El espectáculo
Jamie volvió en sí muy despacio. Una sensación claustrofóbica atormentaba desde hacía un par de horas su letargo desprovisto de sueños. Su mente trató de iniciarse como siempre, cargándose como si fuera un ordenador, pero algo estaba bloqueando las progresiones mentales. Tenía la boca horriblemente seca y el regusto impreciso de un producto químico.
Además, había otra cosa que no encajaba; parecía despierto, pero lo veía todo negro. Se tocó cautelosamente alrededor del ojo con el dedo; estaba abierto. Cuando movió la mano escuchó un rumor como de tela. Durante un traumático instante se vio arrojado a una regresión: había acampado junto al lago con su familia cuando despertó de una pesadilla en la que había una serpiente dentro de la tienda, solo para descubrir que realmente había una serpiente arbórea verde arrastrándose sobre sus pies. Presa de un débil ataque de pánico, agitó los brazos y gimió.
Oyó el sonido de pasos junto a su cabeza. A continuación hubo un atronador desgarramiento a escasa distancia de su rostro. De pronto la luz inundó aquel espacio reducido y tenebroso, refulgiendo dolorosamente ante sus ojos, y Jamie vio justo encima de él a la última persona que esperaba encontrar: Steve.
—¿Jamie?
—¿Eh? —fue lo único que este consiguió responder.
—¿Tú también estás aquí? —dijo Steve—. Me había parecido ver que algo se estaba moviendo ahí dentro. Tío, tienes que venir a ver esto. Es una feria o algo así. Levanta. ¡Venga!
Jamie se incorporó y miró fijamente la bolsa de cadáveres en la que había dormido, sin comprender nada. La tela negra estaba abierta como un capullo rasgado. Parpadeó; aquello no tenía lógica. Se restregó el rabillo de los ojos para despabilarse y procuró acordarse de lo que había sucedido antes de que se quedara dormido. Acostarse en una bolsa de cadáveres no estaba en aquella lista.
—¿Qué demonios estás haciendo ahí? —preguntó Steve, como si Jamie pudiera contestarle—. Ah, aquí está. —Steve recogió su chaqueta del suelo—. Tienes suerte de que te haya encontrado, solo había venido a coger esto. Vamos. Tienes que ver esto.
Demasiada información, demasiado pronto. Anoche…, pensó. Me acosté en el suelo. ¿Antes de eso…? Policías. El calabozo. Sí… Me pillaron corriendo desnudo… Y después ¿qué?
Miró a su alrededor. Se encontraban dentro de algo que parecía un toldo de gran altura. El suelo era de hierba pisoteada y aplastada por grandes pisadas de zapatos deformes. En el rincón había una mesa con naipes y botellas vacías desperdigadas encima. En el suelo había docenas de cajas llenas de baratijas y trapos de colores. Había una armadura tumbada sobre el costado cubierta de obscenos dibujos de falos y palabrotas con faltas de ortografía escritas con lápices de colores. A través de las altas paredes de tela se filtraba una luz coloreada que lo teñía todo de un tono rojo levemente repugnante.
Entonces cayó en la cuenta: Steve continuaba vivo. Estaba ahí mismo, junto a la entrada del toldo, mientras el sol entraba a raudales a su alrededor.
—¿Steve…? —graznó Jamie.
Steve se volvió a mirarlo con ojos brillantes; su cara parecía aún más aniñada que de costumbre, como si fuera la mañana de Navidad y ambos tuvieran nueve o diez años.
—¿No estabas…? —preguntó Jamie, meneando la cabeza—. Los payasos… Miré en tu habitación y había sangre…
Steve lo ignoró.
—¿Quieres darte prisa, tío? Echa un vistazo aquí fuera. —Salió de un brinco por la portezuela de la carpa.
Jamie advirtió por primera vez el sonido de una banda que interpretaba música carnavalesca y el murmullo de las voces de los espectadores. Se dirigió a la portezuela de la carpa, asomó la cabeza al otro lado y los colores del exterior lo asaltaron como un jarro de agua fría en la cara. Todo era tan estridente que se vio obligado a cerrar los ojos. Cuando volvió a abrirlos, descubrió al gentío que desfilaba ante él: familias, ancianos, padres, niños vestidos con colores brillantes, bebés en cochecitos o en brazos de sus madres con globos atados a las muñecas que flotaban en el aire como mascotas atadas con una correa. Habían instalado carpas y puestos que semejaban una ciudad en miniatura, atendidos por gitanos de piel olivácea que pregonaban sus baratijas. La muchedumbre desfilaba entre ellos, charlando animadamente. Jamie buscó en las inmediaciones el origen de la música carnavalesca, pero no vio a ninguna banda; parecía que los sonidos flotaban como una brisa, como una extensión natural de los colores y el olor de las palomitas de maíz con mantequilla que impregnaba el aire.
Salió del toldo. A juzgar por lo que observaba, era el único que no tenía la menor idea de qué demonios estaba ocurriendo. Steve le hizo señas con impaciencia.
Jamie se frotó los ojos.
—¿Steve?
—No me jodas, ¿qué?
—¿Estamos…? —Había estado a punto de preguntarle si estaban muertos—. ¿Dónde estamos?
Steve le asió el brazo.
—¿Quieres darte prisa? He oído algo de un espectáculo de magia en esa carpa. Vamos.
Jamie se dejó arrastrar sendero abajo por Steve. A lo lejos divisó un rótulo pintado. «La casa de la risa». Más allá de este atisbó apenas un estandarte desplegado sobre el techo de una carpa de gran altura que indicaba: «La parada de los monstruos». Pasaron ante otro toldo de gran tamaño; en el costado de este habían escrito: «Escenario principal». Avistó una arcada de madera por encima del hombro; detrás de esta había numerosas luces que destellaban y sonidos de feria: campanas que repicaban, atracciones mecánicas poniéndose en marcha, exclamaciones y llantos. No veía ningún rótulo, pero supuso que en algún lugar cercano había uno que indicaba: «El callejón de las casetas».
En respuesta a su propia pregunta, era evidente dónde estaban: en un circo. Ignoraba en qué circo, por qué motivo y cómo habían llegado. Pero de pronto nada de aquello le parecía muy importante; olisqueó el aroma de las palomitas con mantequilla y sintió que lo asaltaba cierto aturdimiento, como si hubiera inhalado un perfume narcótico. No, no importa dónde estés, afirmó una voz afable en su interior. ¡Relájate! No hagas preguntas. Esto es el circo, ya sabes, ¡el circo!
En efecto, así era. Una inesperada explosión de júbilo se apoderó de Jamie, que volvió a experimentar la emoción de los viernes por la noche en la ciudad, alrededor del segundo o tercer bourbon, cuando la máquina de discos ponía una canción de Talking Heads y el bar estaba lleno de mujeres. Se interrumpió para mirar en derredor, estupefacto, y Steve le espetó:
—¡Jamie! ¿Vienes al espectáculo de magia o quieres que te dé una hostia?
Jamie lo miró y sonrió como un idiota contento.
—¡Claro! —exclamó antes de seguirlo.
Delante de una carpa de tamaño mediano había una pizarra que anunciaba: «El poderoso místico Mugabo». Steve arrastró a Jamie al interior, donde vieron un pequeño escenario atestado de accesorios de magia. Había una chistera boca abajo, de la que sin duda saldría un conejo; una varita negra con puntas blancas que probablemente se desprenderían al cogerla; amasijos de cintas de colores y anillos de plata entrelazados. Steve y Jamie se sentaron en la primera fila de sillas de plástico. Los espectadores se acomodaron a su alrededor y la carpa se llenó enseguida de conversaciones somnolientas. Al fondo del escenario había un telón que estaba a punto de abrirse para dar paso a la entrada triunfal del mago. El público guardó silencio. De pronto se oyeron susurros ásperos al otro lado.
—¿El truco del coneho? —chilló una voz con acento extraño—. ¡Yo sí que te voy a hasé el truco del coneho, serdo!
—Mugabo, ya hemos hablado de esto —repuso otra voz—. Palos y piedras, por amor de Dios. No querrás que Rufshod…
—¡Ese serdo de payaso! Eh amigo tuyo, ¿eh? ¡El truco del coneho! Yo puedo iluminá el puto sielo, ¿lo sabe? Puedo… Quítame lah manoh de…
Se escucharon los sonidos de una refriega; una bofetada, un gruñido y un cuerpo que caía al suelo. El público observó con interés mientras el telón tironeaba del marco. La aparente disputa se prolongó durante un minuto entero antes de que el telón se abriese y el mago, lejos de hacer una entrada triunfal, se tambalease y cayese despatarrado sobre el escenario como si lo hubieran cogido en volandas y lo hubiesen arrojado. Lo recibió una vacilante salva de aplausos.
Una nube de humo blanco se elevó tardíamente del escenario. Cuando se aclaró, un hombre de aspecto hosco con turbante estaba intentando alisarse la túnica con manos temblorosas. Mugabo, el mago, componía una figura alta y desgarbada, aún más alta debido al turbante blanco que se había enrollado alrededor de la cabeza como un huevo gigante. Tenía una joya en el centro. Retrajo los labios y gruñó a los espectadores, enseñándoles unos dientes que daban la impresión de despedir un fulgor blanco que contrastaba con su piel negra. Alargó los brazos hacia las hileras de asientos y escupió en el suelo.
—¡Dehá de aplaudí! —gritó el mago. Los aplausos cesaron—. Vale, cabroneh. ¿Queréih que haga el truco del coneho?
El público aplaudió de nuevo, jaleándolo con silbidos joviales. Mugabo asintió y el turbante se balanceó de delante atrás. Su voz era profunda y cáustica.
—Muh bié. Voy a hasé el truco del coneho. —Se dirigió a la mesa con ademanes solemnes, miró el telón por encima del hombro y sonrió mientras se arremangaba—. Ya ehtá —anunció—. Soy Mugabo, el poderoso míhtico… o algo así. Me guhtaría dedicá ehte truco a ese puto serdo de payaso. Va por él.
Metió la mano en la chistera y, como Jamie esperaba, salieron un par de orejas blancas largas y suaves. El conejo pataleó en el aire. Hubo una breve salva de aplausos corteses.
—Sí, ¿oh guhta el coneho? —canturreó Mugabo—. ¡Qué bonito! Leh guhta el coneho. Entonseh… qué oh parese… ¡ehto! —Mugabo frunció el ceño. Agitó el puño y el conejo en dirección al público. El conejo se bamboleó unos instantes, meneando las patitas en el aire, antes de estallar en una nube blanca y roja. Se escuchó un sonido como de fruta aplastada. La sangre y los jirones de carne de conejo salpicaron las dos primeras filas de espectadores. Un montoncito de entrañas se derramó a los pies del mago.
—¡Ha, ha! —prorrumpió Mugabo, que se dobló por la cintura, descargando el puño sobre la mesa mientras emitía algo a medio camino entre una carcajada y un aullido. El público guardó un absoluto silencio.
Dos figuras irrumpieron en el escenario desde el otro lado del telón. Jamie reconoció a una de ellas: era Doopy, el payaso. Jamie supuso que se trataba de un antiguo conocido de alguna parte que estaba fuera del alcance de su memoria. El otro era un robusto enano que lucía un parche en el ojo.
—¡Todo forma parte del espectáculo, amigos! —exclamó el enano al tiempo que se abalanzaba sobre Mugabo, al que derribó por los tobillos. A continuación Doopy y el enano sacaron al mago del escenario a la fuerza mientras este pataleaba y hacía aspavientos.
Al parecer el espectáculo había terminado. El público aplaudió titubeando. Jamie se quitó un jirón de piel blanca de la camisa y se enjugó la sangre de la cara. A su lado había una mujer que llevaba en brazos a un bebé con la cara cubierta de sangre de conejo; a ella no parecía importarle, de hecho, ni siquiera daba muestras de haberse percatado de ello. Se quedó junto a su marido, esperando a que se despejara el camino que conducía a las salidas.
Se escuchó un tenue sonido, como de canicas entrechocando, que Jamie reconoció. Venía de debajo de sus pies. Cuando miró hacia abajo vio bolitas de cristal desparramadas entre la hierba. ¿Dónde las había visto antes? No lo recordaba. Pero estaba seguro de que no había habido cristales en el suelo cuando habían entrado en la carpa. Ahora refulgían alrededor de los pies de los espectadores, que recorrían el pasillo para dirigirse a la salida, como si fueran monedas que se les hubieran caído de los bolsillos.
Cuando abandonaron el espectáculo de magia, el telón que había detrás del escenario se estremecía al compás de los sonidos de las bofetadas, los gruñidos y los golpes. Se oyó el ruido sordo de un cuerpo al desplomarse sobre el suelo. Todo formaba parte del espectáculo.
Al salir percibió algo más intenso a través del olor de las palomitas con mantequilla, una fragancia de incienso, como un dedo invisible que le hiciera señas con una uña larga y bien arreglada. Fue en pos de aquella fragancia sin decir una palabra, mientras Steve le pisaba los talones. Reparó en otros asistentes al espectáculo de magia que paseaban entre la gente, charlando y riéndose, ajenos a los churretones de sangre de conejo que tenían en la camisa y en la cara. Steve anunció enseguida que deseaba visitar el callejón de las casetas y se fue corriendo, abriéndose camino a empujones entre la muchedumbre, a punto de derribar a los transeúntes como si fueran bolos. Jamie dejó que se marchara sin prestarle atención, pues estaba absorto en las eróticas visiones que le prometía la dulce fragancia que se enroscaba a su alrededor como una caricia. Detrás de los ojos veía los cuerpos desnudos de mujeres de piel oscura, semejantes a princesas egipcias que corrían delante de él, haciéndole gestos para que las siguiera. Las obedeció aturdido, internándose en un sendero menos concurrido, mientras se desvanecía la música de fondo y el aire se refrescaba.
Dos enanos que estaban forcejeando en el suelo junto al sendero se quedaron petrificados cuando Jamie se aproximó, lo miraron con el ceño fruncido y salieron corriendo. De repente las provocativas visiones eróticas se desvanecieron y Jamie se encontró ante una pequeña barraca con abalorios suspendidos que hacían las veces de puerta. Se estremeció y miró a su alrededor, confuso, sobresaltado al constatar que no había nadie en las inmediaciones. Vacilando separó los abalorios, que entrechocaron como canicas. Parecía la barraca de una adivina, pero ya había un visitante dentro.
—Lo siento —dijo Jamie cuando el hombre de la barraca se dio la vuelta.
Algo frío se deslizó sobre la piel de Jamie. Una voz en su interior le recomendó que echase a correr a toda velocidad en ese mismo instante. Pero cuando esta guardó silencio comprendió que aquel hombre debía de haberse embadurnado la cara de maquillaje, eso era todo; por eso tenía los ojos inflamados de aquel fulgor demente bajo la frente huesuda, protuberante y oscura como una nube de tormenta; por eso los contornos de su rostro, desde la frente hasta la mandíbula, eran tan lobunos que no le habría extrañado descubrirlo aullando bajo la luna, aunque llevara un traje de ejecutivo; por eso medía más de dos metros diez, tenía las manos excesivamente grandes y las uñas amarillas y alargadas como garras.
El monstruo lo miró desde treinta centímetros más arriba.
—Vaya, me encantan las disculpas —dijo con una voz profunda y civilizada—. Pero no hay problema. Estaba a punto de salir. Que disfrutes de la buenaventura.
Pasó junto Jamie con la mayor cortesía. En sus gruesos labios se dibujó una sonrisa que parecía casi afectuosa, como quizá sonríen los hombres lobo a los cachorros. Jamie apartó la mirada, temblando, y durante un instante se disipó la alegría que lo embargaba por dentro, dejando solo el frío miedo a un mundo hecho de trampas, obstáculos y lugares oscuros con los que la gente se tropieza.
El gigante se abrió paso entre los abalorios tintineantes, agachándose bajo el marco de la puerta, y se fue. El escalofrío remitió.
Dentro de la barraca el olor a sándalo, que fuera había resultado casi abrumador, no era más que un tenue regusto en el aire. La atmósfera era distinta al bullicio festivo del exterior; era más fresca y silenciosa, como el propio sueño. Había una gitana sentada ante una mesa redonda que toqueteaba una baraja de cartas de tarot mientras observaba a Jamie con una leve sonrisa. Tenía la piel tersa y morena, los ojos chispeantes y una cabellera negra y lacia que descendía en sedosas oleadas. Detrás de ella había estantes en los que se apilaban ejemplares sin nombre y cartas astrales brillantes colgadas en las paredes, las cuales llenaban el aire con un mortecino fulgor blanco. Además, en la mesa había una bola de cristal delante de ella, posada en una pequeña peana de madera en forma de garra.
—No te preocupes por él —dijo la adivina, asintiendo en dirección al monstruo—, es inofensivo. Es Kurt Pilo. Es el dueño del circo.
—A mí no me parece inofensivo —repuso Jamie.
—Es cierto —admitió la adivina—. Cuando se enfada parece el mismo diablo. —Se quedó un instante con la mirada perdida, al mismo tiempo que la sonrisa se difuminaba de sus labios—. Pero no se enfada fácilmente y, aunque lo intentes, es probable que solo encuentre motivos para reírse. Siéntate, por favor.
El sonido de su voz tenía algo que evocaba licores deliciosos y coloridos servidos en copas de cristal. Jamie tomó asiento en la caja de madera instalada junto a la mesa.
—Hoy tengo un poco de prisa —anunció la adivina—. Debo echarle la buenaventura a media docena de clientes, así que he de ser breve. ¿Me das la mano, por favor?
Jamie alargó la mano y ella le pasó el dedo por la palma con suavidad. Tenía los dedos fríos y le provocaban pequeños escalofríos allí donde lo tocaban.
—Mírame a los ojos, Jamie —susurró. Este obedeció y emitió un gruñido de sorpresa; le daba la impresión de que los iris estaban cambiando de tamaño, de que uno aumentaba mientras el otro menguaba y viceversa—. No tengas miedo —añadió la adivina—, mira cómo bailan mis ojos. ¿A que son bonitos, Jamie? ¿A que sientes que estás recorriendo un túnel largo y oscuro a través de mis ojos? Sientes mi frío dedo en la palma de la mano, guiándote, trazando un mapa para que encuentres los caminos a través de mis ojos. A los ojos, Jamie… Mírame a los ojos…
La voz se deslizó en su interior como una droga, una voz dulce que le contaba secretos, palabras que oía, pero que no entendía, y antes de que se diera cuenta tenía los ojos vidriosos y cerrados.
Me está hipnotizando, fue lo último que pensó antes de sucumbir.
Una voz lo golpeó en la cabeza con la fuerza de una roca.
Mañana por la tarde. Saldrás exactamente a las tres y veinte, pero dejarás el reloj en casa. Irás a la siguiente dirección: el 344 de la calle Edward. Esperarás delante del bar que hay allí. En la acera verás a una mujer rubia empujando un cochecito, que está esperando para cruzar la calle. Le preguntarás qué hora es. Te rascarás la muñeca nerviosamente cuando ella flirtee contigo.
Jamie, somnoliento, asintió con la cabeza.
Le dirás: «Muchísimas gracias». A continuación volverás directamente a casa. Después no te acordarás de su cara. No volverás a pensar en este incidente de ninguna manera.
—¿Por qué? —murmuró Jamie, como si hablara en sueños—. ¿Por qué no… me dejas… en paz?
Hubo una pausa y Jamie sintió que otros ojos, enormes y dolorosos como soles gemelos, se clavaban en los suyos. Se retorció y exhaló un gemido.
No me cuestiones, le advirtió la voz. ¿Cómo puedes cuestionarme? ¿Has…? ¿Has tragado un poco de polvo?
Jamie asintió.
Ay, por amor de… ¿Quién te lo ha dado?
—Yo… lo cogí —murmuró Jamie. Le costaba tanto hablar que casi le dolían las palabras. Había inclinado la cabeza sobre el pecho y lo único que quería era que aquella voz no se enfadara.
¿Fue uno de los payasos?, quiso saber la voz.
—Sí.
¿Qué payaso? ¿Dónde? ¿Cuándo?
—Goshy. Me parece que se llama Goshy. Hace una semana. Se le cayó… del bolsillo.
Una oleada de cólera se abatió como una ráfaga de aire caliente sobre Jamie, que se encogió, gimoteando. Hubo una pausa en la que oyó el sonido de unas uñas que tamborileaban sobre la superficie de la mesa antes de que la voz dijera:
Vale. Ahora despierta, Jamie. Vuelve a mí. Despierta.
Recobró poco a poco la consciencia, atraído por una vaharada de perfume y dos ojos centelleantes. Al principio le dio la impresión de que estaba contemplando dos diamantes que relucían a la luz de las velas; el rostro de la adivina era un contorno borroso alrededor de aquellas joyas, y le pareció que tardaba horas en recuperar la claridad y la forma.
—¿Ha sido un viaje agradable? —preguntó Shalice, la adivina.
Jamie trató de recordar los últimos minutos, pero al parecer se le habían nublado los pensamientos.
—¿Qué ha pasado? ¿Tenía algo que ver con una mujer rubia?
—No, yo diría que no —contestó Shalice, que se puso a recoger sus cosas con movimientos apresurados, intranquila y francamente enojada por algún motivo—. En fin, Jamie, gracias por haber venido. Si me disculpas, tengo que ocuparme de una cosa.
—Sí, claro —balbuceó Jamie, y se puso en pie para marcharse. Shalice pasó rápidamente a su lado y salió a través de los abalorios. Enseguida se perdió de vista. Jamie se quedó mirando un momento la bola de cristal, que ahora estaba oculta debajo de un paño, y abandonó la barraca.
Cuando salió de aquel sitio pequeño, oscuro y fragante, los colores y los sonidos del mundo le parecieron agresivos. Necesitó un instante para orientarse; no recordaba casi nada desde el espectáculo de magia, y hasta eso era vago. A sus espaldas, los abalorios de cristal de la entrada de la barraca se mecieron con la brisa. ¿Qué había sucedido ahí dentro exactamente?
Aquella voz suave e insistente repitió: No debes preocuparte por nada. Disfruta del espectáculo.
Jamie no tenía fuerzas para oponerse. La vertiginosa euforia lo acometió de nuevo con una ráfaga de brisa que olía a palomitas y cuando Jamie aspiró profundamente se mareó. Deambuló despacio hasta los senderos más concurridos, escrutando los puestos de los gitanos mientras la tarde daba paso al crepúsculo.
Cayó la noche y el cielo se iluminó con franjas multicolores sobre el callejón de las casetas. Jamie se apartó instintivamente de los colores y se detuvo ante un edificio de madera circundado por un fulgor escarlata; de la puerta abierta brotaban lenguas de fuego anaranjadas como el aliento de un dragón: era la casa de la risa.
Había pocos clientes en las inmediaciones; al parecer la mayoría se dirigían a los toldos gigantescos que se alzaban en medio del parque de atracciones, donde los gitanos, que regentaban los diversos puestos, informaban a los transeúntes de que los acróbatas y los payasos estaban a punto de salir a escena. Solo había dos personas esperando ante los escalones de la casa de la risa: una joven pareja que estaba completamente quieta, mirando fijamente hacia delante. A su lado había una figura ataviada con una túnica que empuñaba un bastón con una calavera en un extremo. Una capucha negra le ocultaba el rostro. Del interior de la casa de la risa afloraban los sonidos previsibles: aullidos bestiales, gritos femeninos y un sonido como de dientes gigantescos rechinando. Eran previsibles, pero por Dios que parecían reales.
Un vagón salió en tromba por la puerta; saltaban chispas alrededor de las ruedas que arañaban los rieles metálicos. Se detuvo con un chirrido. La figura de la túnica blandió el bastón. Sin decir una palabra la joven pareja se encaramó al vagón. Jamie los miró y después al guardián, y a continuación se dirigió a los escalones. Pero el guardián le bloqueó el paso con el bastón.
—¿Qué pasa? —le preguntó Jamie.
No obtuvo respuesta. Dio un respingo al escuchar un chillido horrible cuando el vagón se arrojó hacia adelante sobre los rieles. Las cabezas de la pareja se balancearon como muñecas de trapo. Cuando entraron brotó de las puertas el destello de llamas anaranjadas; a continuación se perdieron de vista.
Desilusionado, Jamie esperó a que saliera el siguiente vagón. Miró de soslayo al guardián, intentando discernir el rostro que había bajo la capucha. En el interior de la casa de la risa, los gritos y los aullidos se intensificaron hasta convertirse en carcajadas como en un violento éxtasis sexual, sofocando los distantes sonidos de la feria antes de que cayera un abrupto silencio.
Aquello sí que fue un tanto excesivo. Jamie se apartó de la casa de la risa y se dio la vuelta para marcharse. Entonces oyó que el vagón se detenía con un chirrido. Miró hacia atrás por encima del hombro. No se veía a la pareja por ninguna parte; el vagón estaba vacío.
Descubrió que se estaba alejando apresuradamente, como si sus piernas percibiesen un peligro que su mente no acertaba a identificar. Todo forma parte del espectáculo, le aseguró la voz de su interior. Por supuesto. ¿Y qué no?
Vio una carpa de gran tamaño apartada de las restantes atracciones y rodeada de pequeñas casuchas que parecían las casas de los enanos y los gitanos. De tanto en tanto pares de ojos luminosos lo observaban ceñudamente por los resquicios de las cortinas cuando pasaba. Los enanos habían salido en gran número al caer la noche, criaturas pequeñas y malhumoradas que interrumpían sus conversaciones cuando se acercaban los clientes para seguidamente reanudarlas con voces airadas y acaloradas. Llevaban bolsitas y se los veía inspeccionando la hierba con unas pinzas metálicas. Al principio Jamie pensó que estaban buscando monedas, pero cuando se acercó a algunos, que se habían puesto manos a la obra, comprobó que estaban recogiendo los cristalitos relucientes que había visto en el suelo durante la función del mago. Los enanos lo miraron frunciendo el ceño con tal ferocidad que Jamie retrocedió asustado.
Cuando se acercó a la carpa solitaria descubrió que albergaba la parada de los monstruos y titubeó antes de entrar en ella. No le interesaban lo asqueroso ni lo insólito, pero los ojos de las ventanas de las casuchas lo estaban poniendo nervioso y le pareció prudente perderse de vista.
La única luz que había dentro de la carpa de la parada de los monstruos procedía de las bombillas amarillas que iluminaban las vitrinas de cristal. En el suelo había más puntitos luminosos relucientes; más cristales de polvo, muchos más que en el suelo de la carpa de Mugabo.
Sorprendido, Jamie vio a Steve ante una de las vitrinas de cristal, contemplando ávidamente el interior de una pecera de gran tamaño. Steve lo vio y le indicó que se acercara.
—Echa un vistazo a esto —dijo.
La etiqueta de la pecera indicaba: «Este es Sebo. Cada momento de su vida es un infierno».
Dos ojos humanos los miraban apesadumbrados desde una cara que parecía estar derritiéndose. La piel resbalaba como la cera de una vela, cayendo en forma de gotas y burbujas hasta el suelo de cristal, donde formaba charcos que al endurecerse conformaban masas de color carne.
—Cada pocos minutos recoge los trozos que se han derretido y se los vuelve a poner —susurró Steve con fruición.
Sebo los observó con tristeza mientras una burbuja de color carne le estallaba en el cuello, destilando y rodando sobre el pecho. Jamie hizo una mueca y apartó la mirada.
—¡Jamie, mira! ¡Lo está haciendo! —exclamó Steve, que parecía prácticamente excitado.
—Salgamos de aquí —dijo Jamie—. Eso es asqueroso. Venga.
—Ni hablar. Tienes que ver este sitio. Ven a echar un vistazo a este tío. —Steve lo arrastró del brazo hasta un espécimen que no estaba confinado en una vitrina de cristal. Se detuvieron ante algo que quizás antaño había sido humano hasta que la naturaleza le había gastado una broma terriblemente cruel. Del cuello para abajo estaba bien, metro y medio de humanidad ataviada con corbata y traje gris. El problema empezaba en la cabeza de la cosa, que estaba cubierta de escamas, era excesivamente grande para el cuerpo y tenía bigotes de bagre que brotaban de las agallas del cuello. La boca era tan amplia como la de un tiburón y estaba llena de feroces dientes. Cuando la abrió para dirigirse a ellos, Jamie estuvo a punto de gritar.
—Hola. Soy Niñopez, encargado de la parada de los monstruos.
—Este es mi amigo Jamie —anunció Steve—. Jamie, este es Niñopez. Dice que puede respirar debajo del agua.
—Encantado de conocerte, Jamie —dijo Niñopez. Tenía una voz tan aguda que parecía que había inhalado helio. Su cortesía tenía algo obsceno—. Espero que disfrutes de nuestros especímenes tanto como Steve. La función de Yeti comiendo cristales empieza dentro de quince minutos. ¡Te garantizo que es la actuación más peluda y sangrienta de todo el circo!
—Tío, tenemos que ver la función de los cristales —exclamó Steve.
Jamie meneó la cabeza.
—Hasta luego —dijo.
—¿Por qué? ¿Adónde vas? —exigió Steve.
—A cualquier parte. Joder. A lo mejor espero a que empiece la función de los payasos.
—Ah, sí —terció Niñopez—. Puede que la función de los payasos sea nuestra atracción más celebrada. Por favor, no dejes de firmar el libro de visitas cuando salgas.
Jamie se encogió ante aquella sonrisa de dientes de tiburón perfectamente amable; se habría sentido más cómodo si Niñopez les hubiera gruñido y hubiera rechinado los dientes. Salió de la carpa de la parada de los monstruos, procurando apartar la mirada de las vitrinas que había a ambos lados mientras los especímenes gemían y siseaban. Steve no lo siguió.
Cuando salió de nuevo al cálido aire nocturno su buen humor había tomado un sesgo desagradable y repugnante. Unas débiles náuseas y una sensación ominosa se habían infiltrado en su interior. Me parece que me he metido en un buen… Pero el pensamiento no terminó jamás.
Y… decidió que así era preferible.
Para entonces se habían formado grandes aglomeraciones ante los dos toldos gigantes. Los semblantes de todos los presentes traslucían una turbación imprecisa; miraban nerviosamente en derredor, como para cerciorarse de que realmente se encontraban en aquel lugar.
Delante del toldo más grande había un rótulo que anunciaba:
RANDOLPH DESAFÍA A LA MUERTE EN UN ESPECTÁCULO ACROBÁTICO DE ALTOS VUELOS
Delante del otro había una pizarra que decía:
EL FANTABULOSO ESPECTÁCULO DE LOS PAYASOS DE GONKO; VEN A REÍRTE CON NOSOTROS.
Jamie se quedó mirando fijamente la pizarra. Gonko… ¿De qué le sonaba ese nombre? Casi lo tenía cuando se vio empujado por la muchedumbre que, obedeciendo a una indicación de la que Jamie no llegó a percatarse, entraba poco a poco en los toldos. Había algo resignado en aquellas personas, como si fueran almas perdidas atrapadas en una tormenta reuniéndose en el único refugio que había a la vista. Aunque era mucho mayor, el toldo de los acróbatas se llenó primero.
Jamie, que estaba aún más desorientado que aquella mañana, cuando al despertarse había visto a Steve sano y salvo y los recuerdos se entremezclaban en su cabeza como naipes, apareciendo y desapareciendo en cuestión de un instante, se sumó a la cola de personas que se encaminaban al espectáculo de los payasos. Se sentó en la última fila de sillas de plástico dispuestas ante un escenario iluminado por focos brillantes y esperó en silencio junto con el resto de los espectadores.
Gonko. Estaba a punto de recordarlo.
Cuando comenzó la función de los payasos se liberó de repente de la influencia que había gobernado sus pensamientos durante el resto del día y se acordó de todo. Buscó frenéticamente las salidas, pero estaban bloqueadas por las personas que contemplaban inexpresivamente el escenario. No había ningún sitio adonde ir. Jamie se encogió en el asiento.
Gonko se paseó por el escenario con las manos en los bolsillos. Se escucharon algunos aplausos, aunque miraba al público con el ceño fruncido como si quisiera cortarles la garganta a todos los presentes. Llevaba pantalones a rayas absurdamente grandes, que le rodeaban la delgada cintura como un aro, sujetos con tirantes. Se había pintado la cara de blanco y se había puesto una nariz de plástico roja. Llevaba un voluminoso sombrero semejante al turbante del mago y una pequeña pajarita alrededor del cuello.
Goshy iba dando tumbos a sus espaldas, observando a los espectadores con los ojos desorbitados, como si fuera un bebé contemplando una habitación llena de cosas que lo desconcertaban. ¿Qué son estas criaturas? Pero conservaba ese aire reptiliano y calculador que sugería que en el fondo sabía muy bien que él era la anomalía y que disfrutaba siéndolo.
Goshy tenía una margarita en la mano y apretaba obstinadamente los brazos a ambos lados del cuerpo. Se dirigió tambaleándose hacia una joven de la primera fila. Le ofreció la margarita con un movimiento abrupto sin flexionar el codo. Ella le sonrió y titubeó un instante antes de aceptarla.
Goshy se quedó mirándola, parpadeando; parecía que estaba esperando algo. Entonces, repentinamente disgustado por motivos que solo él conocía, le arreó una bofetada. La cabeza de la joven dio una sacudida hacia un lado con un rumor de su cabellera rubia. Algunos espectadores se rieron, suponiendo quizá que se trataba de una actriz apostada para ese número.
Goshy miró a su alrededor como un loco mientras se propagaba un murmullo entre la gente, tapándose los oídos con las manos y abriendo y cerrando la boca sin emitir ningún sonido. Retrocedió y subió a trompicones los escalones del escenario. Gonko observaba el desarrollo de los acontecimientos con una expresión de exasperación; aquello no estaba en el guión, pero a juzgar por el modo en que echó los brazos al cielo, con furia, hasta cierto punto lo había esperado.
El espectáculo degeneró aún más. Goshy se desplomó de espaldas como si le hubiesen disparado y rodó de un lado a otro, pidiéndole ayuda a Gonko con gestos frenéticos con los codos sin dejar de taparse los oídos con las manos. Entonces se escuchó el silbido de tetera que Jamie conocía a la perfección, estridente como una sirena:
—¡Hmmmmm! ¡Hmmmmm!
Otro payaso salió apresuradamente de entre bastidores hacia los focos. Era Doopy, que fue corriendo junto a su hermano y trató de llevárselo del escenario. Goshy no quería marcharse. Dejó de silbar como una tetera y señaló a la mujer de la primera fila, que se estaba frotando la mejilla con cara de asombro. Goshy volvió a abrir y cerrar la boca.
—Lo sé —exclamó Doopy—, ha sido mala, Goshy, ha sido muuuuy mala. Pero ¡venga! ¡Es un espectáculo! Vas a meterte en un buen lío…
Gonko se había sentado en el escenario con las piernas cruzadas y se estaba masajeando las sienes. Su voz se impuso al confuso balbuceo de los espectadores, que no sabían si reírse o no.
—Lo sabía, joder —masculló—. Ha echado a perder la actuación y ha tardado menos de un minuto. Acabemos con esta farsa. ¡Rufshod! Ven aquí. Trae al aprendiz. —Gonko emitió aquella orden con una alegría violenta y fingida. Un payaso enjuto, con aire enajenado, salió corriendo al escenario, arrastrando consigo a otro payaso.
El aprendiz se detuvo de mala gana bajo los focos con los hombros encorvados. Gonko lo fulminó con la mirada.
—Dime, Goshy —exclamó Gonko—. Echa un vistazo al aprendiz. ¿Qué es lo que tiene en el bolsillo?
Goshy estaba de nuevo en pie. Se volvió lentamente y fue contoneándose hacia el aprendiz. Rufshod, mientras tanto, le metió las manos en los bolsillos y sacó algo que parecía una hoja de helecho. Por alguna razón la hoja surtió un intenso efecto en Goshy, que se quedó mirándola con los ojos desorbitados, horrorizado, la emoción más humana que se había manifestado en su rostro hasta ese momento, y volvió a silbar como una tetera:
—¡Hmmmmm! ¡Hmmmmm!
El rostro del aprendiz dio paso a una expresión de temor. Goshy, acercándose, le chilló y acto seguido le atizó una sonora bofetada con el brazo rígido, como a la joven de la primera fila. Doopy intentó tranquilizar a su hermano sin demasiado entusiasmo, exclamando «¡Goshy, detente!», pero fue en vano. Goshy le dio otra bofetada. El aprendiz trató de esquivarla y se volvió a mirar a Rufshod, que estaba bloqueando la salida. Goshy se dispuso a darle otra bofetada. El aprendiz le propinó un empujón. Doopy entró en acción.
—¡Oye, oye, oye, oye, oyeeee! —vociferó, adquiriendo velocidad como una avalancha. Se abalanzó contra el aprendiz con la intención manifiesta de defender a su hermano. Aunque Doopy parecía el payaso más inofensivo embestía con la fuerza de un toro pequeño. Derribó al aprendiz, que rodó a los pies de los otros tres, procurando rechazar los golpes que estos le asestaban con los pies, los puños, la cabeza, los codos y las rodillas. Goshy se apartó de la refriega y volvió a taparse los oídos con las manos. Los espectadores guardaban silencio.
Gonko estaba sentando observando los acontecimientos con una expresión pétrea, aunque la inclinación de sus labios sugería que aquella paliza le reportaba una fría satisfacción. Se volvió hacia el público y musitó:
—¡Se acabó el espectáculo! ¡A tomar por el culo!
Se escucharon aplausos confusos y dispersos mientras los espectadores se levantaban para dirigirse a las salidas. La intensidad de la tunda que tenía lugar en el escenario estaba disminuyendo y estaban llevándose al aprendiz inconsciente arrastrándolo por los pies, dejando un espeso rastro de sangre y maquillaje.
Jamie esperó en la última fila después de que el público hubiese abandonado la sala, sin saber qué hacer ni adónde ir. Los recuerdos de los últimos días lo asaltaron desde todas las direcciones: la audición, el hostigamiento y la destrucción de su casa. Las cosas tenían menos sentido que nunca.
Gonko lo miró directamente desde el escenario.
—J. J. —dijo—. Ven aquí.
Jamie se señaló.
—¿Quién, yo?
—Sí, tú —gruñó Gonko.
Se detuvo al borde del escenario, haciéndole señas con el dedo. Jamie se levantó y se acercó poco a poco hacia él. Se acabó, pensó. Estoy a punto de morir.
Se equivocaba.
—Bienvenido a tu nuevo hogar —declaró Gonko cuando Jamie pasó junto a la primera fila de asientos. El foco proyectaba sombras que resbalaban como cortes ensangrentados por el rostro del cabecilla de los payasos, que añadió—: Parece que te han quitado el gas de la risa después de lo que les he dicho. Quería que nos vieras desde bastidores, pero no importa. Quedan muchas funciones, guapo, que te quede claro. Como habrás comprobado, la actuación está un poco oxidada. —Gonko escupió.
Jamie le devolvió la mirada.
—Por favor, ¿quieres explicarme qué demonios está pasando? ¿Por favor?
Gonko lo miró con los ojos entrecerrados y contestó despacio.
—Es una petición razonable. No veo por qué no. Lo que pasa es que ahora eres un payaso. ¿Alguna vez te han dado una noticia tan buena? A partir de ahora solo habrá carcajadas y de vez en cuando algunas risitas, para que no se diga. ¿Podría ser mejor? Y una mierda. Ven conmigo, joven J. J.