Trabajos externos
Tal como Gonko había predicho, George Pilo estaba de un pésimo humor cuando llegó el momento de encomendarles las misiones de aquella noche a los payasos. No era que George hubiese esperado que el intento de asesinato de Kurt tuviese éxito; lo que lo enfurecía era la perezosa facilidad con la que Kurt lo había visto venir y lo había rechazado. El solo hecho de descubrir algo de congoja habría supuesto un triunfo para George; si hubiera visto aquella atontada sonrisa de labios de pez vacilando delante de los artistas habría estado como unas pascuas durante meses.
En cuanto al sabotaje de la carpa entera, eso sí que había sido una sorpresa. Cuando se sobrepuso a la sorpresa, George se puso furioso; pero bien mirado, lo estaba siempre. Cuando Kurt padre legó en su testamento el setenta por ciento del espectáculo a Kurt júnior hacía unos cuatrocientos setenta años, las heridas se abrieron violentamente y desde entonces nunca habían dejado de sangrar. Media hora después de redactar dicho testamento, Kurt le había arrancado a su padre la mitad de la cara de un mordisco, como si fuera un trozo de fruta.
En cuanto al sabotaje, la idea de que alguien hubiera atentado contra su espectáculo le resultaba tan absolutamente insufrible que George sentía que la cólera le supuraba por la piel, se evaporaba en ráfagas de calor y apestaba el aire que lo rodeaba. Y aquella tarde, quién lo hubiera dicho: el sabotaje número dos. George lo había visto venir, o para ser más precisos, lo había visto Shalice. Había tenido una de esas mierdas de empatía con el futuro y se lo había advertido de inmediato. Se había demorado junto a la parada de los monstruos, había visto que Niñopez y su tropa salían a dar una vuelta, había visto a Winston que entraba y salía rápidamente, había visto que no iba a pasar nada y se había marchado para darle una tunda a la adivina por haberle hecho perder el tiempo. Después había oído el ruido de los cristales rotos.
Esos eran los ingredientes del mal humor de George. Cuando a las once los payasos se presentaron en la puerta de su caravana la abrió con tanta fuerza que los feriantes del callejón de las casetas creyeron haber oído un disparo.
—¿Qué es lo que queréis? —les gritó a los payasos, olvidando momentáneamente, a causa de la rabia, que habían ido siguiendo sus órdenes.
—Nada más que servirte, George —contestó Gonko al mismo tiempo que hacía una reverencia, con un centelleo de buen humor en los ojos. George se acordó de las chapucillas, frunció el ceño amargamente y fue a buscar las instrucciones.
En el umbral, Gonko se volvió a sus tropas para indicarles con un gesto que guardasen silencio.
—Georgie ha tenido un mal día —susurró—. Yo me encargo de él. Que todo el mundo se porte bien.
George regresó, cerró la puerta de un portazo a sus espaldas con la misma violencia y vio que los payasos estaban sonriéndole con aire compasivo. Emitió un gruñido asqueado desde el fondo de la garganta.
—Es un trabajo sencillo —espetó—. Salid ahí fuera y quemad la casa que hay en esa dirección. —George le arrojó un sobre a Gonko. El sobre le rebotó en la frente y cayó en sus manos—. Después dadle una paliza al hombre que veáis caminando por esta calle a la hora indicada. —Arrojó otro sobre a la frente de Gonko, pero este lo atrapó en el aire—. Luego robad este coche. Destrozadlo y volved. Tres trabajos. Sencillo. —Tras una pausa arrojó el último sobre, que se estrelló contra la barbilla de Gonko—. ¿Lo habéis entendido, capullos inútiles?
—Sí, George, está más claro que el agua —asintió Gonko con tono complaciente.
George cerró la puerta de un portazo.
Gonko se aclaró la garganta.
—¿George?
—¿Qué?
—Seguro que los pases nos vendrían bien.
La puerta se abrió y volvió a cerrarse en un instante, durante el cual arrojó una bolsita que golpeó a Gonko en el pecho. Este rebuscó en su interior y sacó un manojo de tarjetas de plástico, cada una de ellas conectada a un lazo de cuerda. Había una para cada payaso.
—Pases —explicó Gonko mientras le entregaba uno a J. J.—. No se puede ir sin un pase. Póntelo y como lo pierdas, te despellejo. Vámonos.
—No me gusta irme, Gonko. ¡No me gusta!
—Ese pigmeo es precisamente la razón de que nunca deba darse autoridad a los bajitos —declaró Gonko, señalando con el pulgar la caravana de George.
Condujo a los payasos (solo estaba ausente Rufshod, que seguía recuperándose de las costillas aplastadas) a través de los puestos y los juegos desocupados del callejón de las casetas. Recorriendo senderos que J. J. no había explorado aún, llegaron a un entramado de calles oscuras que recordaban a los barrios bajos de Londres. Allí no había brillo carnavalesco; apestaba y estaba mugriento, y los cristales rotos crujían bajo sus pies. Enanos con caras malévolas los observaban desde las ventanas y los callejones. J. J. los miró con el ceño fruncido y ellos le devolvieron la mirada; se había ganado cierta fama de villano en aquellos círculos y nadie se atrevía a acercarse a él.
Llegaron a una pequeña letrina portátil instalada en un callejón oscuro y estrecho. Gonko abrió la puerta. Había una pequeña abertura junto a la pared del fondo. Pasó la tarjeta por ella y se encendió una lucecita roja. Los demás payasos hicieron lo mismo. J. J. entró el último, apretándose incómodamente contra Goshy, cuyo aliento olía a fruta podrida. Gonko tiró de una palanca del techo, que semejaba una palanca de cambios, para colocarla en una muesca que indicaba «ciudad 4». Se oyó un chirrido en lo alto cuando el ascensor se elevó. El ascenso fue largo y J. J. no sabía cuánto tiempo podría soportarlo: el aliento de Goshy empeoraba a cada segundo que pasaba, filtrándose como un caracol por las aletas de su nariz. Cuando al fin se detuvieron, abrió la puerta de un empujón y salió al aire nocturno dando tumbos, carraspeando y escupiendo.
Parpadeó y miró en derredor. Se hallaban en medio del solar de una obra, y comprobó con asombro que reconocía las calles circundantes. Estaban en Brisbane, a menos de un kilómetro y medio del lugar que Jamie había llamado hogar. A su alrededor había hormigoneras y máquinas pesadas, inmóviles como fósiles de animales mecánicos en torno a un edificio de apartamentos a medio construir.
—Aquí estamos —anunció Gonko, escupiendo al solar; la gravilla crujía bajo sus zapatos—. La vieja Brisbane —musitó—. Un vertedero infecto. Se cree que ahora es una ciudad. Y una mierda. Aquí no hay bastantes asesinatos para considerarla una ciudad, ni mucho menos. El primer trabajo es aquí y los dos siguientes en Sídney, un vertedero infecto más grande.
J. J. siguió a Gonko, que se dirigía a la verja, y para su alarma Goshy lo siguió a él, arrastrando los pies justo detrás, lo bastante cerca para que se entrechocaran sus cabezas. J. J. profirió un chillido de pánico y estuvo a punto de mearse encima. Doopy se percató del problema y fue corriendo para sujetar a su hermano por los hombros.
—No, Goshy… Es J. J., Goshy, es J. J. Es el que tira el rodillo, Goshy. Es el que tira el rodillo.
Goshy observó a J. J. con frialdad ajena. Abrió y cerró la boca. J. J. se estremeció y pensó: O bien es el rey de los mentirosos o bien es el cabrón más tonto del planeta.
—Es un payaso, Goshy —le aseguró Doopy a su hermano—. Ahora vamos, tenemos cosas que hacer.
Gonko estaba junto a la verja, leyendo las instrucciones de George a la llama de un mechero. Cuando Goshy se hubo alejado a una distancia prudente, J. J. se volvió a mirar la letrina, que pasaba inadvertida detrás de una excavadora. La señaló y le preguntó:
—Gonko, ¿así es como los primos entran en el espectáculo?
Gonko alzó la mirada.
—¿Eh? ¿Nadie te ha explicado cómo metemos a los primos en el espectáculo? Por el ascensor no. ¿Qué pensabas, que cien personas se metían simultáneamente en un maldito retrete portátil? Winston, díselo.
—Los que llevan a los primos son los cobradores de entradas —le explicó Winston—. Encuentran circos que se están celebrando aquí, en el mundo real, como esas ferias anuales que hay en las capitales. Ponen la puerta allí, en un lugar donde nadie advierta nada raro, a veces en las entradas auténticas. Las puertas son como telas de araña. Los primos acceden a nuestro espectáculo a través de ellas.
—¿Y eso cómo funciona? —insistió J. J.
—¿Las puertas? No sé cómo funcionan. Son parte de los chismes que reunió Pilo padre durante sus viajes por el mundo. Algunos dicen que robó muchas cosas de las pirámides. Déjame decirte que eso sería lo menos que hizo. Pilo acumuló toda clase de artefactos arcanos. Para que el espectáculo sea como es hoy, tendría que haberlo hecho. Probablemente fue el mayor ladrón que el mundo haya conocido jamás. Pero ignoro cómo funcionan las puertas, al igual que ignoro cómo funciona el maquillaje. Los primos pasan y acaban en el espectáculo. Ni siquiera se dan cuenta. A lo mejor ni siquiera son sus cuerpos auténticos los que van al espectáculo, ¿sabes? Solo… la parte de ellos que los mueve, la que los hace estar vivos. El mecanismo del circo es extraño.
—¿Y por qué no ponen las puertas de boletos en una ciudad? —sugirió J. J.—. En una calle transitada. Los primos estarían pasando constantemente.
—Secreto —contestó Winston—. Recibimos a primos que ya iban a un espectáculo. Salen a ver un circo, de modo que eso es lo que ven. Pilo padre era un paranoico que temía que lo descubrieran y por eso nos hacía practicar el idioma de nuestro país de acogida cuando cambiábamos de base. Si quieres que te diga lo que pienso, no sirve de nada, pero yo no hago las reglas. Los primos del espectáculo vuelven a casa con recuerdos borrosos, pero sin saber lo que ha pasado. Probablemente solo se pregunten por qué no han sacado ninguna foto. Ahora bien, si la gente de la calle recordase vagamente haber ido a un circo cuando pensaban que iban a pasar el día en el trabajo, y si millares de ellos dijeran lo mismo… Bueno, si eso ocurriera probablemente las cosas no cambiarían demasiado. Pero así es como se ha hecho siempre y eso no va a modificarse.
—Callaos los dos. Vamos —dijo Gonko, volviéndose a meter las instrucciones de George en el bolsillo. Se balanceó hacia atrás sobre los talones y saltó por encima de la verja, sacudiendo el alambre. Doopy empujó a Goshy contra la verja y se agachó para meter la cabeza y los hombros entre sus piernas. Sin dejar de protestar saltó por los dos, llevando a horcajadas sobre los hombros a su hermano, que silbaba, confuso. Winston fue el último que pasó, resoplando y jadeando.
La ciudad estaba en silencio a excepción de los cláxones del tráfico que fluía a escasas manzanas de distancia. El distrito comercial del centro despedía un brillo blanco rosado que teñía el vientre de las espesas nubes. Los payasos atravesaron a buen paso las calles oscuras, cruzándose esporádicamente con borrachos que volvían a casa. En esas ocasiones Gonko les indicaba a todos que se quedasen en las sombras, algo que los payasos habían convertido en un hermoso arte a pesar de sus llamativos colores; se fundían con las tinieblas como si hubiesen apagado una luz alrededor de sus cuerpos y nunca los veían.
—¿Adónde vamos? —le preguntó Winston a Gonko cuando los payasos se detuvieron para comprobar dónde estaban.
—Esto es interesante —le aseguró Gonko—. Se trata de una casa donde hay un niño de un mes llamado Louis Chan. Según Shalice, cuando crezca se convertirá en una especie de investigador que descubrirá unas curas milagrosas. Georgie no quiere que pase eso. Así que por tal motivo hemos venido.
—¿Y vamos a quemar la casa? —exclamó Winston, y J. J. percibió un deje oscuro y duro en su voz; estaba indignado y procuraba que no se notara. J. J. se rio burlonamente.
—Así es, Winston —contestó Gonko alegremente—. Vamos a quemar la casa, con fuego, llamas, pavesas, cenizas y lo que haga falta. Está a tres manzanas de aquí, así que daos prisa, capullos.
Al final de una calle empinada, los payasos llegaron a una casa de dos pisos, mitad de ladrillo, mitad de madera. La copa de un mango plantado en el patio delantero los ocultaba de la luz de la calle. Gonko buscó en sus bolsillos y extrajo una pequeña botella de cristal llena de gasolina. Sacó media docena como aquella y las pasó. Winston tenía una expresión grave y J. J. sintió la tentación irrefrenable de provocarlo y que sufriera una especie de explosión emocional. Se le acercó sigilosamente y dijo:
—Tengo miedo, Winston. Nunca he olido a un bebé asado. Yo…
Los ojos de Winston destellaron de un modo que jamás había contemplado; J. J. retrocedió un paso, presintiendo que estaba a punto de golpearlo, y se calló.
—A la de tres —dijo Gonko—. Tres. ¡Vamos! —Gonko echó a correr junto a la casa, saltando la cerca. Un pastor alemán surgió de las sombras, gruñendo ferozmente. Gonko le propinó una patada en la cabeza, que se sacudió en un ángulo grotesco, y se oyó un chasquido cuando se le rompió el cuello. A continuación echó gasolina en el costado de la casa, sacándose más botellas de los bolsillos. Doopy estaba corriendo por el otro lado, haciendo lo mismo. Goshy estaba mirando fijamente su botella, completamente quieto. J. J. derramó gasolina en el porche, impulsado por la adrenalina. Tenía que contenerse para no estallar en vítores y carcajadas. Gonko desapareció debajo de la casa, empapando los puntales. Mientras estaba ahí abajo encendió la primera llama.
Winston arrojó una botella que se estrelló contra la ventana de la casa, haciéndola añicos con gran estruendo.
—¿Quién ha tirado eso? —preguntó Gonko, saliendo de debajo de la casa.
—Yo. Lo siento, Gonks —dijo Winston.
—Espero que no se hayan despertado —comentó Gonko mientras se limpiaba las manos en los pantalones—. Ah, bueno, no es mi problema. Vamos al ascensor. ¡Venga, venga, venga!
Los payasos volvieron corriendo por las oscuras calles, golpeando la acera con sus pisadas y despertando un coro de ladridos por parte de los perros del barrio. El brillo anaranjado del incendio se estaba propagando tras ellos. J. J. se detuvo en lo alto de la calle para admirar las llamas que abrazaban la casa como si fueran los brazos de un demonio. Eso lo he hecho yo, pensó vertiginosamente mientras lo asaltaba una sensación de poder. De repente sintió que estaba en el escenario, recibiendo los aplausos de numerosos espectadores que lo vitoreaban y canturreaban su nombre… O lo abucheaban, ¿qué importaba? Por dentro, estaba disfrutando, pavoneándose y riéndose como un maniaco. Era una sensación sublime.
Winston se había detenido delante de él para recuperar el aliento. J. J. lo adelantó y le dedicó una sonrisa radiante. El viejo payaso estaba mirando directamente hacia delante, con lágrimas ardientes en los ojos.
Recibirás tu merecido, pensó J. J., y un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Lo recibirás con creces. Falta poco.
Cuando llegaron al solar de la obra saltaron por encima de la verja y fueron corriendo al ascensor mientras aullaban las primeras sirenas. Goshy se detuvo delante de la puerta, con la mirada perdida, como si hubiera oído la llamada de un espíritu afín.
—¡Vamos, Goshy! —exclamó Doopy, señalando la puerta del aseo portátil. Goshy giró en redondo y emitió un silbido quedo, con una expresión de entusiasmo infantil en su rostro. Miró significativamente a su hermano y señaló hacia atrás por encima del hombro mientras nuevas sirenas sonaban desde otra dirección—. Ya lo sé, Goshy —le aseguró Doopy, asiéndolo por los hombros y mirándolo a los ojos—. ¡Yo también lo he oído, de verdad!
J. J. se retorció contra la puerta mientras descendía el ascensor y al final no pudo seguir callado.
—¿De qué puto planeta sois vosotros dos? —exclamó.
Doopy y Goshy lo respondieron con su silencio.
Los payasos hicieron el resto de sus tareas en Sídney. Gonko indicó «ciudad 2» con la palanca que había dentro del ascensor, y este se zarandeó durante siete minutos. Cuando se detuvo se encontraron en el solar de otra obra en una ciudad en la que el aire era más frío y estaba más contaminado. Empezaron dándole una paliza a un transeúnte, el portero de un club nocturno con conexiones con el crimen organizado, cuando se dirigía a su casa. Le dieron una buena tunda, siluetas apaleando y dando patadas a una forma que se debatía en la oscuridad al borde de la carretera ante el fondo de los faros que pasaban. Según la adivina, aquella paliza sería el primer golpe de lo que habría de ser una guerra de bandas a gran escala, con tiroteos en público, coches bomba y civiles atrapados en el fuego cruzado. J. J. preguntó por qué George quería que empezase aquella guerra de bandas, pero Gonko se encogió de hombros y le advirtió que no repitiese esa pregunta, puesto que probablemente el propio George estaba siguiendo órdenes.
Lo siguiente fue robar el coche, un ostentoso BMW con el que dieron una vuelta por la zona oeste de Sídney. Lo destrozaron concienzudamente y lo estrellaron contra una casa. El coche pertenecía a un emergente miembro del partido laborista australiano que estaba destinado al parlamento algún día. Gonko ignoraba cuál era el propósito de aquello, solo sabía que formaba parte de una cadena de acontecimientos mucho más larga, cuyos resultados no se manifestarían durante más de una década.
—Estamos haciendo el trabajo de esa vieja bruja —comentó Gonko mientras los payasos volvían a casa—. ¿Que no vienen primos? Encargádselo a los payasos. Me pone enfermo, joder.
A J. J. no le importó tener una ocasión para estirar las piernas en el mundo real. Había cogido un periódico del jardín delantero del miembro del partido laborista. En la carpa de los payasos lo desenrolló y vio el titular:
INVESTIGACIÓN SOBRE LAS MUERTES EN EL ESPECTÁCULO DE PENRITH
La policía sigue sin obtener respuestas sobre el extraño accidente que acabó con la vida de nueve personas en la feria anual de Penrith, el pasado febrero. Los cuerpos se encontraron al concluir la feria; al parecer habían muerto aplastados. Aún no han aparecido testigos del accidente. No se ha establecido ninguna fecha para el informe del forense, pero los familiares están considerando emprender acciones legales contra los organizadores del espectáculo, según ha revelado una fuente. Se dice que la policía sigue entrevistando a los asistentes a la feria. El caso ha atraído la atención de los medios de comunicación internacionales de todo el mundo, incluyendo los EE. UU. y Gran Bretaña.
—Que me… —dijo J. J.—. ¡Tíos! ¡Somos famosos! Salimos en el periódico.
J. J. le enseñó el artículo a Gonko.
—Suponía que se darían cuenta —comentó Gonko—. Nueve primos muertos. Si quieres que te diga lo que pienso, están mejor muertos.
—¿Qué quieres decir?
Gonko le dirigió una mirada petulante.
—Los primos son como vacas, J. J. Vienen aquí y los ordeñamos. La única diferencia es que ellos no vuelven a tener leche. ¿Está claro?
—No. ¿De qué cojones estás hablando? ¿Qué es lo que les ordeñamos?
—Deberías saberlo, cariño. Te doy una bolsita todas las semanas.
J. J. guardó silencio y Gonko repartió una mano de póquer.
—Pero esto no es ser famoso, J. J. —continuó—. Nos hemos metido en fregados muuucho peores que nueve primos muertos. ¿Qué te parecen cincuenta millones de primos muertos? A ver qué tal te sienta eso, J. J. Eso sí que es ser famoso. Eso sale en las primeras planas. Más de una vez.
—¿Qué?
Gonko lo miró con los ojos entrecerrados y con una fina sonrisa.
—Digámoslo de esta forma. Un pintor austriaco fracasado le debe su éxito en la política a Kurt Pilo. No era conocido por sus cuadros, pero seguro que has oído hablar de él.
J. J. estaba cansado de aquella conversación. Fue a su habitación y abrió una de las bolsas de terciopelo (tenía tres, pues George había pagado de mala gana a los payasos cuando habían regresado aquella noche) y se echó algunos granos en la palma de la mano, contemplándolos mientras la luz se reflejaba en minúsculos destellos irisados.
—¿Qué es esta mierda? —musitó.
Los demás payasos se acostaron enseguida y el parque de atracciones se sumió en el silencio. J. J. sacó la bola de cristal, aunque no esperaba ver nada a aquella hora de la noche. Había pensado en echar un vistazo a los enanos para ver lo que tramaban cuando salían al apagarse las luces. Después de haberlos observado riñendo en los tejados enfocó el salón con la bola y se sorprendió al ver otra cosa: una figura que se fundía con las sombras colándose en la carpa. J. J. trató de precisarla, pero fuera quien fuese el intruso, se escabullía en la oscuridad tan bien como los payasos; J. J. solo vio una silueta con los hombros encorvados y una acusada cojera. De pronto adivinó de quién se trataba; había visto aquella figura saliendo a rastras de la casa de la risa ese mismo día, con la piel chamuscada y el cuerpo expeliendo humo. Cuando el aprendiz pasó ante uno de los faroles del salón J. J. le vio la cara, rosa, blanca y púrpura a causa de las quemaduras. Tenía una mirada acerada, la expresión de un hombre que ha rebasado ampliamente sus límites. Llevaba una barra de plomo en la mano.
El miedo le asestó un zarpazo cuando comprendió que el objetivo era él; al fin y al cabo, era el que había sustituido al aprendiz, el que recibía su salario y ocupaba su habitación. Gimiendo, atrancó la puerta con una silla para ganar un par de segundos. Ya le temblaban las manos. Rebuscó un arma en las cajas y encontró el rodillo, a continuación regresó junto a la bola y observó con atención. El aprendiz avanzaba tambaleándose con pasos torpes pero implacables.
J. J. trató de asir firmemente el rodillo mientras echaba el brazo hacia atrás. Lo arrojaría con todas sus fuerzas; tenía buena puntería y con un poco de impulso podía romperle la cara a aquel cabrón. Mirando sucesivamente a la bola y a la puerta, el aprendiz apareció ante su vista… Pero pasó delante de su puerta sin mirarla siquiera.
J. J. cambió de emociones como quien se cambia de calcetines: el miedo lo abandonó por completo. Repentinamente sediento de sangre, dejó el rodillo y salió furtivamente por la puerta. El aprendiz iba dando tumbos como un zombi recién salido de la tumba. J. J. lo siguió. Percibió un movimiento por el rabillo del ojo y cuando se volvió vio que Doopy se estaba arrastrando por el pasillo. Se miraron un instante y después ambos avanzaron sin hacer ruido.
Un metro veinte más adelante, el cuello del aprendiz era una franja calcinada y ampollada de intenso color púrpura. Tenía la ropa cubierta de hollín y motas de ceniza blanca, y algunas partes se habían consumido revelando terribles heridas supurantes. Solo quedaba una margarita estampada visible en la camisa.
El aprendiz se detuvo ante la puerta de Gonko, sin percatarse de que tenía público. Se tambaleó. J. J. se preguntó si debía advertir al jefe; no estaba preocupado por Gonko. Dormido o no, cualquier cabecilla que no pudiese repeler un ataque de aquella desdichada figura herida probablemente no debía serlo.
El aprendiz alargó una mano magullada y ampollada hacia la puerta de Gonko y rodeó el pomo con los dedos, rompiéndose la piel de los nudillos. J. J. oyó que siseaba entre dientes antes de abrir la puerta y entrar. Doopy y J. J. lo siguieron apresuradamente y se detuvieron en la puerta.
En la habitación de Gonko había una vela encendida cuya diminuta llama casi se había extinguido en un charco de cera roja. El cabecilla de los payasos estaba tendido bajo una sábana, respirando profundamente mientras dormía, con las espinilleras y los zapatones de payaso colgando sobre el borde de la cama y la manta sobre el pecho y la cara. El aprendiz enarboló la barra de plomo y se acercó un paso, dos pasos, aferrando el arma con los dedos. Entonces se detuvo, observando a su enemigo indefenso, haciendo acopio de valor o paladeando el momento.
En ese instante resonó un inesperado timbrazo que salía de Gonko. Mejor dicho, salía de uno de sus bolsillos, en el que se había accionado violentamente un despertador. El aprendiz se quedó petrificado mientras Gonko se deshacía de la manta y abría rápidamente los ojos. Se puso en pie con un movimiento brusco y rodó hacia atrás sobre la cama, interponiéndola entre su enemigo y él. Miró al aprendiz y la barra de plomo y arqueó los labios hacia arriba. Aunque la cara de Gonko seguía siendo la misma máscara tosca de siempre, a los ojos de J. J. parecía que estaba encantado.
El aprendiz se recuperó de la sorpresa y alzó la barra, agazapándose como si fuera a saltar sobre la cama. Gonko entrecerró los ojos. Metió la mano en el bolsillo y sacó el despertador, que seguía sonando con estridencia, lo apagó con el dedo pulgar y lo arrojó a un lado. Su mirada pasó por encima del hombro del aprendiz para posarse en J. J. y Doopy. Volvió a meter la mano en el bolsillo y extrajo algo que parecía un calcetín enrollado. A la manera de un lanzador de béisbol echó la mano hacia atrás y lo arrojó. El aprendiz se agachó hacia un lado y el objeto aterrizó en las manos de Doopy. J. J. percibió un aroma químico. Como si Gonko le hubiese dado una orden con la mirada, Doopy se acercó sigilosamente al aprendiz por la espalda y le apretó el rollo de tela contra la cara. El aprendiz exhaló un resoplido, soltó la barra y cayó al suelo desmayado.
Gonko se acercó tranquilamente a la figura postrada, cogió la barra de plomo y se sacó otro calcetín enrollado de los pantalones. Lo agitó bajo la nariz del aprendiz y J. J. captó de nuevo un atisbo de productos químicos. El aprendiz abrió los ojos, farfullando y tosiendo, despertando ante la visión de Gonko, que se erguía sobre él, alto como un dios, con la barra de plomo en una mano y una sonrisa casi paternal en la cara. El cabecilla de los payasos le tiró un beso, alzó la barra por encima de la cabeza y la descargó una y otra vez. Cada golpe arrancaba un tañido quedo que concordaba en una armonía malsana con los crujidos del hueso. Doopy observó con una expresión de ligera curiosidad la sangre que le salpicaba las canillas a Gonko, formando un círculo en el suelo alrededor del payaso moribundo.
J. J. observó a su maestro mientras este apaleaba el cuerpo completamente indefenso que se debatía bajo el suyo. Las visiones y los sonidos de aquel asesinato lo estremecieron, haciéndole cosquillas en un punto al que no llegaba el deseo sexual, aunque se trataba de una sensación parecida. Tenía la boca abierta y sus ojos absorbían cada una de las gotas rojas y las muescas. La barra de plomo siguió resonando acompasadamente mucho después de que los miembros del aprendiz hubieran dejado de retorcerse.
Gonko dejó al fin de golpearlo y musitó:
—Los payasos son difíciles de matar, J. J. Los payasos no mueren fácilmente. —Arrojó la barra de plomo a un lado y se cruzó de brazos, haciendo un asentimiento en dirección al cadáver. Como si aquello formara parte de un ejercicio ensayado muchas veces, Doopy se arrodilló y lo cogió por los pies. J. J. se agachó para asirlo por los hombros, que le parecieron terriblemente deformados y blandos al tacto. El despojo desbaratado que había sido la ceñuda cara del aprendiz descansaba sobre el pecho de J. J. mientras este y Doopy sacaban el cuerpo a la noche, atravesando el silencio sepulcral del parque hasta la alta cerca de madera, mientras la gravilla crujía bajo sus zapatos. Zarandearon el cuerpo de un lado a otro para adquirir velocidad y lo arrojaron por encima de la cerca. Una línea vertical de gotas rojas salpicó la cerca mientras el cadáver caía al otro lado.
Los dos payasos regresaron a la carpa sin hablar. Unos ojos los miraron desde las rendijas de las cortinas cuando pasaron ante las barracas de los gitanos. La muerte nunca estaba muy lejos; merecía la pena asomarse entre las cortinas en noches como aquella cuando se oía el crujido de pasos en los senderos de gravilla. Merecía la pena cerrar la puerta con llave.
La noche aún no había acabado.
En la cama, J. J. reprodujo mentalmente los golpes de la barra de plomo sin pasar por alto ni un detalle. Vio claramente las motas de sangre que salían volando, oyó los sonidos de los huesos al romperse y el quedo tañido metálico que resonaba al ritmo acompasado de los golpes de Gonko, y descubrió algo nuevo, una emoción inédita.
J. J. se levantó de la cama casi sin pensar. Se acordó vagamente de Jamie, del atentado contra la parada de los monstruos y del feriante gordo al que Jamie había visto mientras escapaba. Le habría servido cualquier excusa; sin duda aquella sería suficiente. J. J. había olvidado el motivo de la traición de Jamie, pero no le importaba. Lo que le importaba era enseñarle que no debía volver a hacerlo. Lo que le importaba era borrar sus huellas.
Salió de nuevo, sin molestarse en disimular sus pisadas sobre la gravilla. El sonido era perceptible en la silenciosa quietud de la noche y los faroles parpadeaban sobre las casuchas de los gitanos a su paso. La muerte nunca estaba lejos, y el nuevo payaso había aprendido a hacerla. Encontró un hacha apoyada contra un montón de leña. La cogió y la besó.
Jamie se despertó alrededor del mediodía; la almohada estaba embadurnada de maquillaje como de costumbre. La cama estaba caliente y viciada y hedía a sudor. Sudor y otro olor parecido. Tenía algo pegajoso en los dedos, de modo que los alzó ante sus ojos húmedos y vidriosos. Ante la visión de la sangre su corazón se puso en marcha antes de que su mente comprendiera lo que estaba viendo. Tenía la mano cubierta de sangre, que le teñía todos los dedos hasta la muñeca.
Los recuerdos vagos y horripilantes regresaron como una pesadilla: abrir la puerta de la barraca de una patada; encender un farol mientras el gitano yacía durmiendo con una petaca vacía a sus pies y la barriga cervecera colgando sobre sus pantalones, rezumando gotas de sudor como si fuera reluciente carne asada; levantar el hacha y susurrar «¿estás mirando, Jamie? Este lío es culpa tuya».
Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. La hoja del hacha en el cráneo. La sencillez tranquila y desprovista de emociones de los golpes, sin un instante de vacilación, y el pequeño gruñido que emitió el gitano cuando le aplastó el cráneo. Ese había sido el momento de la muerte, pero el principio de la diversión de J. J. Le había sucedido algo mientras mataba. Estaba lúcido, sereno, casi ajeno al acto físico, pero la sangre que fluía por su cuerpo estaba inflamada. Lo había embargado una sensación que era casi sexual. Había aferrado el hacha con tanta fuerza que le había parecido una parte de él. Después de que las heridas cesaran de bombear sangre había seguido golpeando, ah, sí, ah, joder, sí, arriba, abajo, arriba, abajo, más deprisa, con la intención de continuar hasta que no pudiera seguir golpeando, pero no se le cansaban los brazos. Jadeaba como un lobo, con una capa de sangre tan gruesa que era una segunda piel. Finalmente había resbalado en un charco, había soltado el hacha y los golpes habían cesado. A continuación había arrastrado el cuerpo hasta la cerca, sin molestarse en arrojarlo al otro lado. Por el contrario, lo había colocado cabeza abajo, apoyado en el muñón del cuello.
Jamie recordaba todo aquello, que habían hecho sus propias manos. Recordaba lo que le había hecho Gonko al aprendiz con la barra. Las náuseas lo acometieron. Se levantó de la cama y se desplomó. Las sábanas estaban empapadas de sangre; había dormido en ella toda la noche.
Eso sí que ha sido un sueño húmedo, balbuceó su mente asqueada. De rodillas, sucumbió a los vómitos y las arcadas; largos hilillos de saliva le manaban de la boca.
Y había más. J. J. le había dejado un mensaje escrito con sangre, con un pulso perfectamente tranquilo, en la puerta del armario: «Falta poco, Jamie». Faltaba poco; sí, ahora lo recordaba. J. J. le debía una. La noche anterior solo había estado atando cabos sueltos. La fiesta ni siquiera había empezado aún.
Se obligó a poner la mente en blanco.
Soy un asesino.
Pero solo durante un instante.
Pasó el tiempo y remitieron los ataques de temblores y los vómitos. Gonko se asomó para anunciar un ensayo a las dos. Echó un vistazo a las sábanas empapadas de sangre, sonrió, le preguntó: «¿Una cita caliente, J. J.?» y se fue.
Jamie se puso en pie; lo había intentado cuatro veces aquella mañana, pero ahora tenía la suficiente fuerza en las piernas. Le daba vueltas la cabeza como si hubiera fumado demasiada hierba. No dejaba de pensar: He matado a alguien. Pero yo no estaba al mando. Pero me puse el maquillaje sabiendo que no lo estaría. Yo no he pedido estar aquí. Aquellos pensamientos giraban y giraban, dando paso a las imágenes de la carnicería y al gruñido de la muerte del gitano. Mareado, se dirigió a la habitación de Winston arrastrando los pies. Llamó a la puerta.
—¿Qué? —fue la amortiguada respuesta.
Jamie entró. Aún tenía sangre en las manos.
—¿Qué diablos ha pasado? —exclamó Winston, incorporándose y cogiéndolo por los hombros.
Jamie intentó decírselo, tragó saliva y volvió a intentarlo.
—He matado a alguien.
El tono de Winston era cortante.
—¿Qué? ¿A quién? ¿A quién has matado?
—No lo sé. A un gitano. El que vive… joder, el que vivía… al lado de la parada de los monstruos.
Winston se reclinó y exhaló un suspiro.
—Me habías preocupado por un momento.
Jamie lo miró boquiabierto; creía que el viejo le estaba tomando tomado el pelo.
—¿Es que no me has oído? He matado a alguien.
Winston lo observó gravemente pero le habló con tono amable.
—Jamie, aquí pasan cosas mucho peores que el asesinato de un feriante. Eso no es nada. Los Pilo ni siquiera repararán en un feriante muerto. Y no fuiste tú, ¿verdad? Fue J. J., ¿tengo razón?
—Sí, pero yo estaba…
—Sin peros. Sois dos personas diferentes. ¿Lo entiendes? Personas completamente diferentes. Ahora no quiero hablar más de eso, ¿me has oído? ¿Sabes por qué lo hizo J. J.? ¿Tenía un motivo o es que le apetecía pasar un buen rato?
—Sí, me parece… te acuerdas de lo de ayer, en la parada de los monstruos…
—Ya lo sé, maldita sea, no lo digas en voz alta.
—Lo siento. J. J. pensó que a lo mejor el gitano me había visto. Que era un testigo.
—Tiene gracia —comentó Winston al cabo de un momento—. Si realmente te vio, es probable que J. J. nos haya hecho un favor. —Winston se pasó una mano por la cara—. Mira, Jamie, no sé cuánto te puedo contar. Tengo a J. J. bajo control, mantendrá la boca cerrada si sabe lo que le conviene. Pero lo que tengo que contarte… No lo sé. Quiero ayudarte, hijo. Y también quiero que me ayudes. Pero no sé si puedo correr el riesgo. No solo me preocupan los Pilo. Son los demás payasos. A Gonko le gusta estar aquí. Aquí es el rey, ¿comprendes? No quiere que ninguno de nosotros se amotine. ¿Sabes lo que haría si pensara que estamos intentando quitarle la alfombra de debajo de los pies?
—¿Qué voy a hacer, Winston? Anoche yo… J. J. mató a alguien. Y está enfadado conmigo. Está muy enfadado. Piensa vengarse y piensa hacerme daño. Aún no sabe qué hacerme. Puede ver todo lo que hago. Y yo puedo ver todo lo que él hace. Es como intentar jugar al ajedrez contra uno mismo. —Jamie se enjugó el sudor de la frente y apartó la mano ensangrentada con repugnancia. Winston cogió un trapo y se lo entregó—. Anoche ni siquiera se estaba vengando —prosiguió Jamie—. Va a por mí, Winston. Y va en serio.
—¿Estás seguro? —preguntó Winston—. Me extrañaría que hiciese nada para hacerte daño de verdad. Los dos estáis alquilando el mismo espacio. Lo peor que puede hacer es asustarte o hacer que te sientas mal.
—Pero está loco. Se vuelve más loco cada día que pasa. Ya viste cómo se puso anoche cuando quemamos aquella casa. Estaba desequilibrado. Sentía que estaba… no lo sé, poseído por un demonio. Y se alegraba de ello, se sentía el rey del mundo. Matar a un bebé… Joder, Winston, ¿qué es lo que hicimos anoche?
Winston se levantó para dirigirse a la jaula de los ratones como si no quisiera que le viera la cara. Rompió un trocito de bizcocho y lo metió entre los barrotes. Tenía un nudo en la garganta cuando habló.
—Hicimos lo que nos ordenaron nuestros jefes. Y ellos hacen lo que les ordenan los suyos. A nadie le importa. Todo el mundo hace su trabajo y recibe el polvo… Ah, ¡a la mierda, Jamie! Quiero que vengas conmigo esta noche. Procura aguantar sin maquillaje hasta el final del día si puedes. Será duro y puede que resultes herido, pero inténtalo. Esta noche iré a buscarte cuando llegue el momento. Tengo que enseñarte algo importante.
Winston se acercó a la puerta, se puso de rodillas y apretó la cara contra la rendija que mediaba entre la puerta y el suelo. Satisfecho de que no hubiese nadie allí fuera, habló con una voz apenas audible y se negó a mirar a Jamie, como si hablara con serias reservas.
—Somos más —explicó—. Hemos esperado desde hace mucho tiempo para hacer algo con respecto al espectáculo, pero ya hemos esperado suficiente. Ven a conocerlos. Esta noche, solo si no te maquillas, solo por hoy. Comprenderás lo que significa la libertad… Lo que es la libertad.
Jamie descubrió que se había quedado sin habla durante un par de momentos; la idea de la resistencia organizada lo entusiasmaba tanto como lo asustaba.
—Otra cosa más —añadió Winston, que ahora lo estaba mirando a los ojos—, es muy importante que mantengas la bola de cristal en secreto.
Jamie enarcó las cejas.
—¿Cómo lo has…?
—La vi hace unos días en tu habitación. Hagas lo que hagas, no se la devuelvas a los Pilo ni permitas que nadie descubra que la tienes. ¿Crees que J. J. está dispuesto a entregarla?
—Imposible. Le gusta demasiado, es su juguete favorito.
Winston parecía preocupado a pesar de todo.
—De acuerdo —asintió—, solo si estás seguro.