16

Incriminando a J. J.

Jamie despertó y pasó por lo mismo de siempre: vértigo, náuseas, terror y desconsuelo fatalista. Lo bueno era que el dolor físico ya no formaba parte del ritual. Como siempre, recordó que el día anterior había estado a punto de morir, en esta ocasión debido al derrumbamiento de las vigas maestras. Una de ellas se había estrellado junto a su cara; o la de J. J., mejor dicho. ¿Y cómo había reaccionado J. J. ante todo aquello? Después de haberse librado de la masacre no había pensado en ello ni por un segundo. No le importaba nada lo que le sucediera al cuerpo que compartían. Voy a morir aquí, se dijo Jamie con una certidumbre absoluta y serena. El día menos pensado.

Jamie despertaba así todas las mañanas y ese era el motivo de que normalmente se apresurase a maquillarse de inmediato. Pero aquella mañana no. Tenía que pensar. El día anterior había sucedido algo grande, algo que no concordaba con la dinámica de aquel lugar. Alguien había atentado contra todos los componentes del espectáculo; todos los importantes, al menos. No se había andado con tonterías, se había propuesto arrancarles la cabellera. Aquel estandarte: «Libertad». La palabra que Winston le había pedido que recordara. ¡Winston estaba al corriente! Tenía que estarlo.

Pensó en Winston, el único hombro en el que podía apoyarse.

Libertad.

O tal vez hubiera muchos hombros.

Observó el pequeño bote de maquillaje con una mirada de repugnancia. Aquel día se enfrentaría a aquel sitio siendo él mismo.

El resto de los miembros del circo estaban despertando y Jamie oyó que empezaban a limpiar la carpa del escenario de los acróbatas. Se puso los zapatones, una nariz roja, una camisa abultada a rayas y pantalones de lunares rosas estridentes. Comprobó dos veces los bolsillos y no encontró más que pelusa. Después de vestirse se sentó en la cama, escuchando, por si los payasos se hallaban en el salón. Parecía que estaba en silencio. Se levantó, abrió la puerta y tuvo que sofocar un grito; Goshy estaba justo delante una vez más, y solo Dios sabía cuánto tiempo había pasado contemplando los paneles de la puerta. ¿Toda la noche?

Jamie apretó con fuerza el picaporte de la puerta.

—Buenos días —consiguió decir.

Goshy lo miró sin cambiar de expresión. Jamie vio algo verde en su labio superior, como una mancha de hierba.

—Buenos días, Goshy —repitió Jamie. Goshy respondió parpadeando, primero con el ojo derecho y después con el izquierdo. Emitió un silbido quedo y risueño y se volvió hacia el pasillo. Jamie, decidiendo que probablemente no era prudente pedirle que se moviera, se deslizó por el estrecho hueco que había entre la puerta y el hombro de Goshy, haciendo todo lo posible por evitar el contacto con este.

Miró nerviosamente a ambos lados del pasillo, intentando acordarse de cuál era la habitación de Winston. Llamó a la puerta y desde el otro lado escuchó la voz del viejo payaso diciendo:

—¿Eh? ¿Quién es?

—Jamie.

Se escuchó el chirrido de los muelles de la cama.

—¿J. J.?

—Jamie.

—¿Jamie? Pasa.

Entró y se sentó en un espacio despejado en el suelo junto a la cama de Winston. Este se incorporó bostezando.

—Hacía tiempo que no te veía —comentó.

—Sí. Escucha… Hoy no quiero ponerme el maquillaje.

Winston se rascó la barbilla y se hurgó en la oreja con un bastoncillo de algodón.

—Has elegido un mal día —le advirtió—. Hoy vamos a ensayar. Van a hacer que participes en la actuación. Tenemos que mantenernos en buena forma por si volvemos a actuar.

—¿Por qué no puedo hacerlo como estoy ahora?

—Podrías hacerte daño. Quizá morir. El maquillaje no solo te convierte en un cretino traicionero, recuérdalo. —Jamie bajó la mirada—. Mira, lo siento —dijo Winston—, y los dos sabemos que no es culpa tuya, pero es la verdad. Seamos francos. —El viejo payaso se reclinó y exhaló un suspiro—. Te has metido en un buen lío, ¿eh? No puedo decirte nada porque cuando te maquilles se lo contarás a todo el mundo.

—¿Qué pasa con los pantalones? —dijo Jamie—. J. J. cree que lo tienes cogido por los huevos. No quiere que te enfades con él.

—Eso es estupendo, pero permíteme decirte que si J. J. supiera todo lo que hay que saber me tendría cogido a mí. Y no corro peligro al decírtelo porque es mi palabra contra la suya. Estoy aquí desde hace más tiempo, me creerían a mí. —Winston guardó silencio y meneó la cabeza—. No sé qué hacer contigo, Jamie. No tengo la menor idea.

—Y si… ¿Y si me encargase de que supieras más trapos sucios de J. J. que él de ti? ¿Qué pasaría entonces?

Winston enarcó las cejas.

—Continúa.

Jamie se inclinó hacia delante.

—Si hoy hiciese algo, algo realmente incriminatorio, y saliera impune, pero de algún modo consiguiera darte pruebas de ello, J. J. quedaría en tus manos. A lo mejor estarías lo bastante protegido para decirme qué significa eso de la libertad.

Winston miró apresuradamente hacia la puerta y después a Jamie.

Shh. Por amor de Dios, Jamie, baja la voz.

Jamie hizo una mueca.

—Lo siento.

Winston se reclinó en la cama, pensando.

—Supongo que eso podría funcionar —admitió—. Pero ¿sabes el riesgo que corres? Si te cogen… no será divertido, hijo. No quieras saber lo que pueden hacerte.

—Tienes razón, probablemente no quiero —suspiró Jamie—. Es que estoy harto de despertarme así, de sentirme así. No lo aguantaré mucho más.

Winston asintió.

—Tiempos desesperados y todo eso, ¿eh? Bueno, será mejor que decidamos qué juerga vas a montar hoy.

—Winston, hay una cosa que quiero preguntarte desde hace tiempo.

—¿De qué se trata?

—¿Por qué tú no cambias? ¿Cuando te pones el maquillaje?

Winston esbozó un atisbo de sonrisa.

—No me lo pongo —dijo, y sacó una cajita de debajo de la cama—. Esto es maquillaje corriente. Del exterior. No es lo que fabrican en la casa de la risa. Nadie nota ninguna diferencia. Sencillamente me pongo arisco. No es difícil. Mi personalidad escénica no es muy distinta de la verdadera. Supongo que he tenido suerte en ese sentido.

—Pero ¿cómo consigues actuar?

—Me aseguro de que me den los papeles que no sean peligrosos. No es sencillo, te lo advierto. Le digo a Gonko que me duele demasiado la espalda para hacer los números difíciles. A pesar de todo tengo muchos moratones y a veces tengo que arriesgarme con los números peligrosos. Y para ti, J. J., si te acuerdas de esta pequeña charla, recuerda que puedo ponerme el verdadero maquillaje cuando quiera y romperte el maldito cuello.

Jamie parpadeó, sorprendido por la inesperada ferocidad de la voz de Winston.

—Ahora vete de aquí, Jamie. Pensaré un poco en lo que puedes hacer… si estás seguro de que eso es lo más acertado.

—No veo ninguna otra forma. De verdad que no.

Winston se encogió de hombros.

—Ahora que lo mencionas, yo tampoco.

Jamie volvió a su habitación y esperó, intentado que su pulso se acompasara y tratando de no pensar. Media hora después Gonko asomó la cabeza por la puerta y le espetó:

—Ensayo a la una. Chapucillas a las once de la noche. La vida es una mierda, pero hay que seguir adelante, joder.

La espera fue agónica hasta que Winston ideó un plan. Jamie anhelaba el desdén de J. J. por la muerte; quizá no fuese realista, pero era efectivo. Cuando Winston entró al fin llevaba una mochila. Apretó la oreja contra la puerta para asegurarse de que estaban a solas, abrió la bolsa y sacó una sábana blanca doblada. Se trataba de una versión reducida del estandarte que se había desplegado antes del hundimiento de la carpa, en el que figuraba la palabra «libertad» escrita con pintura roja. Winston habló en un susurro.

—He aquí lo que harás. Cuelga esto en la carpa de la parada de los monstruos. Habrá una escalera dentro. Súbete a las viguetas más altas y cuélgalo. Cuando termines encontrarás una nota pegada a la cara interior de la portezuela principal. Arráncala, lee lo que dice y trágatela.

—¿Y si me ven?

—Pues tendrás que asegurarte de que eso no ocurra. Eres amigo del nuevo ayudante de Niñopez, ¿no? ¿Cómo se llama, Steve? ¿Lo visitas de vez en cuando?

—Sí.

—Ahí tienes tu coartada. Ahora vete, deprisa.

—¿No me verán los monstruos?

Winston meneó la cabeza y se fue sin decir nada más, mientras Jamie se preguntaba por qué estaba tan seguro de ello. Comprobó el reloj de bolsillo que J. J. había robado en el callejón de las casetas: quedaban dos horas para el ensayo. Suspirando, cogió el estandarte y se lo metió debajo de la camisa, que era lo bastante abultada para disimularlo. Atravesó el salón y se internó en el camino principal intentando caminar como J. J., doblando demasiado las rodillas, ajustándose la entrepierna y mirando con el ceño fruncido a los gitanos que pasaban. Se sentía estúpido. Enseguida llegó a la casa de la risa, ante la que como de costumbre se hallaba Damian, el guardián, encapuchado y quieto; parecía que no se movía nunca. Jamie creyó atisbar algo que se agitaba en una ventana elevada, una cortina que volvía a su sitio, pero no estaba seguro.

Más allá de la casa de la risa había una serie de pequeñas casuchas de madera podrida y pintura descascarillada, casas de gitanos. Las atravesó intentando pasar desapercibido y sintió que estaba a salvo en ese aspecto; el distante murmullo indicaba que la mayoría de los feriantes se encontraban limpiando los escombros de la carpa del escenario de los acróbatas. La parte trasera de la parada de los monstruos estaba sumida en la penumbra. La misteriosa cerca de madera discurría detrás de ella. Jamie espió entre dos tablones, pensando en escapar por primera vez desde hacía mucho tiempo, pero no vio nada al otro lado, tan solo la niebla blanca que J. J. había visto desde el tejado. Apretó la oreja contra la áspera madera y le sorprendió percibir un sonido parecido al que se escucha al pegar la oreja a una caracola; el océano lejano.

Se sentía tentado a saltar la cerca cuando lo sobresaltó un ruido procedente de una barraca de gitanos próxima. Se trataba de un estrépito seguido de voces enojadas, una masculina y otra femenina, que gritaban en español. Fue corriendo a la carpa de la parada de los monstruos y encontró una abertura en la tela. Se detuvo cuando la disputa de los gitanos se tornó explosiva; la mujer profirió un grito estridente y a continuación hubo un silencio ominoso. Un hombre fornido de cincuenta y tantos años abrió la puerta trasera de la barraca de una patada, luciendo una olivácea barriga cervecera que se derramaba sobre los pantalones. Sobre el hombro llevaba el cuerpo inerte de una mujer de mediana edad con la parte posterior de la cabeza abierta y rezumando gotas rojas. El gitano la arrojó al suelo junto a la cerca. Jamie hizo una mueca y se agachó para entrar en la parada de los monstruos.

No es más que un asesinato. Son cosas que pasan.

—Vamos —susurró, intentado calmar sus nervios; se sentía peligrosamente cerca de venirse abajo allí mismo. Se mordió los nudillos hasta que le dolieron, contó hasta diez y se controló. Aquí ocurren cosas peores que esa, imaginó que le decía la voz de Winston. Te pasarán cosas peores. Ponte a trabajar.

A su alrededor la parada de los monstruos estaba oscura, como de costumbre, a excepción de las bombillas amarillas de las incubadoras, que brillaban sobre las atrocidades. En aquel momento las incubadoras estaban vacías y la luz parecía obscena, la clase de luz que uno esperaría encontrar en el sótano de un asesino en serie, iluminando una mesa de operaciones, paredes insonorizadas, manchas rojas y objetos afilados.

El único espécimen que seguía allí era Croqueta, la cabeza cortada. Croqueta estaba sumergido en agua hasta la barbilla y tenía los ojos cerrados. La escalera de hojalata estaba tirada en el suelo junto a la pared. Jamie la puso en pie apoyándola en una viga maestra y se quitó los zapatones de payaso. Los peldaños se le clavaban fuertemente en los pies mientras subía, hasta que tuvo que inclinar la cabeza bajo el techo. Enrolló el estandarte alrededor de las viguetas, sintiendo que de repente le flaqueaban las piernas mientras intentaba no imaginarse a sí mismo cayéndose.

Mientras trataba de ajustar el estandarte sobre la vigueta, una luz brillante estalló abajo con una detonación. Tuvo que hacer un esfuerzo para no perder el equilibrio debido al sobresalto y miró frenéticamente en derredor, mientras le palpitaba violentamente el corazón. Alguien estaba saliendo furtivamente por la portezuela de la parada de los monstruos. Winston. ¿Qué demonios había sido ese ruido? ¿Una cámara? Maldijo a Winston por no haberle avisado de aquella parte del plan. Bueno, ahora no había duda de que estaba incriminado. Joder, esperaba que pudiese confiar en el viejo.

Bajó la escalera y comprobó irritado que el estandarte estaba al revés. Fue corriendo a la portezuela principal, deteniéndose para asegurarse de que la cabeza cortada seguía durmiendo, y palpó la tela en busca de la nota que debía encontrar… Allí estaba. La arrancó de la pared y fue corriendo a una de las incubadoras para leerla bajo la luz amarilla:

Tira la cabeza. Hazlo en último lugar. Primero destroza las vitrinas de cristal. La cabeza está sedada, no te oirá. Luego vete. Toma un desvío para volver a la carpa de los payasos, por detrás de esta carpa, siguiendo el trazado de la cerca. Que no te vean.

—Jo, tío —susurró Jamie. Buscó a su alrededor una forma de romper las vitrinas de cristal y su mirada se posó en algo que estaba apoyado contra la jaula de Yeti: una barra de hierro. Winston había pensado en todo. La cogió y fue corriendo al cuenco de Croqueta, donde tosió, chasqueó los dedos y dio golpecitos en el cristal; no se produjo ninguna reacción. Allá vamos, pensó. La imponente incubadora de cristal fue la primera; el primer golpe combó el cristal, provocando una telaraña de grietas. Dos golpes más y se hizo añicos en pequeñas esquirlas de cristal que se desparramaron por el suelo, como si fueran confeti, con una tormenta de ruidos vibrantes. El puesto de Sebo fue el siguiente; un golpe hizo un agujero dentado en la pared izquierda y otro acabó con ella. Los cristales se esparcieron por el suelo y sobre la repugnante supuración de color de carne seca. A continuación, la vitrina en forma de ataúd de cristal. Un golpe contundente y la redujo a pedazos.

De repente oyó que alguien estaba gritando a lo lejos; parecía George Pilo. Si podía oír a George, este podía oírlo a él; tenía que apresurarse. Echó un vistazo a los restantes especímenes; la jaula de Yeti era de hierro, de modo que no había gran cosa que pudiese hacer con ella. Eso dejaba la cabeza cortada dentro del cuenco. Jamie fue corriendo y le propinó una patada a la base, que se bamboleó y cayó, y Croqueta cayó salpicando al suelo y rodó hasta detenerse contra la escalera, dando vueltas sobre la calva.

Era el momento de escapar. Llegó a las sombras que había al fondo de la parada de los monstruos y había introducido la mitad de su cuerpo por la misma abertura por la que había accedido cuando George Pilo entró en tromba por la portezuela principal, un metro veinte de cólera.

—¿Quién anda ahí? —gritó George—. ¿Quién anda ahí?

Jamie echó a correr siguiendo el curso de la cerca, por detrás de la casa de la risa, y se paró cuando un movimiento atrajo su mirada. El gitano se encontraba detrás de él, llevando al hombro a la mujer muerta, cuyo cuerpo oscilaba como el de una muñeca de gran tamaño. Jamie siguió corriendo, y se detuvo para mirar hacia atrás una sola vez, cuando el gitano se subió a un cubo de basura y arrojó el cuerpo por encima de la cerca. El vestido de la mujer se enganchó momentáneamente en la parte superior; la cabeza sin vida se bamboleó y el cabello realizó un movimiento de vaivén antes de que el vestido se desgarrara y cayera a lo que hubiera al otro lado.

Jamie volvió corriendo a la carpa de los payasos, para poder rendirse al pánico en la seguridad de su habitación.

Todo había salido a la perfección, que él supiera, pero los minutos que pasaban eran agónicos. En cualquier segundo, la estridente voz de George Pilo se escucharía desde el salón: «¡Que salga J. J.! ¡Se ha ganado un viaje en la casa de la risa, ha conseguido una entrada gratis!».

En efecto, inmediatamente se formó un revuelo allí fuera. Doopy estaba bramando:

—¡Chicos! ¡Chicos! ¡Han atacado la parada de los monstruos, chicos! Lo han hecho otra vez, han cogido y lo han hecho, ¡lo han cogihecho!

—¿De qué cojones estás hablando? —gritó Gonko desde su habitación.

—¡Han atacado la parada de los monstruos, Gonko! ¡Gonko, han destrozado la parada de los monstruos!

—¿Quién lo ha hecho? —exclamó Gonko.

—¡No sé quién lo ha hecho, Gonko! ¿Quién lo ha hecho, Gonko?

—Qué tonto eres, Doops. ¡Payasos! Que salga todo el mundo. ¡Recuento de personas!

Jamie salió corriendo antes de tener ocasión de pensar con cuánta facilidad se percataría Gonko de su culpabilidad… Se le veía por todas partes, tenía que verse. Rezumaba de sus poros, apestaba a ella. Lo miraría a los ojos y todo habría acabado.

—Recuento de personas —volvió a chillar Gonko—. Vamos, ha pasado algo. Nadie nos lo va a colgar a nosotros si puedo evitarlo. Que todo el mundo salga enseguida. No hagáis enfadar a Gonko.

Jamie se detuvo en el pasillo. Tenía pequeñas esquirlas de cristal en los pantalones. Volvió corriendo a su habitación, se quitó los pantalones, se interrumpió… No podía hacerlo, no podía enfrentarse a ellos. Lo matarían en dos minutos. Fue al armario, cogió el maquillaje, se embadurnó las mejillas, cogió el espejo de mano, se echó un vistazo y…

J. J. se quedó completamente inmóvil. Estaba sin habla. La hora anterior se reprodujo rápidamente ante su incrédula imaginación.

—¡Goshy y J. J. venid aquí ahora mismoooooo! —gritó Gonko.

J. J. dio un respingo y fue corriendo al salón. El resto de los payasos ya estaban allí, incluido Winston. J. J. gruñó y enseñó los dientes.

—De acuerdo, estamos todos aquí —anunció Gonko—. No había visto a un puñado de cabrones más inocentes en toda mi vida. Chico, qué bien, no podrían hacerle daño a un cachorro ni con una sierra eléctrica. J. J., ponte unos pantalones y que sea la última vez que tenga que darte esa instrucción en particular.

—Sí, jefe —dijo J. J. con un tono susurrante y suave. Fulminó con la mirada a Winston, que se la devolvió mansamente. Después de que se hubiera cambiado, Gonko condujo a los payasos a la parada de los monstruos. J. J. se acercó sigilosamente a Winston y lo cogió por el hombro, llevándoselo donde los demás no pudieran oírlo—. Eso ha sido un golpe muy pero que muy bajo —susurró.

Winston volvió a dirigirle aquella mirada mansa y dijo:

—No sabría decirte. Yo no lo he hecho.

—Ya recibirás tu merecido —gruñó J. J. Estaba temblando de ira.

—Esa fotografía quedará muy bien en un bonito marco, colgada en la puerta de la caravana de Kurt. Realmente ha capturado tu belleza.

J. J. asimiló las ramificaciones de aquello y decidió cambiar de táctica.

—No se lo dirás a nadie, ¿verdad? No estoy preocupado por mí… Es por Jamie. El pobre Jamie no ha pedido nada de esto… Él solo… Él… —J. J. hablaba con voz ahogada por la emoción.

Winston se limitó a menear la cabeza asqueado y se apresuró para dar alcance a los demás.

—Cabrón —escupió J. J. ¿Cómo podía Jamie haberse creído aquella actuación de abuelo bondadoso? ¿Cómo podía?—. Jamie, tú también recibirás tu merecido —dijo.

Y lo decía en serio.

Se había congregado una muchedumbre dentro de la parada de los monstruos que observaba en silencio las incubadoras destrozadas y el estandarte que seguía colgado cabeza abajo de las viguetas. Kurt Pilo se había acercado para averiguar a qué se debía tanto alboroto. J. J. lo observó atentamente; los labios de pez de Kurt estaban arqueados en aquella sonrisa afable, pero su frente aparecía apretada como un puño. El efecto en conjunto era de un ceño perplejo, como un hombre en una habitación llena de gente que se ríe y sospecha que se están riendo de él, pero no está seguro. Gonko se acercó sigilosamente a Kurt; J. J. advirtió que Gonko era el único que se atrevía a acercarse a él en ese momento. Ambos intercambiaron algunas palabras. Gonko volvió junto a los payasos y silbó quedamente.

—No está contento —comentó.

Doopy le tironeó de la camisa.

—Gonko, ¿quién lo ha hecho, Gonko?

Shh. Luego.

Kurt se dirigió rápidamente a la entrada de la parada de los monstruos y se aclaró la garganta.

—Amigos —dijo—, hemos sufrido un nuevo acto vandálico. Me parece que esto no ha sido un accidente.

—No me digas, Kurt —murmuró Gonko.

—Me duele pensar —prosiguió Kurt— que entre mis queridos empleados… y amigos… se oculta el perpetrador, que se regodea con el dolor que ha infligido a nuestros queridos monstruos. Regodearse con el dolor está expresamente prohibido; ¿cuántas veces he de decirlo? Recordemos que aquí somos una familia. Esto es el circo, vosotros sois la familia y yo soy el Pilo. Está clase de violencia está bien para los amigos, pero no en la familia. A lo largo de los próximos días entrevistaré al cabecilla de cada equipo.

Kurt anunció todo aquello con una voz que era casi amable mientras sus ojos bestiales deambulaban sobre las caras de los espectadores. J. J. sintió el paso de su mirada como un haz de luz caliente, pero los labios de pez seguían arqueados hacia arriba y las mejillas seguían coloradas de alegría.

—Dos cosas más —dijo Kurt—. El que tenga la bola de cristal de Shalice, nos gustaría que la devolviera, por favor. Cualquiera que sepa dónde está… Supongo que habrá una recompensa. —Y como si se le acabara de ocurrir añadió—: Ah, una recompensa si me decís dónde está. Y por último… —La sonrisa de Kurt se ensanchó y por un momento el fuego abandonó sus ojos—. Aunque mi hermano George fuera el primero en llegar, y aunque estaba, digamos, merodeando por la zona durante el delito… antes y durante el delito… de hecho, estaba aquí mismo mientras se producía el delito… y aunque no pueda identificar al culpable, aunque fuera a plena luz del día, preferiría no oír murmuraciones sugiriendo que lo hizo él. De hecho, preferiría que no se diera a conocer su proximidad íntima y calumniosa al delito, y mucho menos que se hablase de ella. ¡Que Dios os bendiga!

Gonko y Winston intercambiaron una mirada divertida. J. J. respiró un poco más aliviado. Ahora podía dedicarse a reprimir el impulso de cometer un asesinato cada vez que viese a Winston. No iba a ser fácil.

Los payasos tenían un ensayo y J. J. fue acorralado y arrastrado a la esterilla de gimnasio antes de que pudiera escapar. Le explicaron cuál iba ser su primer número: el del rodillo.

—Como esa vez en tu habitación —dijo Gonko—. Un clásico. Bajaste las escaleras como una ama de casa gruñona con arena en el coño. ¿Recuerdas?

—Sí, sí —contestó J. J. con amargura.

—Tengo ese mismo rodillo. Me lo llevé aquella noche. Junto con tu permiso de conducir. Esas cosas vienen bien de vez en cuando. Aquí tienes. —Gonko le arrojó el rodillo. J. J. lo cogió haciendo un mohín—. Ahora —dijo Gonko—, Goshy, ponte ahí delante. Mantén esa expresión, es perfecta. J. J., tíraselo a Goshy.

Goshy, sorprendido, parpadeó con el ojo izquierdo; el derecho pareció entrecerrarse… Te desafío.

Las facciones de J. J. se contrajeron. Había estallado en llanto.

—Yo… no quiero…

—¡J. J.! —rugió Gonko—. ¡Tira el puto rodillo!

J. J. gimoteó y lo tiró. Goshy emitió un pitido de sorpresa cuanto el rodillo lo golpeó en la barriga, rebotó y salió disparado en dirección a la cabeza de J. J. Este se agachó hacia un lado justo a tiempo, pero estuvo a punto de recibir el impacto. Goshy abrió y cerró la boca en silencio; clavó los dos ojos en J. J.

—Lo siento —jadeó J. J., arrojándose al suelo a los pies de Goshy—. Lo siento. Estaba siguiendo órdenes. No quería… Me ha obligado…

Goshy lo miró sin pestañear.

—Déjalo, J. J. —dijo Gonko. Parecía asqueado—. Goshy es un profesional. No es nada personal. Joder, Ruf da patadas en las pelotas en el escenario en casi todas las funciones. A mí nunca me ha importado. Levántate y vuelve a tirárselo.

De modo que J. J. arrojó el rodillo una y otra vez, agachándose hacia un lado y esquivándolo a duras penas cada una de las veces. Parecía que Goshy le apuntaba con la barriga, dirigiendo el rodillo hacia donde se había agachado tras el anterior lanzamiento. Le rodaban lágrimas por la cara y susurraba disculpas sin cesar, pero era imposible decir si Goshy las comprendía siquiera. Su ojo derecho no parpadeaba, no se apartaba en ningún momento de la cara de J. J., mientras que el izquierdo seguía el movimiento del rodillo.

Cuando el ensayo terminó al fin, J. J. serenó sus nervios observando la bola de cristal, que estaba empezando a amar más que a la vida misma. Buscó pistas sobre aquello de la «libertad». Observó a Niñopez mientras subía la escalera para quitar el estandarte, con la cabeza todavía vendada tras el hundimiento de la carpa del escenario. Aún había cristales rotos esparcidos por el suelo de la parada de los monstruos. De repente, Kurt Pilo entró tranquilamente en la carpa y J. J. se retiró de inmediato. Echó un vistazo a Winston, pero no averiguó el paradero de la maldita fotografía, de modo que espió a Goshy y a Doopy; ambos estaban en la habitación de Goshy, con la planta que aún tenía el anillo de compromiso metido en un tallo. Era difícil decirlo, pero parecía que Goshy y la planta estaban teniendo una suerte de riña de enamorados y que Doopy estaba haciendo las veces de mediador.

—Cabrones enfermos —susurró J. J., dirigiéndose ahora hacia los leñadores.

Estos se habían congregado alrededor de uno de sus camaradas, que según parecía se había caído desde una gran altura y tenía un brazo doblado en un ángulo extraño. J. J. meneó la cabeza; sin duda eran los hijos de puta más desafortunados de todo el espectáculo. Cada vez que les echaba un vistazo, alguien estaba tropezando, estallando en llamas o recibiendo el impacto de una cabeza de hacha voladora en los sesos.

Suspiró; aquel día no estaba pasando gran cosa. Hasta Mugabo se encontraba bastante tranquilo en su laboratorio de pócimas, elaborando brebajes. Solo cuando la visión de la bola pasó ante la casa de la risa algo atrajo su interés. Una figura estaba saliendo furtivamente a cuatro patas por la puerta principal sobre los rieles de los vagones. J. J. la enfocó más de cerca y gruñó de sorpresa: se trataba del aprendiz, al que había visto por última vez huyendo de la carpa con la ropa en llamas. Damian, el guardián de la casa de la risa, no movió ni un músculo cuando el aprendiz pasó estremeciéndose delante de él. Parecía que acababa de escapar de un campo de concentración; estaba delgado, famélico y la ropa le colgaba de los miembros marchitos. Tenía la piel ennegrecida y quemada y se le estaba desprendiendo de la cara. Sus ojos, antes huidizos y llenos de malicia hosca, ahora estaban dilatados y aterrorizados y no pestañeaban. Emanaba humo de su ropa en volutas blancas. Se arrastró hasta una franja de sombra y se quedó sentado, temblando.

J. J. silbó. De modo que eso era lo que pasaba cuando Gonko se enfadaba. Aquello planteaba la siguiente pregunta: ¿qué pasaba cuando se enfadaba J. J.?