcombe puso en acción Memoria, con un toque muy leve en el teclado, y los gráficos volvieron a presentar la historia de las últimas dieciocho horas. Los ojos se le agrandaron ante la vista de las crestas sísmicas perfectamente alineadas en cinco sitios de las diecisiete pantallas: temblores que preceden al terremoto.

En el microteclado de muñeca tocó suavemente el icono de Crane y preguntó en voz alta:

—¿Dónde diablos estás?

—Buen día, doctor —dijo Crane con calidez, la voz llegando con tono melifluo a través del implante auricular de New-combe—. Lindo día para un terremoto. Quizá debas unirte a nosotros para verlo. Estoy abajo, en las minas.

—Estaré ahí dentro de poco —dijo Newcombe, desconectando el teclado con otro toque, disgustado por el hecho de que Crane tuviera un tono tan amistoso, feliz casi, en un momento así.

Contempló los gráficos. Volvió a las lecturas actuales y a la aún aullante agitación.

—Y yo que creía que la Luna se había puesto.

Atónito, Newcombe giró rápidamente hacia el sonido de la voz burlona, sensual, perteneciente a la única mujer que podía poner a prueba su mente, su corazón y también su cuerpo, al mismo tiempo.

—¡Lanie! —exclamó.

—En carne y hueso, amor —dijo Elena King con una amplia sonrisa, los labios brillantes, cubiertos de protector solar.

Aun cuando estaba envuelta de pies a cabeza para protegerse del fulgor del Sol, se la veía atrayente y provocativa. Y, a pesar de que portaba antiparras opacas que le cubrían los ojos, Newcombe pudo advertir que ella contemplaba la desnudez de él con una mezcla de deseo y humor. Se sintió casi aturdido y se apresuró a cruzar la tienda hacia la joven.

—Oh, Lanie —dijo, arrastrándola hacia sus brazos para darle un abrazo prolongado, intenso.

Con delicadeza la separó a un brazo de distancia, para someterla a una rápida inspección; le sacó el sombrero flexible y lo tiró por encima del hombro; después le quitó las antiparras, subiéndolas como si fueran una vincha. El espeso cabello ondulado cayó como cascada por la espalda. Mientras miraba esos ojos castaños que lo embelesaban desde hacía años, lentamente la atrajo hacia sí otra vez y bajó la cabeza para darle un beso prolongado.

Al saborearle los labios, Newcombe se dio cuenta de que no le habría gustado otra cosa más que perderse en esa mujer… pero estaban los sismos. Estaban los números. Y éste podía ser el día. Con renuencia interrumpió el beso, murmurando:

—¿Cómo tuve tanta suerte? ¿Qué te trajo acá?

—¿Y tú no lo sabes? —preguntó Lanie con incredulidad, al tiempo que se liberaba del abrazo y daba unos pasos hacia atrás—. ¿Tu compañerito Crane no te dijo que me contrató anoche?

Ahora fue el turno de Newcombe para sentir incredulidad.

—¿Te contrató a ti?

—¡Sí! ¡Me contrató a mí! Y me ordenó que arrastre el culo hasta aquí de inmediato.

En su interior agarrotado de temor por Lanie, y de furia con Crane por haberla puesto en peligro, Newcombe preguntó con brusquedad.

—¿Tu transporte todavía está en la isla?

—¿Y yo qué sé? —contestó ella con el ceño fruncido—. Lo que ahora importa más es qué demonios te pasó de repente.

Newcombe se lanzó hacia el pie del catre y tomó con premura sus pantalones de campesino chino.

—¿Qué me pasó? —Se metió en los pantalones y ajustó de un tirón la cuerda de la pretina en torno de la cintura; después se colocó la camisa de trabajo—. ¿Que qué me pasó? —repitió en tono más alto, al tiempo que pasaba el brazo como un ariete por la manga caqui—. ¡Nada me pasó a ! —Señaló los hologramas—. ¡Eso es lo que está por pasar! Esta isla está a punto de quebrarse… ¡De fracturarse en pedacitos!

—Eso no es un secreto, amigo mío. Todos, en todas partes, están hablando de eso —sonrió Lanie—. ¿Estás tratando de decirme que no quieres que esté aquí?

Apenas si tuvo tiempo de parpadear, cuando volvió a estar en los brazos de él, quien ahora la besó sin miramientos.

—Eso debería responder a tu pregunta. Quiero que estés en cualquier parte donde pueda tenerte cerca, Lanie… menos aquí.

Le bajó las antiparras sobre los ojos y le apoyó suavemente los brazos en los hombros.

—¡Haremos que te saquen de esta maldita isla con rapidez!

Se volvió hacia el extremo de la mesa del campamento, revolviendo en el desorden que ahí había hasta encontrar las antiparras.

—Creo que no oíste lo que dije. —Lanie atrapó al vuelo el sombrero que Newcombe había encontrado en la mesa y se lo había lanzado—. A partir de anoche trabajo en este sitio dejado de la mano de Dios, exactamente igual que tú. Soy parte del equipo que hace trabajo de campo hasta que sea la hora de regresar a la inundación, donde trabajaré codo a codo contigo, tesoro. —Movió la cabeza en gesto de negación—. No lo entiendo, Crane me dijo que me habías recomendado para el puesto de generador de imágenes.

—Hace unas dos semanas me preguntó si yo conocía algún buen generador de imágenes sinoéticas. Por supuesto que te mencioné a ti, pero nunca me dijo una sola palabra respecto de contratarte, y mucho menos de traerte aquí. Si yo hubiera sabido que él…

—No sigas más. Soy profesional y adulta, Dan, en caso de que lo hayas olvidado. Estamos hablando sobre mis decisiones, mi trabajo, mi vida…

Él la rodeó con los brazos.

—No tienes ni idea de en qué te has metido al venir a Sado, a esta operación. Crane la llama Móvil Uno; el resto de nosotros, Necrópolis. Nuestro jefe está más loco que una cabra, por si no lo adivinaste, y se rodeó de otros chiflados… deschavetados, tipos expulsados de sus cátedras universitarias, excéntricos, lunáticos.

—Habrá quien los llame creativos, eclécticos y brillantes. Incomprendidos, quizá, pero talentosos e inteligente… como el mismo Crane.

Newcombe soltó un bufido, dándose vuelta hacia la mesa del campamento.

—Sí, claro.

Encontró sus antiparras y se las puso; después avanzó hacia la joven a paso redoblado para quitarle el sombrero de las manos y encasquetárselo. La tomó con fuerza de la mano y, agachándose, salió con ella a través de la abertura de la tienda, sumergiéndose en el aire inmóvil y húmedo del gran campamento con su ubicuo lodo frío, o el «Cuajo de Crane», como lo denominaban quienes trabajaban ahí.

La excitación sonaba discordante en el aire mismo del campamento, atiborrado de socorristas especializados en desastres, estudiantes graduados, cronistas que llevaban cascos con videocámaras de soporte fijo, dignatarios visitantes y personal local contratado. Todos estaban envueltos como momias, para evitar el daño del Sol. La ascendencia africana de Newcombe le proporcionaba suficiente melanina como para protegerlo contra los letales rayos ultravioleta del Sol, lo que prácticamente era, según Newcombe podía ver, la única ventaja que un hombre negro tenía en este mundo.

Un carrito que transportaba café y galletas de arroz pasó al lado de ellos, salpicando lodo. Newcombe detuvo al operador y tomó una taza, a la que agregó un cucharada colmada de dorf. Bebió con avidez, mellándose de inmediato el filoso lado de su ira contra Crane. Suspiró, contento de haber dominado sus peligrosas y hostiles emociones. Ahora podía pensar, tratar de entender por qué Crane había decidido traer a Lanie acá, a Sado. A su manera, quizá Crane estaba tratando de mejorar las actitudes y el estado de ánimo de Newcombe, que se habían desgastado tremendamente este último año que trabajaron juntos. La implacable atmósfera carnavalesca que Crane había impuesto a su fundación, ubicada en las montañas de las afueras de Los Ángeles, y estas situaciones en campo, era lo que más perturbaba a Newcombe, pero apenas podía albergar la esperanza de que el Gran Hombre lo entendiera. También era típico de Crane el no entender la naturaleza humana, y creer que traerle la amante al punto más peligroso del planeta Tierra le hacía bien a Newcombe.

—Es tan… tan colorido —dijo Lanie—. Vibrante, en realidad. Los azules primarios y el rojo de las carpas… Miró hacia el cielo celeste, y agregó: —Y los colores de todos esos globos aerostáticos y helicópteros que hay ahí arriba.

—¿Es así como llegaste aquí, por heli? —preguntó Newcombe, haciéndose lugar por entre una cuadrilla de voluntarios de la Cruz Roja, para contemplar la fuente del retumbante sonido metálico que lo había molestado antes: estudiantes graduados que martillaban postes entrelazados de titanio, para clavarlos profundamente en el suelo.

—Un helicóptero del noticiario —corrigió Lanie, la voz ahora tan tensa como la de Newcombe. Los perros del campamento empezaron a aullar, temerosos, y la joven tuvo que gritar para que él la oyera—. Crane hace que venga gente de todas partes, debido a los «cinco signos». ¿Qué son?

Newcombe apenas si oyó la pregunta. Su atención se concentraba en los estudiantes que estaban empezando a clavar en el suelo largas antenas parecidas a cepillos.

—¿Éste es tu material?

—Sí. Los cepillos son cilias electrónicas para medir las vibraciones más diminutas que se produzcan en las más pequeñas de las partículas. Crane quiere entender cómo se siente la materia descompuesta del suelo, y cómo se sienten el agua y las rocas.

—Sí… Ya oí todo eso antes —dijo Newcombe, dándose vuelta para encarar a Lanie, anónima ahora debajo del sombrero y las antiparras.

—Mira, Lanie, ya te dije que Crane es un lunático. Se le ocurren esas alocadas ideas sobre «volverse parte de la experiencia de vida del planeta», no importa lo que eso malditamente quiera decir. —Describió un arco amplio con el brazo, abarcando la larga línea de postes que llegaba hasta la c abaña con el control de las computadoras, que estaba montada sobre gruesas vigas con suspensión cardánica—. Todo esto es la misma tontería.

—«Tonterías» como ésta son las que componen mi carrera, doctor —repuso ella con frialdad—. La Fundación Crane financia tus sueños: también puede financiar los míos.

—¡Mis sueños son realistas!

—Y te puedes ir directamente al infierno.

Lanie dio media vuelta y se alejó.

—Está bien… está bien —dijo Newcombe, chapaleando por el lodo para ponerse al ritmo de Lanie. La hizo girar sobre sí misma, tomándola del brazo—. Me disculpo. ¿Puedo empezar de nuevo?

—Quizá —dijo ella, con un mínimo atisbo de sonrisa jugueteándole en los labios—. No respondiste a mi pregunta. ¿Cuáles son los cinco signos que tienen a todos tan excita-dos?

—Te los mostraré —dijo—, y después te haré salir de aquí.

Lanie no se molestó en protestar; se quedaba, y eso no admitía discusión. Fue en ese momento que un pequeño camión eléctrico se acercó silenciosamente a la confusión imperante, cerca del centro de computadoras, los neumáticos rociando lodo. En la plataforma transportaba una jaula llena de pollos. Burt Huí, uno de los miembros del personal de Crane, según la placa identificatoria que llevaba en la parte alta del hombro de su camisa chillona, sacó la cara, que portaba una: muy poblada barba, por el hueco de la ventanilla:

—¡Oiga, doc Dan! —gritó—. ¡Échele un vistazo a esto!

Señaló la plataforma con el pulgar.

De inmediato, la gente se apiñó, las cámaras enfocándolo; la tensión era palpable. Newcombe se abrió paso a empujones hasta Burt, que se había apeado del camión. El filtro solar relucía en sus mejillas, la única parte del cuerpo que no estaba cubierta por pelo o ropa. Los pollos se estaban lanzando contra las paredes de la jaula en un intento desesperado por escapar; sus alas se agitaban y las plumas volaban en medio de un intenso cacareo.

—Los animales saben, ¿no? —dijo Lanie, parada al costado de Newcombe.

—Sí, saben. —Volvió a mirar a Burt—. Necesito tu vehículo.

—Es suyo. ¿Qué más?

—Deja libres los pollos —dijo Newcombe, mientras se trepaba en el asiento del conductor. Lanie se apresuró a sentarse del otro lado.

Hill fue hacia la jaula y la abrió, produciendo una explosión de plumas cuando los pájaros salieron del camión aleteando y cacareando y se precipitaron sobre los sobresaltados espectadores, que se dispersaron rápidamente.

—Y, Burt —gritó Newcombe por la ventanilla—, mantén las cosas bajo control aquí; no permitas que alguien pasee por afuera de las zonas designadas para seguridad. Perdemos un periodista y todo este asunto se habrá hecho para nada.

—Entendido, doc —dijo Hill, mientras Newcombe abría el foco del motor y hacía virar el camión—. ¡Manténgase en la sombra!

—¿Qué hace Burt Hill por acá? —preguntó Lanie, molesta por el hecho de que Dan no la hubiera presentado.

—Es la baqueta de Grane, su jefe de seguridad, su mayordomo… de todo. Crane y la fundación no podrían seguir adelante sin él.

—¿Y dónde encontró Crane esa joya?

Newcombe rió.

—No lo vas a creer. Crane lo eligió a Burt de un grupo de pacientes de un manicomio. Le dijo al director de la institución que necesitaba un buen esquizofrénico paranoico para la fundación. Estos enfermos se fijan mucho en los detalles, ¿sabes?, y son extremadamente conscientes en cuanto a la seguridad.

—Lo estás inventando.

Newcombe sonrió.

—Pregúntaselo a Crane. Eso es lo que él me contó. Cualquiera que sea la verdad, el hecho es que Crane tiene más cercanía con Burt que con cualquier otro miembro del personal directivo.

Al tiempo que escupía lodo desde las ruedas, el camión abandonaba con celeridad el Móvil Uno, en tanto Newcombe agregaba programación para que se dirigiera hacia las minas. A pesar de la dorf, Newcombe ahora estaba agitado… y odiándose por estar excitándose ante el desastre que se avecinaba. ¡Maldición, no era ni un poco mejor que Crane; el simpaticón de Crane! El camión avanzaba bamboleándose por un camino de tierra que pasaba a través de un extenso campo de plumerito amarillo, ante cuya belleza hizo que Newcombe se sintiera aún más asqueado consigo mismo. Si sus cálculos estaban acertados, y estaba malditamente seguro de que sí lo estaban, entonces todo eso —el palpitante follaje verde y las vibrantes flores amarillas, los antiguos árboles que cimbraban en la lejanía, la gente de esta isla— se convertiría en igual cantidad de materia primordial en cuestión de horas. Se hundió en el asiento, el mentón apoyado en el pecho, deseando haberse puesto una segunda cucharada colmada de endorfina en el café.

—¿Se supone que yo deba mantener la boca cerrada, o se me permite preguntar cómo has estado estos últimos seis meses? —preguntó Lanie de repente.

Newcombe se enderezó y la miró con timidez.

—Lamento haber cortado el contacto. Las cosas fueron… intensas allá, en Los Ángeles.

—Traduzco eso con el significado de que estuviste tratando de quitarme de tu sistema.

—Me intereso demasiado —contestó Dan sin pensar—. No me gusta esa clase de debilidad en mí.

—Claro, y sospecho que eso lo debo traducir con el significado de que me evitaste porque no me puedes controlar.

Newcombe hizo un rictus. Era la verdad.

—No te mudarías a la montaña conmigo. Y no empieces con la cantilena de tu «carrera».

—Es justo —dijo Lanie, reacomodándose en el asiento y admirando el paisaje—. ¿Cuál es la cuestión con esta isla? Parece deshabitada.

—No es así en absoluto —contestó él, con lentitud—, aunque no hay mucha gente. —Señaló una cumbre lejana—: Ése es el monte Kimpoku, donde el sacerdote budista Nichiren vivió en una choza. Previo el kamikaze, el viento divino que destruyó la flota de Kublai Khan. También hay un palacio de exilio en alguna parte, pero no lo vi. Estaba demasiado ocupado. La mayor parte de la población de la isla vive en una aldea de pescadores al este de nuestro campamento principal. Se llama Aikawa, y hay un complejo turístico contiguo que tiene una compañía de teatro, intérpretes de tambores gigantes rituales… Lo usual. Los aikawanos gustaron de nosotros al principio; principalmente, porque trajimos empleos. Ahora nos odian.

—¿Los odian?

El camión viró sobre una carretera de tierra que iba desde la llanura hasta un bosque de cipreses y bambúes. Un anticuado jeep los pasó en dirección contraria, su conductor hizo sonar el claxon y saludó con la mano, mientras sus pasajeros, con cascos y cámaras, miraban boquiabiertos.

—Es mejor que te empiece a entrar en la cabeza en qué te metiste —dijo Newcombe—, Crane es el profeta de la destrucción, amor mío. Durante cuatro semanas le estuvo diciendo al mundo que la isla Sado va a ser destruida por un terremoto. Al cabo de un tiempo, la gente que vive aquí empezó a concebir la idea de que él traía mala suerte y estaba arruinando lo poco de actividad turística que tenían. Desde hace días que nos están pidiendo que nos vayamos. La situación se ha vuelto desagradable.

Lanie pensó en eso, sacudiendo la cabeza con decepción.

—No entiendo, ¿por qué no están contentos de que se los prevenga?

—¿Realmente puedes creer que la gente se ponga en movimiento y deje su hogar, su trabajo? ¿Y adónde se supone que se vaya para esperar a que pase todo? Si es que una vez que pase quedaría algo por lo que esperar. —Newcombe dirigió el camión hacia un amplio claro lleno con helicópteros y vehículos de superficie—. El maldito Estado no está convencido de que se vaya a producir este desastre, así que no reubicará a los aldeanos. Esta gente sencilla no puede hacer mucho… salvo odiar al mensajero. Como la predicción de terremotos no es una ciencia exacta…

—Pero Crane está tratando de convertirla en exacta.

Newcombe volvió a tocar el microteclado de control y el vehículo se detuvo al lado del helicóptero de un noticiario japonés. Apagó el foco. Por encima, los helicópteros se apiñaban en el cielo buscando el ángulo que les dé la mejor posición.

—Crane es un maniático… un tipo ávido de dinero, de poder…

—¡Dan, ¿qué te ha pasado?! —gritó Lanie—. No puedes abrir la boca sin atacarlo a Crane.

Frunció el entrecejo, recordando los mensajes verbales que Newcombe le dejaba, los largos diálogos por correo electrónico que tenían cuando él recién se había unido a Crane. En ese entonces lo respetaba y lo admiraba, apreciaba la plena libertad que Crane le había dado para continuar sus investigaciones. ¿Quizá la familiaridad había generado desprecio? ¿O los dos hombres habían empezado a competir tanto entre sí que…?

—Ésa es la mina en la que podemos encontrar a Crane. —Newcombe señaló una cueva grande que se encontraba a unos quince metros, la entrada casi disimulada por la multitud de gente que se arremolinaba en derredor.

Excitada, Lanie se apeó con prontitud del camión y empezó a caminar rápidamente.

—No puedo esperar para ver la narración que hace en este día —le dijo por sobre el hombro a Newcombe, quien miraba con aire sombrío mientras avanzaba a paso vivo detrás de ella. La joven se detuvo y lo encaró directamente—. Necesito hacerte una sola pregunta más y quiero la verdad. ¿Por qué odias tanto a Crane?

En cualquier otro momento o lugar, pensó Newcombe, es probable que no hubiera sentido la inclinación de darle a Lanie una respuesta sincera. Pero hoy, teniendo en cuenta lo que sabía que estaba por venir, no podía ser menos que franco con ella.

—En estos últimos tiempos, cuando me miro en el espejo —contestó—, la cara de Crane me devuelve la mirada.

Lewis Crane estaba solo. Se hallaba de pie, con las manos detrás de la espalda, estudiando los petroglifos en relieve que había en las paredes de la ya agotada mina de oro. Los petroglifos, tallados hacía un siglo por convictos a los que se había sentenciado a trabajar ahí, representaban las penurias de una vida de castigo en las minas Aikawa. Hombres trabajando sin cesar, luchando, sufriendo, sin otra alternativa más que continuar o morir. No era muy diferente de la propia vida de él, pensaba Crane, con la única diferencia de que, en su caso, el castigo era autoimpuesto.

—Lamento interrumpir —la voz vigorosa y grave de Sumi Chan llegó a través del implante auditivo de Crane—, pero usted realmente tiene que obligarse a dejar la contemplación de cosas del pasado.

—Oh, ¿tengo que hacerlo ahora? —respondió Crane—. Ya tienes a la heterogénea horda organizada, ¿no?

—No es así en absoluto, pero sí los tengo reunidos y más que dispuestos a escucharlo.

—¿Escucharme… o crucificarme?

—Crane, esto va en serio. Va a suceder hoy, ¿no? —preguntó Sumi con ansiedad.

—No es éste el momento para que pierdas la calma… no ahora. Un espectáculo, eso es lo que dijiste, un espectáculo para juntar dinero para la fundación, para su obra.

Sumi Chan era uno de los más grandes aliados de Crane. En su carácter de directivo de la rama estadounidense del Servicio de Exploración Geológica Mundial, el pequeño joven había sido el paladín de las propuestas de Crane y había obtenido fondos para la fundación, a menudo con una velocidad que sorprendía y en las circunstancias más difíciles.

—Vamos a tener un espectáculo que tirará la casa abajo.

Sumi gimió.

—¿Pero la casa se vendrá abajo hoy?

—Ten fe y levanta el ánimo. Estamos en vísperas de hacer realidad un sueño. Pronto no habrá nadie que pueda pensar en terremotos sin, al mismo tiempo, pensar en mí.

—No como broma de la Historia, espero.

—Todos somos una broma de la Historia —musitó Crane—. ¿Vas a observar desde el suelo?

—Permaneceré en mi propio heli —dijo Sumi, aclarándose la garganta.

Crane rió.

—Tú me amas. Piensas que soy un genio, pero no confías en mí. —Se volvió y empezó a caminar por el estrecho pozo de la mina en dirección de la luz del día—. Algún día tendrás que tomar partido definitivo por algo.

—Consulté con mis ancestros, doctor Crane, y me aconsejaron hacer exactamente lo contrario. Estaré observando desde el aire. —Crane creyó oír que Sumi lanzaba una risita ahogada—. Además, tengo una importante póliza de seguro sobre su vida.

Al llegar a la boca de la caverna, Crane se detuvo en la oscura penumbra y miró el mar de cuerpos envueltos.

—¿Están listos para volverse famosos?

—Seré el primero en atribuirme el crédito por su éxito.

Ahora sí Sumi rió abiertamente y dejó que el sonido feneciera de a poco, antes de apagar la transmisión.

Crane se acomodó en la pose que adoptaba para los periodistas. La de un dictador bondadoso; después salió hacia la luz matinal bajándose las antiparras y levantándose la capucha. Metió la mano izquierda en el bolsillo de su mono blanco de paracaidista. Sólo tenía un treinta por ciento de capacidad de uso en ese brazo, y dejarlo colgando al costado podría producir impresión de debilidad.

Había gran cantidad de miembros de la prensa. Quizá se hallaban representadas cuarenta agencias noticiosas diferentes, cuarenta accesos al mundo… un mundo que quedaría asombrado y deslumbrado antes de que terminara ese día. Crane estaba a punto de salir, cuando divisó a Newcombe con una mujer a la que no reconoció en seguida. Probablemente era la especialista en imágenes que había contratado. La pareja se estaba abriendo paso entre el gentío. La mujer llegó a él primero.

—Señorita o señora King, ¿no? —preguntó Crane, extendiendo la mano para estrechar la mano enguantada de ella.

—¿Verdaderamente pasará hoy? —preguntó Lanie, haciendo a un lado las cortesías convencionales y revelando lo emocionada que estaba.

Crane levantó sus antiparras y parpadeó.

—De no ser así, estamos en un lío enorme. Bienvenida a nuestro equipo.

Newcombe se interpuso entre ellos, su nariz casi rozando la de su jefe.

—¿Por qué la trajo aquí?

—Para que trabaje para mí —dijo Crane—. Ahora…

—Ponía en el helicóptero del noticiario. No quiero que esté en tierra cuando se desplace la placa.

Con las antiparras de nuevo en su sitio, Crane dijo.

—Ella es parte del equipo, y comparte la vida del equipo.

Lanie sacudió el brazo de Newcombe:

—Dan…

—Entonces ella renuncia. Ella no es parte del equipo.

Crane sonrió.

—¿No confías en tus propios cálculos, Dan? —Sin aguardar la respuesta de Newcombe, preguntó—: ¿Renuncia usted, doctora King?

—¡Tenga la certeza de que no lo haré!

—Bravo —dijo Crane—. Fin de la discusión. —Señaló a Newcombe—. Sabes que no hay tiempo para reñir… ¿Puedes percibirlo?

Newcombe asintió con la cabeza, tensos los músculos de la mandíbula.

—Éste es el peor sitio para estar —dijo entre dientes.

—Así es —contestó Crane, indicando que daba por terminada la cuestión. Con rapidez dio un paso hacia adelante, enfrentando a la multitud.

—Los antiguos japoneses —dijo sin preámbulos al gran grupo de periodistas—, denominaban a los terremotos namazu. Namazu… significa un bagre gigante. El dios Kashima lo mantenía fuertemente retenido debajo de una poderosa roca dotada de poderes divinos llamada piedra angular. Cuando el dios relajaba la atención un instante o cuando, por cualquier otro motivo, aflojaba la retención, el namazu se sacudía en forma descontrolada: un terremoto. —Hizo una pausa, su expectante público ya estaba en estado de arrobamiento—. Por supuesto, había mucha gente que no adoptaba una actitud tan pasiva frente al desastre, por lo que empezaban a combatir contra el pez. Desgraciadamente, el namazu no sólo era poderoso en sí mismo, sino que tenía aliados, muy buenos aliados, parece ser, quienes acudían presurosos en su defensa. ¿A ustedes los sorprende enterarse de que los aliados del namazu eran los carpinteros y artesanos locales, todos aquéllos que obtenían beneficios con el terremoto? —Las expresivas cejas de Crane se arquearon por encima de las antiparras—. Lo que simplemente demuestra que las cosas no han cambiado demasiado en los últimos miles de años.

La carcajada de los reporteros se mezcló con el zumbido de muchísimas cámaras de cd. Crane se limitó a sonreír, hasta que su público volvió a quedar en atento silencio.

—Según sospecho, desde la primera vez que el hombre sintió a la tierra temblar bajo sus pies se efectuaron intentos para predecir los terremotos. Durante mucho tiempo coto reservado del hechicero y de Casandra, la predicción de los terremotos siguió teniendo poca prioridad para las mentes científicas de nuestros tiempos hasta aquel instante fatídico, cataclísmico de nuestra Historia.

Aun antes de que Crane pudiera pronunciar el nombre de ese aterrador suceso, el gentío dejó escapar la, ahora ritual, reacción cuando se lo mencionaba: un gemido largo y profundo, un vehemente mantra, y la última sílaba con sonido bien gutural: Aahh-hh-men.

—Sí —se atrevió Crane a proseguir—, la puesta en práctica de la Opción Masada determinó que las investigaciones sobre la predicción de terremotos, al igual que otras muchas cosas, se volvieran de importancia vital y desesperada. No obstante, hasta ahora no fue posible hacer predicciones precisas. Me presento ante ustedes para darle carácter oficial y firme a la predicción sobre la que estuve debatiendo aquí durante estas cuatro largas semanas. Antes de que termine este día, un sismo de magnitud oscilante entre el siete y el ocho de la escala de Richter habrá de destruir una parte importante de esta isla, así como toda la aldea de Aikawa.

Los reporteros graznaron como pavos. Crane los dejó reaccionar durante unos instantes, para después hacerlos callar con un movimiento de la mano.

—El cómo puedo hacer esta precisa predicción es un relato largo y complejo. Sólo algunos de sus aspectos esenciales podré compartir con ustedes, en tan poco tiempo. Mi principal asistente y apreciado colega, doctor Daniel Newcombe, no acaba de recordar que debo decirles que no estamos en un sitio seguro…

Otra vez hubo carcajadas, pero esta vez eran nerviosas. Algunas hasta tenían un dejo de histeria.

—Tenemos unos minutos, empero, antes de que debamos partir hacia el sitio seguro identificado por el doctor Newcombe. Emplearemos nuestro tiempo aquí para repasar algunas cosas. —Crane ya percibía temblores de muy escasa intensidad, pero sabía que ésa era una aptitud única en él—. Primero, observaremos el pozo del cual obtenían el agua los presos que trabajaron esta mina de oro hace más de cien años. Mientras nos desplazamos hacia él, el doctor Newcombe empezará a explicarles algo de aquello por lo que todos nos encontramos aquí hoy.

—La ciencia es investigación —dijo Newcombe. Crane advertía la autoridad que siempre impregnaba el discurso de ese hombre cuando tenía el control de la multitud—. Al estudiar el pasado aprendemos el futuro. Al conocer la geología de una región dada y al investigar los temblores pasados en un mismo terreno, pude desarrollar un sistema que denominé ecología sísmica, o eco-T, o sea, la manera que tiene el terremoto para hacer una nueva cartografía de cualquier ecosistema dado. He calculado en forma matemática los efectos de un sismo de magnitud siete de Richter, cuyo epicentro se halla en la fosa de subducción submarina de las Kuriles, a veinte kilómetros de esta isla, e hice el levantamiento cartográfico de una zona, en la llanura que está encima de nosotros, de la que creo que no se verá afectada por el terremoto. Cuando se produzca, todos deberemos estar ahí arriba, no aquí en el valle.

—Algunas de nuestras técnicas pueden ahora parecer magia —dijo Crane simplificando, siempre simplificando—, pero muchas son tan antiguas como la civilización. Hay cinco signos que predicen un terremoto, y que se evidencian en un pozo. Vengan a atisbar, por turno, mientras se los describo.

La gente formó fila, empujándose, para observar el pozo, el Sol se había elevado lo suficiente como para permitir que la luz penetrara en el pozo. Newcombe se acercó a Crane.

—Tenemos que hacer que esta gente salga de aquí de inmediato —dijo con voz estridente. Aferró el brazo sano de Crane—. Creo que acabo de sentir otro pretemblor.

—Así es —contestó Crane, sonriendo—, pero todavía nuestro pez gordo está esperando, todavía se está esforzando por soltarse. Unos minutos más aquí, y después los hacemos salir.

—Signo uno… aumento de la turbidez del agua —dijo Crane al murmurante entorno—. Luego, turbulencia… después burbujeo…

—¡El agua está haciendo eso! —dijo una mujer con voz áspera y aguda por la angustia.

Bien. Los tenía, pensó Crane. Después dijo.

—Cambios en el nivel del agua y, a título meramente informativo, el nivel es unos cuarenta y seis centímetros más bajo que el que medimos ayer. —Por último —dijo, tirando de la cuerda gruesa en cuyo extremo había una taza—, amargor en el agua.

Le alcanzó la taza a un hombre que portaba un casco con una cámara para imágenes tridimensionales, invitándolo a beber con un ademán. El hombre dio un sorbo vacilante, después experimentó una arcada y escupió.

—Amargor. —Crane bajó el tono de voz y dijo—: Hay un refrán que rige para la vida y los terremotos: «La rueda del molino tritura con lentitud, pero lo hace hasta que el grano queda reducido a un polvo extremadamente fino». La gigantesca rueda de la Madre Tierra y sus impresionantes movimientos hoy van a triturar esta isla… y no hay nada que el poder humano pueda hacer para impedirlo.

—¡Crane! —dijo Newcombe bruscamente—. ¡El cielo!

Todos miraron hacia arriba: el cielo matutino se estaba volviendo anaranjado rojizo, debido al aumento de actividad eléctrica del suelo. Estaba ocurriendo. Crane podía sentirlo pulsando a través de sí, haciéndolo vibrar como un instrumento musical. El mundo entero estaba cambiando para ellos.

—Amigos míos —dijo Crane—, deben seguirnos con prontitud hasta el campamento base. Es el único sitio en el que estarán a salvo. Los que estén con helicóptero quizá deseen observar esto desde el aire. Será… espectacular. ¡Vamos!

Corrió junto a Newcombe y King hacia el camión. Lanie se metió entre ellos, en el pequeño asiento rebatible.

—¡Dios, estamos escapando a duras penas! —dijo Newcombe.

Tocó el microteclado de control y el camión se puso en marcha con prontitud, seguido por otros vehículos que se apresuraban por huir en forma desordenada; el lodo volaba por doquier. Newcombe lanzó una mirada asesina a Lanie.

—Todavía te podemos conseguir un helicóptero.

—No se preocupe usted, doctor —dijo la joven sin dejar de mirarlo—, tengo plena confianza en sus cálculos.

—Es un buen drama —dijo Crane—, la gente corriendo para salvar la vida, corriendo hacia el único sitio seguro que existe para ellos y que nosotros les hemos brindado. Esto va a ser grandioso.

—¿Qué hay sobre los aldeanos? —preguntó Lanie—. ¿No les podemos advertir también?

—No he hecho otra cosa más que advertirles —dijo Crane, dándose vuelta para mirarla de frente, y sonriendo cuando vio que estaba ruborizada por la emoción—. Me echaron de Aikawa hace tres días, y me amenazaron con hacerme arrestar si volvía. No se puede evitar su destino.

—Debe de haber algo que podamos hacer.

Crane miró su reloj.

—Tenemos alrededor de ciento veinte segundos —dijo—, acepto cualquier sugerencia. Sorpréndanme con una idea.

Con la mente galopando, pero incapaz de presentar una sola sugerencia práctica, Lanie puso la mano sobre el hombro de Newcombe.

—¿Dan?

El camión subía coleando la ladera y eso demandó la atención de Newcombe. No obstante, al final pudo contestar.

—Estamos aquí para ver morir a esa gente —dijo con frialdad—, de modo que la Fundación Crane pueda obtener más dinero para investigación.

Lanie jadeó como si la hubieran golpeado y lanzó una rápida mirada a Crane, para ver su reacción. Parecía estar perfectamente calmado, indiferente al comentario.

—Tiene razón —dijo Crane.

Pero lo que no dijo, aunque se había dado cuenta en ese preciso instante, era el grado hasta el cual llegaba su fatalismo, revelado por la falta de él que tenía Newcombe. Era una cualidad, sospechaba Crane, que Newcombe nunca iba a desarrollar. Sin embargo, Crane sabía que existían grandes similitudes entre ellos. Si bien ambos percibían el horror, también sentían el júbilo de lo que estaba por acontecer… y esto último era tan repulsivo como paradójico.

El camión pasó a toda velocidad por el campamento, en dirección al Mar del Japón. El brazo izquierdo de Crane pulsaba como un corazón palpitante; en su mente se arremolinaron imágenes de edificios que se desplomaban, de gente atrapada, de tormentas de fuego. El dolor y la agitación amenazaban con avasallarlo, por lo que reunió todas las energías para combatir sus demonios, volver a aquietarlos, y tragar la espada de la duda en sí mismo.

Newcombe los llevó hasta unos seis metros del acantilado que remataba la planicie y caía a plomo hacia el mar que tenía abajo, y después detuvo el camión. Crane pudo oír un retumbo distante y supo que tenían apenas un minuto. Saltó del camión, la mente por completo concentrada y controlada, mientras otros vehículos se detenían con patinadas al lado de ellos. Una abigarrada masa humana ocupó la planicie.

Crane caminó con Newcombe y King hasta el borde del acantilado, y miró hacia abajo. Cien metros a sus pies, acurrucada entre el mar y la muralla de roca sobre la que estaban parados, se extendía la aldea de Aikawa. Varios centenares de edificios de madera, con coloridos techos rojos abrazaban la costa en forma de herradura con pintoresca tranquilidad. La pequeña flotilla de barcos pesqueros ya se había hecho al mar, sus tripulantes preguntándose, sin duda, por qué el cielo estaba anaranjado. Los aldeanos se estaban aproximando al último día de su vida, del mismo modo en que se habían aproximado a cada uno de los días que transcurrieron antes. Risas de niños, reales o imaginarias, llegaron hasta Crane.

—Crane sari.

Crane giró hacia el origen de la voz iracunda: Matsu Motiba, alcalde de Aikawa, impecablemente vestido con traje negro y corbata lisa en color plateado, estaba rodeado por hombres de uniforme.

—Buen día, alcalde Motiba —dijo Crane, mirando más allá de éste a las cien personas, o más, que tenía apiñadas detrás de él. Al tiempo que apretaba el icono para elevar el tono de la voz, dijo:

—Señoras y señores, como podrán apreciar, en la planicie se pintaron líneas amarillas. Para su propia protección, manténganse dentro de ellas. No puedo garantizar su seguridad si no lo hacen.

—Es hora de que esta charada llegue a su fin —dijo Motiba.

—Coincido totalmente, señor. Ya es hora.

—¿Cómo? —dijo el alcalde, de pronto sarcástico—. ¿No hay desesperados ruegos para que se haga la evacuación; no hay cuentos de terror para asustarnos?

—Es demasiado tarde —dijo Crane en tono solemne—. Ahora ya no hay nada que se pueda hacer por ustedes, salvo ayudar a los que sobrevivan.

El alcalde lanzó un profundo suspiro. Tomó una hoja de papel de un teniente vestido con uniforme blanco de desfile, en cuyos hombros llevaba un logotipo que rezaba Liang Int.

—Éste es un comunicado oficial urgente del gobierno de tierra firme. —Se lo alcanzó a Crane—. Usted ha de desmontar el campamento y abandonar la isla de inmediato. Sus credenciales y sus permisos fueron revocados.

Al tiempo que sacudía la cabeza con un gesto de abatimiento, Crane alzó la vista. Globos aerostáticos llenaban los cielos. Los helicópteros pasaban a toda velocidad alrededor de los globos y se zambullían como aves de presa para captar imágenes de la aldea. Por cierto que Crane podía entender lo que sentía el alcalde.

—¿Me escucha usted, Crane san? Debe irse ahora.

El papel flameaba en los inertes dedos de Crane, mientras dirigía la mirada hacia el mar. Los peces voladores, una de las características más famosas de Sado, saltaban de modo enloquecido arrojándose sobre la playa.

Crane miró rápidamente al alcalde.

—Lo lamento tanto, señor, gomen asai —murmuró—. El destino decretó que hoy usted sea uno de los sobrevivientes. Créame si le digo que eso no es una bendición.

Después miró más allá del alcalde y se dirigió a la multitud:

—Ahora puede ser que ya oigan el retumbar. Júntense lo más que puedan, porque tienen que mantenerse dentro de las líneas.

Después, Crane giró otra vez hacia Aikawa, el cuerpo tenso e inmóvil, toda su persona inmersa en una especie de estado extático. El ruido y la conmoción que lo rodeaban desaparecieron en el vacío del desolado silencio que llevaba en su interior. Incontables veces había caminado hasta el límite de su propia cordura, desafiando sus miedos y su ira, preguntándose cuándo habría de devorarlo el monstruo de la tierra. Odiaba lo que estaba ocurriendo, lo odiaba con una pasión que habría destrozado a la mayoría de los hombres.

Las trombas marinas comenzaron a centenares de metros de la costa. El océano subía y bajaba, lanzando al aire veinticuatro geiseres de más de quince metros de altura. Motiba, que había estado agarrando la manga de Crane, se detuvo y se quedó mirando con fijeza, paralizado. Las trombas se acercaron más a tierra, explotando fuera del agua, mientras los habitantes de Aikawa entendían, por fin, que Lewis Crane no era un demente, un engañabobos depravado, sino un profeta, una Casandra de los tiempos modernos, cuyas advertencias, neciamente, ciegamente y trágicamente, habían rehusado escuchar.

Los barcos que estaban en el muelle eran lanzados y arrancados de sus amarras para dar una vuelta de campana hacia las calles de la aldea. Otra mano apretaba a Crane, quien miró con rapidez hacia su izquierda. Elena King le estaba aferrando el brazo inválido; la cara de la joven era un compendio de conmocionada sorpresa. Crane no podía sentir la presión, aunque los dedos de ella se le hundían en la ropa y los nudillos estaban blancos por el esfuerzo.

Las trombas llegaron a tierra, el sonido retumbante se volvía cada vez más intenso, hasta que el rugido se convirtió en un resonante trueno que provenía del suelo. El mar era un torbellino que escupía arena bien en lo alto de ese cielo anaranjado. Entonces se descargó el terremoto.

El lecho del océano se hundió en la zona de subducción que está debajo de la placa eurásica; al hacerlo, arrastró consigo la superficie del suelo, volviendo a suministrar una cantidad enorme de la placa del Pacífico al horno de fundición que hay en el núcleo del planeta. Roca sólida, triturada hasta convertirse en polvo, se derrumbó sobre sí misma; enormes rasgaduras y roturas en la piel del planeta se agrandaron hasta convertirse en bocas que engullían bloques pétreos, gente, árboles, edificios y barcos que se pusieran al alcance de sus labios.

La planicie danzaba con violencia debajo de los observadores. Crane se aferraba a la esperanza de no haberse equivocado al depositar su fe en Newcombe para que hiciera el levantamiento cartográfico de las trayectorias de destrucción… y, con eso, del pequeño sitio seguro en el que ahora estaban parados. Allá abajo, los aldeanos que no quedaron aplastados ni atrapados dentro de sus casas, habían escapado a las calles. Sus alaridos se elevaban hasta unirse a los de la gente que miraba horrorizada junto a Crane. El alcalde gritaba de terror e impotencia. Y detrás de todos, el monte Kimpoku estaba en actividad, ascendiendo otros veinte metros, mientras que las antiguas minas que recién había visitado Crane se desplomaron, borrando para siempre los registros tallados por aquéllos que padecieron en ellas. Capas de roca volcánica se deslizaban hacia el mar, aullando contra la mañana. La isla Sado se estaba desintegrando alrededor de los observadores.

El movimiento de la tierra se convirtió en una salvaje rotación que lanzaba a la gente que Crane tenía en derredor contra la planicie de polvo compacto, mientras la aldea de abajo desaparecía bajo la roca fragmentada y un fino vaho de rocío oceánico. El hendimiento de la isla, la sexta más grande del Japón, fue estentóreo; el sonido de un animal moribundo bramando con furia y tristeza, hizo que aparezcan lágrimas en los ojos de Crane, quien recordaba… y recordaba… Y sabía que aún faltaba lo peor.

Sólo Lanie seguía de pie al lado de él, aferrada al brazo, la única señal del miedo final que aparece cuando se adquiere el conocimiento de la verdadera impotencia de la humanidad.

—Coraje —le susurró Crane a Lanie.

Y después cesó la maldición infernal. Noventa segundos después de haber comenzado, la tierra terminó de realinearse e imperó un silencio de muerte. Lentamente, la gente empezó a sacudirse el polvo, a ponerse de pie, a mirar en derredor presa del pavor y de la conmoción. Ahora, al cabo de un minuto y medio, la isla tenía la mitad de su tamaño anterior. Los puntos de referencia habían desaparecido o se habían desplazado. Nada era lo mismo. Nada sería lo mismo.

Como por milagro, abajo había sobrevivientes. También ellos se estaban sacudiendo el polvo y se ponían de pie. Equipos de emergencia empezaron a movilizarse, con agua dulce y abastecimientos médicos, para el viaje hacia lo que había sido Aikawa. Presa de un horror pasmante, Motiba contemplaba lo que quedaba de su vida; los anteojos le colgaban al costado de la cara. Los ojos, distantes, enfocados hacia el infinito.

—Debo…ir —dijo en voz baja— adonde está mi gente… Debo…

—No —dijo Crane—. Todavía no puede descender ahí.

El hombre no le hizo caso y corrió a través de la multitud.

—¡Deténganlo! —aulló Crane—. ¡Tráiganlo de vuelta! ¡Todos ustedes, mantengan sus posiciones, miren la costa!

Miraron: el Mar del Japón había retrocedido centenares de metros respecto de la isla, dejándola elevada y seca, un lecho marino lleno de peces que se retorcían y de barcos ahogados en lodo.

Dos socorristas de la Cruz Roja arrastraron a Motiba, quien forcejeaba, hasta dejarlo junto a Crane.

—¡Déjenme ir! —gritaba, ahora histérico—. ¿Por qué me retienen?

Con delicadeza, Crane le palmeó el tembloroso hombro, y después señaló el mar:

—Lo retenemos porque, si desciende, morirá. ¿Ve?

Desde varios kilómetros a la distancia, una montaña de agua avanzaba en forma veloz hacia la isla… corría presurosa para llenar el vacío que se produjo cuando los ascensos y descensos de la tierra la habían empujado hacia atrás.

Tsunami, señoras y señores —dijo Crane con calma, demasiado consciente de las cámaras y cuidándose mucho de no traicionar el horror que le estrangulaba el alma. Ahora había tiempo, nada más que unos minutos quizá, para hablar como si todo fuese normal—. Después de que amaine, bajaremos y buscaremos sobrevivientes. Confío en que ustedes, representantes de los medios de prensa, colaboren y den una mano.

Se volvió en el momento preciso para verlo a Newcombe pasando el brazo en torno de Elena King. Crane se quitó la mano de ella que aferraba su brazo muerto, y la entregó por completo a Newcombe.

—Hiciste un buen trabajo en el terreno, Dan. Tan sólo esperemos estar lo suficientemente alto.

—¿Cómo puedes estar tan sereno? —Las emociones de Newcombe estaban hechas trizas; su voz parecía el gruñido de un animal herido—. Es gente lo que hay ahí abajo… y esa gente está muriendo.

—Alguien tiene que conservarse calmo.

—¿Qué clase de remalditas pitonisas somos?

—Acostúmbrese a eso, doctor —dijo Crane—. Esto no es más que el principio.

—¿Pero, por qué?

Crane no le prestó atención y se volvió hacia Motiba. El hombre estaba completamente destruido, llorando en silencio. Lo tomó entre sus brazos, apretándolo con mucha fuerza.

—Tiene que ser fuerte, Motiba san —susurró.

—Déjeme morir con ellos —imploró el alcalde, mientras el agua golpeaba contra ellos, rugiendo.

—No —dijo Crane simplemente—, alguien debe vivir… para recordar.

Al tiempo que devoraba los alaridos de los sobrevivientes que estaban en la planicie, la tsunami los agredió a ellos primero… Después, el agua avanzando como una enorme bestia destructora desde todas partes, asestó su mazazo sobre la isla Sado y llegó más alto, trepando. La muralla de agua restalló sobre la tierra como una monstruosa mano de Dios. La gente que estaba en la planicie se dio vuelta al unísono y huyó como un rebaño lo más atrás que pudo, hasta que el agua se encrespó y barrió la cima a borbollones, alcanzándolos y arrojándolos al suelo desde lo alto. Las olas arrastraron pedazos de edificios rotos y de cuerpos, autos aplastados y árboles arrancados de cuajo. El agua, preñada con desechos de materia viva, se descargó sobre Crane. Unas tablas lo golpearon. Después del primer diluvio, el agua demostró tener poca profundidad. Crane se acurrucó en el suelo lodoso y tachonado de charcos, cubriéndose la cabeza con las manos: exactamente igual que como lo había hecho cuando tenía siete años.

Se encorvó ahí, temblando de miedo, hasta que el agua retrocedió por completo. Después se puso de pie para mirar, horrorizado, a los muertos diseminados sobre la planicie. Muchos de los de su propia partida habían sido heridos por los escombros que la marea había arrastrado sobre la isla. Y advirtió que los voluntarios de la Cruz Roja estaban atendiendo a los suyos primero.

Aunque la mayoría de la gente estaba aturdida, muchos de los camarógrafos ya se habían levantado y hacían video-grabaciones. Y fue entonces cuando Crane se dio cuenta de lo que él había logrado: le había dado el espectáculo al mundo. Todo lo que Sumi Chan le había advertido que necesitaría para conseguir la publicidad, los fondos, la aureola de autoridad que lo envolviera, para que Crane pudiera hacer el trabajo que constituía su vida. Y, en ese momento de gran tragedia, conoció el gran triunfo. «Oh, sí —pensó con cinismo—, el horror producía una publicidad sensacional, ¿y qué mejor horror que éste?».

Divisó a Burt Hill y le gritó para que se acerque.

—Organiza los equipos de socorro para que vayan abajo, a lo que queda de la aldea —ordenó—. Haz que trabajen en forma organizada.

—Sí, señor.

Se volvió para ver el borde del acantilado. Motiba estaba ahí, y se unió a él. El mar estaba liso como un cristal, anormalmente hermoso con los más intensos azules y verdes… Pero allá donde Aikawa había existido sólo se veía una playa vacía. Ni siquiera un bote o una choza que quebrara la continuidad de la prístina arena, que refulgía bajo la mortal luz del Sol.

—Lo siento —dijo Crane, en voz baja y ronca.

Motiba alzó la vista hacia él, las lágrimas describiendo meandros en sus mejillas.

—Sé que no debo culparlo a usted por esto —dijo—, pero lo hago.

Dicho eso giró y se alejó caminando, dejándolo a Crane absolutamente solo con sus demonios. Nadie se le acercó. Nadie extendió la mano ni le preguntó si él estaba bien. Para la gente que quedaba en la planicie, Crane era tan distante y tan intocable como los muertos que lo rodeaban. Pero estaban equivocados: los muertos, por lo menos, conocían la paz.