14

A la mañana siguiente

Jamie despertó.

Sus manos parecieron moverse solas cuando se alargaron temblando hacia la bolsita de terciopelo. Al moverse lo acometió el dolor y lo primero que pensó aquella mañana fue que el dolor iba a matarlo.

Movimientos lentos y deliberados… Si se apresuraba se arriesgaba a derramar el polvo y verse obligado a empezar de nuevo. Lo echó en el cuenco de arcilla, encendió una cerilla, consiguió de algún modo que no le temblara el pulso mientras se derretían los granos, que formaron un charco de líquido plateado, graznó «que cese el dolor», lo bebió y volvió a desplomarse sobre la cama. Fue como si le hubieran impuesto unas manos sanadoras; suspiró y dio las gracias a Dios, paladeando aquella sensación de integridad, de estar de una pieza, sin que le ardieran todos los nervios.

A medida que pasaban los minutos su mente se sobrepuso al sopor. Los pensamientos que se conectaban en ella eran desagradables, vagos recuerdos del día anterior, en el que un desconocido había estado a cargo de su cuerpo. Repasó mentalmente una rutina que habría de resultarle muy familiar al despertar. Esto no puede estar pasando, pero así es. Esto es imposible, pero aquí estoy. He dejado de controlarme la mayor parte del tiempo. Hay un lunático al volante y yo estoy completamente en sus manos. Si quisiera que me mataran, yo no podría detenerlo. He atacado a los acróbatas. He robado una propiedad que si descubrieran en mi posesión probablemente me matarían. El psicópata local (el psicópata que ahora es mi jefe) está sediento de la sangre de alguien y solo es cuestión de tiempo que averigüe que ese alguien soy yo.

A continuación se acordó de la muerte de los nueve primos, que para algunos eran seres humanos. Aturdido por el espanto, Jamie comprendió que él, J. J., no había pensado en ello ni por un momento. Ni una vez.

—Joder, tío —susurró Jamie. Cada vez que se pusiera el maquillaje y se entregase a aquel lunático despertaría más mañanas como aquella.

Entonces, ¿ahora qué? ¿Qué podía hacer al respecto? La respuesta le parecía evidente: no tenía la menor idea. Pero tenía que haber algo. Debía haber una salida.

Por supuesto, si la descubría, ellos lo encontrarían. Como la última vez. Lo seguirían al trabajo, se presentarían en su dormitorio de madrugada y lo acosarían dondequiera que estuviese. Se lo llevarían de vuelta o lo matarían. Estaba atrapado y sería mejor que se acostumbrarse a ello. En el mundo real no había nadie que pudiese ayudarlo, ni siquiera creerlo. Todo aquello le pareció tan cierto que se echó a llorar, sepultando la cara en la almohada como un avestruz en la arena, hasta que oyó que alguien entraba en la habitación. Era Winston.

El viejo payaso suspiró al mismo tiempo que se sentaba en la cama.

—No te preocupes por eso, hijo —dijo en voz baja—. Te pondrás bien.

Oír una voz humana que le ofrecía el consuelo que tanto necesitaba le provocó semejante explosión de agradecimiento que Jamie abrazó al anciano. Winston lo estrechó y le enjugó las mejillas con un pañuelo.

Shh. Te pondrás bien —le aseguró—. Estar en el espectáculo es horrible —dijo Winston después de que Jamie se hubiera calmado—. Realmente horrible. Lo que hacemos aquí es tan malo que no te lo creerías aunque te lo contara.

—Probablemente te escucharía —repuso Jamie mientras se secaba la humedad de las mejillas.

—Sin duda, sip. Ya lo comprenderás con el tiempo. No tengo prisa por contártelo. Y no te preocupes por los pantalones de Gonko. No lo hice para chantajearte. Me protejo de J. J., eso es todo. No quiero que campe a sus anchas sin que tenga un motivo para no hacer daño a nadie. No es lo que se dice un tipo predecible. Parece que le gusta ver sufrir a la gente.

Jamie asintió y suspiró.

—Entonces, ¿esto es todo? ¿Estoy atrapado en este sitio hasta que me muera?

Winston tardó un rato en contestar.

—Es posible. Pero… es posible que no.

Jamie parpadeó, reflexionó sobre lo que le había dicho y descubrió que estaba aferrando el brazo de Winston con ambas manos.

—¿Existe una forma de escapar de aquí? —preguntó—. ¿Cómo?

Pero Winston parecía reacio a seguir hablando. Se rascó la cabeza un momento, se inclinó hacia delante haciendo una mueca y susurró:

—Mira. Voy a decirte una cosa, una palabra. No tendrá ningún sentido aún, pero cuando llegue el momento lo comprenderás. Esa palabra es «libertad». No me preguntes más, ahora no, cuando no sé lo que dirás ni lo que harás cuando te pongas el maquillaje.

—No pienso volver a ponérmelo —afirmó Jamie—. Nunca más.

—Vas a tener que hacerlo —repuso Winston.

—No.

—Sí. Tendrás que hacerlo. No conoces el terreno lo bastante para sobrevivir por tu cuenta. No puedes comportarte como J. J. cuando eres Jamie. No podrías hacerlo, se te comerían. Te matarías en accidentes de los que el maquillaje te protegería. Y te derrumbarías. Lo sé muy bien. ¿Crees que puedes mirar a Kurt Pilo a los ojos igual que J. J.? ¿J. J., que es demasiado estúpido para tenerle miedo a nadie?

Jamie palideció al recordar el momento en que J. J. había conocido a Kurt y se estremeció.

—No. No creo que pueda.

Winston asintió.

—Recuerda esa palabra. Libertad. Supongo que enseguida comprenderás adónde quiero llegar. Y cuando seas J. J., recuerda los pantalones y lo que a Gonko le gustaría hacerte. Solo cuando seas J. J.

Winston se marchó.

Winston tenía que ocuparse de un asunto privado. Era realmente privado; si se enteraban los hermanos Pilo lo meterían en una olla, lo cortarían en pedacitos y lo harían puré. Si tenía suerte acabaría incorporándose a la parada de los monstruos. De lo contrario, le darían carta blanca al manipulador de materia, que lo transformaría de tal forma que no pudiera morir, tan solo sufrir. Pero el secreto se había mantenido durante mucho tiempo.

Era temprano y la mayor parte del circo seguía durmiendo; las cosas solían estar tranquilas el día después de una función. Winston dio un paseo por la calle principal, pasando ante la barraca de la adivina y la carpa de los acróbatas. Algunos feriantes habían despertado y estaban limpiando y reabasteciendo los puestos de baratijas. La mayoría apartaron la mirada de él, recelosos de los payasos, como siempre.

Nueve primos muertos. Aquello causaría un gran alboroto en el exterior. Winston suspiró con una tristeza que lo caló hasta los huesos. Sabía perfectamente que la vida humana era barata en aquel lugar, pero el espectáculo insistía en recordárselo.

Llegó a la carpa de la parada de los monstruos, confiando en que no hubiese ojos indiscretos observándolo ni mentes indiscretas preguntándose por qué pasaba tanto tiempo allí charlando con Niñopez. Ninguno de ellos levantaba sospechas; tenían cuidado. Niñopez estaba dentro, conversando con la cabeza cortada, conocida como Croqueta entre sus amigos. Le había dado permiso a Yeti para que comiese hierba junto a la cerca; eso le ayudaba a aliviar las terribles heridas de las encías causadas por los cristales que había comido.

—¡Winston! —exclamó Niñopez, acercándose a buen paso para darle una palmada jovial en el brazo. Los dos mantuvieron una conversación intrascendente acerca del tiempo y la función del día anterior, destinada a desviar el interés de los oídos indiscretos. Al cabo de unos minutos, Winston bajó la voz.

—¿Nuestra función de anoche…? —Y terminó la pregunta enarcando una ceja.

Niñopez respondió con los ojos, unas finas rendijas ampliamente separadas en su rostro. No, no fue cosa nuestra, dijeron sus ojos.

Winston asintió.

—Ya me lo parecía. Solo quería asegurarme. Pero he de darte una noticia.

Niñopez se inclinó hacia delante, una intimidad que habría amedrentado a los que no estaban acostumbrados a él. Winston susurró:

—Acerté con lo de la bola de Shalice. Está en la habitación del nuevo, en la habitación de J. J., envuelta en una funda de almohada. Y lo que es más, ¡George sabe que ha desaparecido!

Niñopez enarcó las cejas cuando oyó aquello.

—¿Estás seguro? —preguntó con una serie de expresiones faciales que Winston había aprendido a interpretar.

Winston asintió.

—Está a salvo —lo tranquilizó—. He usado polvo… para mantenerla oculta de ella.

Niñopez asintió; aquel asentimiento indicaba que él también usaría una parte de sus provisiones con el mismo fin. Winston no era lo bastante ducho en el lenguaje corporal para entenderlo, pero asumió que ese sería el caso, y que muchas otras partes interesadas tomarían precauciones similares. «Que los secretos de J. J. sigan ocultos», era lo único que tenían que decir, y si una docena de ellos bloqueaba el secreto de las sondas psíquicas de la adivina, la bola de cristal estaría segura en manos de J. J.

Acabaron hablando de otras banalidades y Winston se fue. Se alegraba de que sus ojos pasaran por alto muy pocas cosas… Sin ellos, aquella mañana no habría reparado en el bulto redondo que había a los pies de la cama de Jamie ni habría confirmado las sospechas que se había formado la noche anterior. «Miraremos en la…», había dicho Rufshod, y Winston tampoco lo había pasado por alto. La visita a Jamie, aunque humanitaria, había confirmado aquellas sospechas. El asalto de Rufshod a la adivina acabaría siendo un golpe más grave de lo que Winston había supuesto al principio, aunque aún era pronto para decirlo.

Desviándose confiadamente por el parque, haciendo visitas aquí y allá, Winston transmitió la noticia a otras partes interesadas, que a continuación se la comunicarían a todos los que necesitaban saberla. Ahora que la bola no estaba en manos de Shalice, los dos ojos indiscretos más atentos estaban ciegos. Pero los ojos indiscretos nunca se cierran del todo… No había que olvidarlo nunca.

Jamie encontró a Steve en la carpa de la parada de los monstruos, fingiendo con entusiasmo que estaba atareado limpiando las jaulas desocupadas mientras los monstruos habían salido a hacer un poco de ejercicio. Steve se había amoldado a las circunstancias con tanta facilidad que Jamie casi lo admiraba.

—Tío, esto es vida —comentó Steve cuando Jamie se sentó apoyando la espalda en una vitrina de cristal—. ¿Conoces a los enanos? Voy a cenar con una de las mujeres. Se llama Loretta. La conocí cuando estaba engrasando unos engranajes en la noria.

Jamie lo miró con incredulidad.

—Espera un minuto… No solo te las estás arreglando, ¿eres feliz en este sitio?

Steve le devolvió la mirada como si estuviera loco.

—Claro, ¿por qué demonios no iba a serlo? ¿Has visto la mierda que se puede hacer con ese polvo? ¿Sabes una cosa? Si Marshall estuviera aquí estaría metiéndoselo todo el día. —Steve le indicó que se acercara y su voz se convirtió en un susurro—. Imagínate que quieres tirarte a Pamela, por ejemplo. Durante una hora más o menos, estás en su habitación de verdad, haciéndolo. Cuando acaba te despiertas como si hubieras tenido un sueño. Confía en mí, ya lo he probado.

Jamie meneó la cabeza.

—Pero… nuestra vida… ¿Es que piensas aceptar por las buenas que nuestra vida se ha acabado?

Steve se rio.

—¡Una mierda que se ha acabado! Lo que se ha acabado es tener que trabajar de nueve a cinco, pagar una hipoteca y hacerse viejo. ¿Lo entiendes? No tenemos que pagar alquileres ni facturas y vemos cosas acojonantes con las que la mayoría de la gente ni siquiera sueña. ¿Sabes desde cuándo están aquí estos tíos, los acróbatas y los demás? Están aquí desde hace cientos de años, Jamie. ¡No se mueren! Siguen tan jóvenes como cuando se unieron al circo.

Jamie no tuvo corazón para señalar que la mayoría de los feriantes, aquellos que, al igual que Steve, no eran artistas, parecían marchitos y avejentados a causa del trabajo incesante en el espectáculo.

—No volveremos a ver nunca a nuestras familias —dijo Jamie con un nudo en la garganta—. ¿No te importa eso?

—No tengo mucha familia —repuso Steve, encogiéndose de hombros—. No conozco a mi padre y mi madre nunca me ha querido ni ver. Me mandaba dinero todas las semanas para mantenerme apartado de ella, supongo. ¿A quién le importa? Crea una nueva familia. De todas formas, ¿cómo sabes que no volverás a verlos? Puede que algún día vengan o que te concedan unas vacaciones ahí fuera. Agacha la cabeza y no te metas en líos… Algunos de estos tíos se odian. ¿Has visto cómo se pelean los payasos y los acróbatas? Seguro que sí, ¿eh? Eres un payaso, ¿verdad? Maldita sea, qué suerte has tenido. Oye… ¿Cómo es Gonko en privado?

Jamie suspiró.

—Es malo de cojones. No te acerques a él.

—Parece duro —comentó Steve con admiración—. En el callejón le tienen un miedo mortal. Están siempre atentos y se dispersan cuando aparece. Los enanos quieren matarlo, pero ninguno tiene huevos para intentarlo de verdad.

Hubo un silencio mientras Steve abrillantaba los barrotes de hierro de una jaula. Al cabo de un rato Jamie dijo:

—Oye, ¿sabes a qué viene lo de los payasos y los acróbatas? ¿Por qué se pelean de esa manera?

—Sí, me han contado algunas cosas. Deberías hablar con alguno de los viejos del callejón de las casetas… No, espera, te odian a muerte. No deberías haberte meado en la boca del payaso de yeso, tío. —Jamie hizo una mueca—. Pero sí —prosiguió Steve—, algunos lo han visto todo, lo han presenciado desde hace muchos años. Todas esas peleas empezaron por nada. Metes a un puñado de psicópatas como ellos en un espacio cerrado y cualquier cosa hace que estallen.

—¿Como qué?

—Como en el libro de Chopper Read, cuando escribe que la gran guerra de bandas empezó por un plato de salchichas. La primera pelea entre un payaso y un acróbata empezó por usar primero el escenario en una función. Por una mierda. Desde entonces no han parado. Han asesinado a un montón de esos psicópatas. Según los viejos, va y viene en oleadas. Y nadie se olvida de nada. Además, todo el mundo se aburre.

—Tiene que haber más que eso —dijo Jamie.

—Sí. Que están pirados, sencillamente. Son unos lunáticos. No necesitan una razón para estallar. Los jefes tampoco ayudan. A Kurt le gusta provocar peleas. Los feriantes creen que las ve como si fuera un deporte.

Jamie asintió; lo que estaba oyendo no lo tranquilizaba en absoluto, pero de algún modo le alegraba que todo aquello se discutiera con tanta despreocupación y se aceptara con tanta facilidad. Le confería un aire de normalidad a aquel lugar. No quería que Steve dejase de hablar.

—¿Qué te parecen los jefes? —preguntó Jamie—. Los hermanos Pilo.

Steve silbó.

—Dan miedo. Niñopez dice que debemos evitarlos, hacer exactamente lo que ellos digan y hacerles la pelota si nos acercamos a ellos. Como a cualquier jefe. Trabajar para Niñopez es bastante guay. Oye… ¿por qué te pusiste tan gilipollas ayer?

Jamie hizo una mueca.

—Es verdad —continuó Steve, ignorando las sutilezas, como siempre—. Te descojonaste de Yeti. Quería matarte. Niñopez y yo tuvimos que tranquilizarlo después de la función. Ahora es probable que estés a salvo, pero no te rías de él cuando está comiendo cristales. No le gusta.

—No soy yo —le aseguró Jamie, preguntándose cómo podía explicárselo—. ¿Sabes el maquillaje? Me pasa algo cuando me lo pongo. No puedo controlarlo.

—No, tío, fuiste tú, ¡yo te vi! —exclamó Steve, arrojando el trapo al suelo con furia—. El mismo pajillero pelirrojo, alto y delgado. No puedo creer que te rieras de él. ¿Has intentado comer cristales alguna vez? Eres un gilipollas, tío, te lo juro.

Jamie sonrió apesadumbrado y se levantó para marcharse.

—Buena suerte en tu cita —dijo.

—¿Qué? Ah sí, Loretta. No está mal… aunque es un poco bajita. Oye, ven a buscarme la próxima vez que ensayéis, ¿vale? Me gustaría verlo.

Jamie asintió para evitar una discusión y se fue.

En la carpa, los payasos estaban experimentando plenamente los efectos de la mañana siguiente. Goshy era el único que no parecía aletargado; de su habitación brotaban de vez en cuando sonoros canturreos que se introducían como dedos ajenos en los oídos de todos los que los escuchaban. Gonko y Rufshod se hallaban sentados ante la mesa de juego con aire abatido. Gonko había acumulado semejante botín que la pérdida de nueve bolsas era algo trivial, pero estaba furioso por lo sucedido. Nadie saboteaba a los payasos. Rufshod y él estaban discutiendo tácticas que les ayudasen a aliviar la tristeza posterior a la función.

—Al principio —dijo Gonko— nos comportaremos como si nos hubieran derrotado. Trataremos a los acróbatas como si hubieran ganado, como si nos hubieran cortado las pelotas. Seremos tan mansos que les entrarán ganas de vomitar cuando nos vean. Si estamos furiosos o malhumorados sabrán que no tenemos nada contra ellos. Si les hacemos ver que nos han derrotado nos verán las intenciones y sabrán que tramamos algo. Así que les desearemos que les salga bien el ensayo todos los días y la actuación todos los días de función. Llegarán a un punto en el que tendrán demasiado miedo de ensayar, pensando que alguien les ha cortado un alambre del equipo. Ni siquiera querrán salir solos de la carpa.

Rufshod asintió solemnemente y le pidió a Gonko que le pegase, solo una vez.

—Hasta que te lo hayas ganado no, cariño.

Jamie entró por la portezuela.

—Buenos días, J. J. —dijo Gonko.

—Buenos días —contestó Jamie.

Gonko lo miró, recelando del tono apocado. No era una actuación de J. J.; estaba asustado. O bien tenía algo que ocultar o era un gallina. Lo segundo podía arreglarse con un poco de camaradería.

—¿Qué te pasa, J. J.? ¿Tienes un caso de «mami, tengo miedo»?

Jamie se estremeció y meneó la cabeza.

—No me pasa nada… Supongo que tengo morriña.

—Ah, bueno, no te preocupes por eso —dijo Gonko. Diagnóstico: gallina—. Ahora estás en casa. ¿Por qué ibas a tener morriña? No me digas que echas de menos esa puta fosa séptica.

—Sí, Gonko —musitó Jamie—. A lo mejor es eso.

—No te preocupes, cariño. Tenemos nuestra propia fosa séptica aquí mismo. Métete, el agua está estupenda. Además, volveremos a salir muy pronto gracias a lo de anoche. Y al pequeño Georgie. —Gonko escupió—. Odio los putos trabajos externos. Si quieres podemos pasarnos por tu casa. ¿Qué te parece? ¿Tienes novia ahí fuera? ¿Quieres hacerles una visita a tus padres? Podemos. Seré bueno con ellos. No mataré a nadie. Y si lo hago, será muy rápido. ¿Qué te parece, joven J. J.? ¡Joder! ¿Qué problema tiene? ¡Ha salido corriendo como si le hubiera robado una piruleta! ¿Qué es lo que he dicho?

Shalice estaba en su caravana con su amante, un musculoso gitano que estaba tendido junto a ella, cubierto por una pátina de sudor. Ella lo había llevado al espectáculo hacía mucho tiempo, se había encargado de su fuga de la prisión y lo había atrapado en sus redes; no era un esclavo, pero tampoco era un igual ni un amigo. Sentía poco por él y no necesitaba su ayuda para sobrevivir. Lo único que le interesaba era su cuerpo y no representaba una carga para sus sentimientos, que se habían embotado a lo largo de los años, tornándose insensibles después de haber visto tanto dolor y tanta muerte, que en buena medida ella había canalizado a través de sus manos obedeciendo las órdenes de los Pilo. Estaba tumbada con los ojos entrecerrados y distantes, tirándose del labio inferior con el dedo pulgar y el índice, una postura que adoptaba cuando la inquietaban pensamientos desagradables acerca de su posición en el circo.

Su amante y ella hablaban en raras ocasiones, puesto que ya se habían dicho lo poco que tenían que decirse hacía mucho tiempo; él no tenía ninguna perspectiva que ofrecerle y no habrían hecho sino repetirse. Hoy, sin embargo, observó:

—Algo te molesta.

Ella dio un respingo, como si se hubiera olvidado de su presencia.

—Sí —contestó—. Creía que después de muchas lecciones amargas el resto de los miembros del espectáculo había aprendido a dejarme en paz. Parece que tengo que volver a enseñárselo.

—¿Se trata de los payasos? —preguntó él.

—A lo mejor. —Suspiró—. Cuando la gente deja de temer a la vejez y a la muerte no necesita adquirir sabiduría. No teme jugar con fuego.

El gitano gruñó y se dio la vuelta, ofreciéndole la espalda, estremeciendo la cama con su peso. Sus enormes hombros tatuados eran como una muralla entre Shalice y la ventana, sobre la que había echadas unas cortinas azules por las que se filtraba la tenue claridad. Él sabía que la adivina no esperaba que le brindase ayuda. Al cabo de unos minutos empezó a roncar. Ese hábito es una de las cosas que debería haber predicho antes de traerlo a mí, pensó Shalice, no por primera vez. A continuación volvió a concentrarse en el problema inmediato.

Aunque la bola de cristal era su herramienta más importante, no era la única. Estaba segura de que la identidad del ladrón se descubriría. Quizá se le presentara en una visión o en un súbito destello en su mente cuando menos lo esperase. Por alguna razón que se le escapaba por completo, el polvo no le decía nada y deseaba averiguar el motivo. De pronto parecía que había más misterios de los que había supuesto.

¿Con quién se había enfrentado últimamente? Para empezar, con Gonko. Al parecer creía que, como era amigo de Kurt, su pandilla de lunáticos y él mismo eran invencibles. No hacía mucho tiempo, contraviniendo todas las reglas del manual, se había llevado al dormitorio a una prima y le había dado un poco de polvo, aunque nadie sabía con qué fin la había obligado a usarlo. Shalice se había propuesto emplear a la chica como una ficha de dominó que, cuidadosamente colocada, culminaría en el desmoronamiento de un imperio financiero. Ese encantamiento se llamaba Fortuna Imperium, o encarrilamiento del destino. Los practicantes se encontraban entre los reyes, las reinas y los emperadores de las épocas pasadas.

Funcionaba de la siguiente manera: un hombre le hace un corte de mangas a un coche que pasa; el conductor reflexiona sobre ello, preguntándose qué es lo que ha hecho para ofender a aquel desconocido; mientras está distraído se pierde al volver a casa y acaba estrellándose contra una furgoneta, matando al conductor que era el verdadero objetivo del ejercicio. Ese era el planteamiento más sencillo, pero los mecanismos llegaban a ser tan elaborados y espectaculares que podían conformar el curso de la historia; podían empezar o terminar guerras.

La programación de J. J. el payaso el primer día, conforme a las órdenes de Kurt, habría devenido en una masacre a resultas de un tiroteo en Nueva Zelanda al año siguiente. La interferencia del payaso bien podría haber causado una serie de variaciones sobre el resultado final que posiblemente incluyeran un derramamiento de sangre a escala global.

A menudo conseguía desviar las cadenas de acontecimientos menos agradables y salirse con la suya, pero cada cierto tiempo había que llevar a cabo esas órdenes; era imprescindible que los Pilo confiasen en ella. No negaba que disfrutase ese poder ni que no soportase la idea de que se lo confiasen a otra persona. Desde su punto de vista, el mundo se había librado de muchas desgracias a cambio de unas pocas. En el caso de la chica, el desacato de Gonko había hecho que la primera ficha de dominó cayese hacia el otro lado. La relación entre ellos había sido gélida desde entonces. Pero los payasos tenían otros enemigos a los que les encantaría provocar una disputa entre Shalice y Gonko. Ante la remota posibilidad de que ese fuera el caso, no abriría fuego hasta que estuviera segura.

¿Quién más había? Mugabo, por supuesto. Ese mismo mes le habían encomendado la nada envidiable tarea de convencer al mago para que actuase. El que lo intentara tenía por delante una mañana interesante y estaba destinado a engrosar la lista negra de Mugabo durante largo tiempo. Poseía la habilidad mágica necesaria para hacerse con una bola de cristal falsa. No le parecía probable, pero Mugabo era impredecible; era otra persona de la que debía cuidarse.

Luego estaban los leñadores. Su enfrentamiento con ellos era constante desde que se habían incorporado al espectáculo hacía sesenta y dos años. A sus ojos, Shalice era la única tía buena del parque y cada vez que pasaba vociferaban insinuaciones estúpidas y silbidos lobunos. Había sufrido un intento de violación hacía varias décadas, y después de una cadena de crueles «accidentes», el perpetrador no había llegado a su siguiente cumpleaños. A lo largo de los años habían tenido peor suerte de lo normal; había habido colisiones con carretas desbocadas, electrocuciones, enfermedades misteriosas… Empleaban hasta el último grano de polvo que ganaban en calmantes y remedios. Tal vez la hubieran descubierto al fin y buscasen venganza. También era improbable, pero le habían dado mayores sorpresas antes.

Aquello abarcaba la lista de sospechosos. Que ella supiera, no estaba reñida con los monstruos, los gitanos ni los enanos. Ya casi se apiadaba del tonto que la hubiera contrariado.

Kurt Pilo estaba chupando un colmillo de lobo en su caravana al tiempo que dejaba a un lado una Biblia. Le había parecido una lectura sumamente entretenida y había señalado con un rotulador sus pasajes favoritos, que venían a ser todas y cada una de las palabras.

La intuición le decía que su hermano George iba a cometer un intento de asesinato. Kurt se preguntó con complacida curiosidad qué intentaría el pobre en aquella ocasión. También se preguntó si tendría éxito, aunque lo dudaba. Kurt suponía que el que tenía la bola de cristal de la adivina era George; él mismo se había sentido observado el día anterior. Tenía que tratarse de George; ¿quién si no se atrevería a hacer algo así? Si alguien fuera tan suicida, sin duda escogería una forma más rápida de morir que hacer enfadar a Kurt Pilo.

—George, George, George —dijo Kurt—. ¿Por qué odiamos tanto a los que amamos?

Apretó la mandíbula, que sonó como si hubiera estirado los nudillos, haciendo polvo el colmillo de lobo. Tragó y alargó la mano hacia el cuenco, rebuscó un poco y escogió un diente de ciervo. Lo sostuvo entre el dedo pulgar y el índice, observándolo con una sonrisa serena antes de ponérselo en la lengua.

Sus ojos se posaron en el calendario que había en la pared, en el que había señalado el nueve de marzo con un círculo, y exhaló un suspiro de felicidad. ¿Qué harían los empleados por su cumpleaños esta vez? Probablemente ya estuvieran haciendo planes. La competición por los regalos era encarnizada, todo el mundo trataba de ganarse su favor o evitar su cólera.

Qué agradable es estar al mando, se dijo.

Jamie estaba sentado en su habitación, mirando fijamente a la pared, con una expresión de cansancio en la cara. Se le presentaba una reducida y peligrosa gama de elecciones. De hecho, solo había dos: quedarse o marcharse. Lo segundo parecía imposible y en todo caso inútil: lo encontrarían igual que antes. Eso significaba que debía quedarse allí sin armar jaleo, lo que al parecer significaba darse un beso de despedida y entregarse totalmente a J. J. Quizá debiera intentar aceptarlo, hasta abrazarlo, como había hecho Steve. Se acabaron las visitas a la casa de sus padres en Navidad. Se acabó escribir en los foros de Internet. Se acabaron los videojuegos… Se acabó Los Sims. Se acabaron los discos de vinilo de David Bowie y Devo. Se acabaron las maquinaciones para salir con Svetlana, la muchacha rusa que servía copas en el Wentworth. Se acabó leer a Stephen King a la luz de la lámpara las noches de lluvia. Se acabó todo.

Supuso que en cierto modo ya estaba muerto. Alargó la mano hacia el bote de maquillaje para no tener que preocuparse durante un rato.