1

La bolsa de terciopelo

Entre ellos no había ninguno que no mirase hacia atrás,

con la esperanza de que el carnaval los restituyese con los de su propia especie.

The Carny de Nick Cave[2]

Jamie se detuvo con un chirrido de los neumáticos y lo primero que se le pasó por la cabeza fue «casi mato a eso», en lugar de «casi mato a ese». En el destello de los faros había una aparición vestida con una camisa abultada salpicada violentamente de estridentes flores estampadas. Llevaba zapatones rojos, pantalones a rayas y maquillaje blanco en la cara.

Lo que alarmó de inmediato a Jamie fue la expresión de los ojos vidriosos y confusos del payaso, que sugerían que el mundo era completamente nuevo para él, que su coche era el primero que veía en su vida. Era como si acabara de eclosionar de un huevo gigantesco y hubiera deambulado hasta la carretera para detenerse en ella, tan inmóvil como el maniquí de una tienda, con aquella camisa floreada, que contenía a duras penas una barriga flácida, metida en la cintura de los pantalones, los brazos apretados a ambos lados del cuerpo y las manos enfundadas en guantes blancos que formaban puños gruesos y redondos. Bajo las axilas se extendían manchas de sudoración. Lo miró fijamente a través del parabrisas con sus maliciosos ojos saltones hasta que perdió el interés y se alejó del vehículo que había estado a punto de matarlo.

El reloj del salpicadero marcó el décimo segundo desde que Jamie había detenido el coche. Olía a caucho quemado. Sus tiempos como automovilista le habían costado al mundo dos gatos y un faisán, y ahora habían estado a punto de costarle un ser humano completamente idiota. Se le pasaron por la cabeza todas las desgracias que le habrían sucedido si hubiera titubeado lo más mínimo al pisar el freno: juicios, acusaciones, noches en vela y ataques de culpabilidad durante el resto de su vida. Enseguida le sobrevino una cólera homicida. Bajó la ventanilla y gritó:

—¡Eh! ¡Apártate de la puta carreteraaa!

El payaso no se inmutó, tan solo movió la boca, abriéndola y cerrándola dos veces, aunque no pronunció ninguna palabra. Jamie estaba a punto de sufrir un ataque a causa de la cólera; ¿acaso aquel tipo se creía gracioso? Rechinó los dientes y apretó el claxon. El pequeño y viejo Nissan resolló con todas sus fuerzas, emitiendo un sonido penetrante en la quietud de las dos de la madrugada.

Parecía que al fin le había causado cierta impresión. El payaso abrió y cerró la boca de nuevo y se tapó los oídos con las manos enfundadas en guantes blancos, al mismo tiempo que se volvía para encararse de nuevo con Jamie. El frío contacto de su mirada le provocó un escalofrío en la columna vertebral. No vuelvas a tocar el pito, colega, decían sus malévolos ojos. ¿No te parece que un tipo como yo tiene problemas? ¿A que prefieres que me guarde mis problemas para mí solo?

La mano de Jamie vaciló encima del claxon.

El payaso se volvió nuevamente hacia la acera y avanzó dando tumbos antes de detenerse una vez más. Si un coche circulaba rápidamente en sentido contrario haría lo que había estado a punto de hacer Jamie. En fin, la madre naturaleza era sabia, tan solo era el curso natural del gen de la estupidez, al que se desterraba de la especie igual que se extrae la sangre emponzoñada. Jamie reanudó la marcha, meneando la cabeza y riendo nerviosamente.

—¿Qué demonios ha sido eso? —le susurró a su reflejo en el espejo retrovisor.

Pronto lo sabría… La noche siguiente, de hecho.

—¿Dónde está mi puto paraguas?

Jamie se lamentó para sus adentros. Era la cuarta vez que se lo preguntaba a grandes voces, acentuando sucesivamente todas las palabras. Frente a él estaba nada menos que Richard Peterson, un redactor sensacionalista de uno de los periodicuchos nacionales, La voz del contribuyente. Había entrado en tromba en el club de caballeros de Wentworth, en medio de una tormenta de Armani y betún. Como conserje, Jamie cobraba dieciocho pavos por hora por soportar amablemente aquella diatriba.

Los gritos se interrumpieron. Peterson lo miró fijamente en un torvo silencio, torciendo el bigote.

—Lo siento, señor, no lo he visto. ¿Me permite ofrecerle uno de regalo?

—¡Ese paraguas era una puta herencia!

—Lo comprendo, señor. Tal vez…

—¿Dónde está mi puto paraguas?

Jamie hizo una mueca cuando dos mujeres atractivas pasaron delante de las puertas y sonrieron ante el revuelo del interior. Durante los dos minutos siguientes repitió «lo comprendo, señor, tal vez…», mientras Peterson amenazaba con devolver el carné de socio, ponerles una denuncia, hacer que lo despidieran, ¿o es que acaso no sabía con quién estaba tratando? Finalmente uno de los colegas de Peterson atravesó el vestíbulo y se lo llevó a la barra como quien engatusa a un dóberman con un filete sanguinolento. Peterson se fue refunfuñando. Jamie suspiró, sintiéndose, no por primera vez, como la estrella invitada de una telecomedia británica.

A medida que arreciaba el ajetreo de las seis de la tarde se produjo una estampida de famosos de Brisbane con barriga cervecera, socios de bufetes de abogados, presentadores de telediarios, mandamases de la AFL[3], jugadores de críquet retirados, miembros del Parlamento del Estado y personajes de todas clases, excepto jóvenes y femeninos. El silencio se adueñó del vestíbulo; los únicos sonidos que atravesaban las paredes de granito eran los cláxones amortiguados del tráfico, el reconfortante bullicio urbano de la jornada de trabajo que terminaba y la vida nocturna que despertaba. El vestíbulo estaba desierto; el sosiego solo se veía interrumpido esporádicamente por algunos miembros del club que salían más borrachos y risueños de lo que habían entrado. Cuando el último de ellos se hubo marchado dando tumbos, Jamie se concentró en una novela de ciencia ficción, mirando furtivamente por encima del hombro de tanto en tanto para asegurarse de que no lo sorprendiera su jefe ni un famoso de Brisbane extraviado. Esa, en cambio, no era una forma tan mala de ganar dieciocho pavos por hora.

El reloj dio las dos. Jamie despertó de una especie de trance y se preguntó adónde habían ido las últimas seis horas. El club estaba en calma; el resto de los empleados se habían ido a casa y todos los miembros estaban acostados, confortablemente llenos de cerveza, al lado de acompañantes de pago.

Jamie fue andando hasta el centro Myer. Era un joven alto y pelirrojo y daba zancadas largas y espasmódicas con sus delgadas piernas, taconeando secamente en la acera con unos zapatos abrillantados, con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones de sport, jugueteando con una moneda de dólar entre el dedo pulgar y el índice. Un mendigo se había aprendido los horarios de sus turnos y desde hacía semanas trataba de interceptarlo cuando se dirigía al aparcamiento. El viejo salió a su encuentro delante del centro Myer en el momento preciso, oliendo a vino de barrica y con aspecto de Santa Claus decadente. Murmuró algo acerca del tiempo y fingió sorpresa y alegría cuando Jamie le entregó el dólar, como si fuera lo último que hubiera esperado, y de ese modo el turno de Jamie concluyó con profusos agradecimientos, lo que hasta cierto punto resultaba gratificante.

Preguntándose, no por primera vez, por qué demonios había estudiado Bellas Artes, arrancó el pequeño Nissan. El motor chirrió como un pulmón enfermo. En el trayecto a casa vio a otro payaso.

Los faros pasaron rápidamente ante los establecimientos cerrados de New Farm y allí estaba, delante de una tienda de comestibles. No se trataba del mismo payaso de la noche anterior; tenía mechones de cabello negro erizados como cerdas y la cabeza redonda como una pelota de baloncesto. Su atuendo también era distinto. Llevaba una sencilla camiseta roja, que parecía una anticuada prenda interior de algodón, que le ceñía fuertemente el pecho y el vientre, y pantalones del mismo estilo con el fondillo abotonado. El maquillaje, la nariz de plástico y los zapatones rojos eran lo único que tenía de «payaso»; por lo demás, podría haber sido un borracho de cincuenta y tantos años que se hubiera perdido al volver a casa o andase en busca de un romance en una callejuela.

Cuando Jamie pasó el payaso estaba dando muestras de desesperación, llevándose las manos a la cabeza con exasperación y musitando alguna queja a los cielos. Vio por el espejo retrovisor que se agachaba entre aquel establecimiento y una tienda de artículos de jardinería, perdiéndose de la vista.

Jamie habría estado encantado de dejarlo estar; había psicópatas sueltos en el barrio, no tenía nada de raro que los hubiera en New Farm. Habría regresado a casa, habría subido a hurtadillas la escalera de atrás para darse una ducha, le habría ofrecido algo de comida a la legión de gatos callejeros de los alrededores, habría vuelto sigilosamente a su habitación, se habría masturbado con pornografía de Internet y se habría derrumbado en la cama, dispuesto a volver a empezar desde el principio al día siguiente. Pero su coche tenía otras ideas. Escuchó el chirrido de un voluminoso vientre metálico indigesto y a continuación le llegaron los olores del aceite y el humo. El pequeño Nissan murió en mitad de la calle.

Jamie dio un manotazo al asiento del acompañante y las casetes salieron despedidas en todas direcciones, como cucarachas de plástico. Su casa estaba a cuatro calles de distancia, en lo alto de una colina. Estaba estirando los músculos de las pantorrillas (para ponerse a empujar aquel cacharro desobediente), cuando oyó que una voz extraña exclamaba:

—¡Goshy!

Le dio un vuelco el corazón. La voz se oyó de nuevo desde atrás.

—¿Goshy?

Se había olvidado del payaso. Era sin duda una voz de payaso, una voz ridícula con un tono de preocupación exagerado y un lloriqueo infantil que brotaba de la garganta de un hombre de mediana edad. En la mente de Jamie aquel tono conjuraba la imagen del tonto del pueblo golpeándose el pie con un martillo y preguntando por qué le dolía. El payaso exclamó de nuevo, en esta ocasión con más fuerza:

—¿Goshyyyyyy?

¿Goshy? ¿Sería una especie de palabrota? Jamie dio media vuelta y retrocedió hasta el aparcamiento de la tienda de comestibles. Las calles estaban silenciosas y sus propios pasos le parecían atronadores. Obedeciendo a cierto instinto que lo instaba a mantenerse oculto, se arrastró hasta el otro lado de un seto que había junto al aparcamiento y entre las hojas vio al payaso delante de la tienda de jardinería; estaba mirando al tejado y adoptando poses de padre afligido, pasándose la mano por la cabeza, echando los brazos al cielo y fingiendo desmayarse con los ademanes afectados de una actriz de teatro: poniéndose la mano en la frente, dando un paso hacia atrás y exhalando un gemido. Jamie esperó a que se diera la vuelta para salir corriendo del seto y ocultarse detrás de un contenedor de basura industrial para observarlo desde más cerca. El payaso volvió a pronunciar aquella palabra:

—¡Goshyyyyyy!

Entonces se le ocurrió una idea. «Goshy» es un nombre. Puede que sea el nombre del payaso que estuve apunto de atropellar. A lo mejor este lo está buscando, porque Goshy se ha perdido. Parecía que encajaba. Y delante de sus ojos el payaso encontró a su amigo. El payaso de la noche anterior estaba en el tejado de la tienda de plantas, tan inmóvil como una chimenea. Apareció de una forma tan inesperada que Jamie, alarmado, estuvo a punto de gritar. Su semblante reflejaba la misma estupefacción pura.

—¡Goshy, no tiene gracia! —exclamó el payaso del aparcamiento—. Baja de ahí. Venga, Goshy, baja, ¡tienes que bajar! ¡Goshy, no tiene gracia!

Goshy seguía en el tejado sin moverse, apretando los puños a ambos lados del cuerpo como un niño petulante, con los ojos como platos, los labios fruncidos y la barriga flácida como una bolsa de cemento mojado debajo de la camisa. Contemplaba al otro payaso sin pestañear; no pensaba bajar, eso estaba claro. Parecía que le había dado un berrinche pasivo. Abrió y cerró la boca sin emitir ningún sonido y se dio la vuelta.

—¡Goshy, baja, por favoooooor! Cuando venga Gonko se va a enfadar muchísimoooo…

No se produjo ninguna reacción en el tejado.

—Goshy, vengaaaaa…

Goshy se volvió nuevamente hacia el otro payaso, abrió y cerró la boca en silencio y a continuación, sin previo aviso, se adelantó tres pasos hacia el borde del techo sin doblar las piernas y se arrojó al otro lado. Había unos tres metros y medio de altura. Goshy se precipitó de cabeza contra el cemento con la elegancia de un saco lleno de gatitos muertos. Cuando aterrizó se oyó un chasquido sordo, audible y espantoso.

Jamie aspiró entrecortadamente una bocanada de aire.

—¡Goshy! —El otro payaso fue corriendo hacia Goshy, que estaba tendido boca abajo, apretando fuertemente los brazos contra los costados. Le dio una palmadita en la espalda como si tuviera un simple ataque de tos. No sirvió de nada; probablemente Goshy necesitaba una ambulancia. Jamie miró nerviosamente a la cabina que había al otro lado de la calle.

El otro payaso le dio una palmadita un poco más fuerte en la espalda. Goshy, que seguía tumbado boca abajo, estaba rodando de un lado a otro como un bolo derribado; parecía que estaba sufriendo una especie de ataque. El otro payaso le asió de los hombros. Goshy empezó a emitir un sonido semejante al de una tetera de acero hirviendo; un agudo chillido:

—¡Mmmmmmmmm! ¡Mmmmmmmmmm!

El otro payaso lo levantó. Cuando se puso en pie, sin dejar de emitir ese horrible ruido, miró fijamente al otro payaso con una expresión de sobresalto en los ojos abiertos como platos. El payaso le sujetó por los hombros, susurró «Goshy» y le dio un abrazo. La tetera siguió chillando una y otra vez, pero el volumen disminuía con cada exabrupto hasta que el ruido cesó por completo. Cuando el otro payaso lo soltó, Goshy se volvió hacia la tienda de plantas, la señaló con un brazo rígido y abrió y cerró silenciosamente la boca. El otro payaso dijo:

—Ya lo sé, pero ¡tenemos que irnos! Cuando venga Gonko… —El payaso le dio a Goshy una palmadita en los pantalones, a continuación le metió las manos en los bolsillos y extrajo algo. Jamie no alcanzó a ver de qué se trataba, pero el otro payaso dio nuevas muestras de desesperación—. ¡Ah! ¡Ah, no! Caray, Goshy, ¿en qué estás pensando? No se puede tener esto aquí, no señor. Ay, ay, ay, Gonko va a… El jefe se va a poner muuuy…

El payaso se interrumpió para observar el aparcamiento desierto antes de arrojar el pequeño paquete, que aterrizó con un sonido como el de un carillón emitiendo una sola nota y se deslizó entre los setos que había junto a la acera antes de que Jamie pudiese verlo bien.

—Vámonos ya, Goshy —ordenó el payaso—. Tenemos que irnos.

Cogió a Goshy por el cuello de la camisa para llevárselo. Jamie se levantó, preguntándose si debía seguir a aquella pareja o ir corriendo a la cabina telefónica; uno de aquellos idiotas se acabaría matando si lo dejaban a su suerte. Entonces algo atrajo su atención: un tercer payaso. Se hallaba junto a la puerta de una copistería, dos puertas más allá de la tienda de plantas, con los brazos cruzados sobre el pecho. Jamie meneó la cabeza, incrédulo, y se agachó de nuevo para ocultarse. Supo de inmediato que aquel payaso no estaba aquejado de las enfermedades que afectaban al cerebro de los dos primeros; su semblante denotaba una aguda perspicacia y miraba fijamente a los otros dos con los ojos entrecerrados mientras estos atravesaban el aparcamiento arrastrando los pies. Goshy y su compañero se detuvieron. Goshy no se inmutó, pero el otro miró al nuevo payaso con algo semejante al terror. Tartamudeó:

—Hola… Gonko.

El payaso recién llegado no se movió ni reaccionó. Era delgado y llevaba un uniforme que consistía en unos holgados pantalones a rayas sujetos con tirantes, una pajarita, maquillaje blanco en la cara, una camisa decorada con dibujos de gatitos y un sombrero hongo de grandes dimensiones. Observó a los otros payasos con los ojos entrecerrados, como si fuera un gánster sacado de una película de mafiosos; si se había propuesto hacer reír a la gente, bien podría haberlo hecho a punta de pistola. Escrutó el aparcamiento como si estuviera buscando testigos y Jamie se encogió aún más detrás del contenedor industrial; de pronto estaba convencido de que era una idea estupenda que no lo viesen. El sonido de Goshy al estrellarse contra el cemento, un chasquido sordo, le reverberaba en los oídos, y sintió un escalofrío.

El nuevo payaso les indicó con el dedo a los otros que se acercaran. Estos acudieron dando tumbos.

—Tenía que encontrarlo, Gonko —se disculpó el payaso que no era Goshy—. Tenía que hacerlo, no sabe cuidarse solo aquí fuera, no sabe…

El nuevo payaso respondió con voz áspera:

—Cierra la puta boca. Vámonos. —Recorrió de nuevo el aparcamiento con la mirada, desde la acera hasta el contenedor industrial. Jamie se agazapó para ocultarse y contuvo el aliento. Se quedó agachado un minuto; le inquietaba que los payasos pudieran oír los latidos de su corazón, aunque no podía precisar qué era exactamente lo que temía. Finalmente se arriesgó a mirar por encima de la tapa del contenedor. Se habían ido. Se alejó de buena gana del nauseabundo hedor de la basura. Una pequeña mancha blanca junto a la tienda de jardinería señalaba el punto en el que se había estrellado Goshy, el payaso. Maquillaje. Lo tocó y lo frotó entre los dedos para cerciorarse de que los últimos diez minutos habían sucedido de verdad.

En las inmediaciones se escuchaban los susurros de la noche en la ciudad, como si hubieran vuelto a encenderse tras una breve interrupción. Ladró un perro y se accionó la alarma de un coche en algún lugar lejano. El frío repentino le produjo un escalofrío y Jamie miró el reloj: eran las dos y cincuenta nueve minutos de la madrugada. Le quedaba por delante un largo paseo hasta su casa.

Cuando estaba cruzando la calle algo en el seto atrajo su atención. Recordó que uno de los payasos le había hurgado en el bolsillo a otro, había sacado algo y lo había tirado. Lo recogió; era una bolsita de terciopelo, de la mitad del tamaño de su puño, atada en la parte de arriba con un cordel blanco. Parecía que estaba llena de arena. O quizá de otra clase de polvo. Y a juzgar por la conducta de los payasos, a lo mejor se trataba de la clase de polvo del que de tanto en tanto los miembros del club Wentworth dejaban algunos vestigios en los espejos de mano de sus habitaciones, junto con pañuelos ensangrentados y pajitas. Qué interesante. Se metió la bolsa de terciopelo en el bolsillo, donde rebotaba contra el muslo a cada paso que daba.

Ahora venía lo divertido. Puso el Nissan en punto muerto y empezó a empujarlo hacia la estación de servicio que estaba a dos calles de distancia. Un conductor que pasaba le informó con un grito:

—Eso te pasa por conducir una mierda japonesa, colega.

Arigato gozaimasu[4] —masculló Jamie.

Más adelante, cuando recordase aquella noche, Jamie se asombraría de haber pensado que sus peores problemas eran el coche y el dolor de espalda que habría de causarle empujarlo, y de que ni siquiera por un momento hubiese pensado con alarma en la bolsita de terciopelo que llevaba en el bolsillo, que parecía que estaba llena de arena.