Bolas de cristal y acróbatas
Gonko condujo a Jamie detrás del escenario hasta una sección atestada de cajas de accesorios, uniformes y bombillas de focos. Allí yacía el aprendiz; su rostro era una masa pulposa que seguía rezumando una pátina de sangre y maquillaje. Tenía los ojos cerrados. Goshy estaba mirándolo fijamente, sin pestañear, con cierta sorpresa, mientras Doopy le daba palmaditas en el hombro, presumiblemente para darle ánimos. Cuando aparecieron Gonko y Jamie, Doopy se detuvo. Le temblaban los labios húmedos y se retorcía nerviosamente las manos. Doopy ya no parecía capaz de recurrir a la violencia como en el escenario; había vuelto a convertirse en un hombrecillo insignificante que se tironeaba de la camisa; era una profusa disculpa de los pies a la cabeza.
—Buen trabajo, Doops —comentó Gonko, observando el despojo ensangrentado que estaba tendido a sus pies.
—Caramba, lo siento, Gonko, ¡pero es que le pegó a Goshy! —exclamó Doopy—. Le pegó a Goshy en toda la cara y yo tengo que cuidar de Goshy. ¡Tengo que hacerlo!
Gonko se inclinó sobre la figura postrada y arqueó los labios hacia un lado.
—He dicho que buen trabajo. No hace falta que te inventes excusas cuando el jefe te da una palmadita en la espalda, Doops. Guárdatelas para cuando metas la pata. —Gonko hincó la punta de la bota en el cuerpo del aprendiz y se volvió hacia Jamie—. J. J., te presento al equipo. Este es Goshy.
Goshy le estaba dando la espalda mientras emitía una sucesión de silbidos graves y bajos. Se apretaba la hoja de helecho contra la cara y parecía que la estaba besando.
—Él sabe lo que le gusta —musitó Gonko—. Y este es Doopy; me parece que ya lo habías visto antes, dejándote la habitación hecha una mierda, junto con un servidor.
—¿Cómo estás? —tartamudeó Doopy, mientras continuaba defendiendo su causa ante Gonko, que lo ignoraba.
—Este es Rufshod —anunció. El payaso enjuto con aire enajenado lo saludó con un ademán semejante a un tic electrificado. Rufshod parecía el payaso más joven, tal vez tuviera la edad de Jamie—. Y este gusano es el aprendiz —señaló Gonko—. Ahora es básicamente carne con ojos, y no por mucho tiempo, acuérdate de lo que te digo. Y ¿sabes una cosa, colega? Has conseguido su puesto, por si te estabas preguntando dónde encajaba esa pieza del puzle.
Jamie miró hacia abajo y procuró no imaginarse su propia cara golpeada y deformada de una forma tan terrible como la que estaba supurando a sus pies. No tenía la menor idea de cómo reaccionar ante todo aquello. Supuso que el plan más acertado consistía en mantener la boca cerrada y esperar a que la situación adquiriese algún sentido. En cualquier momento, sin duda, alguien le diría que estaba en Cámara Oculta, que había sido la víctima de una costosa broma radiofónica o el sujeto de un experimento sociológico, lo que fuera.
Gonko sacó a los payasos de la carpa. Dejó al aprendiz tirado desangrándose.
—Vosotros —les dijo Gonko a los demás payasos—, eso ha sido bochornoso. Doopy, a ver si se lo metes a tu hermano en el melón, no hay que pegar a los espectadores. ¿Entendido? No forman parte de la puta actuación. No hay que pegar a los espectadores, ni empujarles, ni sacudirles, ni darles patadas. No son accesorios. Solo están viendo el puñetero espectáculo. ¿Está claro? No hace falta ser un genio. Solo están viendo el puto espectáculo.
—Caray, lo siento, Gonko —tartamudeó Doopy—, pero es que a veces Goshy se confunde, y…
—Esta noche sabía muy bien lo que estaba haciendo —lo atajó Gonko—. Piensa en el listón que le hemos puesto al nuevo. La función ha durado menos de dos minutos. ¿Por qué le ha dado una bofetada a esa fulana?
—Ella le había quitado la flor, Gonko, ella…
—Si se la había dado él, idiota. Formaba parte del guión.
—¡Pero ella no debería haberla cogido, Gonko! No debería haberla cogido, no señor, y él no puede evitarlo, él… él…
—¿Ves lo que tengo que aguantar, J. J.? —dijo Gonko con una sonrisa apesadumbrada. Jamie se encogió de hombros, asintió y procuró pasar desapercibido.
Todos los clientes habían abandonado el parque. Solo se oían esporádicamente tañidos metálicos y golpes sordos procedentes de los puestos que estaban desmontando. Algunos enanos se demoraban entre las sombras, susurrando y observando airadamente a los payasos mientras pasaban. Estos los ignoraron. Pasaron ante la carpa del mago y la barraca de la adivina y Jamie se percató de que habían llegado a la carpa en la que había despertado aquella mañana. Era mucho mayor que las viviendas que la rodeaban.
Goshy emitió un pitido tenue y se detuvo. Los demás se volvieron hacia él. Doopy pareció interpretar el sonido; se llevó un dedo a los labios y dijo:
—Shhh.
Se oían voces que murmuraban en las inmediaciones, demasiado apagadas para distinguir las palabras. Jamie observó sucesivamente a los payasos, preguntándose qué vendría a continuación en la agenda de sorpresas desagradables. Algo violento, comprendió enseguida, porque Gonko metió la mano en el bolsillo y extrajo una larga hoja plateada. Jamie la contempló con los ojos como platos, preguntándose cómo había cabido en el bolsillo del cabecilla de los payasos.
Gonko reunió en un corro a los payasos. Jamie trató de apartarse, pero Rufshod, el payaso con aire enajenado, lo apresó con una llave de cabeza y lo condujo al centro. El hedor del sudor de Goshy a corta distancia era casi insoportable.
—Acróbatas —susurró Gonko—. Yo me encargo de hablar con ellos. Y de darles cuchilladas. Pero si se tuercen las cosas que se meta todo el mundo. Eso va por ti, Goshy. No te quedes mirando como la última vez que me sacudió el cabrón de Randolph. Tú también, J. J. Estás en los huesos, pero menea esas alas de gallina como si quisieras rompértelas.
El corro se dispersó y Gonko se adelantó furtivamente, dando vueltas a la hoja con una mano experta. Los demás lo siguieron. Había tres hombres ataviados con mallas blancas esperándolos junto a la entrada de la carpa que guardaron silencio y se pusieron en tensión cuando se acercaron los payasos.
En la primera impresión, Jamie descubrió que mirar a los acróbatas resultaba casi hipnótico. Sus cuerpos eran ágiles, tenían rasgos élficos y delicadamente esculpidos y era inevitable admirar la maestría de su creador. Estaba claro que los payasos no pensaban lo mismo. Ambas partes se miraron a los ojos un momento y los acróbatas observaron a Jamie con suspicacia antes de que uno de ellos dijera:
—¡Mmm, mmm! Me han dicho que habéis montado un buen espectáculo, chicos. Nada menos que cinco minutos, según me han dicho.
—Más bien dos —intervino otro.
—¡Dos minutos! —repitió el primero con fingida compasión—. ¡Asombroso, eh! Sven, ¿qué dirá al respecto el señor Pilo?
—No estoy seguro. A lo mejor sugiere que los pobrecillos necesitan un poco de tiempo libre desempeñando otros trabajos, como frotar los cagaderos de los gitanos, para concentrarse en la actuación. Pero claro, habría que preguntárselo.
—Pero no estará impresionado, ¿verdad, Sven?
—Me parece que no, Randolph, ni lo más mínimo.
Momentos antes parecía que Gonko estaba casi impaciente ante la confrontación, pero ahora parecía que lo mortificaba que se burlasen de la función de aquella noche.
—Que os jodan —gruñó; el brazo que empuñaba el cuchillo temblaba de ira.
—¡Ay, touché! —exclamó el acróbata más cercano—. ¡Que os jodan, nada menos! Por eso me gusta librar batallas de ingenio contigo, Gonko, ¡por lo sofisticado que eres! ¿Eh? Cuando tú naciste rompieron el molde.
Rápido como una serpiente, Gonko se abalanzó contra el acróbata que había hablado, pero este lo esquivó fácilmente con una pirueta. Jamie hizo una mueca; estaba claro que había empezado la pelea. Pero no; Gonko se echó hacia atrás, volviendo a darle vueltas a la hoja en la mano, y al parecer los acróbatas decidieron que el encuentro había concluido. Sonrieron desdeñosamente mientras se alejaban, al tiempo que acumulaban más insultos.
—¡Maricones! —les chilló Gonko.
Los acróbatas se detuvieron y se dieron la vuelta.
—¿Qué nos ha llamado?
—¡Nos ha llamado maricones!
—Touché otra vez. Ya sabes lo que dicen; un hombre que monta a otro hombre es un hombre por partida doble.
—Eso es exactamente lo que iba a decirle.
—Por lo menos nosotros sabemos a quién tenemos encima.
Se alejaron entre carcajadas hasta perderse de vista. Doopy se volvió hacia Gonko y exclamó:
—No me gustan esos tíos, Gonko. ¡No me gustan!
—En ese caso a lo mejor consigues convencer a tu hermano de que no nos estropee la función —replicó Gonko—. De esa forma, Doops, tendremos la carpa llena de trucos descacharrantes y ellos no tendrán nada contra nosotros. ¿Lo ves? No hace falta ser un genio. —Gonko volvió a guardarse la hoja en el bolsillo y añadió—: Y para que conste, si hubiese querido rajar a ese cabrón lo habría hecho. Pero teniendo en cuenta cómo habéis actuado esta noche, vagos de mierda, no me fiaría de vosotros si os necesitase en una pelea.
Los condujo al interior de la carpa. Goshy se dirigió directamente hacia una portezuela de lona que había al fondo de la sala y que daba a unos aposentos ocultos; los demás payasos se derrumbaron en los sofás que habían empujado contra las paredes. Jamie observó aquella pocilga alumbrada por faroles; parecía una guardería para niños grandes. Había accesorios, pantalones de payaso y cajas de baratijas desparramadas por todas partes. Reconoció la armadura pintarrajeada con lápices de colores. En la pared de enfrente había estatuas de madera de algo que parecían dioses amazónicos, apoyadas unas contra otras como si estuvieran en celo. Alguien le había metido un pollo de goma en la boca a una de ellas.
Sus ojos se posaron en la bolsa de cadáveres en la que había despertado aquella mañana.
—¿Qué te ha parecido eso, J. J.? —dijo Gonko, dándole una palmada en la espalda—. ¿Estabas cómodo ahí dentro? ¡Ja, ja! ¡Buenos días, cariño! En fin, J. J., este es nuestro espacio privado. Aquí no entra nadie sin que lo digamos nosotros. Si entra alguien podemos hacerle lo que nos dé la gana, aunque eso signifique que el circo tenga que buscar empleados nuevos a la mañana siguiente. ¿Está claro? Será mejor que recuerdes que eso también se aplica a todos los demás, así que ándate con ojo. Los gitanos nos traen el rancho a las nueve, a la una y a las seis. Sobre todo perritos calientes mojados y fideos con sabor a plástico salado. Si te aburres de eso tienes manzanas de caramelo y polos. —Gonko escupió y musitó—: Sí, el rancho no es lo mejor del circo —antes de continuar—. Todos tenemos un jergón ahí detrás. Los días de función varían; a veces hay dos días seguidos y a veces no hay ninguno durante semanas. Depende de los espectáculos que se celebren fuera. Se trata de una competición, ¿está claro? Aquí es donde ensayamos. —Señaló un espacio de suelo herboso despejado.
—Ya —repuso Jamie—. Ejem, no sé muy bien cómo decir esto…
—Estás entre amigos, joven J. J. —dijo Gonko—. Sé sincero.
Jamie respiró profundamente.
—¿Quiénes sois? ¿Qué es lo que sois? ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué demonios está pasando?
Gonko lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Todavía quieres saber todas esas cosas? —Jamie no supo muy bien qué contestar—. De acuerdo —dijo Gonko—. Ven conmigo. Iremos a ver a la adivina y aclararemos todos esos dilemas. Nos vamos, el pequeño J. J. y papá Gonko.
Gonko lo condujo a través del tenebroso parque de atracciones. Los enanos habían salido en tropel y estaban en cuclillas en los callejones jugando a los dados o agazapados en los tejados con botellas en la mano, espetándose obscenidades unos a otros. Dos de ellos estaban forcejeando delante de una puerta, disputándose algo que parecía un hueso de jamón. Uno de los combatientes se interpuso en el camino de Gonko, que le propinó una patada como si fuera un balón de fútbol sin ni siquiera romper el paso. El enano voló dos metros antes de estrellarse contra la puerta de un gitano; esta se abrió y surgió una mano que lo cogió por el pelo y lo arrastró al interior. Lo que allí sucediese resultó en numerosos gritos y golpes. Los demás enanos guardaron silencio mientras observaban lo que sucedía, contemplando a Gonko con silenciosa malicia. Este no dio muestras de percatarse de ello.
Llegaron a la barraca de Shalice, aunque Jamie apenas la reconoció debido a los recuerdos imprecisos de la jornada. Solo le resultaban familiares los abalorios tintineantes. El incienso todavía impregnaba el aire, aunque débilmente. Había una espaciosa caravana blanca, presumiblemente la morada de la adivina, aparcada a corta distancia tras la barraca. Había luces encendidas en ambos edificios. Gonko se dirigió a la barraca y dio una patada en la pared con la bota. Una mano apartó los abalorios y apareció aquella mujer de oscura hermosura y ojos astutos, aunque en ese momento tenía el ceño fruncido.
—Mira quién ha venido —dijo—. Qué bonito, Gonko. ¿Porqué no me dijiste que este era un recluta?
Gonko enarcó las cejas.
—¿Qué problema tienes? —Le dio un empujón a su paso y se sentó en la caja de madera, mirando a Shalice con los ojos entrecerrados. La adivina lo observaba gélidamente.
—Le eché la buenaventura —explicó ella—. Como si fuera un primo cualquiera. Ya sabes. Y se resistió a mí. La cosa podría haber acabado muy mal. Podrías haberlo perdido. Hay razones para que necesite saber esas cosas.
—Ah, no me fastidies —protestó Gonko, aunque parecía vagamente divertido—. ¿Qué posibilidades había de que llegase hasta aquí?
Shalice le enseñó los dientes.
—Bastantes, por lo visto.
Gonko se encogió de hombros.
—Bueno, supongo que pensé que lo habías previsto, como tienes poderes siniestros y esas cosas.
—Preveo que no volverá a pasar —replicó Shalice—, porque se lo he dicho a Kurt.
Gonko se levantó de un brinco; parecía que estaba a punto de golpearla.
—¡Puta de mierda!
Ella sonrió y dio un paso hacia él; sus ojos oscuros destellaban.
—Ajá, cálmate, cariño. No seas tonto. Compórtate.
Gonko se pasó una mano por la cara; le temblaban los dedos.
—Ya hablaremos de eso luego —dijo—. De momento, J. J. necesita algunas respuestas.
Shalice miró a Jamie.
—¿Lo de siempre?
—Sí, lo de siempre —asintió Gonko—. Quiénes sois, por qué estoy aquí, qué está pasando, ay mamá, tengo miedo, bla, bla, bla. —Gonko estampó la bota contra la caja de madera, rompiendo una de las tablas—. No, en serio, gracias por chivarte de mí, jodida… Ahora tengo que limpiar dos montones de mierda.
Salió de la barraca hecho una furia, apartando violentamente los abalorios a su paso. Shalice lo siguió con la mirada, musitó algo para sus adentros y se volvió hacia Jamie, al que miró de arriba abajo.
—En fin. Quieres saber por qué estás aquí y por qué debes quedarte. Quieres saber quiénes somos y qué es lo que hacemos. ¿Es eso cierto?
Jamie asintió.
—Supongo que eso sería un principio. Después a lo mejor podrías decirme dónde puedo llamar a un taxi para que me lleve a casa. Os prometo que no denunciaré a nadie. Firmaré una declaración jurada. Lo que vosotros queráis.
—Me parece que estás a punto de descubrir que eso no nos preocupa —repuso Shalice. Se sentó detrás de la bola de cristal, retiró el velo de tela y lo observó en silencio durante un instante—. Te lo explicaré de esta forma —dijo—. Estrictamente hablando, ya no estás en el mundo, Jamie. Aunque no está lejos, claro. Estás aquí porque te han concedido una segunda oportunidad. Verás, estabas destinado a morir joven y antes de que murieses ibas a tener una vida desgraciada.
Jamie se restregó el rabillo de los ojos.
—Y ¿cómo sabes eso exactamente?
—Porque estás aquí —contestó ella—. Aquí no viene nadie que no estuviera destinado a un fin semejante. Todos los que están aquí fueron salvados de la muerte. Por eso se han quedado. Le debemos algo al espectáculo; tú, yo y todos los demás. No sabría decirte si así estamos mejor… Nunca he muerto. Pero puedo enseñarte cómo sería tu vida si no te hubiéramos encontrado. —Lo escrutó con la mirada—. Hay magia en el mundo, Jamie. Hoy has visto lo suficiente para saberlo. Hay magia; es rara, pero la mayor parte de ella está aquí mismo, en este parque. Hasta el aire que respiras está impregnado de ella. Sí, ¿lo ves? Hoy lo has sentido, ¿verdad? Que el circo insuflaba su voluntad en tus pulmones.
Jamie no pudo responder. Shalice asintió y prosiguió:
—La magia está aquí por una razón. Es peligroso que ande suelta por el mundo. Igual que nosotros. Y los payasos, en su sabiduría, han visto en ti algo que les conviene, que le conviene al espectáculo. Has tenido suerte.
Shalice pasó un dedo sobre el orbe de cristal y susurró:
—Mira.
La superficie despidió un destello blanco. Jamie observó el fulgor y enseguida distinguió formas. De pronto estaba dentro del cristal, como un personaje de una serie de televisión muda. Ante sus ojos se desarrollaba una escena familiar: estaba en su dormitorio, arreglándose para trabajar en el club Wentworth, inmerso en la cotidiana búsqueda frenética de los zapatos y los calcetines. Hacía aspavientos con los brazos, maldecía e increpaba a los cielos. Shalice dijo:
—Este eras tú hace un mes. Como ves, el tiempo me revela algunos de sus secretos. De vez en cuando, si se lo pido amablemente, me enseña lo que necesito ver. Ahora, si nos deja, veremos lo que te habría pasado, Jamie, si no te hubiésemos traído con nosotros.
Jamie estaba boquiabierto, con los ojos clavados en la bola de cristal, fascinado por la sedosa voz de la adivina. Apenas estaba lo bastante consciente para verse a sí mismo desempeñando mecánicamente los rituales de la vida cotidiana, aunque le parecía que habían pasado años desde entonces. Y mientras se veía corriendo de un lado para otro, desesperado por llegar a tiempo al trabajo, se le ocurrió que era ridículo tener un propósito tan extraño en la vida, tomarse en serio una cosa tan rara.
Shalice susurró algo que Jamie no entendió y la imagen cambió. Al principio tuvo que fijarse bien, pues creyó que estaba contemplando a su padre. El parecido era casi exacto, hasta en las líneas de expresión, el cabello ralo y la barba de tres días. Pero no, se trataba de Jamie, a los cuarenta y tantos años quizá, sentado en una oficina. Debajo de la camisa y la corbata se abultaba una barriga cervecera que se combaba sobre el cinturón y resultaba absurda en su esbelta constitución.
—Mira —dijo Shalice—. Esto es dentro de apenas doce años. Eres un funcionario sin futuro. Dejaste de beber cuando tenías veinte años, pero ahora eres un alcohólico incorregible. A veces te metes a hurtadillas en el cuarto de baño para beber un trago de bourbon. Tus compañeros de trabajo se ríen de eso. ¿Ves esa foto? —Señaló una fotografía enmarcada, encima del escritorio, que Jamie no distinguía del todo—. No estás casado, pero tienes un hijo. Nació retrasado, así que la pensión alimenticia no es barata. La mayor parte de tu salario va destinada a eso. Ganas lo suficiente para tener una buena casa, pero todas las noches regresas solo a un apartamento infestado de cucarachas. El resto de los empleados de la oficina hablan de sus vacaciones y sus televisiones, pero ¿tú? Tú no tienes nada. A pesar de doce años de duro trabajo, Jamie. Se ha cobrado un precio sobre ti. ¿Ves ese tic debajo de tu ojo izquierdo? Es permanente.
Jamie observó a aquel espantapájaros de mirada hueca con un horror vertiginoso. Su padre siempre le había parecido una figura casi melancólica, que trabajaba demasiado y estaba atrapado en un matrimonio sin amor, pero el despojo que ahora tenía delante sobrepasaba todo cuanto había sido su padre.
—La madre de tu hijo fue tu primera novia —prosiguió la adivina—. Estuvisteis dos años juntos. Era una chica protestante, muy guapa. Ella quería casarse, pero tú no. Así que dejó de tomar las píldoras anticonceptivas en secreto, sabiendo que te comportarías honradamente. Estabas en sus manos. Pero todo se fue al garete cuando tu hijo nació así. Ella te echó la culpa a ti. Sigue mirando.
El despojo en el que Jamie se había convertido estaba delante del escritorio, contemplando un enorme montón de carpetas y documentos. Un empleado se le acercó trastabillando y depositó otro montón junto al primero. El Jamie maduro sepultó la cara entre las manos.
—Esto no se acaba nunca —afirmó Shalice—. Durante décadas, Jamie. Sin recompensa. Sin salida. Dentro de ti está creciendo un tumor de cinismo y amargura. Mírate. Esto es lo que te han reportado quince años de estudios y doce años de trabajo.
El Jamie maduro despertó sobresaltado de su morboso trance para responder al teléfono del escritorio. En ese momento se parecía tanto a su padre que Jamie se vio obligado a apartar la mirada, y sus pensamientos regresaron a la mañana en la que su padre había recibido la llamada de teléfono que les informaba de que el tío de Jamie se había ahorcado. Su padre se había venido abajo como un saco de huesos sueltos y había estallado en llanto. Fue la primera vez que Jamie lo vio llorar y por alguna razón había tocado una oscura fibra de placer en su interior que no había sentido desde entonces. Tampoco había querido.
—Esta llamada de teléfono es importante —le advirtió Shalice, sacándolo de la ensoñación en la que se estaba abstrayendo. Su mirada pasaba sin cesar de Jamie a la bola y de la bola a Jamie rápidamente—. Esta llamada es de la madre de tu hijo, que amenaza con llevarte a los tribunales si no le das más dinero. Tu hijo necesita cuidadores, medicinas, equipo y educación especial. La colección de pastillas de ella tampoco es barata.
Jamie tenía la garganta seca y cuando tragó saliva le pareció un bocado de pelusa. Shalice asentía delante de él.
—Seis meses antes de esta llamada descubriste que te había tendido una trampa. La madre de tu hijo tuvo una desagradable disputa con su hermana y esta te lo dijo impulsada por el resentimiento. Así que ahora cada vez que piensas en la madre de tu hijo tienes ganas de matar a alguien. La rabia no te concede ningún respiro. Quieres coger a alguien por el cuello y apretar. Eso es lo que se te pasa por la cabeza últimamente.
Jamie cerró los ojos. Su voz era poco más que un graznido:
—¿Qué tiene de especial esta llamada?
—Esta es la llamada que te empuja al abismo —contestó la adivina—. Observa.
En la bola de cristal, el Jamie maduro colgó el teléfono con delicadeza, con calma, y se arrellanó en la silla. Tenía la mirada perdida cuando otro empleado se presentó para dejar más carpetas encima de su escritorio. El Jamie maduro no pareció darse cuenta de ello; siguió mirando al infinito. Entonces, cogió el maletín con calma, suavemente, y se marchó de la oficina, se dirigió al ascensor, atravesó el vestíbulo y salió por la puerta principal del edificio.
—¿Adónde va? —preguntó Jamie—. ¿Por qué me enseñas esto?
La expresión de sus ojos le respondió y un gélido escalofrío le recorrió la columna vertebral.
—Hala, hala —dijo ella—. No es tan extraño. La mayoría de los asesinatos obedecen a este guión. El amor que se echa a perder. Es una pena, pero no es raro.
—No quiero ver el resto —gimió Jamie, que sentía náuseas—. Apágalo. Por favor.
—Un poco más —insistió ella suavemente—. Tienes que verlo todo, Jamie. Te estoy enseñando esto por una razón.
En la brillante bola, Jamie estaba subiendo un tramo de escaleras. El edificio parecía un bloque de apartamentos del centro, un tanto destartalado y necesitado de una nueva capa de pintura. Jamie tenía los hombros encorvados, como si llevara un gran peso colgado del cuello, y sus pasos tenían una cadencia lenta y soñadora. Se abrió la puerta y una mujer se apostó en la entrada; era morena, de treinta y tantos años, llevaba una bata anudada a la cintura y tenía los ojos sedados. La expresión de su cara indicaba que ni esperaba ni deseaba recibir una visita del Jamie maduro. Ambos intercambiaron algunas palabras durante un minuto y después la mujer echó los brazos al cielo con exasperación y se hizo a un lado para dejarlo pasar.
Cuando entraron se dirigió a la cocina y puso la tetera en el fuego. El Jamie maduro la observaba con una expresión impasible. Con esa misma expresión impasible entró en la cocina y se detuvo justo detrás de ella. La mujer no dio muestras de oírlo y alargó la mano hacia una alacena para coger dos tazas de café. El Jamie maduro levantó las manos y las puso con calma, suavemente, alrededor de su cuello.
Ella se puso en tensión, se dio la vuelta, trató de apartarlo de un empujón y gritó algo, y aquello pareció arrancar al Jamie maduro de su impasibilidad. La agarró violentamente y la arrojó al suelo. Ella cayó con fuerza. La bata se desató y se abrió, mostrando unas piernas blancas como la cera con las que pataleaba contra el suelo de linóleo para intentar retroceder. Jamie cogió un cuchillo de un estante; sus facciones estaban extrañamente desprovistas de expresión cuando se precipitó sobre ella y, sin detenerse, se lo clavó en las entrañas, una vez y otra y otra y otra…
La sangre se derramó, recubriéndole las manos y las muñecas como si fuera una segunda piel. La mujer dejó de debatirse al fin y adoptó una posición fetal, con el rostro contraído en un espasmo de dolor, mientras su asesino se apartaba para dejarla morir.
Jamie observó todo aquello y sintió que la bilis ascendía desde el fondo de su garganta. Tragó saliva y la reprimió momentáneamente, salió tambaleándose de la barraca, se dobló por la cintura y vomitó sobre la hierba. A cuatro patas, jadeando y sudando, intentó quitarse de la cabeza lo que acababa de presenciar y no pensar en nada en absoluto.
Al otro lado del camino, dos enanos lo miraron con suspicacia. Uno le musitó algo al otro cubriéndose la boca con el dorso de la mano.
—Vuelve —lo llamó Shalice desde el interior de la barraca—. Casi ha terminado.
Con las piernas temblorosas, de algún modo consiguió volver a entrar y sentarse en la caja.
—Basta —suplicó—. Más no. Por favor.
—Solo un poco —susurró ella—. Ya ha pasado lo peor.
Se obligó a hacer un esfuerzo para concentrarse de nuevo en la bola de cristal, y lo consiguió. Vio a su yo maduro en el cuarto de baño, delante del espejo, contemplando su reflejo. Al parecer, el Jamie maduro se había lavado la sangre de las manos, pues había motitas en el espejo y el lavabo. Entrelazó las manos y dijo algo que parecía una oración. Su rostro conservaba la expresión impasible que había adoptado al apuñalar a la madre de su hijo hasta la muerte. La conservó mientras atravesaba el apartamento y pasaba junto al cuerpo tendido en el suelo sin mirarlo. Abrió la puerta corredera de cristal y salió al balcón. Impasible, sin titubear, se arrojó por encima de la barandilla y cayó hasta perderse de vista.
Las imágenes de la bola se difuminaron y las luces se apagaron. Shalice volvió a cubrirla con el paño.
—Sé que para ti ha sido duro presenciar esto —dijo con tono compasivo—, pero tenías que verlo. Por eso te has salvado viniendo aquí. Esto es lo que te espera ahí fuera.
—Puedo evitarlo…
—No. No puedes. Te olvidarías de nosotros. Nos encargaríamos de ello. Los payasos te dejarían inconsciente, se llevarían a cabo los rituales pertinentes, te devolverían a tu habitación en la quietud de la noche, te dejarían en ella y despertarías pensando que has tenido un sueño muy extraño, pero no te acordarías de los detalles. Tu presente y este futuro se fusionarían en algún momento. Y estarías acabado.
Jamie se puso en pie.
—Vale… Tengo que irme. Tengo que… pensar en esto. ¿Vale?
—Sí, Jamie. —Shalice alargó la mano para cogerle la suya. Sus dedos eran fríos y tersos—. Es mejor así —le aseguró, mirándolo a los ojos—. Mucho mejor.
Jamie tragó saliva, asintió y salió de la barraca dando tumbos. Shalice lo siguió con la mirada y frotó brevemente la bola con el paño que la cubría.
Gonko entró al cabo de un instante. Ella no lo miró.
—¿Se lo ha tragado? —murmuró Gonko.
—Por supuesto —contestó la adivina—. Algunos somos maestros de nuestro arte. Ahora, largo de mi barraca.