10 LAS PSICOSIS TRANSITORIAS A LA LUZ DEL
CONCEPTO DE FORCLUSIÓN LOCAL

A. Lefévre

Hemos querido cerrar este volumen con un texto de investigación teórica que abre el debate sobre mía cuestión esencial en el tema que nos ocupa: la forclusión. El concepto de forclusión propuesto por Jacques Lacan es una de las contribuciones más destacadas del psicoanálisis a la comprensión del fenómeno psicótico. Sin embargo, el campo de la psicosis y de su relación con la neurosis y la perversión continúa siendo para los analistas un terreno en el que aún hay mucho que explorar.

Con ese mismo espíritu de descubrimiento, J.-D. Nasio propuso la tesis de la forclusión local a fin de explicar ciertas manifestaciones consideradas “psicóticas” —delirio o alucinación— que aparecen en pacientes que no presentaban necesariamente una patología de psicosis; y a fin de explicar también el caso contrario, es decir, ciertas conductas caracterizadas como “normales” que se dan en pacientes diagnosticados como psicóticos.

El carácter teórico del texto que sigue exige del lector un conocimiento previo de la teoría y del vocabulario lacanianos.

L. ZOLTY

Sugerimos al lector que al leer este capítulo

se remita a los libros de J.-D. Nasio.[61]

El concepto de forclusión local fue creado por J.-D. Nasio para nombrar el mecanismo responsable de estados psicóticos y de fenómenos puntuales, transitorios, de carácter psicótico, que se manifiestan en sujetos neuróticos tales como Mariane cuyo caso presentaremos a continuación. Se trata de la aparición de momentos alucinatorios, de convicciones delirantes puntuales, de pasos al acto fulgurantes, de eclosiones psicosomáticas sobrecoge doras y hasta de pesadillas vividas tan intensamente que el sujeto, que es el teatro de tales sueños, no quiere volver a dormirse. Nasio llama a estas perturbaciones que superan al paciente y sorprenden al psicoanalista “formaciones del objeto a”, para diferenciarlas de las formaciones del inconsciente que son el sueño, el lapsus, el acto fallido y hasta la interpretación del psicoanalista.

Más que resumir la teoría de la forclusión local y sus manifestaciones clínicas, preferimos exponer en primer término un caso de análisis que la muestra en funciones.

MARIANE: UN EJEMPLO CLÍNICO
QUE MUESTRA LA NECESIDAD DEL CONCEPTO DE
FORCLUSIÓN LOCAL

Cuando Mariane, una mujer de algo más de 50 años, se dirige a mí, su situación y sus intenciones no son muy precisas: “Vengo para concluir algo… A buscar un apoyo…” Acaba de separarse simultáneamente de un primer psicoterapeuta (por decisión del analista) y de su marido. Abandonó a este último en plena noche después de una relación sexual satisfactoria, pero “banalizada” por su pareja.

El síntoma que menciona es la aparición de momentos de “confusión” que la llevan a caer en una especie de niebla, de letargo, que no le permite concentrarse y que desencadena simultáneamente un estado depresivo. En el curso del análisis, sobrevendrán pequeños accidentes a repetición, caídas. Lo que observamos además es la particular disposición de Mariane a “estar en otra parte”, como en huida, incomprensible, fuera del campo, espacialmente hablando. Los encuentros son siempre difíciles de establecer y siempre irregulares. En el curso de la terapia surge el tema de la fuga. Aparte de eso, Mariane lleva una vida adaptada, con aventuras amorosas ricas; ama a su marido pero se siente ahogada por él; tiene hijos ya crecidos; hasta ya es abuela. Es una mujer enérgica y eficiente, a pesar de esos momentos de caída en el vacío.

En su adolescencia, Mariane vivió un “momento psicótico”, un episodio de forclusión. En su ciudad natal se cometió un infanticidio. Mariane, que por entonces tiene 18 años, sufre una descompensación: se encuentra en un estado de confusión y tiene la convicción delirante de ser la autora del homicidio. Se siente, pues, deprimida e incapaz de preparar el examen del bachillerato: no puede concentrarse ni memorizar nada. El incidente, que duró varias semanas, fue minimizado por las personas que la rodeaban.

Durante la primera entrevista, Mariane menciona un intento de seducción paterna y lo comenta del siguiente modo: “¡Un padre puede hacer cualquier cosa!” ¿Recuerdo o fantasía? No lo sabemos, pero entendemos que Mariane es portadora de la representación de un padre que no sería garante de la ley simbólica y, particularmente, de la ley de prohibición del incesto. Además Mariane menciona otro hecho que considera importante: nació después de dos hermanos muertos a quienes supone que ella debía reemplazar. Fue una niña extremadamente juiciosa y sobreprotegida.

La madre, que nunca hizo el duelo de esos dos bebés muertos antes del nacimiento de Mariane, vivió varios episodios depresivos; “terminó como un desecho humano”, dice Mariane. Esta mujer exigió además que su hija mayor, nacida de un matrimonio anterior —media hermana de nuestra paciente— bautizara a su hijo con el nombre de uno de los dos niños muertos.

Retornemos al episodio forclusivo de la adolescencia. Recordemos los hechos: cuando Mariane tiene 18 años toma conocimiento de que una niñita ha sido asesinada en su pueblo, sufre una descompensación y se acusa del homicidio de la niña. El descubrimiento de que fue la propia madre la autora del infanticidio no quebranta el sentimiento íntimo de Mariane de que es ella quien mató a la niña. Estamos ante un semidelirio, pues Mariane sabe, en el nivel consciente, que no es la asesina, pero ese conocimiento no disminuye su creencia delirante. Se siente decididamente culpable. Se deprime y vive un momento de “confusión mental”. Mariane se ve entonces habitada por dos corrientes con trarias, incompatibles entre sí, y la que se impone no es la corriente consciente que obedece a la lógica racional, sino la otra.

¿Cuál es el mecanismo causal de este episodio delirante? Ha ocurrido un hecho trágico: “una madre mata a su hija”. Mariane percibe este asesinato como un llamado que le está destinado; extrañamente, se siente y hasta “se sabe” implicada. Se desencadena entonces un episodio depresivo a partir de una convicción delirante; un “hecho” ocupa el lugar de un “dicho”. Un delirio ocupa el lugar del pensamiento que normalmente debió concebir la joven en relación con ese crimen. Un significante fue convocado; pero no se presentó (forclusión) y en su lugar apareció la formación delirante. La intensidad del impacto de un suceso trágico le revela a Mariane su incapacidad de simbolizarlo; lo que le descubre su impotencia para responder es la fuerza del llamado. Esta impotencia absoluta, esta no-respuesta radical es lo que Nasio llama “forclusión local”. No apareció la representación, ni tampoco el efecto que la acompañaba; la formación delirante se organiza, pues, de manera autónoma, heterogénea al resto de la personalidad y Mariane, por inteligente y sensata que sea, piensa y dice, identificándose con la madre filicida; “fui yo quien la mató”.

En este ejemplo, el mecanismo de la forclusión se presenta del siguiente modo: ante todo, observamos en Mariane el retorno en lo real de un significante forcluido. El significante que no aparece en lo simbólico reaparece transformado en lo real, con la forma de una certeza delirante; “Yo soy la asesina de esa niña, soy culpable”. La representación forcluida, enquistada, seria: “Mi madre ya mató a dos niños, también puede matarme a mí”. Que haya sido “forcluida” significa que esta representación no se presenta, que ha sido abolida, pero permanece más activa que nunca. Reaparece de manera invertida: el “fui asesinada…”se transforma en “yo mato…”

El mecanismo en cascada podría desarrollarse siguiendo las diferentes proposiciones sucesivas:

1. “Odio a los niños, como mi madre, que ya mató a dos.”

2. “Entonces soy una madre.”

3. “Luego, soy la mujer de mi padre, que además ya me ha tocado…” (contenido sexual).

4. Ésta es la proposición forclusiva: “Tengo razón para temer a mi madre, pues mi madre quiere matar a la niña que soy”, proposición intolerable. Aquí el sujeto de la acción es la madre.

5. Esta proposición abolida reaparece en lo real en una forma delirante: “Soy la asesina de la niña”. Aquí el sujeto de la acción es Mariane.

El sentimiento asociado a la forclusión es la angustia de muerte, la angustia de ser asesinada por la madre, que podría formularse del modo siguiente: “Toda madre odia a su hijo, no hay madre sin odio”.

Esto, por supuesto, no excluye el amor ¡y no significa que todas las madres sean asesinas! Quiere decir, sencillamente, que toda madre tiene fantasías animadas por el odio. Fantasía que en Mariane se estructura según esta proposición: “Yo también odio a esos bebés muertos, por lo tanto soy una madre; luego, soy la mujer de mi padre…” Así la angustia de Mariane se alimenta de una fuente doble, por un lado, el odio contracatectizado que la convierte en madre, por otro, la fantasía incestuosa vivida como una realidad: “Si un padre puede hacer cualquier cosa, entonces él ya no es un padre, es un seductor, ya no hay más padre…”

La representación que no se presenta es: “mi madre quiere matarme”, que, para Freud, es una variante de la angustia de castración. Recordemos que la angustia de estar amenazada por la madre es una angustia típicamente femenina y que la niña pequeña vive imaginariamente su diferencia sexual como el resultado de una castración ya efectuada. Se comprende, pues, que la angustia llamada de castración es, para la niña, un temor que recae sobre todo el cuerpo. Al estar forcluida la representación “mi madre quiere matarme”, al haberse hecho añicos la prueba de realidad y al haberse abolido la frontera psíquica, la angustia de castración se impone, pasa al primer plano, pero con un signo invertido y el: “Me matan…” se transforma en: “Yo mato”.

Lo que falló en Mariane, cuando se enteró de la noticia del asesinato, fue la capacidad de traducir en un significante la fantasía que la habitaba: ser asesinada por su madre. Mariane cae en la confusión precisamente porque no pudo responder con palabras, imágenes y emociones a la violencia que significaba un filicidio. Si, en cambio, hubiese sentido indignación y hubiese recordado los temores que le inspiraba su propia madre, Mariane habría producido un significante que la habría hecho existir como sujeto. En efecto, el sujeto se engendra en el acto simbólico de decir.

A partir del momento en que se produce este episodio y durante treinta años, Mariane vivió su vida sin grandes perturbaciones. Ni siquiera la primera decisión de consultar a un psicoterapeuta estuvo nunca relacionada con el episodio delirante de la adolescencia. Podrá decirse: “Pero ¡ese episodio es historia vieja! ¡Es el pasado!” Ciertamente, en el nivel consciente, es un asunto clasificado al que no tiene sentido volver, pero para el inconsciente, el tiempo no existe. Lo que se vivió deja una huella.

Retornemos al contexto actual, al marco de la cura. Mariane llega a la sesión y me comunica que deberá hacerse cargo de su nieta durante las vacaciones y que esa perspectiva le produce un pánico irracional. No comprende por qué. Aparece entonces una transferencia total y compacta. Me identifica a mí, su terapeuta, como causa de la aparición de ese movimiento de terror: “Será su culpa si…” Ante tal aparición, Mariane se siente impulsada a huir de la madre que yo represento y pronto me anuncia que ha decidido espaciar nuestros encuentros, que sólo vendrá a verme cada quince días. Desde entonces, predomina en la cura la tendencia a la ruptura. Las razones financieras que alega, son pretextos inconscientes. La actualización de la transferencia, su afianzamiento y la tendencia a la ruptura son indicios de la proximidad de la zona forclusiva cuya existencia se descubre gracias al pedido que le hace la hija para que Marianne cumpla una función maternal. En sesión, la paciente explica que siente una gran diferencia entre lo que experimenta cuando se trata de su nieta y cuando se trata del nieto varón: con este último no siente que haya problema alguno. Ahora bien, recordemos que la víctima del filicidio era una niña. La representación intolerable “mi madre quiere matarme” está muy próxima, pero aún no se presenta; en su lugar, se presenta un movimiento de huida en la transferencia, con un temor neurótico —que es lo normal— y no con una convicción delirante.

Este momento de la cura es fecundo. Mariane nunca conoció a sus dos hermanos muertos, pero pudo percibir hasta qué punto estaban aún presentes en los pensamientos de su madre; tampoco vio nunca a la niña asesinada; no tenía ninguna imagen y, sin embargo, esa niña “sin cuerpo”, sin edad, sin ninguna característica física que ella conociera, le provocó en la adolescencia un semidelirio. En el interior de la cura analítica, en ese momento preciso en que Mariane quiere huir, una niña también sin cuerpo, muerta por una madre fantaseada, se instala en el espacio intermedio de la relación transferencial, sin que Mariane tenga conciencia de ello; sin embargo tiene miedo; es algo que la “interpela” diríase en el lenguaje común. Y si eso le ocurriera a ella… Una niña ronda en el primer plano del escenario, pero no es una niña precisa, sino una especie de abstracción desvinculada del contexto. Para parafrasear a Nasio, en Los ojos de Laura, diría que una niña “de nadie”, producida entre “la escucha” del analista y “un decir” del analizando, “realizó” la transferencia e hizo existir lo inconsciente.

Mariane, aterrorizada ante la idea de tener que ocuparse de su nieta, teme revivir la fantasía de “ser asesinada por su madre” y, lo contrario, “matar a su niña”. El acercamiento a la zona forclusiva pudo no producirse nunca; fue necesario que Mariane, en posición de hija en el seno de la relación transferencial, encarnando a esa niña sin cuerpo, fuera solicitada simultáneamente por una demanda exterior de tener que asumir un rol de madre. Se produjo, pues, un choque entre “ser la niña que corre el riesgo de que la madre-analista la mate” y “ser la madre que puede matar a su hija”, lo cual hizo nacer en ella una sensación de niebla y el deseo de partir. En filigrana, lo que se perfilaba era su deseo incestuoso, culpable… “¡Un padre puede hacer cualquier cosa!” Agreguemos además que, más allá, o mejor dicho, más acá del incesto con el padre, para la niña se trata ante todo del incesto con la madre.

Establecido esto, ¿en qué sentido el ejemplo de Mariane muestra la necesidad del concepto de forclusión local propuesto por Nasio? ¿Por qué ese calificativo de “local”? ¿Qué elemento esencial aporta a la teoría y a la clínica? “Local” implica que el alcance del mecanismo de forclusión en la psique de una paciente como Mariane corresponde solamente a una fantasía animada por la constelación: madre, hija y, entre ambas, una niña muerta. Aparte de esa fantasía, es decir, aparte de esta realidad psíquica bien circunscrita, las demás realidades psíquicas que estructuran la psique de nuestra paciente han permanecido intactas. Su delirio de adolescente fue sólo un semidelirio, un delirio bien localizado, centrado alrededor de la identificación con una madre infanticida. Y más tarde, a la edad de ser abuela, hemos visto hasta qué punto Mariane conservaba una gran fragilidad cuando se veía ante la obligación de ocuparse de su nieta, mientras que adoptaba una conducta perfectamente normal en la relación con su nieto. Sin duda, según este enfoque de la localización, es decir de la coexistencia posible de una realidad psíquica estructurada por forclusión con un conjunto de otras realidades estructuradas por represión, Mariane no puede ser diagnosticada como “psicótica”. Ciertamente, Mariane vivió un episodio de delirio, pero no perdió en absoluto el contacto con la realidad exterior.