El regalo de Kurt
Winston dio un amplio rodeo para llevarlo de vuelta a la carpa de los payasos para que nadie reparase en un grupo numeroso de «luchadores por la libertad» recorriendo el parque de atracciones. Cuando entraron Doopy había vuelto a dormirse sobre la mesa de juego con la cara apretada contra una mano de solitario. La carpa estaba en silencio. Gonko y Rufshod no habían regresado aún, algo que había preocupado a Winston en el camino de regreso. Jamie fue a su habitación y se tumbó, repentinamente eufórico por haber llegado ileso al final de la jornada; si lo conseguía un día, podía volver a hacerlo.
Al cabo de un momento oyó que Gonko y Rufshod llegaban de la misión. Se incorporó, sacó la bola de cristal de la funda y con ella enfocó el salón, donde vio a la pareja entrando furtivamente con una bolsa de cadáveres debatiéndose en sus brazos y desapareciendo con su carga en la habitación de Gonko. Otra víctima. Jamie suspiró; la euforia había desaparecido y una cansada tristeza había ocupado su lugar.
Volvió a tumbarse y esperó que llegara el sueño. Alguien llamó a su puerta. Pensando que se trataba de Winston, Jamie se incorporó y dijo:
—Adelante.
Era Gonko. Se detuvo en la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho; la tenue luz que tenía detrás proyectaba una larga sombra sobre el umbral. A Jamie le dio un vuelco el corazón.
—J. J., hazme un favor —dijo Gonko.
—Ah, claro, Gonko. ¿Qué pasa?
Gonko sonrió como si algo acabara de confirmar una sospecha que había abrigado.
—No te olvides de ponerte el maquillaje mañana. ¿Qué te parece?
A Jamie le dio otro vuelco el corazón; tenía la boca repentinamente seca.
—Claro, Gonko —dijo. Las comisuras de los labios de Gonko se arquearon. Cerró la puerta.
Jamie se quedó mirando fijamente a la pared durante largo rato. Después metió la mano debajo de la cama y sacó una de las bolsitas de terciopelo. Tendría que usar un poco de polvo si quería dormir aquella noche. Sopesó la bolsa en la palma de la mano, tratando de sobreponerse a la sensación de que todo estaba a punto de venirse abajo, de que al día siguiente traicionaría a todos en cuanto J. J. apareciera, de que le daría una puñalada por la espalda a Winston por puro resentimiento, sin pensar en las consecuencias.
Las pequeñas cuentas de cristal tintinearon quedamente en su mano. De pronto se le ocurrió una idea.
Aquella noche durmió profundamente, tanto que no se percató de que Rufshod entraba a hurtadillas en su dormitorio de madrugada. Ni oyó que sacaba del armario el bote de maquillaje, se agachaba a su lado y empezaba a embadurnarle las mejillas, la nariz, la frente y el mentón con él. Rufshod encendió una cerilla, sostuvo un pequeño espejo de mano delante de la llama y le gritó al oído las palabras:
—Me he follado a tu madre.
Jamie se retorció y se incorporó bruscamente, vislumbró un atisbo de su imagen en el espejo y J. J. gruñó:
—Hijo de… —Echó el puño hacia atrás, pero se contuvo, volvió en sí y dijo—: ¡Oye! Has hecho bien. Ese cabrón ha estado acaparando el cuerpo. Ayer lo tuvo todo el día. —J. J. se disponía a darle las gracias profusamente cuando advirtió lo que Rufshod estaba usando a modo de asiento: la funda de almohada con la que había envuelto la bola de cristal—. ¡Largo! —chilló—. ¡Déjame en paz! ¡No quiero que me veas así!
—No te culpo —comentó Rufshod. J. J. lo echó de la habitación y apoyó una pesada caja contra la puerta.
Jamie. ¿Qué había hecho el día anterior? J. J. no lo recordó de buenas a primeras. Se tumbó y trató de escrutar los recuerdos de la jornada. Veamos, había despertado, había tenido una de sus acostumbradas pataletas, «por favor, no me hagas daño, niño Jesús» y todo eso. Después… Después…
Todo estaba en blanco. J. J. frunció el ceño. ¿Por qué sería? Debía de haber pasado algo; Jamie había usado el cuerpo durante todo el día.
Se levantó y se puso los zapatos. Tener la mente en blanco lo estaba poniendo nervioso… muy nervioso. Se acordaba de toda la mierda de su infancia, de los videojuegos, de dibujar edificios las tardes de lluvia y cosas así, de recibir palizas mientras esperaba al autobús después del colegio, pero nada del día anterior.
Mientras se ataba los cordones vio la bolsita de terciopelo en el suelo. Cuando la cogió dio un respingo al sentir que estaba vacía. Buscó bajo la cama las restantes bolsas; también estaban vacías. Hasta el último grano había desaparecido.
—¿Qué demonios? —gritó—. ¡Mi alijo!
Profirió algo que era a medias un grito y a medias un sollozo. Le temblaban las manos de ira.
—Esta vez has ido demasiado lejos —susurró, complacido por el tono amenazador de su voz, deseando que hubiese público para verlo—. Ahora sí que has ido demasiado lejos, Jamie. —Aplastó las bolsas en la palma de la mano y las arrojó a un lado. Tenía la sensación de que el polvo y los recuerdos que faltaban tenían algo en común, quizás una relación de causa y efecto. ¿Cómo podía Jamie haberle hecho algo así? A J. J., nada menos… Procuró contener las lágrimas, pero no le sirvió de nada; se puso a berrear contra la almohada.
Alguien abrió la puerta. J. J. echó un vistazo entre las lágrimas y vio a Gonko, que sonrió y dijo:
—Me alegro de que hayas vuelto, J. J.
—¡Vete! —gritó J. J. Gonko sonrió más abiertamente y se fue.
Al cabo de un rato dejó de llorar y trató de dilucidar el cómo y el por qué de todo aquello. Un nombre acudió instantáneamente a su mente: Winston. J. J. se levantó de inmediato y se dirigió airadamente a la habitación de Winston. Ante la puerta, con los brazos apretados a ambos lados del cuerpo à la Goshy y los puños apretados y temblorosos, se esforzó para que su voz fuera lo más cortés posible.
—Ah, Winston, viejo amigo.
—¿Quién es? —contestó una voz soñolienta.
—¿Puedo pasar a charlar un momento?
—¿Jamie?
—Más o menos.
Winston gruñó.
—J. J. ¿Qué es lo que quieres?
J. J. tuvo que sofocar un estallido de furia.
—Lo sabes muy bien —dijo con un susurro áspero.
—No, no lo sé. Abre la maldita puerta, ¿quieres?
J. J. la empujó violentamente y se detuvo en la entrada, intentando parecer amenazador. Le pareció que lo había conseguido, aunque el viejo payaso ocultara su miedo.
—¡Tú! —exclamó.
Winston lo observó con atención.
—Entra y cierra la puerta si tienes que discutir algo… personal.
J. J. dio un portazo al pasar y se quedó mirando fijamente a Winston, lamiéndose los labios.
—En fin —dijo Winston—, ya veo que se te ha metido algo en la cabeza.
—La verdad es que no, no se me ha metido nada. Ese es el problema —replicó J. J.—. ¿Qué sabes tú de eso, colega?
Winston frunció el ceño, sin apartar la mirada de J. J. ni un instante.
—Eso no tiene mucho sentido. ¿Quieres ir más despacio y explicarme claramente cuál es el problema?
J. J. farfulló:
—No me acuerdo… —Entonces se interrumpió tras haber efectuado mentalmente algunas sumas muy rápidas. Winston no sabía de qué estaba hablando, lo que significaba que, que Winston supiera, J. J. lo sabía todo, los sucios secretos que Jamie había borrado de los archivos. A lo mejor podía improvisar un poco y sonsacarle parte de la información perdida…
—Suéltalo —lo instó Winston—. Entras aquí y me despiertas, ¿de qué se trata?
—Tú —dijo J. J., cambiando el tono amenazante por otro herido y triste—. ¿Cómo pudiste hacer eso ayer?
Winston parpadeó.
—Continúa.
—Ya sabes a qué me refiero. Ayer. Eso. ¿A qué viene eso?
—¿Qué parte específica de ayer es la que te ha molestado?
—¿Cómo has podido meterme en todo eso? ¿Cómo has podido exponer a Jamie a un riesgo semejante?
—Estás siendo muy vago, jovencito —observó Winston, al tiempo que se reclinaba—. Y es un poco temprano para estos jueguecitos. ¿Qué te parece si vuelves a tu habitación…?
—¡No! Ayer pasó algo. Los dos lo sabemos. ¿Qué fue? ¿Por qué no me acuerdo de nada?
—Ah, ya entiendo. —Una débil sonrisa se atisbó en los labios de Winston—. ¿Qué ha pasado, te has despertado con la mente en blanco?
—¡Sí! ¿Ha sido idea tuya?
—Nop. Yo diría que Jamie tuvo una idea antes de acostarse. No estoy seguro de por qué lo hizo, la verdad es que no tenía nada que ocultar. Si quieres que te diga lo que pienso, ha sido una pérdida de polvo.
J. J. frunció el ceño y se adelantó un paso hacia el viejo payaso. Bajó la voz hasta un susurro áspero.
—Debió de ser importante, fuera lo que fuese. Ah, sí, pienso descubrirlo. Y contarlo. ¿Me has oído? Voy a chivarme. Para vengarme. Aunque caiga contigo, me encargaré de meterte en un lío de tres pares de cojones, Winston. ¿Me has entendido?
Winston enarcó las cejas.
—Te he entendido, pero no sé qué es lo que piensas contar. El único que tiene algo que contar… bueno, soy yo. Pero sé mantener la boca cerrada. ¿Y tú?
J. J. se quedó sin habla un instante, mientras miraba coléricamente aquellos ojos abolsados, las patas de gallo y las líneas de expresión que tanto detestaba. Al fin se dio la vuelta para marcharse, buscando desesperadamente un disparo envenenado para despedirse, pero no se le ocurrió nada. Cerró violentamente la puerta al salir.
Winston observó la puerta que oscilaba sobre las bisagras y se echó hacia atrás, absorto en sus reflexiones. Jamie estaba en lo cierto acerca de una cosa: J. J. estaba cambiando. Era más agresivo y se estaba volviendo más audaz. Winston comprendió lo que debía de haber sucedido la noche anterior: Jamie había considerado todo lo que podía torcerse si J. J. realmente quería jugar sucio. Debía de haber usado el polvo para borrar de su mente los sucesos de la jornada… Era una buena idea, aunque Winston estaba sorprendido de que el deseo hubiese funcionado. Para empezar era tremendamente arriesgado, y el hecho de que hubiese resultado no significaba sino que «los cabrones demoniacos», como los llamaba Niñopez, no prestaban mucha atención a sus responsabilidades últimamente. En el pasado había habido momentos en los que aquella presencia opresiva, intensa pero indefinida, había sido innegable y sumamente real. Con frecuencia, los recuerdos de aquella época habían disuadido a Winston de usar el polvo, para que los poderes superiores no encontrasen motivos para interesarse por él, para que no lo mirasen un poco más de cerca.
Y Winston había descubierto algo nuevo: J. J. le daba mucho miedo. No tenía intención de manifestarlo; si J. J. se enteraba caería el telón para él. Pero ahí estaba; Winston estaba aterrorizado.
Se le ocurrió otra idea desagradable: ¿qué pasaría si J. J. se hacía con más polvo y empezaba a pedir deseos?
La idea le produjo una sensación de desazón en el estómago y se maldijo por haberse dejado llevar por su lado blando, por haber acogido a Jamie bajo su protección. La vida en el espectáculo ya era bastante dura sin tener enemigos peligrosos bajo su propio techo. Sus ojos se posaron en el endeble cerrojo de la puerta y se preguntó si tendría tiempo para despertar y hacerse con un arma si alguien la echaba abajo durante la noche.
J. J. tuvo una pataleta en el salón, dando patadas a las cosas y agitando los puños en el aire. Recordó la pataleta de Gonko, que había destruido todo el mobiliario, pero por mucho que lo intentase J. J. no poseía la misma fuerza. Finalmente Gonko oyó el revuelo y salió.
—¿Qué hay de nuevo, J. J.? —dijo.
—Ah, nada —contestó J. J., invocando al señor «No me hagas daño» por la fuerza de la costumbre.
—Alguien te ha metido una abeja en el sombrero —repuso Gonko—. Tengo algo que a lo mejor te anima. ¿Quieres ver lo que le hemos traído a Kurt para su cumpleaños?
J. J. quería verlo, en efecto. Siguió a Gonko hasta uno de los almacenes. Habían sacado algunas cajas al pasillo para dejar espacio a la bolsa de cadáveres que yacía en el suelo. La abultada bolsa dio una sacudida. J. J. la empujó con la bota. Un débil gemido surgió del interior. Gonko desabrochó la cremallera de la bolsa, que emitió un dolorido chillido metálico. Dentro había un hombre de cincuenta y tantos años apenas consciente, con calvicie incipiente y papada alrededor de la barbilla y las mandíbulas. Llevaba una túnica negra con un alzacuellos blanco.
—¿Le has traído a un cura? —exclamó J. J., asombrado.
—Sip.
—¡Le va a encantar!
—Más le vale. Atraparlo fue sencillo, pero obligarlo a vestirse antes de llevárnoslo fue un coñazo.
El sacerdote abrió los ojos y los entrecerró a causa de la luz repentina. Tenía la voz gruesa y confusa.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos?
—Buenas noches, padre —dijo Gonko mientras cerraba nuevamente la cremallera de la bolsa. El sacerdote gimió y se debatió débilmente antes de quedarse quieto.
—¡Es un regalo estupendo! —dijo J. J.
Gonko le guiñó el ojo y cerró la puerta del almacén.
—No se lo digas a nadie, J. J. No quiero que los demás equipos se enteren.
J. J. volvió a su dormitorio sintiéndose un poco mejor. Un buen rato espiando a la gente le curaría las heridas.
Todo parecía normal en el parque de atracciones. J. J. enfocó la carpa de los acróbatas y vio que Randolph estaba convenciendo a los demás para que hicieran una excursión. Al cabo de un minuto, para su sorpresa, Winston entró a hurtadillas en la carpa.
—Vaya, vaya, ¿qué es esto? —murmuró J. J. Winston llevaba un maletín en la mano. Miró en derredor para asegurarse de que estaba solo y se dirigió a una de las habitaciones traseras en las que los acróbatas almacenaban sus artículos de utilería. La cama elástica que le habían prestado a J. J. estaba inclinada contra una pared. Winston la puso en el suelo y sacó del bolsillo trasero un cuchillo con el que hizo un largo tajo en la esterilla. A continuación se dirigió a la cuerda floja, que estaba colgada de un gancho en la pared formando un rollo grueso y gigantesco. Winston la cogió, la dejó caer al suelo y la empapó en un frasco de líquido claro que sacó del maletín. Acto seguido encendió una cerilla, la soltó y las llamas lamieron la soga rápidamente. Había varios juegos de mallas de repuesto colgados en sus respectivas perchas; Winston los cogió y los echó al fuego.
En el maletín había más botellas llenas de líquido. Un líquido amarillo: orina. Winston abrió una de ellas y derramó el contenido sobre el resto del equipo que había en la estancia: pesas, aparatos para hacer ejercicio, balones medicinales y combas. Abrió una segunda botella y empapó todo lo que había a la vista antes de llevarse las tres botellas restantes al salón de los acróbatas. Lo siguiente que empapó fueron los sillones de ante y los asientos tapizados. Cuando hubo vaciado las botellas sobre ellos sacó otra cosa del maletín: una nariz de payaso de plástico roja. Para el asombro de J. J., puso la nariz de payaso de plástico sobre un cojín empapado de orina. A continuación cogió el maletín y salió corriendo de la carpa, mirando nerviosamente por encima del hombro.
De repente J. J. experimentaba sensaciones encontradas acerca de todo aquello. Tal vez Winston no fuera tan malo. Pero había algo sospechoso en todo ese asunto, algo que no conseguía precisar. ¿Acaso Gonko le había ordenado aquel ataque a Winston en secreto?
J. J. decidió averiguarlo. Cubrió la bola y salió en busca de Gonko. Lo encontró arrodillado junto a la bolsa de cadáveres, salpicando el rostro del sacerdote inconsciente con una botella de agua. Gonko se volvió a mirar a J. J., dejó caer la botella dentro de la bolsa y cerró la cremallera.
—Oye, Gonks —dijo J. J.—, ¿cuándo vamos a vengarnos de los acróbatas?
—Ya te he dicho que les daremos su merecido —contestó Gonko—. No hagas nada todavía. Espera hasta que yo lo diga. No me he olvidado de ellos, cariño, créeme. Les daremos su merecido pero bien. Ahora no es el momento, con tantos vándalos misteriosos corriendo por ahí.
—Claro —asintió J. J., frunciendo el ceño.
—J. J., vuelve dentro de tres horas y dale más agua a este tío. No queremos que se nos muera antes de mañana.
—Sí, ¿por qué no? —J. J. volvió a su habitación, preguntándose qué era lo que debía pensar. Winston estaba desobedeciendo las órdenes de Gonko, pero suponía que estaba un poco orgulloso del viejo. ¿Por qué habían de esperar para tomar represalias? Los acróbatas habían vivido demasiado bien durante demasiado tiempo.
Winston volvió a la carpa de los payasos confiando en que nadie importante lo hubiese visto. Entonces vio a J. J. esperándolo junto a la puerta de su dormitorio y el corazón le palpitó de mala gana. Vaya, estupendo. Ahora ¿qué?, se preguntó, con los nervios extenuados después de aquella incursión.
—Hola, Winston —dijo J. J. con una sonrisa burlona.
Winston había decidido que la displicencia despreocupada era la mejor apuesta cuando se trataba de J. J.; no tengas miedo, pero no lo desafíes. Dijo:
—¿Qué es lo que quieres, J. J.?
—Nada, nada. Buen trabajo. Eso es lo único que quería decirte.
¿Buen trabajo?, pensó Winston, y entonces cayó en la cuenta: la bola. Claro.
—Sí, bueno —dijo—. Se lo merecían. Ahora si me perdonas, J. J., tengo que descansar.
—Claro, claro. Oye, Winston. Perdona lo de esta mañana. No pretendía parecer… ya sabes. Agresivo.
—No hay problema, J. J. Pero que quede entre nosotros, ¿de acuerdo?
El semblante de J. J. se oscureció, pero su tono siguió siendo jocoso.
—Claro. No quiero contar nada, ¿verdad? Y tú tampoco. —J. J. se marchó.
Winston cerró la puerta y echó la cadena. Suspiró. No podían permitir que J. J. conservara la bola de cristal, de ningún modo. Que J. J. estuviera al corriente de que estaba sucediendo algo ya era bastante peligroso, por no hablar de que se convirtiera en el Gran Hermano. Y quizá, solo quizá, se vieran obligados a poner en práctica la postura del núcleo duro de Niñopez sobre J. J., aunque Winston se ponía enfermo al pensar en ello. Hasta entonces habían supuesto que era mejor lo malo conocido: si se cargaban a Jamie, ¿quién sabía que clase de sustituto llevarían al espectáculo? Pero lo malo conocido se les estaba escapando de las manos. Tal vez no hubiera otra salida: Jamie tendría que morir para poder matar a J. J.