10

Kurt Pilo

J. J. permitió que Winston le enseñase el parque de atracciones, señalando esto y aquello, ofreciéndole banalidades y comentarios entrecortados. Él fingió empaparse de todo con tímido respeto, de momento era J. J. el nuevo payaso, apocado, vulnerable y abrumado. Se asustaba de las sombras, se agarraba a la camisa de Winston y le suplicaba que no caminase tan deprisa porque odiaría perderse. Winston daba muestras de haberse tragado la actuación y le ofrecía palabras de consuelo, diciéndole que no se preocupara, maldita sea, que dejara de comportarse como un mariquita.

—Bueno, ¿qué más cosas te puedo enseñar? —musitó Winston. Se habían detenido para tomarse un respiro junto a la casa de la risa, tras haber completado el circuito del foso de los leñadores y la pista del domador de leones y haber hecho una excursión al callejón de las casetas a por un perrito caliente. J. J. se había portado bien con los feriantes delante de Winston, pero era imposible hacer caso omiso de las miradas desdeñosas que estos le dirigían.

—Quiero conocer al jefe —dijo J. J.—. A ese Kurt del que habla todo el mundo.

Winston se lo pensó con mucho cuidado.

—Puede que sea una buena idea —contestó—. En general, no te acerques a ninguno de los Pilo, ya me entiendes. Si van a buscarte, lo más probable es que estés metido en un buen lío, lo que te ocurrirá pronto como sigas así. A lo mejor conseguimos que, por lo menos, la primera impresión sea buena. Vamos.

Winston lo condujo a través de un angosto sendero en el que no se había aventurado antes, en el que la hierba estaba seca y amarilla. Al lado había algunas ruinosas cabañas de madera, abandonadas como lápidas antiguas. Winston bajó la voz para que no lo oyeran los feriantes que pasaban.

—Es bastante complicado entender a Kurt Pilo, porque nunca se sabe lo que lo ofenderá de una semana a la siguiente. Compórtate con naturalidad. Si cuenta un chiste no olvides reírte.

—Así que Kurt está a cargo de todo este tinglado, ¿eh? —comentó J. J.

—Recibimos órdenes de Kurt y George Pilo —explicó Winston—. Eso es lo único que necesitas saber. El MM se halla al mismo nivel, pero casi siempre está encerrado en la casa de la risa, esculpiendo, o fabricando el maquillaje que nos ponemos nosotros, y sabe Dios qué otras cosas. Hay otros como él, que van y vienen haciendo lo que quiera que hagan lejos de los demás.

Llegaron al límite occidental del parque, una zona desprovista de atracciones donde se respiraban un silencio y una calma que harían saber a los primos extraviados que se habían equivocado al doblar una curva. Más adelante había una pequeña caravana blanca cubierta de pintura blanca descascarillada que descansaba sobre unos bloques de hormigón junto una elevada cerca de madera.

—Oye, ¿qué es lo que hay al otro lado? —preguntó J. J., señalando la cerca.

—Nada que merezca la pena ver, y entre tú y yo, no intentaría escalarla. Esa caravana es la casa de Kurt Pilo, por si alguna vez necesitas saberlo. Aunque espero que no sea así.

—¿Esa cajita de mierda? —exclamó J. J.—. ¿El jefe vive aquí? ¡Nuestra carpa es mejor!

—No importa, solo recuerda lo que te he dicho. Ver y callar.

Subieron los escalones de estaño y Winston llamó a la puerta. Una voz muy profunda exclamó desde el interior:

—¿Hmmm?

Winston abrió la puerta, que chirrió como si fuera la tapa de un ataúd, y ambos entraron. Las paredes de la caravana estaban empapeladas con flores estampadas descoloridas sobre las que había crucifijos colgados en todos los ángulos. El suelo estaba atestado de carpetas de papel manila, fajos de papeles sujetos con clips y, para sorpresa de J. J., de docenas de Biblias apiladas ordenadamente o abiertas boca abajo como si el lector las hubiera arrojado por encima del hombro. Al fondo de la caravana, semienterrado bajo el papeleo, había un escritorio de madera y detrás de este estaba sentado Kurt Pilo con un bolígrafo en la mano.

J. J. creyó que se le había detenido el corazón; era el monstruo que Jamie había visto en la barraca de la adivina. Jamie había estado a punto de mearse encima, y con razón. Kurt Pilo lo contemplaba con dos ojos que despedían un fulgor sobrenatural, enmarcados por cuencas gruesas y huesudas: ojos de lobo. Tenía la cabeza calva y reluciente, el cráneo demasiado largo desde la coronilla hasta la mandíbula y los labios gruesos y azulados como los de un pez, arqueados en una sonrisa que resultaba mansa. Parecía que irradiaba una energía depredadora, tan tangible como el calor, pero cuando habló empleó un tono culto, civilizado y casi sedoso.

—Hola, Winston. ¿Con quién has venido? ¿Es alguien nuevo? ¿Alguien prestado, alguien azul? —Las comisuras de los labios de pez de Kurt se distendieron—. Es una pequeña broma —explicó—. ¿Crees que podréis usarla en vuestra actuación, Winston?

—Quizá, señor —repuso Winston. Le temblaba la voz. J. J. observó que tragaba saliva, apretaba la mandíbula y aparentaba que no tenía miedo—. Tendría que preguntárselo a Gonko, señor Pilo, pero es un chiste magnífico.

Hm —musitó Kurt, satisfecho.

—Este es el joven Jamie —anunció Winston—. O J. J., supongo. Es nuestro empleado más reciente. Nuestro payaso más reciente.

—¡Vaya, espléndido! —exclamó Kurt, dirigiendo toda su atención hacia J. J.—. Acércate. Vamos a darnos la mano.

J. J. sintió que le flaqueaban las piernas. Se acercó al escritorio, estuvo a punto de tropezar con un ejemplar del libro de los mormones, y alargó la mano para que Kurt se la estrechara. Los ojos de Kurt despidieron un destello blanco cuando su gigantesca mano envolvió la de J. J. Este sintió la energía aplastante que emanaba de aquellos dedos y bajó la vista para asegurarse de que aquel torno no estuviera a punto de cerrarse, pues no podía mantener el contacto visual mientras los ojos de Kurt despedían aquel fulgor. Eso le crispó los nervios; cuando vio aquellas garras y aquel pelaje encerrándole la mano apenas pudo refrenar el impulso de retirarla bruscamente.

Kurt soltó al fin la presa, que en realidad había sido bastante delicada. J. J. se apartó un paso del escritorio, balbuceando torpemente:

—Encantado de conocerlo, ¿cómo está…?

Los labios se Kurt se estiraron aún más; sin duda estaban a punto de romperse como una goma elástica.

—Dime, J. J. —dijo—, ¿crees en Jesús?

J. J. echó un vistazo a los crucifijos y los montones de Biblias y se preguntó si acaso era una pregunta capciosa. ¿Sí o no? Maldita sea, lo habían pillado.

—A veces —aventuró.

Por un instante pensó que la había cagado, pero a decir verdad Kurt parecía complacido. Contestó:

—¡Eso me gusta! Qué respuesta más encantadora. ¿No te parece extraño que rindamos tributo al instrumento que usaron para torturarlo y matarlo? —Kurt cogió un crucifijo del escritorio y lo sostuvo con su gigantesca mano—. Es un artefacto hermoso. Se podría azotar a un dios… todo el día.

Sintiéndose más animado ahora que la mirada de Kurt no estaba clavada en él, J. J. dijo:

—Sí, señor, en aquella época sí que sabían cómo tratar a los criminales.

Oyó que Winston aspiraba entrecortadamente una bocanada de aire. Tal vez J. J. estuviera patinando sobre una delgada capa de hielo, pero el recién descubierto payaso que había en su interior quería poner a prueba a Kurt Pilo, por Dios. Quería ponerlo contra las cuerdas y averiguar hasta qué punto podía salirse con la suya antes de que aquel grandullón perdiese la paciencia. Era casi un reflejo independiente y apenas podía controlarlo. ¡Escupe en la mesa!, le gritaba una parte de él. ¡Sácate la polla! ¡Dale por el culo, a ver de qué está hecho!

Pero Kurt se echó hacia atrás en la silla y rompió a reír. Era una risa profunda que estremeció las paredes de la caravana. Se llevó un dedo a la cara para enjugarse una lágrima. J. J. hizo una mueca cuando se arañó el rabillo del ojo con una garra, extrayendo un hilillo de sangre negra. Kurt no dio muestras de percatarse de ello.

—Gracias, J. J. —dijo—. Me hacía falta. Me has levantado el ánimo. He estado teniendo problemas con mi hermano George; se trata de una antigua disputa familiar, ya sabes cómo son estas cosas. El miércoles intenté matarlo y parece que lo molestó que lo hiciera mientras él estaba defecando… Es una larga historia. Pero sí, eso me lleva a algo sobre lo que he estado meditando. ¿No te parece extraño que Satán se comporte como el policía de Dios?

J. J. asintió, siguiendo con la mirada la gruesa gota de sangre que resbalaba por la mejilla de Kurt.

—A mí también —prosiguió Kurt—. Es de lo más raro, ¿verdad? Satán solo se ensaña con aquellos que infringen las reglas. No puede… coger a la gente de la calle y ensañarse con ellos. —La sangre le llegó a la comisura de los labios—. Ah, bueno, ya es suficiente por ahora. Bienvenido al circo. Supongo que tenemos que mantener una tradición de excelencia. Parece apropiado que el propietario diga algo así… —Kurt introdujo la mano bajo el escritorio. Cuando se irguió sostenía un gato barcino muerto entre sus manos gigantescas—. Si me perdonan, caballeros, mucho trabajo y poca diversión…

—¿Cómo va la colección, jefe? —preguntó tímidamente Winston.

—Bien, bien —contestó Kurt—. En este momento tengo muchos de gatitos, pero no de gatos adultos. Acabo con ellos muy deprisa, ¿sabes? —Kurt depositó al animal muerto encima del escritorio, abrió un cajón y extrajo unos alicates.

—En fin, buenas tardes, señor —dijo Winston, sacando a J. J. del hombro.

—Lo mismo digo —replicó Kurt distraídamente—. Gracias por traer al nuevo. Es agradable tener una charla… de tú a tú… con los empleados…

J. J. miró a Kurt Pilo por última vez mientras se cerraba la puerta de la caravana y vio que sus enormes ojos se encendían mientras le abría la boca al gato y le aferraba los dientes con los alicates. Mientras bajaban los escalones de estaño, oyeron que decía:

—Ah, ya está…

J. J. preguntó:

—¿Qué es lo que está…?

—Colecciona dientes —musitó Winston—. De todo tipo.

Desandaron el estrecho sendero. Winston exhaló un suspiro de alivio.

—¿Qué es eso que ha dicho de matar a su hermano? —preguntó J. J.

—No es nada nuevo. Que yo recuerde, esos dos siempre han estado a la gresca. Si uno de los dos muere, el otro dirigirá el espectáculo. El espectáculo entero. Tiene algo que ver con el testamento de Pilo padre, pero nadie conoce los detalles. —Winston reflexionó—. Es imposible que George acabe con Kurt. Puede que suceda lo contrario, pero ambos ya han sobrevivido durante mucho tiempo. Los dos son demasiado astutos.

—Winston, ¿alguna vez has visto a Kurt Pilo enfadado? ¿Realmente enfadado? ¿Alguna vez lo has visto tomarla con alguien en serio?

Winston tenía una expresión distante en los ojos y cuando le contestó J. J. pensó que estaba mintiendo.

—Me parece que no. Tampoco es que quiera. Ni tú. ¿Entendido?

—Claro, odiaría ver eso —le aseguró J. J. el payaso.

Como aún faltaban un par de horas para el ocaso, Winston lo llevó a la parada de los monstruos. Niñopez saludó afectuosamente a J. J. y se tomó todos sus intentos de provocarlo con tan buen humor y tanta diplomacia que a este le costaba seguir esforzándose. Niñopez encontraba el lado gracioso de que J. J. le echara un chorro de agua en el ojo o le pellizcara las agallas, incluso de que hiciera bromas sobre mearse en su estanque de desove. Hacía gala de los modales de un caballero británico, condescendiendo a las observaciones despectivas, aunque estas se hicieran cada vez más cáusticas y sinceras.

—¿Que tengo cara de cangrejo aplastado, dices? Defendería mi honor, ¡pero es que has dado en el clavo!

J. J. se sumió en un silencio hosco y accedió a que Niñopez le enseñase los especímenes. Le permitió dar de comer a Croqueta, la cabeza cortada, echándole copos de proteínas en el agua que le llegaba a la altura de la barbilla. Echó un pulso con Yeti y perdió rotundamente. Se regodeó mientras Steve frotaba la supuración carnosa que se había secado en el fondo de la vitrina de Sebo. J. J. salió de la parada de los monstruos de buen humor y no podría estar más de acuerdo con Gonko: Niñopez era un tipo simpático y cumplidor y un excelente encargado.

La tarde daba paso a la noche cuando volvieron a la carpa. El resto de los payasos estaban jugando al póquer y charlando sobre el ensayo de la jornada. J. J. recordó entonces que se lo había saltado; dejó de pavonearse de inmediato y adoptó de nuevo los andares titubeantes de una anciana sumisa. Había llegado el momento de volver a ser el señor Tímido, el señor «Por favor no me hagas daño».

Winston musitó algo para sus adentros y se fue a su habitación. Goshy, casualmente, estaba mirando en la dirección de J. J. cuando este entró y emitió un sonido semejante al grito de una lechuza. Doopy se dio la vuelta.

—Vaya, pero si es el nuevo. Gonko, ha vuelto el nuevo. ¡Gonko, mira!

Gonko se volvió y lo miró con los ojos entrecerrados.

—Vaya, hola joven J. J. —dijo.

J. J. se echó hacia atrás como si lo hubiesen golpeado.

—Vamos, colega —insistió Gonko con un tono suave y lisonjero—. Buen chico. No vamos a hacerte daño. A lo mejor Rufshod sí, pero nosotros le haríamos daño a él. Venga, siéntate aquí, colega.

J. J. hizo que le temblaran las manos y frunció los labios de miedo. Se acercó poco a poco a la mesa y se sentó entre Rufshod y Doopy. No se veía al aprendiz por ninguna parte.

—Buenas noticias, colega —anunció Gonko—. El ensayo ha sido impecable. Vamos a dejar a Goshy en el banquillo una temporada. Sigue estando un poco confuso debido a sus problemas con las mujeres. Las mujeres, ¿eh, Gosh?

Goshy emitió un gargarismo grave.

—Pero los demás somos una máquina bien engrasada, precisa, exacta y todas esas gilipolleces. Vamos a dejar pasmados a esos acrocabrones. Lo que me recuerda… —La voz de Gonko perdió su brillo—. ¿Qué es lo que les has hecho?

A J. J. no le apetecía volver a tener aquella conversación. Se levantó como si la pregunta lo hubiera sobresaltado, se volvió sobre los talones y echó a correr, sollozando como una actriz de telenovela ofendida. Nadie lo siguió.

Cuando llegó a su habitación se tumbó y meditó sobre los acontecimientos de la jornada. Reflexionó sobre Winston y se preguntó cómo podía aprovecharse de su bondad para sus propios propósitos. Si deseaba ascender en el escalafón de los payasos era el momento de subirse a un travesaño.

Y ahora…

Y ahora, ¿qué? ¿Quitarse el maquillaje? Qué demonios. J. J. buscó un trapo a tientas. Estaba oscureciendo, de modo que encendió una vela que proyectó sombras que corretearon por aquel espacio pequeño y hacinado. La visión de aquel entorno lo embargó de un repentino afecto a su nuevo trabajo y su nueva vida.

—Sí —susurró—. Esto es estupendo.

Se limpió la cara. El maquillaje salió fácilmente gracias al sudor y las lágrimas de todo el día. Dejó caer el trapo grasiento y se tumbó, durmiéndose de inmediato.

El sueño estuvo ocupado por una pesadilla; Kurt Pilo estaba caminando junto a una hilera de personas encadenadas, sumisas como cabezas de ganado, y les extraía sangre del cuello a todos. Jamie les hacía una punción en el cuello para él con un dedo que se había convertido en una fina cuchilla mientras Kurt charlaba amigablemente entre sorbos.

Jamie despertó, se incorporó y en cuanto se movió lo asaltaron las náuseas. Gimió, lloriqueó y le suplicó a Dios que cesara el dolor. Parecía que un enjambre de insectos lo estaba devorando desde dentro. Jamás había sentido un dolor tan intenso.

Al cabo de un instante se preguntó por qué intentaba contener los gritos; así pues, gritó, y el grito se desvaneció lastimosamente. Se oyó un revuelo fuera y voces que farfullaban. Winston entró enseguida.

—Ah, sí —dijo el viejo payaso—. Lo había olvidado. Son los efectos secundarios del maquillaje. Lo siento, Jamie, debería haberme acordado.

—No pasa nada —jadeó Jamie—, dime cómo se pasa esto.

—Claro. ¿Tienes la bolsita que te dio Gonko? ¿Tu salario? Ya sabes, ¿el polvo?

Jamie intentó recordarlo, sobreponiéndose al último espasmo en el vientre. Se encogió adoptando una posición fetal y sintió la bolsa en el bolsillo, apretada contra el muslo. La sacó y se la entregó a Winston, que tenía un pequeño cuenco de arcilla entre las manos.

—Me he enterado de cómo llegaste a este lugar —dijo Winston mientras abría la bolsa—. Que te tragaste un poco de esto por accidente. Supongo que fue un accidente, porque ¿qué clase de lunático iba a tragarse un polvo que tiene pinta rara, huele raro y suena raro salido del bolsillo de un payaso que acaba de coger del suelo?

Winston removió una pequeña cantidad de polvo en el cuenco de arcilla mientras hablaba. Tintineaba como el cristal.

—En todo caso, el hecho de que lo tuvieras dentro fue suficiente para llamar la atención del espectáculo. Pero no notarías gran cosa al tragarlo. No estaba preparado correctamente, ¿ves? Esto es bueno para el dolor, y me refiero a toda clase de dolor. Pero hay que cocinarlo. Observa…

Winston destapó un mechero plateado, haciendo cosquillas en el fondo del cuenco con una llamita.

—Tiene que ser una llama —explicó—. No se puede hervir, hacerlo al vapor ni ponerlo al sol. Tiene que ser una llama.

Las gruesas bolas de cristal del cuenco despidieron un tenue humo azulado cuando restallaron y se resquebrajaron. El olor era nauseabundo. Por un momento a Jamie le pareció oír un sonido débil semejante a un gemido humano. El polvo se fundió enseguida, convirtiéndose en un líquido plateado.

—Ahora —dijo Winston—, pide un deseo.

—¿Qué? —resolló Jamie.

—He dicho que pidas un deseo. No te estoy tomando el pelo, date prisa, pide un deseo, trágate esto y te pondrás bien. Date prisa.

Jamie se enjugó el sudor de la cara y dijo:

—Deseo que… ay, coño… se me pase este dolor.

—Con eso será suficiente. Trágatelo. Deprisa.

Jamie cogió el cuenco y estuvo a punto de derramarlo sobre la manta. Se lo llevó a los labios y engulló el líquido, que le dejó un regusto extraño y desagradable en la boca. Casi de inmediato el dolor se extinguió como una vela apagada. No dejó ecos persistentes ni disminuyó poco a poco; desapareció. Se dio palmadas por todo el cuerpo, incrédulo, y miró fijamente a Winston, que dijo:

—Ya está, así está mucho mejor. —Se levantó para marcharse.

—Espera un minuto —dijo Jamie, al tiempo que se palpaba el estómago, asombrado—. ¿Eso es nuestro salario? ¿Un calmante?

—No es simplemente un calmante —repuso Winston, exhalando un suspiro mientras volvía a sentarse—. El polvo te concede cualquier cosa que desees, dentro de lo razonable. Algunos lo llaman polvo de los deseos. Es… caro, supongo. Lo más caro que hay. Vale más que nada en el mundo.

Jamie apretó la bolsita de terciopelo en la mano.

—¿Qué quieres decir? ¿Que pido algo y aparece?

—No funciona de esa forma exactamente —dijo Winston—. Mira, lo que pidas tiene que aprobarlo… Maldita sea, ¿cómo puedo explicártelo? —Se dio una palmada en la frente y se inclinó hacia Jamie, bajando la voz hasta que esta se convirtió un susurro—. Tiene que aprobarlo la mayor autoridad del espectáculo. Mayor que Kurt Pilo y mayor que nadie a quien hayamos conocido. No puedo decirte nada más, no quiero y sencillamente no puedo hacerlo, ¿de acuerdo? Dejémoslo así. Hay unas reglas, y si pides algo que va contra las reglas habrás desperdiciado tu sueldo. Y no sale barato.

—Entonces, ¿cómo sé qué es lo que puedo pedir y qué es lo que no?

—Empieza por algo sencillo. Cosas pequeñas, como acabamos de hacer. No le desees mal a nadie del espectáculo. Es probable que no funcionase, pero aparte de eso, aquí no saldamos las cuentas de esa forma. Emplea el polvo con moderación, resérvalo. Nunca se sabe cuándo tendrás que salir de un atolladero. O te despertarás con un dolor peor que el que tenías ahora.

Winston se puso en pie y sus maneras indicaban que tenía asuntos apremiantes en otra parte. Se detuvo en la entrada.

—Considéralo —le dijo a Jamie, sin volverse a mirarlo— como que te digan que sí a una oración de poca monta. Pero no te entusiasmes. Y no te preocupes, puede que los dolores hayan desaparecido dentro de tres días. El maquillaje es bastante fuerte, como ya sabrás.

Winston se marchó.

—¿Maquillaje? —repitió Jamie, y entonces cayó en la cuenta—. Me cago en la leche… ¡Winston! —chilló—. ¿Qué demonios pasó ayer? —Pero Winston no regresó.

¿Qué había sucedido? Después de que Winston le aplicase el maquillaje, el día era principalmente una sucesión de imágenes borrosas. Recordaba vívidamente la emoción: malicia, una malicia jubilosa, sometida por completo cualquier impulso. Me convertí en otra persona, se dijo, y sintió un escalofrío tan intenso que se envolvió los hombros con la manta. Pero yo también lo hice. Perdí el control por completo.

A continuación se presentó el recuerdo de Kurt Pilo, el fulgor de sus ojos debajo de una frente que parecía una nube de tormenta. Jamie cerró los ojos y gimió; de pronto se encontraba enfermo.

Me he metido… en un lío… de tres pares de cojones…

Y era aún peor. Ahora habían desaparecido las dudas persistentes acerca de lo que le había dicho la adivina, de las cosas imposibles que le habían pedido que creyera. Todo era cierto. Después del día anterior no podía dudarlo aunque lo intentase. Formaba parte del circo.

Ese podía ser un buen momento, supuso, para usar un poco más de polvo. Con las manos temblorosas, echó un poco en el cuenco de arcilla que Winston había dejado junto a la camilla. Encontró una caja de cerillas y fundió los cristales, que se convirtieron en un líquido plateado.

—Por favor, que duerma un poco más —susurró. Engulló, dejó el cuenco y apenas tuvo tiempo de tumbarse antes de que su oración obtuviese respuesta.