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Acechando en sueños

La casa compartida era grande y vieja, de estilo queenslander, se hallaba en lo alto de una colina y se negaba obstinadamente a venirse abajo a pesar de la negligencia de sus inquilinos. La pintura estaba descascarillada, la escalera de atrás se balanceaba peligrosamente, el espacio que mediaba entre el techo de abajo y el suelo de arriba estaba habitado por ratas del tamaño de zarigüeyas y era posible que el casero hubiese olvidado la existencia de aquel lugar, pues un inspector de la propiedad los habría condenado a todos a la horca. La habitación de Jamie, el único dormitorio de la planta baja, era la avanzadilla más limpia de aquella jungla de solteros, y cuando entraba exhalaba un suspiro como si regresase a la seguridad de un refugio antiaéreo privado.

Contrariamente al espíritu de solteros de sus compañeros de piso, a quienes no parecían importarles esas cosas, el dormitorio de Jamie estaba decorado con un objetivo en mente: lo que pensaría Svetlana, la chica rusa que servía copas en el Wentworth, si entrase una noche imaginaria, después de que Jamie hubiera hecho acopio del coraje suficiente para pedirle una cita. El plan consistía en lo siguiente: el ordenador le daba un aire moderno; los pósteres de David Bowie y Trent Reznor, vestido con mallas, indicaban que tenía la mente abierta; el estante de cedés, en el que se amontonaban cientos de discos, y la caja de cartón, llena hasta el borde de antiguos vinilos, manifestaban sus gustos variados y su extensa cultura; las plantas de marihuana, que se identificaba con la naturaleza; la bicicleta de montaña que había en el rincón, sus habilidades atléticas; la alfombra persa de imitación, que era un hombre de mundo; la pecera, que podía reflexionar tranquilamente y era bueno con los animales; el atrapasueños que colgaba del techo, su lado espiritual; el pequeño teclado sugería que era una persona creativa. Cada uno de aquellos objetos era como una pluma de la cola de un pavo real, su función era la de cortejar y deslumbrar.

Cuando regresó aquella noche, como todas las noches, examinó con preocupación los diversos elementos de la exposición para asegurarse de que todo estuviera en su sitio, de que sus compañeros de piso o los yonquis que merodeaban por allí no le hubieran robado artículos esenciales. Miró intranquilo el teclado, se preguntó si debía ponerlo en un lugar más visible y decidió por centésima vez dejarlo donde estaba. Ajustó la alfombra de modo que discurriera paralelamente a las tablas del suelo, describió lentamente un círculo para examinar su nido y suspiró, satisfecho de que todo estuviera en orden.

Se quitó los pantalones sin sacar la bolsa de terciopelo del bolsillo y se preguntó por cuánto podía venderla si en efecto se trataba de cocaína; no escasearían los compradores en la casa. Por el momento dejó la bolsa donde estaba y subió para darse una ducha. La casa era una ruina: parecía que habían arrojado una granada por el retrete y habían tirado de la cadena. Alguien había devorado veinte dólares en provisiones de Jamie desde que este se había marchado al trabajo y no había tenido la delicadeza de tirar los envoltorios vacíos. Había un yonqui lívido y comatoso en el sofá del salón; presumiblemente era amigo de uno de los compañeros de piso de Jamie, probablemente de Marshall. Jamie bajó la escalera de atrás, sintiéndose repentinamente deprimido. Aquella no era la vida para la que lo había preparado la televisión norteamericana. No había bodas de comedia romántica ni fraternidades llenas de gamberros alocados y chicas con camisetas mojadas. Solo había facturas que pagar y platos en el fregadero.

En el dormitorio, David Bowie lo observaba desde el póster como una andrógina figura paterna con pantalones acampanados que se ensanchaban alrededor de los tobillos. Jamie se arrojó sobre la cama, puso el despertador y se interrumpió; antes tenía que echar un vistazo a la bolsa de terciopelo, ¿verdad? La sacó de los pantalones. Parecía demasiado pesada para su tamaño. Se la pasó de una mano a otra y percibió un ruido muy tenue, como de canicas entrechocando. Desató el cordel blanco y sostuvo la bolsa debajo de la lámpara. Dentro había numerosos abalorios pequeños que destellaban a la luz de la lámpara como cristal en polvo. Apretó la bolsa. Ahora que estaba abierta el sonido era audible, como el de un pequeño carillón. Tocó tentativamente el polvo con el dedo; era suave como la ceniza.

Dejó la bolsa en la mesita de noche, apagó la lámpara y se tumbó. Las tablas del techo crujieron cuando en la primera planta alguien se dirigió a la cocina para rematar la comida que le quedaba. Jamie se preguntó ociosamente qué ocurriría el día en el que estallara definitivamente, y con esa nota nada atípica se quedó dormido.

El sueño se presenta con tanta claridad que Jamie se siente completamente despierto en una nube maloliente detrás del contenedor industrial. Le parece que haber empujado el coche hasta la estación de servicio es el sueño del que acaba de despertarse.

Se escucha una voz que grita:

—¿Dónde estás, cabrón? Maldita sea, esto de acechar en sueños es una estafa. ¿Cuántas bolsas nos ha cobrado esa vieja bruja por esto? ¡Doops! Date prisa, capullo. Que no estamos de safari.

—Perdona, Gonko, es que… —contesta una voz quejumbrosa que Jamie reconoce. La primera voz pertenece a Gonko, el payaso delgado, y Jamie lo ve cuando asoma la cabeza por encima de la tapa del contenedor industrial. Gonko está merodeando por el aparcamiento; de algún modo es capaz de caminar con el sigilo de un asesino a pesar de sus ridículos zapatones rojos. Su rostro parece surcado por líneas marcadas y duro como la piedra; es como si lo hubiesen usado como papel de lija y lo hubiesen empapado en güisqui. Sus ojos desaparecen en finas rendijas, relucen fríamente y tocan como la punta de un dedo helado todo aquello en lo que se posan.

Jamie, que está detrás del contenedor, cae en la cuenta de que Gonko está buscando dos cosas: la bolsita de terciopelo llena de polvo y a la persona que se la ha robado. Y siente un peso en el estómago, porque la bolsa no está a salvo en su casa, sino en su bolsillo. Sopesa arrojarla al otro lado del aparcamiento y salir corriendo, pero una breve mirada a Gonko acaba con esa idea. El payaso al acecho, que se mueve como si fuera un espantapájaros de atuendo estridente, parece decir solo con sus andares nada de eso. Voy a cogerte, colega. No salgas. Órdenes del médico. No le cabe duda de que Gonko lo matará si lo encuentra.

Jamie se arrastra a cuatro patas hasta el otro lado del contenedor y ve a los otros dos payasos. Además, sabe cómo se llaman. El primero es Goshy, por supuesto, y el de las cerdas negras es Doopy. Jamie sabe de algún modo que son hermanos. Gonko interrumpe la búsqueda, se vuelve hacia ellos y les espeta:

—No os quedéis ahí parados, gilipollas. Encontradlo. Está aquí.

Jamie asoma la cabeza por el borde del contenedor y ve que Goshy da media vuelta y lo mira directamente. Clava sus ojos enajenados en los suyos y el influjo de su mirada lo deja petrificado. Goshy abre y cierra la boca dos veces sin emitir ningún sonido. Los demás payasos están mirando para otro lado en ese momento, y eso es bueno, porque Goshy levanta el brazo sin doblarlo y señala directamente al contenedor, directamente a Jamie. Goshy abre y cierra de nuevo la boca muda y Jamie siente que un escalofrío de terror le recorre la columna vertebral.

—Gallinita, gallinita —exclama Gonko con voz cantarina—. Tú la llevas. Ratón, que te pilla el gato. Un, dos, tres, zapatito inglés…

Frustrado, Gonko descarga una bota sobre un BMW aparcado, con tanta brutalidad que la portezuela del conductor se comba y se desprende de las bisagras con un chirrido metálico. Goshy sigue mirando fijamente a Jamie, con frialdad depredadora en un ojo y confusión en el otro. El hecho de que su rostro pueda conciliar esas dos actitudes tiene algo obsceno, como si la mente del payaso estuviese dividida a partes iguales entre un tarado y un reptil. Goshy se adelanta unos pasos hacia el contenedor industrial sin doblar las piernas y Jamie se agacha detrás de este. Goshy está justo encima de él, se le encienden los ojos y mete la mano en el contenedor. Jamie está punto de gritar… Pero Goshy se limita a sacar una lata de cerveza vacía y mirarla como si fuera un enigma que tiene que resolver. Abre y cierra la boca de nuevo y Doopy se vuelve a mirarlo.

—Goshy, deja eso. ¡Déjalo, Goshy, no tiene gracia!

Goshy sigue contemplando la lata durante otro minuto, la deja caer a los pies de Jamie y se dirige hacia los otros dos payasos. Pero tropieza y cae pesadamente sobre el hormigón.

—¡Goshy! —exclama Doopy, que acude corriendo. Goshy rueda sobre el hormigón con los brazos apretados a ambos lados del cuerpo, chillando como una tetera.

—¡Hmmmmm! ¡Hmmmmm!

Y Jamie despierta en el preciso momento en que en la primera planta la tetera de la cocina llega al punto de ebullición, el ruido atraviesa el entarimado y se abre paso hasta él, chillando como un payaso.

Jamie despertó con la ominosa sensación de haber descansado demasiado. El pequeño despertador verificó sus temores: eran las tres de la tarde. Sin pensar en el sueño de la noche anterior, corrió por el dormitorio buscando desesperadamente el uniforme de trabajo, las toallas, los calcetines y la cartera, que se habían escondido durante la noche. Subió la escalera de atrás, atravesó la puerta trasera y, por supuesto, ya había otra persona en la ducha. Aporreó la puerta.

—¡Vete a la mierda! —fue la brusca respuesta.

Parecía su compañero de piso Steve, el extraordinario ladrón de comida.

—¡Venga, hombre, que llego tarde! —gritó Jamie, aporreando de nuevo la puerta.

Cuando esta se abrió seguía saliendo agua de la ducha y el vapor se escapó por la entrada. Apareció una cara aniñada, redonda y chorreante que tenía un aire contemplativo, con una ceja enarcada reflexivamente. Un brazo mojado y musculoso salió disparado y derribó a Jamie de un fuerte empujón en el pecho; después la puerta se cerró con suavidad.

—Eso es agresión —le advirtió Jamie al techo. Se levantó y se quedó mirando fijamente la puerta, boquiabierto, meneando la cabeza. ¿Es que piensas aguantar eso?, lo apremió una parte de él. ¡Defiéndete! Joder, por una vez en la vida, defiéndete

Ese día no. Por el contrario, fue a la cocina a prepararse un café y un sándwich. Abrió violentamente la puerta del frigorífico y siseó entre dientes: el pan había desaparecido, así como la mayor parte de la leche.

—Dios, ¿es que le pido demasiado a la vida? —susurró. Buscó comida, una vana esperanza en una cocina de solteros que era más bien un establo; solo vio paquetes de fideos instantáneos cuyas sobras se derramaban sobre la encimera como gusanos congelados—. ¡Joder! —exclamó. Lo asaltó una oleada de rabia incandescente y le propinó una patada a la puerta del frigorífico. Bajó corriendo a ponerse los zapatos, preguntándose cómo inspirarles un poco de respeto, aunque fuese un poco, a sus compañeros de piso.

Sus ojos se posaron sobre la bolsa de terciopelo que estaba en la mesita de noche. Apenas titubeó un segundo antes de cogerla, haciendo que tintineara como una campanilla. Si se trataba de una droga, tal vez hubiera llegado el momento de averiguar cuáles eran sus efectos; mejor dicho, sus efectos secundarios. Subió de nuevo las escaleras hasta la cocina, donde abrió la botella de leche casi vacía y echó cuidadosamente un pellizco de polvo dentro, agitó la botella y volvió a dejarla en el frigorífico. Si Steve se comportaba como de costumbre estaría colocado enseguida, quizás estuviera psicótico a la hora de la cena. Jamie se salpicó las axilas en el fregadero, se secó con un trapo de cocina, se vistió y se fue al trabajo.

Su turno transcurrió sin incidentes. Aunque no lo supiera, serían las últimas ocho horas de paz que tendría durante algún tiempo.