El allanamiento
El día le pasó de largo y, ya fuese debido al polvo o no, nadie intentó despertarlo hasta el anochecer, cuando una mano le tironeó del hombro con impaciencia. Aturdido y prácticamente incapaz de concatenar dos pensamientos seguidos, vio junto a su cama la silueta de un tricornio con campanillas de plata que tintineaban débilmente. Era un payaso, y durante un dichoso instante se halló de nuevo en New Farm, preguntándose qué estaba haciendo un payaso en su habitación. El instante pasó.
—Oye, J. J. —susurró Rufshod con vehemencia—. ¡Arriba, dormilón!
Jamie se incorporó y se restregó los ojos.
—¿Eh? Estoy despierto.
—Ven conmigo. Esto va a ser genial. Ponte el maquillaje. Probablemente eres demasiado gallina sin él.
Era cruel pero cierto. Jamie recordaba que Winston le había advertido que no secundase a Rufshod en ninguna aventura, pero estaba tan adormilado que no estaba lo bastante lúcido para oponerse. Oyó a Rufshod rebuscando en la oscuridad.
—¡Ajá! —exclamó, y se sentó en el pecho de Jamie, aplastándolo. Le embadurnó rápidamente las mejillas de grasiento maquillaje blanco.
—Espera un momento —protestó Jamie—. Quítate de encima, por amor de Dios. Me lo pondré yo mismo.
Rufshod se apartó de un brinco como si fuera el muñeco de una caja de sorpresas. Cogió un espejo de mano y un mechero, lo encendió y le presentó a Jamie su propio reflejo. Solo tenía la mitad de la cara pintada, pero con eso fue suficiente. El vértigo lo acometió al instante y todos sus temores lo abandonaron.
J. J. asió a Rufshod por el cuello de la camisa y lo atrajo hacia sí.
—Si vuelves a entrar aquí y despertarme —susurró lentamente—, te mato, cabrón. ¿Me has oído? Te mato, cabrón.
Rufshod sonrió y le pasó un dedo por la frente.
—Te falta un poco —dijo. J. J. se levantó y se abalanzó contra Rufshod, que lo esquivó fácilmente y le asestó una patada en la barriga—. ¡Te falta un poco!
—Bueno, ¡ya está bien! —gritó J. J.
—Shhhhh… —Rufshod hizo una mueca—. ¡Calla! Estamos rompiendo las reglas. Mañana es día de función. Nada de juerga la noche antes de la función. Esa es la regla. Venga, ¿ya estás despierto?
—¿Adónde vamos? —preguntó J. J., mientras recuperaba la compostura y tomaba nota cuidadosamente de que le «debía una» a Rufshod. Rufshod se inclinó hacia él y sonrió.
—¿Conoces a la adivina?
J. J. asintió.
—Pues vamos a vengarnos de ella. Vamos a darle una buena. ¡Y justo antes del día de la función! —Rufshod soltó una risita—. Se va a cabrear muchísimo con nosotros.
J. J. reflexionó y decidió que le gustaba la idea. Ahora que lo pensaba, la adivina le había parecido un tanto arrogante para su gusto.
Rufshod recogió algo que había dejado en el suelo mientras despertaba a Jamie y se lo apretó cuidadosamente contra el pecho, indicándole a J. J. que lo siguiera. Atravesaron sigilosamente la carpa hasta el salón, donde Rufshod se detuvo, indicándole con un gesto que guardase silencio y señalando la mesa en la que Doopy estaba dormido con una botella vacía apoyada suavemente en el pecho. Cuando pasaron a su lado de puntillas Doopy estaba farfullando en sueños:
—No… No la empujes, Goshy… No tiene gracia…
J. J. se detuvo para escucharlo.
—Goshy ha estado dando empujones… por toda la ciudad… Otras dos veces donde más le duele… Se la comió donde más le duele, Goshy…
Jodidos colgados, se dijo J. J., asqueado, aunque no estaba completamente seguro de la razón. Corrió hasta que dio alcance a Rufshod y ambos recorrieron furtivamente los senderos herbosos, deambulando entre las casas de los feriantes. El parque de atracciones estaba silencioso como una tumba y J. J. descubrió que si se concentraba podía moverse con total sigilo, sin que lo traicionaran siquiera el chasquido de las articulaciones ni el roce de los pantalones.
Enseguida vieron la barraca de la adivina. Las luces de la caravana no estaban encendidas. Rufshod se arrodilló y quitó el trapo del fardo, sacó un mechero y le enseñó a J. J. lo que contenía; una bola de cristal. J. J. se agazapó a su lado.
—¿Qué es eso?
—Shh. Mira. —Rufshod puso una mano sobre la bola de cristal como hacía la adivina. A la luz de la diminuta llama apareció una imagen en el cristal: un escroto que contenía dos pelotas—. Son las mías —explicó Rufshod—. Esto es lo único que podrá ver en todo el día. —Empezó a reírse, pero logró contenerse—. Vamos a llevarnos la suya. Y a cambiársela por esta.
J. J. escrutó el sendero de un lado a otro. No había nadie en las inmediaciones, pero las primeras luces del amanecer ya estaban tiñendo las tinieblas.
—Está durmiendo ahí dentro —susurró Rufshod, señalando a la caravana—. Vete a montar guardia delante de la puerta. Si sale, imita el sonido de un búho. ¿Vale? Luego sal corriendo.
J. J. asintió. Se dirigió furtivamente a la puerta de la caravana y se agachó para esperar junto a los escalones delanteros. Oía los resoplidos de Rufshod, que trataba de contener la risa. Hubo un minuto de silencio absoluto, roto abruptamente por el obsceno estrépito de la madera arrancada en la noche silenciosa. J. J. escuchó atentamente por si había señales de vida dentro de la caravana, mientras el corazón le palpitaba con violencia. Parecía que se habían salido con la suya… Entonces se repitió el sonido de la madera arrancada.
¿Qué está haciendo ese tonto del culo?, pensó J. J., temblando a causa de la adrenalina y mordiéndose los nudillos para no reírse. Oyó muy débilmente el tintineo de los abalorios en la entrada de la barraca. Hubo un momento en el que pareció que todas las cosas contenían el aliento y esperaban: el aire de la noche, los edificios que los rodeaban y la hierba bajo sus pies. Entonces se oyó un ruido tremendo, como si algo se hubiera estrellado contra el suelo; cristales rotos y un golpe sordo sobre la tierra.
J. J. oyó una voz femenina que murmuraba, como en sueños, dentro de la caravana.
¡Date prisa, idiota!, pensó vertiginosamente. ¡Joder, tío, date prisa!
Si no se producían más escándalos, no les pasaría nada, se dijo… Y en ese preciso momento se produjo el más estrepitoso, como si hubieran derribado una vitrina llena de figuras de cristal. En la caravana de Shalice se escuchó una voz que ya no estaba nublada por el sueño.
—¿Quién anda ahí? —preguntó con tono cortante.
Se oyeron pasos dentro de la caravana. J. J. se puso en pie y echó a correr. Se olvidó de imitar el sonido del búho. Cuando rodeaba la barraca de la adivina vio que Rufshod atravesaba la puerta a la carrera, haciendo que los abalorios tintineasen como serpientes de cascabel. Sostenía un fardo contra el pecho. Misión cumplida. Los dos se alejaron corriendo, riéndose como lunáticos. Cuando se hallaron a una distancia prudente se detuvieron para observar las luces que se encendían en la barraca.
—¡Ay, mierda, corre! —susurró Rufshod. Volvieron corriendo a la carpa.
Doopy aún estaba durmiendo delante de la mesa de juego. Todavía embriagado a causa de la adrenalina, J. J. cogió la botella que estaba sobre el pecho de Doopy y la estrelló contra la madera junto a su cabeza. El sonido del cristal al hacerse añicos estalló en el salón. Salieron corriendo hacia la seguridad de la habitación de Jamie. Doopy resopló, pero no se agitó.
Rufshod encendió dos velas y depositó cuidadosamente el bulto en la almohada de J. J. La luz de las velas se reflejó en el cristal como dos ojos amarillos. Rufshod movió la mano sobre el cristal.
—¿A qué venía tanto ruido? —le preguntó J. J.
—No sabía que cerraba ese sitio con tablas por la noche —explicó Rufshod, dando golpecitos al cristal con el dedo pulgar—. Tuve que arrancar los tablones. Me parece que he tirado un par de estanterías. ¿Cómo se enciende esta cosa? —Levantó ambas manos por encima de la bola y de repente esta emitió una luz blanca—. ¡Vamos allá! ¡Ja! Mírala. Está despierta…
Rufshod estaba riéndose como un loco. En el cristal, la adivina se encontraba examinando los desperfectos de la barraca con un farol de gas en la mano. Los tablones de madera estaban en el suelo junto a la puerta. Al otro lado de la entrada se veían adornos rotos y libros desparramados por el suelo. El semblante de la adivina era imperturbable. Quitó el velo de tela de la réplica de la bola de cristal y no dio muestras de percatarse de que algo no encajaba. Volvió a poner el paño. J. J. y Rufshod intercambiaron una mirada de alegría en estado puro.
J. J. se dijo que Ruf y él podían hacerse buenos amigos, en efecto.
—Espera hasta que se bañe —susurró Rufshod—. Entonces podremos verle el conejo. Jo, debería habérsela robado hace mucho tiempo.
J. J. supo que Ruf y él podían hacerse buenos amigos, en efecto.
La observaron con las primeras luces; el fulgor trémulo de la bola de cristal bañaba el pequeño cuarto de Jamie. Shalice se había puesto a arreglar los desperfectos de la barraca; la calma deliberada de sus movimientos evidenciaba la cólera que sentía.
—Hacía mucho tiempo que no le daban su merecido —explicó Rufshod—. Ha perdido la costumbre. Parece que había olvidado lo que se siente. Hace años que las botas se le están quedando pequeñas. Sabe demasiadas cosas acerca de las maquinaciones de todos. Lo ve todo en esta bola, sabes. Cree que los Pilo la necesitan más que a nadie, solo por sus trabajos externos. ¡Ahora le hemos dado un escarmiento! Es día de función ¡y va a estar mirándome las pelotas todo el día!
Cuando parecía improbable que Shalice fuese a mirar a la bola de cristal de pega, Rufshod se levantó para marcharse.
—¿Me la prestas? —pidió J. J.
—Sí, por qué no, ya que me has ayudado. Pero si se desnuda ven a buscarme, ¿vale?
—De acuerdo, colega. —J. J. siguió observando a la adivina un rato mientras un fornido gitano se presentaba para ayudarla a limpiar la barraca. Escondió la bola debajo de la manta cuando oyó a los demás payasos, que ya se habían despertado y estaban en el salón.
Cuando salió de la habitación J. J. tuvo que sofocar un grito; Goshy estaba plantado justo delante de la puerta, mirándolo directamente a los ojos con los suyos marsupiales. Primero parpadeó con el ojo izquierdo y luego con el derecho. Había algo amenazante y surrealista en aquel momento que a J. J. no le gustó nada y se encogió.
Goshy se volvió hacia la derecha y se quedó mirando a algo que había en el pasillo. J. J. lo observó un instante y después lo rodeó con cautela.
¿A qué demonios venía eso?, se preguntó; entonces se acordó de que había hecho añicos una botella junto a la cabeza de Doopy. ¿Acaso era una especie de advertencia? No estaba seguro. Y cuando miró hacia atrás por encima del hombro a Goshy, que seguía contemplando una sección de pared desnuda, se le ocurrió que él tampoco lo estaba.