Se cuecen los problemas
Alrededor del mediodía los payasos se dirigieron a la carpa del escenario para celebrar el cumpleaños de Kurt. J. J. iba dando brincos, pues se alegraba de haber solucionado un tanto las cosas con su contrapartida; Jamie se había maquillado a primera hora de la mañana, de modo que al parecer se habían terminado las tonterías. Si las cosas seguían siendo así, a lo mejor J. J. dejaba de ser tan duro con él… Al principio aquel gallina no había entendido del todo a quién se estaba enfrentando, pero había aprendido la lección. Más le valía.
Los payasos fueron los últimos en llegar a la carpa del escenario, aparte del propio Kurt. Gonko y Rufshod dejaron en el suelo a su lado la bolsa de cadáveres que se debatía débilmente. Kurt había fingido que no había concertado aquella reunión, encomendando a los gitanos que lo hicieran en su lugar. Cuando entró con un portapapeles en la mano, como si estuviera efectuando una inspección de mantenimiento rutinaria, aparentó sorpresa. Todos los presentes habían presenciado aquello en numerosas ocasiones anteriormente; tal como les habían ordenado, exclamaron a coro: «¡Sorpresa!». Kurt se ruborizó, se llevó las pezuñas a las mejillas con fingida turbación y exclamó «¡esto es demasiado!» y «¡ah, mira que sois!», haciendo ademanes de «¡anda ya!» en el aire con la muñeca rígida. Se detuvo justo delante del escenario y miró a todos con expectación.
Los recientes actos de vandalismo habían ensombrecido la competencia por los regalos, que no había sido tan intensa como otros años. Los acróbatas habían adoptado una postura conservadora y le dieron una bolsa de plástico llena de dientes, el mismo regalo que le habían hecho cuatro años antes, ganándose inmunidad diplomática en todas las disputas en las que se habían involucrado en aquella época. En aquel entonces los acróbatas estaban enfrentados al tragasables, puesto que compartían una carpa. Los acróbatas triunfaron y el tragasables se vio relegado a la carpa de Mugabo hasta que, en el transcurso de una discusión literalmente acalorada, Mugabo lo convirtió en carne asada. Pero aquello había quedado en el pasado y los acróbatas dieron muestras de presentir que en aquella ocasión se habían visto superados. Las miradas que dirigieron a los payasos, que estaban sentados con aire petulante junto a la palpitante bolsa de cadáveres, eran abiertamente homicidas.
Los acróbatas le entregaron los dientes a Kurt primero y este se mostró complacido. No entusiasmado, pero complacido.
—Tengo un buen presentimiento acerca de esto —le susurró Gonko a la tropa.
Shalice, que tampoco estaba terriblemente contenta con ninguno de los Pilo por su forma de ocuparse del robo de la bola de cristal, no se había tomado ninguna molestia; le regaló a Kurt un cepillo de dientes con el mango de marfil (algo que había encontrado en el callejón de las casetas), un regalo que apenas era lo bastante bueno para evitar serias recriminaciones. Kurt se mostró elegantemente decepcionado, suspirando como podría haberlo hecho una colegiala melancólica ante un póster de un ídolo famoso, siempre fuera de su alcance.
El domador de leones estaba claramente desinformado de los intereses actuales de Kurt, pues al parecer pensaba que seguía apasionándole la ornitología como el año anterior. Le obsequió a Kurt un loro enjaulado al que había enseñado a decir «feliz cumpleaños». Goshy, que se hallaba entre los espectadores, se enfadó por alguna razón cuando desvelaron al pájaro, como si hubiera divisado a un rival. Mirándolo de soslayo, J. J. solo sabía que cuanto más averiguaba acerca de Goshy, peor parado salía este.
Kurt no estaba nada contento con el pájaro; sus labios de pez sonreían, pero no dijo ni una sola palabra de agradecimiento y su frente se oscureció como si se estuviesen acumulando nubes de tormenta. El domador de leones volvió a su asiento con pasos temblorosos, mucho más pálido que cuando se había levantado.
Los leñadores sorprendieron a todos demostrando que estaban en la onda; le regalaron a Kurt un gigantesco crucifijo que habían construido con troncos de secuoya. Cuando los cuatro se lo llevaron, Kurt resplandeció y los cubrió de elogios. Gonko decidió que había llegado el momento oportuno. Le hizo una seña a Rufshod y ambos llevaron al escenario la bolsa de cadáveres, mientras el sacerdote gemía y se debatía dentro de ella como un pez atrapado en una red. Gonko había atado una cinta rosa alrededor de la cintura de la bolsa.
—¿Qué es esto? —preguntó Kurt, que ya estaba encantado cuando depositaron la bolsa a sus pies.
—Una cosita que pensamos que podía gustarte, jefe —respondió Gonko—. Todo tuyo. Disfrútalo. —Kurt siguió hablando efusivamente mientras desataba la cinta, trató de adivinar lo que podía ser, bromeó diciendo que confiaba en que no fuera otro par de calcetines (aunque nadie se había atrevido a darle el primero) y bajó la cremallera.
—¿Qué está pasando? —graznó el sacerdote—. Tengo sed… por favor… —Parpadeó al reparar en la muchedumbre que se había congregado y retrocedió ante el efusivo monstruo de dos metros diez que se inclinaba sobre él. Los ojos monstruosos de Kurt se posaron sobre el alzacuellos del sacerdote, la sotana negra y el crucifijo, y pareció que iba a estallar de placer.
—¡Caramba! —exclamó—. ¿Es un artículo genuino? ¿No se trata de una imitación?
—Nada más que lo mejor, jefe —le aseguró Gonko, dirigiéndoles una sonrisa feroz a los abatidos acróbatas—. Nada de marcas genéricas para ti. Nos lo llevamos de una parroquia de Perth. Todo tuyo.
Kurt estaba abrumado. «Caramba» era lo único que acertaba a decir. Asió la cabeza del sacerdote con las manos, sus dedos se ajustaron con facilidad al cráneo de aquel hombre. Le metió el pulgar en la boca, alzando una encía para examinarle los dientes, como si fuera un perro de granja.
—Caramba —susurró Kurt.
—Ya que está aquí, hemos pensado que podíamos usarlo en la boda de Goshy —añadió Gonko—, si te parece bien, jefe. Para que sea oficial y todo eso.
—¡Desde luego! —vociferó Kurt, echándose por encima del hombro al sacerdote, que no podía tenerse en pie a causa de los calambres. Su cuerpo inerte parecía minúsculo a tanta altura del suelo—. Os lo presto, por supuesto. Los demás, dejad vuestros regalos junto a la puerta de mi caravana. Tengo que jugar con este ahora mismo. —Kurt se fue trotando y los artistas abandonaron la carpa.
Gonko estaba de buen humor mientras los payasos regresaban a casa.
—¿Habéis visto la expresión de su cara? Mañana nos devolverán nuestra función, me apuesto el huevo izquierdo.
J. J. los dejó celebrando y se fue a su dormitorio, decidido a observar lo que tramaba Kurt con ese pobre diablo. Atrancó la puerta con una barricada, buscó la funda de almohada debajo de la cama y…
No estaba. Supo de inmediato que lo habían traicionado. Profirió un grito que le arañó la garganta. J. J. efectuó un registro frenético e infructuoso del dormitorio, se sentó y miró fijamente hacia delante, rechinando los dientes, descargando el puño de tanto de tanto contra la almohada y convulsionándose de furia.
—Jamie —masculló—, esto es la guerra.
Winston estaba cansado y sentía el peso de sus largos años. Quizá había sido el maquillaje lo que los había mantenido en activo durante tanto tiempo (había dejado de contar los años), pero Winston empezaba a pensar que era el simple hecho de estar en el parque de atracciones. Había dejado de usar la pintura hacía mucho tiempo, pero su cuerpo seguía en marcha. Había oído rumores de primos que después de haber visitado el espectáculo habían vivido existencias largas y miserables; criaturas sin alma, carne y huesos cuya única pretensión de vida era que sus cuerpos continuasen funcionando al ralentí. Así era como ahora se sentía Winston, desde luego.
Estaba intentando reunirse con Randolph, una peripecia peligrosa, puesto que los payasos y los acróbatas estaban en alerta roja, los unos contra los otros. Las cosas no habían estado tan tensas desde hacía mucho tiempo, desde que los acróbatas habían perdido a tres artistas en la última reyerta importante. Los payasos habían perdido a dos de los suyos. Habían reclutado a Winston en 1836 para reemplazar a Wendell, el legendario payaso obeso, una obscenidad de cuatrocientos kilos. Muchos habían observado que el número de Wendell, que llevaba un tutú y daba vueltas grotescamente, habría encajado mejor en la parada de los monstruos. Aquello había sucedido hacía algún tiempo, cuando el circo se había mudado desde Francia hasta aquella apartada colonia prisión que se había convertido en una nación bajo sus pies. Antes de Francia había sido Escocia, antes de Escocia, Grecia, y antes de eso… En ese punto el registro se volvía un tanto nebuloso. Winston recordaba que cuando él se había incorporado el espectáculo estaba deshaciendo las maletas después de mudarse, después de haber reducido a pequeños componentes todas las partes del circo para meterlas por las puertas de entrada, pieza a pieza.
Aunque Winston tenía el cuerpo de un anciano, era una cara relativamente nueva en aquel lugar. Rufshod era más nuevo que él y Doopy y Goshy habían aparecido mucho antes, aunque su historia se había olvidado hacía mucho tiempo. Ambos estaban demasiado corrompidos para tener menos de varios siglos cada uno. ¿Y Gonko? Winston no tenía ni idea. Había oído que Gonko había sido un buen amigo de Pilo padre… y este había muerto hacía muchísimo tiempo.
Winston se detuvo ante la carpa de los acróbatas y emitió un sonoro silbido lobuno para indicarle a Randolph que necesitaba hablar con él. Obtuvo una respuesta instantánea: dos acróbatas salieron corriendo y vociferando amenazas. Randolph salió tras ellos.
—No, no merece la pena —dijo desdeñosamente, interponiéndose entre Winston y los demás—. Este no. Yo diría que el viejo chocho está a punto de caerse muerto sin nuestra ayuda.
—No vengas por aquí —espetó Sven, con la pierna envuelta en gruesos vendajes—. Te lo advierto, si vuelvo a verte junto a esta puerta te partiré el cuello.
—Eso también va para tus amigos —añadió Randolph. Winston percibió el alivio en su voz.
—No sé cuál es vuestro problema —repuso Winston—. Siempre paso por aquí cuando voy a la parada de los monstruos. —Sus ojos se encontraron con los de Randolph durante un instante; mensaje enviado.
—Desaparece de nuestra vista —le ordenó Randolph, escupiendo a sus pies y girando sobre sus talones. Los demás acróbatas lo siguieron al interior de la carpa.
Unos minutos después se encontraron en las sombras de la parada de los monstruos.
—¿De qué se trata? —preguntó Randolph.
—¿Qué está pasando? —dijo Winston—. Uno de tus chicos ha intentado cargarse a Jamie.
—Sí. Represalia.
—¿Por qué Jamie? Es uno de los nuestros. ¿Por qué no matáis a Rufshod o a Doopy?
—Jamie… no, J. J. es más peligroso que los demás, Winston. Sabe de nuestra existencia, por amor de Dios. Fue una equivocación llevarlo a la reunión.
—Nos hemos ocupado de eso. Jamie ha encontrado una forma de ocultarle sus pensamientos a J. J. Bloquea sus recuerdos con el polvo. J. J. se despierta sin saber nada.
—¿Y eso cómo podemos saberlo?
—Vivo con ellos. Veo a J. J. todos los días.
Randolph parecía exasperado.
—¿Y cómo voy a conseguir que los demás cambien de idea acerca de él?
—No lo sé, a lo mejor no puedes. Pero hay blancos mejores que él, eso es todo. J. J. podría sernos útil de algún modo.
—También podría hacer que nos mataran a todos, Winston, joder.
Winston suspiró y se frotó las sienes.
—No puedo permitir que lo hagáis. Jamie es un buen chico. J. J. es un auténtico cabrón, pero me parece que Jamie lo tiene controlado…
—Joder, Winston…
—Me quitaría un peso de encima si estuviera muerto, créeme. Pero ya tengo bastante sobre mi conciencia. Él no ha pedido estar aquí, Randolph…
Randolph no dijo nada, pero le dirigió una mirada que decía mucho: ni yo, ni tú, ni ninguno de los que trabajan aquí, ni ninguno de los visitantes que se ven atraídos hasta aquí, ni las víctimas de lo que hace la adivina, ni, ni, ni…
Winston volvió a suspirar.
—Simplemente… no sé, avísame si van a atacar. ¿Vale? Una señal. Házmelo saber. Lo salvaré yo mismo.
Randolph se volvió para marcharse sin mostrarse conforme ni disconforme. Winston lo siguió con la mirada; y estuvo a punto de llamarlo para que volviese y decirle que adelante, que lo mataran. A puntito.
Sobre las tres de la tarde todos los artistas recibieron una carta que Doopy les entregó en mano. A Doopy le costó darles las cartas a los acróbatas y acabó con un ojo morado a cambio de sus esfuerzos, aunque le dijo a Gonko que se había caído, «de verdad» (aunque ni él mismo estaba seguro de por qué mentía).
Las cartas eran invitaciones a la boda de Goshy. Gonko había sugerido que adelantaran el evento a aquella misma noche, puesto que era dudoso que el sacerdote estuviera en condiciones de leer votos durante mucho más tiempo. A Doopy le costó mucho convencer a Goshy de que aquello era lo correcto, porque (suponía) Goshy quería disfrutar de la anticipación un poco más. Desde luego, no se estaba arrepintiendo. Lo que Doopy jamás le diría a nadie (nunca jamás en todo el mundo, de verdad) era que había sido él el que le había puesto el anillo en el tallo.
No había mucho tiempo para preparar los votos y Doopy no tenía un talante literario, de modo que le preguntó muy amablemente a Kurt Pilo si el sacerdote podía hacerlo por él. Cuando Doopy salió de la caravana de Kurt se topó con Shalice, que se dirigía hacia allí, y algo acerca de su lenguaje corporal y la sonrisa que le dirigió lo preocuparon más que un ojo morado.
—Es una sonrisa de «voy a por ti» —balbuceó Doopy para sus adentros, al tiempo que se rascaba la cabeza. A continuación, enderezándose a causa del pánico, exclamó—: ¡Es una sonrisa de «voy a por ti»!
Volvió corriendo a la caravana de Kurt, musitando «ah, vaya, ah, eh, caray, vaya», y pegó la oreja a la puerta. Espiar al jefe era una mala idea, pero espiar a Shalice era una idea estupenda, lo que resultaba en una buena idea. No oía lo que decía ella, pero la voz de Kurt se oía claramente a través de la puerta.
—¿Estás segura de que es él?
Silencio. A continuación:
—¿Estás completamente segura?
Silencio. A continuación:
—Bueno, nunca habría adivinado que era él. Creía que había sido George. En fin. Tendremos que hacer algo al respecto, ¿verdad?
Doopy oyó pasos que se acercaban a la puerta y se alejó corriendo lo más deprisa que pudo.
¿Quién es él?, se preguntó Doopy, preocupado. No seré yo, ¿verdad?
Cuando volvió a la carpa de los payasos oyó que Goshy estaba silbando como una tetera y se olvidó de sus otros problemas de inmediato; ¡Goshy estaba disgustado! Fue corriendo a su dormitorio y vio a su hermano inmóvil, con los brazos apretados a ambos lados del cuerpo y la piel de la cara contraída en rollos a causa de la angustia. Goshy estaba a punto de gritar, claro que lo estaba.
—¡Goshy! —susurró Doopy—. ¿Qué pasa? ¿Qué pasa, Goshy?
Y entonces lo vio: el anillo se había caído del tallo de su prometida y estaba tirado en el suelo.
—¡Ay, Goshy! —exclamó Doopy—. Ay, ¡ay, no! ¡Ay, noooo!
—¡Heeeeeeee, eeeeeeeeee! —gritó Goshy—. ¡Heeeeeeee, eeeeeeeee!
—Me cago en Dios, ¿a qué viene tanto alboroto? —rugió Gonko. Vio el revuelo en la habitación de Goshy—. Tontos del culo —espetó—. Ya está. —Recogió el anillo de compromiso del suelo y volvió a ponerlo en el tallo.
—Gracias, Gonko —exclamó Doopy mientras Gonko se marchaba—. Por cierto, ella va a por él, pero no sé quién es él, aunque podríamos ser nosotros.
—Sí, estupendo —rezongó Gonko por encima del hombro—. ¿Alguna vez has pensado en ser escritor, Doops? Shakespeare estaría celoso.
Cuando pasaba ante el salón oyó la voz de Kurt exclamando:
—¡Toc, toc!
Shalice estaba a su lado en la entrada, qué curioso.
—Hola, jefe —dijo Gonko, frunciendo el ceño—. ¿Qué te trae por aquí?
—Un desafortunado asunto —explicó Kurt mientras entraba—. Alguien me ha dicho… —asintió sin demasiada sutileza en dirección a Shalice— que el ladrón de la bola de cristal está en tu carpa.
—¿La bola de cristal? —repitió Gonko—. ¿Qué, la suya? ¿Quién crees que la tiene?
—Winston —intervino Shalice, dirigiéndole una mirada fría—. Tu amigo Winston.
—¿Winston? Ni hablar —dijo Gonko—. ¿Qué demonios te hace pensar que la tiene él?
Shalice sonrió y se dio golpecitos en la frente con una uña larga y arreglada.
—Mis «poderes siniestros», como tú dirías. Así que dime, ¿estaba actuando solo o seguía instrucciones de alguien?
Kurt sonreía serenamente mientras miraba sucesivamente a ambos.
—Dímelo tú —contestó Gonko—, utiliza tus poderes siniestros.
—¿Cuál es su habitación? —preguntó Kurt con tono agradable.
Gonko los condujo a la habitación de Winston. Estaba cerrada con llave y Winston no estaba en casa. Gonko derribó la puerta de una patada. Shalice entró empujándolo y empezó a rebuscar entre la ropa y las cajas.
—Está por aquí, en alguna parte —aseguró—. He visto a ese viejo pervertido esta mañana. Ha estado disfrutando de espectáculos gratuitos todos los días.
Gonko observaba a la adivina con los ojos entrecerrados mientras esta tiraba todo lo que veía. Los «espectáculos» no parecían propios del Winston que conocía. Shalice se puso a dar golpecitos en las paredes, buscando un eco que revelase un hueco oculto.
—Vale, corta el rollo —dijo Gonko—. Winston es uno de mis artistas de mayor confianza y…
—¡Ajá! —exclamó Shalice, con un brillo en los ojos. Tiró con las uñas de una franja de pared pintada de color ligeramente más claro que la que la rodeaba y esta se desprendió con un crujido. Metió el brazo en el hueco y con una sonrisa extrajo la bola de cristal de su escondite.
Gonko se pasó una mano por la cara y suspiró.
—¡Ah, jefe, estoy tan sorprendido como tú!
Kurt seguía sonriendo serenamente, pero Gonko lo conocía y percibía la decepción en su rostro; y se alegraba de que solo fuera decepción.
—Claro, lo comprendo —dijo Kurt—. Pero hablaremos de esto después de la boda, ¿no te parece?
—Lo que tú digas, jefe.
—Así es, ¿verdad? —dijo Kurt. Se alejó trotando. Shalice lo siguió sin mirar a Gonko al pasar. Este los siguió con la mirada hasta que se fueron y le propinó una patada a la pared, haciendo un agujero en el yeso.
—Winston… —suspiró, sin terminar la frase. El resto era más o menos así: vas a tener que darme algunas explicaciones, viejo amigo.
Mientras Shalice encontraba la bola de cristal Winston estaba en la carpa de Mugabo siguiendo instrucciones de George. Se rumoreaba que Mugabo estaba agitado y no dejaba que nadie se acercara a su barraca, lo que auguraba problemas la víspera del día de la función. Winston tampoco consiguió entrar; el mago nunca había estado tan furioso. Después de decirle frases trilladas a través de la portezuela durante una hora, Winston se rindió y volvió a casa. Ya se habían suspendido al menos dos actuaciones del espectáculo del día siguiente, y la tarde era joven; con un poco más de pandemonio quizá conseguirían cancelar todo el día de función. Sería la primera vez que se había cancelado una función desde que Winston recordaba.
Un instante antes de atravesar la portezuela de la carpa de los payasos lo asaltó repentinamente un mal presentimiento y un segundo después vio a Gonko sentado ante la mesa de juego, contemplándolo con los ojos entrecerrados. No parecía contento.
—Siéntate, Winston —dijo.
Una idea alocada y pasajera destelló en la cabeza de Winston. Algo va mal… J. J. ha hablado. Lo ha recordado todo y ha hablado. Se acabó.
Se sentó y advirtió con sorpresa que Gonko parecía entristecido más que furioso, lo que le pareció aún más ominoso. Gonko lo miró a los ojos y dijo:
—¿Qué tienes que decir en tu defensa?
Winston se movió en la silla y trató de impedir que le temblara la voz.
—¿A qué te refieres, Gonko?
—Kurt y Shalice la han encontrado —dijo Gonko lenta y tranquilamente—. En tu habitación. No me importa que la tuvieras, pero ¿cómo has podido permitir que la encontrasen? Pensaba que eras más listo.
Por un momento Winston estuvo sinceramente confuso, hasta que lo inundó una oleada de alivio. La bola, eso era todo. Los mayores secretos seguían siendo secretos.
—Ah —dijo—. La han encontrado.
Los ojos de Gonko destellaron.
—No te alegres tanto, coño.
—¿Alegrarme? No, es que al principio no te había entendido. —Winston intentó pensar deprisa—. Vi la bola tirada por ahí, a la intemperie. Sabía que habría problemas si la encontraban, de modo que la guardé en un lugar seguro. Por lo menos creía que era un lugar seguro.
Gonko asintió; parecía satisfecho con eso, aunque era muy difícil interpretarlo en situaciones como aquella.
—Es un mal momento, Winston —dijo—. Teníamos que sacar partido del cumpleaños de Kurt, pero eso ahora se ha jodido. Pero bien.
—Ah, maldita sea… Lo siento, Gonks.
—Sí, sí —suspiró Gonko—. No sé cómo la han encontrado; probablemente ella tuviera una de esas visiones. Pero eso no importa. No metes la pata demasiado a menudo, así que esta vez lo dejaré correr. Yo sí, pero no sé si Kurt lo hará.
Winston se enderezó en la silla y se enjugó la frente.
—¿Kurt? ¿Qué es lo que ha dicho Kurt?
—Quiere tener una charla contigo. Quiere que te mande allí ahora mismo. Probablemente considera que es una falta grave, después de que pidiera específicamente que le devolvieran la bola. Creerá que has desobedecido directamente sus órdenes… que es lo que has hecho, la verdad. Y últimamente Kurt no está del mejor humor, con todo ese… rollo de la libertad.
—Joder…
—Bah, no te preocupes demasiado —dijo Gonko. Parecía que tenía los ojos cerrados, pero estaba observando a Winston con mucha atención—. Ve a verlo, acaba de una vez y olvídalo. No me has fallado antes… Supongo que no volverás a hacerlo.
Winston asintió y se puso en pie, pero le flaquearon las piernas y se aferró a la mesa para sostenerse. Se marchó y Gonko lo siguió con la mirada mientras salía. El jefe de los payasos se quedó sentado un rato, perdido en sus pensamientos.
Winston, sereno aunque aturdido, llamó a la puerta de la caravana de Kurt. Se preguntó si sería cierto que Shalice había tenido una visión o si J. J. se había chivado de él por puro resentimiento.
—¿Hmmm? —inquirió la voz jovial de Kurt desde el interior.
Winston consiguió no tartamudear.
—Soy yo, señor Pilo.
—¡Ah, Winston! Pasa.
Abrió la puerta de la caravana, entró y se quedó petrificado cuando vio a Shalice sentada en una silla junto al escritorio de Kurt. Vaya, maravilloso, pensó. Eso haría que mentir fuese complicado, y las excusas que se le habían ocurrido de camino ahora eran inútiles.
Kurt entrelazó las manos encima del escritorio, descansándolas sobre una gruesa Biblia.
—Winston —dijo—. Quería preguntarte una cosa… ¿Qué es lo que era…? Ah, sí. ¿Qué estabas haciendo con la bola de cristal de la adivina?
—Bueno, jefe —dijo Winston—, la verdad es que no lo sé. No puedo decirle en qué estaba pensando para guardarla en mi habitación después de haberla encontrado. Pero quiero que sepa que lo siento mucho.
Kurt no reaccionó ante todo aquello. Hubo un silencio muy denso y cuando Shalice tomó la palabra, Winston estaba casi agradecido, aunque dijo:
—No la encontraste. Estás mintiendo. Lo veo en tu cara.
Winston mantuvo la mirada fija en Kurt.
—Jefe, lo siento.
—¿«No robarás» no era uno de esos… cómo se llaman? —dijo Kurt.
Como no sabía a quién se estaba dirigiendo, Winston guardó silencio. Al cabo de un momento, Shalice sugirió:
—¿Mandamientos? Sí.
—Hm —musitó Kurt, dando golpecitos en la Biblia con el dedo índice—. En ese caso es un poco grave, ¿verdad? No apruebo el robo. Y además me has estado espiando. ¿Ese era otro de esos mandamientos? ¿No me espíes?
—¡No, señor! —exclamó Winston, mientras se preguntaba como J. J. podía ser tan increíblemente estúpido—. Ni siquiera he mirado en esa cosa. Lo juro por… Dios. Tampoco se la robé a la adivina. —Winston se refrenó con esfuerzo para no seguir hablando.
Kurt miró a Shalice y cuando apartó la mirada Winston sintió que lo habían liberado de una fuerza inquebrantable. La adivina asintió de mala gana.
—Es verdad. Esta vez.
—Hmm —murmuró Kurt—. Entonces supongo que no es tan grave. Lo que me preocupa, Winston, es que desde que Shalice perdió la bola se han producido varios incidentes. ¿Sabes a cuáles me refiero?
Ese era el momento. Winston empleó la fuerza de voluntad que le quedaba para que todos los músculos de su rostro permanecieran completamente inmóviles y su voz templada.
—Sí, señor. Me parece que sí.
—Hmm. —Kurt siguió dando golpecitos en la Biblia con un dedo grueso, horadando la dura cubierta con una uña larga y afilada, tap, tap, tap—. Estoy a favor de divertirse un poco de vez en cuando —prosiguió—. La competencia beneficia al espectáculo. ¿Quieres repetírmelo, Winston?
Winston tragó saliva.
—La competencia beneficia al espectáculo, señor.
Kurt asintió.
—Tienes mucha razón, Winston. Pero en la carpa de los acróbatas había un equipo muy caro. Tardaremos mucho tiempo en levantarla y ponerla en funcionamiento.
Tap, tap, tap. El tamborileo se aceleró, taladrándole la cabeza como la tortura de agua china. Winston intentó concentrarse, pero no pudo seguir disimulando el temblor en su voz.
—Sí, señor, me lo imagino —dijo.
Tap, tap, tap. Dos ojos monstruosos como ardientes luces blancas horadaron a Winston, que sintió que estaba a punto de gritar. Si seguía mirándolo un segundo más se mearía en los pantalones, se daría la vuelta y saldría corriendo.
De repente Kurt se reclinó en la silla y separó las manos. El inesperado movimiento sobresaltó a Winston. Había un orificio en la cubierta de la Biblia del escritorio, como si le hubieran pegado un tiro.
—Muy bien —dijo Kurt afablemente—. Me alegro de que hayamos tenido esta charla, Winston.
Winston dio un respingo. ¿Acaso le habían engañado sus oídos? Tal como estaban encaminadas las preguntas de Kurt, con un detector de mentiras viviente a su lado, se había estado preparando para una catástrofe.
—Gracias, señor Pilo —respondió al cabo de un momentáneo silencio.
—Hmm —dijo Kurt, y añadió, como si acabara de ocurrírsele—: Ah, pero pásate por la casa de la risa esta noche, por favor. Me gustaría que vieras al manipulador de materia. No puedo dejar que la gente piense que me estoy volviendo blando, espero que lo comprendas.
A Winston se le secó la boca y se le doblaron las rodillas.
—Sí, señor Pilo —susurró.
—Eres un buen hombre —dijo Kurt—. Vete. Disfruta de la boda.
Winston se alejó de la caravana aturdido, con pasos temblorosos, tan ofuscado como los primos que deambulaban los días de función. Shalice pasó a su lado sin decir una palabra, sintiendo que se había hecho justicia en parte, que era lo único que podía esperar de aquella farsa. Pero ahora había asuntos más apremiantes, entre ellos cierta cadena de acontecimientos que tenía que reconsiderar sin demora. Para asegurarse de que los Pilo la ayudasen a recuperar la bola de cristal le había recalcado a George que si la tuviera en su poder podría observar los ataques de los vándalos. Para enfatizar aquel argumento había empezado a orquestar un ataque propio. Mientras atravesaba el parque de atracciones comprobó que las fichas de dominó ya estaban cayendo. Dos feriantes pasaron llevando una caja de fuegos artificiales a la casa de la risa, siguiendo una orden fraudulenta firmada en nombre de George por Sven, de los acróbatas, que se proponía emplear los fuegos artificiales para atacar a los payasos. Shalice lo había dispuesto la noche anterior humedeciendo una franja de terreno en el camino que discurría ante la carpa de los acróbatas hasta que este estuvo resbaladizo. Un enano que pasaba ante la carpa había resbalado, dejando caer la vitrina de cristal que estaba llevando a la parada de los monstruos. Al investigar el ruido, Sven supuso que los payasos estaban tramando algo y concibió la trama de los fuegos artificiales cuando una estrella fugaz pasó por el cielo.
Al igual que la estrella fugaz, el papel del enano en aquello había estado predestinado, formaba parte de una cadena natural de acontecimientos que Shalice había orquestado al regar el suelo. Era así de complejo y así de simple, como tirar de una palanca de cambio de agujas en una intersección ferroviaria; lo único que hacía falta era un mapa del futuro para ver qué iba dónde, y cuándo. Había precisado tres horas para meditarlo, examinar las cartas del tarot y consultar las cartas astrales y de urdimbre del destino. Si alguien la hubiera visto humedeciendo aquella franja de terreno, ¿habría estado en posición de acusarla de una explosión prematura?
Probablemente tenía tiempo para alterar esa cadena de acontecimientos e impedir la conclusión, pero ahora que lo pensaba, no le debía favores a los Pilo. Además, tenía otras cuestiones que atender; o al menos otra, y se llamaba Mugabo. Había dispuestos varios cursos de acción con respecto al mago que se encontraban a punto de iniciarse, pero se estaba conteniendo, en espera de nuevas pistas que arrojasen un poco de luz sobre aquel asunto. ¿Qué problema tenía, por amor de Dios?
Hasta el momento no había tenido visiones, pero no le importaba; la bola volvía a ser suya. Vigilaría al mago como un halcón.
Al mago y, por el momento, a nadie más. No le importaba que el resto del circo se quemase hasta los cimientos.