Desenmascarado
Gonko oyó parte del alboroto y supuso que otra persona podía encargarse de poner orden. Se estaba sacando de los bolsillos de los pantalones una serie de objetos que a continuación depositaba sobre la cama: una pistola Glock cargada, una hacheta arrojadiza, un dardo envenenado y un hacha. Había decidido que la función podía prescindir de un artista, de modo que Winston le había contado una bola por última vez. El rastro de hojas verdes no le había pasado inadvertido. Su primer impulso había sido destripar a Winston en el acto, pero se había contenido… Era mejor tomar esas decisiones después de haberlas meditado un poco. Winston había sido leal durante mucho tiempo, al menos en apariencia. Si todo lo demás hubiera sido de color de rosa, Gonko le habría dado una paliza y lo habría dejado vivir. Pero no era todo de color de rosa; de repente, sin venir a cuento, parecía que había estallado una guerra en el parque de atracciones.
Se había decidido por el hacha por motivos estéticos; le parecía que era completamente apropiado asesinar a un payaso con un hacha. La cogió, le dio una vuelta en el aire y asió el mango.
—Voy a echarte de menos, viejo amigo —musitó mientras comprobaba el filo con el dedo—, pero no mucho.
Salió al salón y estuvo a punto de soltar el hacha cuando descubrió lo que le esperaba allí. Tardó un momento en reconocer a Kurt, y solo lo delataron los jirones de la pajarita, que colgaban de la joroba. La bestia se vio obligada a agacharse para asomarse a través de la portezuela. Kurt se parecía más a un dinosaurio que a un hombre; la parte de arriba del rostro humano estaba embadurnada como si fuera un fragmento de una máscara de plástico rota en la coronilla de la bestia. Las piernas habían desgarrado el tejido de los pantalones al convertirse en musculosas columnas escamosas, las garras habían reventado los zapatos y se hundían profundamente en la hierba maltrecha. Su voz profunda y culta seguía siendo jovial; la mandíbula de tiburón se retorció dificultosamente para articular las palabras:
—Gonko… cuando vengo a visitarte… sueles hacer una bromita. ¿Te importa… hacerla ahora?
Gonko tragó saliva, parpadeó, se frotó los ojos y durante un momento se preguntó de qué estaba hablando Kurt. Por suerte, cayó en la cuenta. Volvió a tragar saliva y dijo:
—Ah, sí, me las arreglaré, jefe. No, gracias, no… no queremos nada.
La mandíbula se estremeció. Parecía que las notas de las carcajadas de Kurt se componían de dos voces, una más grave que la de un cocodrilo y otra que denotaba su veleidosa alegría de siempre, formando una armonía escalofriante:
—Ooh, jo, jo, joooo.
Gonko se enjugó el sudor de la frente y aferró con fuerza el mango del hacha, preguntándose si astillaría siquiera una de las escamas de Kurt si este lo atacaba. Lo dudaba.
—Gonko, tenemos problemas —anunció el monstruo.
—Ah, no me digas, jefe.
—Sí, Gonko. —Una lengua gruesa y púrpura asomó entre dos dientes (que ahora eran más bien colmillos de elefante) y colgó flácidamente, agitándose contra las infernales encías rojas—. Hay traidores en el espectáculo —anunció aquella horrible voz—, pero el espectáculo debe continuar. Lo comprendes, ¿verdad, Gonko?
Este contestó con un susurro grave.
—Sí, jefe. Me parece que sí.
—Había pensado que tal vez… George estaba detrás de ello —prosiguió Kurt Pilo, adelantándose dos pasos hacia Gonko. Este se contuvo para no echarse atrás y quedarse completamente quieto—. Por eso —dijo Kurt— no había intentado detener la infección hasta ahora. Pero ha sido mi hermano el que ha elaborado esta lista. —Kurt alzó una mano que semejaba otra mandíbula, hecha de huesos y escamas. Con ella aferraba una hoja de papel. Kurt atravesó a Gonko con la mirada desde lo alto—. Hay dos de tus hombres en esta lista. Es una lástima, Gonko. Tendremos que hablar de ello… después.
—Sí, jefe, lo que tú digas —dijo Gonko—. Estoy tan asombrado como tú.
Kurt habló muy lentamente.
—No creo que… estés tan asombrado. ¿Y tú?
—No, jefe —susurró Gonko.
—Hmmmm. Pues venga, Gonko. Tenemos trabajo que hacer.
Jamie estaba sentado en su habitación, separado de las pesadillas por apenas una puerta, esperando a que todo terminara. Había oído que algo entraba en el salón, había atisbado en qué se había convertido Kurt Pilo y había vuelto corriendo para sentarse en la cama en posición fetal, temblando. Ya no esperaba sobrevivir a aquella noche; Kurt sabía que estaba implicado, lo había visto mientras rescataba al sacerdote, lo acompañaba a la tabla de madera suelta de la cerca y le indicaba el lugar más seguro al otro lado, diciéndole que volviera cuando hubiera pasado el peligro… Ja, cuando hubiera pasado el peligro. ¿Que cómo sabía que Kurt había visto todo aquello? No lo sabía. La lógica se había tomado unas merecidas vacaciones de su mente y una extenuación incapacitante había ocupado su lugar. Ya no estaba seguro de que importase si moría antes de que acabara la noche, pues eso significaría descansar.
Acudió a su mente el recuerdo de aquel angosto sendero, el modo en que el sacerdote lo había recorrido dando tumbos, negándose a mirar el abismo a su derecha. En aquel momento Jamie había pensado que le iría mejor cayéndose que quedándose para soportar lo que Kurt le hubiera reservado. Cayéndose o saltando. Saltando. ¿Sabes?, se dijo, es probable que esa sea una excelente idea. Probablemente sea la elección lógica en este momento. Tengo el presentimiento de que ya he visto suficiente. No obstante, se quedó sentado un poco más. Oyó el profundo rugido volcánico de Kurt Pilo desenmascarado en el parque de atracciones.
Jamie se puso en pie y atravesó tranquilamente el salón con paso firme y el pulso acompasado. Suponía que sería una especie de victoria si conseguía llegar al borde antes de que lo encontrasen. Si no… Bueno, qué importaba.
El rastro de cadáveres estaba aumentando rápidamente. Gonko se había propuesto asesinar con el mayor entusiasmo posible porque el jefe no le quitaba la vista de encima. El jefe estaba buscando traidores en todas partes y los estaba encontrando. Los acróbatas yacían como despojos ensangrentados. Kurt le había repetido que el espectáculo debía continuar antes de desgarrarlos como si fueran muñecas chillonas. Si el día anterior le hubieran dicho que Kurt y él iban a masacrar a los acróbatas, Gonko habría pensado que aquello era demasiado bueno para ser cierto, pero había algo que no marchaba bien. El espectáculo no iba a continuar. Aquello parecía la última llamada a escena y Gonko no podía hacer otra cosa que quedarse sentado esperando que a Kurt se le pasara el «mal humor».
Kurt se dirigió a la carpa de la parada de los monstruos mientras Gonko le pisaba los talones. Niñopez los estaba esperando en la portezuela. Parecía tan minúsculo como imponente Kurt, cuyos contornos afilados relucían por la humedad y el rojo. Niñopez permanecía quieto, con los brazos cruzados, y de algún modo le estaba devolviendo la mirada a Kurt. Sus agallas se agitaron una vez. Gonko, que estaba detrás de Kurt, lo miraba incrédulo, indicándole que se apartara, que dejara de bloquear la entrada… ¿Por qué demonios estaba fulminando a Kurt con la mirada?
Los restantes especímenes, a espaldas de Niñopez, los observaban en silencio desde sus jaulas de cristal.
—Sí que has tardado —comentó Niñopez, sin mirar siquiera a Gonko—. Hace mucho tiempo que esperábamos esto. Nos habríamos suicidado si no hubiéramos pensado que había una posibilidad de llevarte con nosotros.
Gonko se quedó boquiabierto. ¿De qué cojones estaba hablando Niñopez?
Kurt emitió un quedo:
—Oh, jo, jooo…
—Niñopez, ¿qué…? —empezó Gonko, pero no fue necesario que terminase. Kurt se abatió sobre él. Acabó en un segundo.
—¿Lo ves, Gonko? —dijo Kurt, volviéndose hacia él, mientras cataratas de sangre se derramaban entre sus dientes y sobre sus mejillas—. Traidores. En todas partes. Acaba con ellos, Gonko.
Gonko obedeció. Al cabo de unos minutos no quedaban monstruos en el espectáculo. Yeti había forcejeado fieramente con Kurt, le había mordido las garras y había conseguido arrancarle un dedo, pero Kurt se había limitado a jugar un rato con él antes de aplastarlo con un breve apretón.
—Al callejón de las casetas —dijo Kurt, a quien estaba empezando a costarle mucho hablar—. Los demás de la lista… deben de estar escondidos allí… El espectáculo debe continuar, Gonko.
—Supongo que tienes razón —dijo Gonko, que se quedó petrificado cuando Kurt inclinó la cabeza hacia el cielo y aulló. El sonido le transmitió un escalofrío por la columna vertebral. En el aliento de Kurt podía oler el hedor rancio de la tierra pantanosa, de los antiguos campos de batalla de guerreros escamosos que habían vivido mucho antes de la era del hombre. El monstruo se alejó a la carrera, sacudiendo el suelo con sus pisadas estruendosas.
Al parecer, la ayuda de Gonko ya no era necesaria. Se quedó quieto, observando los despojos de la parada de los monstruos, preguntándose si acaso había estado soñando cuando el día anterior le había parecido un día cualquiera. Había llegado el momento de tomarse unas pequeñas vacaciones, se dijo. El momento de reunir a los miembros de su equipo y salir pitando del parque.
J. J. se puso en pie y se sacudió el polvo.
—Vaya, las cosas se están poniendo feas —comentó mientras se inclinaba para ayudar a Rufshod a levantarse—. Gracias. Te debo una.
—Dale las gracias a Gonko, ha sido idea suya —repuso Rufshod—. Hace horas que te estaba buscando. —Ladeó la oreja, escuchando los gritos de las ratas feriantes a los que se estaba cargando el que se los estuviera cargando, dejó caer el bote de maquillaje y el espejo de mano y salió corriendo hacia la carpa de los payasos—. Vamos —dijo por encima del hombro. J. J. lo siguió por una ruta desconocida que salía del callejón de las casetas.
—¡Ooooh, jo, jo, jo! —bramó algo.
Se parecía vagamente a… Era Kurt, tenía que serlo. J. J. se detuvo sobre sus pasos, preguntándose si debía marcharse o quedarse a ver el espectáculo. Había esperado aquello desde la primera vez que había visto al grandullón.
Entonces lo recordó todo; en aquella ocasión Jamie no había tenido tiempo de borrar los recuerdos de su mente antes de que Rufshod lo sorprendiera. J. J. ojeó rápidamente los archivos ocultos (vaya, mira por dónde, reuniones secretas, una conspiración) y tuvo que admitir que no culpaba al muchacho por habérselo ocultado todo. Jamie era un enemigo del espectáculo y J. J. era culpable por asociación. Aunque no fuera culpa suya, J. J. era un malhechor.
—¡Maldito hijo de puta! —vociferó.
—¿J. J.? —dijo alguien.
Se volvió y vio a Gonko, que se encontraba con Rufshod. Gonko estaba embadurnado de una gruesa capa de sangre.
—Yo no he sido, jefe, te lo juro. Jamie me tendió una trampa —dijo J. J.
—¿Sigues siendo un payaso? Pues entonces me importa un comino —repuso Gonko—. Nos vamos. Los payasos nos largamos de aquí. Encontraremos un nuevo hogar hasta que se calmen las cosas.
—¿Nos vamos? ¿Adónde?
—No lo sé. Encontraremos una comuna hippie o fundaremos una secta religiosa. Venga, vamos a la caravana de Georgie a por unos pases. Tú, yo, Ruf y Winston. Lo pasado, pasado está, ya que de repente andamos escasos de personal. Parece que al fin han matado a Gosh y Doops. Supongo que volverán, pero la muerte los mantendrá ocupados una temporada. Por lo menos esta noche. Vamos.
—¡Vale! —exclamó J. J.—. ¡Voy! —Se acercó a Gonko dando brincos—. No estarás enfadado por todo eso, ¿verdad, jefe? Lo de la conspiración para que pasara todo esto, ¿verdad?
Gonko lo miró con los ojos entrecerrados.
—No creo que seas tan astuto como para haber planeado la pequeña pataleta de Kurt.
—Cierto —asintió enfáticamente—, eso era lo último que queríamos.
Desde el otro lado del parque se escuchó un rugido que pareció sacudir el suelo. A continuación el sonido de algo enorme, posiblemente una casa, al ser aplastado.
—Dios, qué cabreado está —musitó Gonko.
—¿Quién ha tomado… el nombre de Dios… en vano? —La voz de Kurt resonó como el trueno por el parque de atracciones.
—Joder, viene para acá —dijo Gonko—. ¡Daos prisa!
Gonko, Rufshod y J. J. salieron corriendo hacia la caravana de George. Inmediatamente se toparon con alguien que se interponía en su camino. Las túnicas y el turbante de Mugabo ondeaban a causa de las azuladas ondas eléctricas. A J. J. se le puso el vello de punta y el olor del ozono impregnó el aire.
—¡Mugabo! —exclamó alegremente Gonko—. ¿Cómo estás, hombre?
A modo de respuesta Mugabo pareció aumentar de tamaño, arqueando las manos por encima de la cabeza, con los dedos separados.
—El hombre blanco ha traído la plaga —gruñó.
—Vaya, estupendo —musitó Gonko, metiéndose ambas manos en los bolsillos—. Mugabo, colega, que no se te ocurran ideas solo porque me freíste el otro…
Mugabo bajó rápidamente las manos y dos bolas de fuego blanco surcaron el aire. Gonko saltó hacia un lado, efectuó una voltereta y se puso en pie; para entonces había conseguido de algún modo sacarse un fino extintor de incendios del bolsillo. Dio dos saltos hacia delante y pulverizó de arriba abajo al mago con espuma. Mugabo se tambaleó a ciegas, farfullando. Gonko le arrojó el extintor, que le impactó de lleno en la cara con un golpe metálico y hueco. Mugabo se desplomó y su contrincante le propinó una patada al pasar. Llegaron a la caravana de George, y Gonko se detuvo, formando un corro con los payasos.
—Ahora le decimos a Georgie que nos dé los pases y si no los escupe, nos lo cargamos. Que yo sepa Georgie no tiene otras armas que un apellido y muchas ínfulas. ¿Entendéis la historia?
Rufshod y J. J. asintieron. Gonko le dio una patada a la puerta de la caravana, pero no obtuvo respuesta. Se encogió de hombros, forzó la puerta y los payasos entraron a la carga. Gonko tiró de los cajones del escritorio y rebuscó en ellos hasta que dio con los pases. En el preciso momento en que los estaba repartiendo y les decía «vamos», la puerta de la caravana se cerró violentamente. Gonko fue hacia ella y la empujó con el hombro. No cedió. Le dio una patada y después otra. Pero tampoco cedió.
—Vaya, esto es nuevo —comentó.
—¡Tengo miedo! —exclamó J. J., que solo estaba fingiendo a medias.
—Nos estamos moviendo —dijo Rufshod—. Mirad… —Arrancó las cortinas de la ventana lateral. El paisaje se estaba arrastrando lentamente al otro lado. La caravana se estremeció.
—Por las bragas de Cleopatra, ¿qué está pasando? —chilló Gonko.
Lo que estaba pasando, por las bragas de Cleopatra, era que George Pilo estaba empleando todas las armas que tenía: la astucia de una rata, en todo caso. A Kurt lo había embelesado tanto el sacerdote que le habían regalado por su cumpleaños que no se había asegurado de que dejaran el crucifijo de secuoya ante su caravana. George se había percatado de ello, consciente de que probablemente era la única barricada lo suficientemente sólida para encerrar al prisionero que tenía en mente: Kurt. Sin embargo, estaba encantado de haber atrapado a los payasos, que tampoco saldrían vivos de aquello si George podía evitarlo. Les había indicado a los leñadores que atrancaran la puerta con el crucifijo insertándolo en las pesadas anillas de hierro que habían soldado recientemente a las esquinas de la fachada de la caravana, una trampa que había planeado para su siguiente intento de asesinato. Ahora estaba arrastrando poco a poco la caravana con un cochecito de niño que había enganchado a ella. Oía a los payasos que aporreaban y chillaban dentro, y sonreía, saboreando una de las escasas victorias amargas de su existencia. Bien podía haber otras reservadas, pero primero tenía que llevar a los payasos a la casa de la risa.
J. J. estaba llorando a moco tendido en la caravana, retomando el contacto con el cobarde que llevaba dentro. Había sido el ángel de la muerte durante un corto espacio de tiempo, asesinando a feriantes dormidos, pero ahora que el peligro lo había mirado de soslayo se estaba sonando la nariz con las cortinas, gimiendo como un cachorrito. En cambio Rufshod parecía completamente confiado, mirando despreocupadamente por la ventana y haciendo comentarios sobre el rastro de cadáveres que iban dejando atrás.
—¡Oye, a ese lo conozco! Es el feriante que me vendió el reloj que no funcionaba. ¡Ahora está bien jodido! Mirad, le han partido la cabeza en tres trozos.
Gonko se estaba sacando de los bolsillos toda clase de cosas para abrir la puerta (cizallas, dinamita y llaves maestras), pero parecía que ninguna funcionaba.
—¡Maldita sea! —gruñó después de intentar forzar la puerta con una tarjeta de crédito—. A veces me parece que estos pantalones tienen sentido del humor. —Forcejeó denodadamente con el picaporte, se detuvo y exhaló un suspiro—. En fin, chicos, supongo que el que nos ha atrapado es George, y nos tiene bien cogidos. Si salimos de esta caravana tenéis mi permiso para hacerle todo el daño que queráis. J. J., a lo mejor puedes tirarle lágrimas y mocos. Es estupendo tenerte a mano en una crisis.
—Lo siento —lloriqueó J. J.
—He visto a cadáveres que oponían más resistencia que tú. Eres patético de cojones.
—¡Déjame en paz! —aulló J. J.
La caravana se detuvo al chocar violentamente contra algo y derribó a los payasos. Gonko se agazapó.
—Preparaos —ordenó—. En cuanto se abra la puerta.
Oyeron a George Pilo vociferando órdenes en el exterior. Algo pesado impactó contra la puerta una vez y el suelo se inclinó con un ominoso crujido. Estaban levantando la parte de atrás de la caravana para que se inclinara hacia delante. El escritorio resbaló por el suelo junto con un archivador y una cómoda. Los payasos se apartaron de un brinco cuando los muebles se estrellaron contra la puerta. De repente todo quedó en silencio. Gonko frunció el ceño, se encaramó a los muebles apilados y se inclinó hacia la puerta, escuchando con atención. La empujó tentativamente y se echó hacia atrás cuando se abrió.
—¿Qué…? —murmuró—. Ay, me cago en Dios. Estamos en la casa de la risa.
George había hecho que inclinasen la caravana en un ángulo de cuarenta y cinco grados en un intento de echarlos. Ante ellos, como unas fauces, se hallaba la herida abierta que la explosión había producido en la casa de la risa. Más abajo estaban las entrañas de la feria. El sótano de la casa de la risa era una caverna con paredes de piedra, excavada a tres metros por debajo del suelo. En el centro había un foso, la boca de un largo túnel que se perdía de vista. Un fulgor anaranjado irradiaba de las profundidades, de donde emanaba un hedor semejante al de la goma ardiendo y la carne asada.
J. J. echó un vistazo por la puerta de la caravana y profirió un grito.
—Ay, no, no, no quiero, por favor, no me obliguéis a bajar ahí, por favor…
—Ahora te pareces a Doops —comentó Gonko, asqueado—, solo que él habría presentado… —Se interrumpió cuando volvieron a zarandear la caravana bajo sus pies—. ¡Oi! —exclamó.
—Callaos los de ahí dentro —espetó George a escasa distancia; su tono denotaba un júbilo intenso y puro—. Seguís siendo empleados. Haced lo que os digan. Saltad. Fuera de mi caravana.
—Que te follen —lo imprecó Gonko. La caravana volvió a estremecerse. Gonko escuchó atentamente—. Leñadores —dijo—. Están intentando echarnos. —Metió las manos en los bolsillos de los pantalones y sacó una pistola que le arrojó a Rufshod—. Cárgatelos —le ordenó.
Rufshod apuntó a la parte de atrás de la caravana y efectuó dos disparos, haciendo sendos agujeritos en la pared. George vociferó una orden al otro lado y zarandearon la caravana más violentamente que nunca. Los tres payasos perdieron el equilibrio; la pistola salió volando de las manos de Rufshod, se precipitó por la puerta y se estrelló con estrépito contra el suelo de piedra del sótano de la casa de la risa, errando apenas el foso refulgente.
—Maldita sea —musitó Gonko, que cambió de estrategia a continuación—. ¿A qué viene esto, George? ¿Qué es lo que quieres de nosotros?
—Quiero que os calléis y muráis —contestó alegremente George.
Gonko tembló de ira. Se concedió un instante para sobreponerse y habló tranquilamente.
—No, en serio, George. ¿Esto tiene algo que ver con Kurt? ¿Por qué no nos dejas participar en la broma? A lo mejor podemos ayudarte.
—Lo que podéis hacer es meteros en la casa de la risa —replicó George con petulancia—. Llevaos a ese traidor de J. Kurt vendrá enseguida.
Gonko frunció el ceño y pensó deprisa.
—Aah —les susurró a los otros dos—, quiere meter a Kurt en el sótano. Pero ¿para qué demonios? —Se interrumpió antes de dirigirse a George—. ¿J. J. es el único de nosotros que quieres ahí abajo?
—¡No! —gritó J. J.—. ¡Por favor!
—Cállate —dijo Gonko—, solo estoy tanteando las aguas. Confía en mí. ¿Qué te parece, George? ¿Solo J. J.?
George los ignoró y siguiendo vociferando órdenes a los leñadores. La caravana volvió a estremecerse y se inclinó en un ángulo más acusado. El archivador cayó a través de la puerta abierta y le faltó medio metro para llevarse consigo a Gonko. Se precipitó con estruendo al foso de abajo hasta perderse de vista en el túnel. Mientras descendía, una explosión de fuego anaranjado salió disparada del hueco de foso y floreció como un minúsculo hongo nuclear. En el fuego había formas que bailaban, formas negras y tenebrosas como murciélagos aleteando.
Gonko miró a J. J. con el ceño fruncido.
—Hijo de puta, si no dejas de llorar…
J. J. dejó de llorar, en efecto; algo le había llamado la atención. Se encontraba justo debajo de un pequeño armario de madera empotrado en la pared. No sabía por qué había atraído su atención ni por qué le infundía una sensación de tenue esperanza. Apoyó el pie en el escritorio que estaba en la entrada, ignorando la caída que lo aguardaba si sus zapatos resbalaban, y alargó la mano hacia el picaporte del armario. Gonko dirigió su atención a George.
—Vamos, he sido un buen empleado, he hecho mi trabajo sin quejarme. ¿A qué viene sacrificar a los payasos?
—¡Ja! —fue la respuesta de George.
A lo lejos se oyó otro sonido, un estruendo distante que se aproximaba. Kurt estaba en camino. George vociferó una furiosa orden a los leñadores, que volvieron a zarandear la caravana.
J. J. alcanzó el armario. Estaba cerrado con llave.
—Oye, Gonks…
—No quiero oírlo, J. J., cierra la boca —le espetó Gonko.
J. J. se disponía a pedirle algo para abrir el armario cuando vio sobre el escritorio la llave maestra que Gonko se había sacado del bolsillo. Se agachó tratando de alcanzarla y, cuando la caravana tembló de nuevo, la llave salió volando hasta su mano. La caravana se quedó quieta un momento antes de sufrir otra violenta sacudida; J. J. y Gonko mantuvieron el equilibrio, pero Rufshod resbaló por la entrada, manoteando en busca de un asidero, y se precipitó hacia la casa de la risa. J. J. lo observó fascinado mientras se desplomaba como una muñeca de trapo, errando el foso y aterrizando de lleno de espaldas junto a este sobre algo que semejaba un altar sacrificial, donde se retorció de agonía y de placer. Gonko hizo una mueca.
—¿Has oído eso, George? —chilló—. J. J. acaba de caer. Ya está ahí abajo. Vamos, deja la caravana. Has pillado al traidor.
—He pillado a uno de ellos —repuso George.
En ese punto Gonko pareció perder lo que le quedaba de calma.
—¡Cabrón! Si salgo de esta, George, voy a matarte muy despacio. ¿Está claro? Capullo mocoso, hace años que espero la oportunidad. Voy a tardar años en matarte, ¿me has oído?
—Acabas de cagarla. Estaba a punto de negociar —dijo George.
—¡Y una mierda! Eres un enano muerto, Georgie, no me extraña que tu padre no confiara en ti para dirigir el espectáculo. Eras un capullo llorón y lo sigues siendo. Cada vez que intentabas matar a Kurt yo estaba allí para contarle tu plan. Era demasiado divertido verte haciendo pucheros, a punto de llorar.
—¡Ja! ¿Qué estás haciendo tú en este momento, Gonko?
Entretanto las pisadas sordas de Kurt se estaban acercando. J. J. introdujo la llave maestra en la cerradura del armario. Giró la llave y la puertecita de madera se abrió. Se puso de puntillas y vio montones de bolsas de terciopelo, que se derramaron del armario y se precipitaron por la puerta de la caravana. J. J. aferró una de las más grandes mientras caía, buscando frenéticamente a su alrededor algo en lo que echar el polvo. Gonko volvió la cabeza y exclamó:
—¿Qué…? ¡El alijo de George! Hay que joderse, qué poco ha faltado. J. J., tírame una.
—Necesito un cuenco —replicó J. J.— y un mechero.
—Vale, vale, prepárame una ración. —Gonko sacó un cuenco y un mechero de sus bolsillos—. Yo mantendré interesado a George. ¡Oye, Georgie! ¿Recuerdas que en el cuarenta y cuatro alguien mató a tu loro? ¿Cómo se llamaba?, ¿Reynold? Ya sabes, el único amigo que has tenido. Fui yo, George. Me lo follé hasta la muerte y después se lo serví a Goshy.
—¡Cuando llegues al infierno puedes decirle hola a ese pequeño cabrón! —chilló con estridencia George. Gonko le había tocado una fibra sensible al fin.
Balanceándose peligrosamente sobre el escritorio, J. J. sostuvo la llama bajo el cuenco el tiempo suficiente para que se derritieran los granos de tres bolsitas. Gonko alargó las manos para asir el cuenco.
—Date prisa, J. J., por amor de Dios.
Un nuevo rugido hendió el aire:
—¡El nombre de Dios… en vano! —Kurt estaba cerca; Kurt estaba allí. No había tiempo que perder. J. J. le alargó el cuenco a Gonko… y después lo retiró.
Espera un segundo, pensó. No había tiempo que perder, sobre todo siendo el señor «Buen chico», el señor Camarada, el señor «Noble dispuesto a salvar a los demás a su costa». ¿Acaso eso había formado parte del repertorio de J. J. alguna vez? No señor, creía que no. Ni tampoco el señor «Aquí tienes, Gonko, tú primero».
Sin decirle una palabra de disculpa, engulló el líquido.
Gonko lo miró boquiabierto.
—¡J. J.! ¿Qué demonios estás…?
—Quiero salir de aquí —susurró J. J., cerrando los ojos—. De este atolladero. Quiero salir de la caravana ahora mismo. Por favor, por favor, por favor.
J. J. abrió los ojos y miró a su alrededor; la caravana soportó otro golpe. No había pasado nada. Contempló horrorizado a Gonko, que estaba meneando la cabeza y echando chispas por los ojos.
—Ahora sí que la has hecho buena, estúpido hijo de puta. Ahora sí que la has hecho buena…
La caravana recibió otro zarandeo brusco y poderoso, como si se hubiese estrellado contra ella un camión. Kurt había embestido contra la parte trasera y los dos payasos cayeron al sótano de la casa de la risa. J. J. había obtenido su deseo.
Jamie lo presenció todo. Volvió en sí como si un terremoto lo hubiera despertado bruscamente. Estaba tendido en la hierba a treinta metros de la casa de la risa, desde donde tenía una vista perfecta del perfil de Kurt, que ahora era enorme, arrojándose de cabeza contra la caravana para la segunda carga. La parte de atrás se hundió por completo, arrugándose como una lata de hojalata. Cuando la caravana dio una sacudida Jamie vio que Gonko se precipitaba a la casa de la risa acompañado de otra persona. Alguien que se parecía mucho a él.
Jamie se dio palmadas en los brazos y en el pecho para cerciorarse de que realmente se encontraba allí, ileso y de una pieza. No sabía cómo, pero así era. Estaba ataviado con un traje de payaso de pies a cabeza, aunque cuando se dio palmadas en la cara no sintió el maquillaje, solo el sudor y la piel.
¿Cómo?, le gritó su mente, pero ya habría tiempo para eso más adelante. Se levantó y echó a correr.
Kurt destruyó completamente la caravana de su hermano y la arrojó a un lado con un brusco movimiento de los brazos. La caravana dio vueltas por el aire y aterrizó con estrépito sobre los leñadores, que estaban disfrutando de un merecido descanso junto al lugar de descanso de Slimmy, el enano fumador. Demasiado exhaustos para apartarse, apenas tuvieron tiempo para dirigirse unos a otros una mirada de exasperación mientras se desplomaba la caravana.
Entretanto, Kurt estaba asomado al sótano de la casa de la risa. Respiraba con bocanadas ásperas y entrecortadas, como un dragón. Estaba empapado de la escamosa cabeza a las garras de los pies, como si lo hubiera sorprendido una tormenta de sangre. George Pilo observó atentamente a su hermano desde el otro lado de un montón de troncos talados. Salió de detrás del montón de madera corriendo un riesgo calculado, aunque grande.
—¡Oye, Kurt! —exclamó.
Kurt volvió la cabeza, mirando de soslayo a su hermano con los ojos entrecerrados.
—Ten cuidado —le aconsejó George con una sinceridad perfectamente fingida—. Los pantalones de Gonko… son peligrosos.
Los labios de Kurt se contrajeron y sus colmillos relucieron.
—Gracias, hermanito.
—No hay problema. Atrapa a los traidores, Kurt. Ah, mira… a lo mejor quieres coger eso. Para defenderte, ya sabes. —George señaló el gran crucifijo de madera, que yacía en el suelo en las inmediaciones.
Si el rostro de Kurt hubiera podido manifestar expresiones humanas se habría encendido de placer.
—Vaya, qué bonito —gruñó, y alargó las manos para cogerlo, acunándolo en sus brazos—. Es apropiado, ¿verdad?
—Sí, Kurt —asintió George, mientras volvía a agacharse detrás del montón de madera—. Es apropiado para los traidores. Ve a por ellos.
Kurt se volvió de nuevo hacia la casa de la risa y se arrojó al sótano; aquella mole suspendida en el aire era una visión tan ominosa como la de un puente derrumbándose o la de un coche arrastrado por vientos huracanados. Y se acabó la partida. Jaque mate. George Pilo fue corriendo a la casa de la risa con los ojos encendidos por el triunfo. A los de ahí abajo no les gustaban los crucifijos, no les gustaban nada de nada.
Kurt Pilo era el cachorro más pequeño de la camada en comparación con lo que acechaba al término de aquel túnel llameante, pero en su forma bestial el pensamiento racional estaba casi fuera de su alcance. Llevar un crucifijo en semejante compañía era una imperdonable violación de la etiqueta, pero creía que los rugidos que brotaban del fondo eran de camaradería, que lo estaban alentando para que siguiera adelante. Los supervivientes que oyeron esos rugidos por todo el parque de atracciones encontrarían sus pesadillas teñidas para siempre por ellos.
Con tres golpes Kurt machacó a Rufshod hasta matarlo y a continuación se volvió hacia Gonko. Aunque este luchó con ferocidad, no llevaba nada en los bolsillos que pudiera hacer frente a Kurt desenmascarado, y ni siquiera pudo magullar a la bestia antes de que Kurt lo arrojara violentamente contra la pared, dejándolo inconsciente, y se volviera hacia J. J., que murió de rodillas, suplicando compasión.
Kurt soltó el crucifijo y alargó las manos hacia el cuerpo de Gonko, metiéndoselo debajo del brazo y acariciando con ternura la cabeza del jefe de los payasos, musitando suavemente recriminaciones que se perdieron en el gruñido primordial de su garganta. El crucifijo cayó por la boca del foso, inflamándose durante el descenso, dando vueltas y rebotando contra las paredes del túnel.
Exultante como estaba, Kurt, la espada del infierno, no advirtió nada extraño ni siquiera cuando las llamas salieron rugiendo del foso y unos brazos formidables y tenebrosos lo levantaron para llevárselo consigo. Cayó entre los de su propia especie, desenmascarado para siempre, con Gonko inconsciente en sus brazos.