A. M. Arcangioli
M.-Cl. Veney-Perez
Proponemos al lector que, al leer este capítulo,
se remita al libro de B. Bettelheim.[24]
La fortaleza vacía es una obra que da cuenta de un trabajo terapéutico y de una reflexión sobre el autismo. Para realizar ese informe, Bruno Bettelheim se vale de tres casos, o más bien, para utilizar su propia expresión, de tres “historias de caso”. Tres historias de caso, tres historias de vida tomadas del trabajo cotidiano realizado en la Escuela Ortogénica de Chicago, que describen el camino recorrido por tres niños durante su internación en el lugar y que son un testimonio de la terapéutica específica aplicada en dicha escuela.
Bruno Bettelheim dirá: “En un caso nuestros esfuerzos se vieron frustrados; el segundo caso, a pesar de los progresos notables registrados, fue en gran medida un fracaso. El tercero tuvo un éxito relativo” Se refiere, respectivamente, a Laurie, Marcia y, finalmente, Joey.
El capítulo tratará de Joey, aun cuando al presentar esta obra, nos hallemos no sólo con Joey, sino también con Bruno Bettelheim: él es, en efecto, quien da vida a Joey, quien nos invita a seguir, uno a uno, los “hilos conductores de su desarrollo” y a “fiamos de la empatía que nos despierta Joey”, para establecer vínculos y reconstruir su historia.
Trataremos de dar vida a Joey, del modo en que lo hizo Bruno Bettelheim, de encontrar al Joey de Bruno Bettelheim, evidentemente, a través de una nueva historia, pero con la presencia viva de las palabras del terapeuta, de sus expresiones, de sus propias descripciones.
Será un largo trayecto a lo largo de un período de la vida de Joey, escandido por tres momentos:
— su llegada, a los 9 años y medio de edad, a la Escuela Ortogénica, donde permanecerá durante nueve años;
— su partida, a los 18 años y medio, para ir a vivir con sus padres, como él mismo lo solicita;
— su regreso, tres años más tarde, para visitar la escuela.
Y en ese momento comienza nuestra historia…
Estamos en la década de 1960. Hoy es un día muy especial: después de haberla abandonado tres años antes, Joey, un joven de 21 años, regresa a la Escuela Ortogénica para visitar al médico y a todos sus amigos. Sus padres le han obsequiado ese premio por haber obtenido el diploma del Liceo Técnico.
Bruno Bettelheim recibe a Joey:
B. B.: Dime, ¿qué sientes al volver a ver tu vieja escuela?
Joey: ¡Oh! Recuerdo momentos verdaderamente maravillosos y también algunos muy penosos.
B. B.: ¿Y tu vida? No ha sido demasiado difícil desde que te fuiste, ¿no es cierto?
Joey ha viajado solo para reencontrarse con todos aquellos que lo acompañaron durante tantos años. ¿Lou, su maestro? Sí, puede verlo. ¡Qué alegría! ¿Bárbara, su educadora? Ah, no… imposible. Desgraciadamente, se mudó a California. ¿Y Fae, su educadora preferida, la primera persona que logró hacerle expresar sus sentimientos? Sí, Fae ocupa un lugar particular entre sus recuerdos. Ya no está en la escuela. Se casó y tiene un hijo. Pero vive en Chicago. ¿Visitarla? Sí, por supuesto, eso se puede combinar, hoy mismo.
B. B.: Pero, dime, ¿qué sentiste al volver a ver la escuela?
Joey: Me dio gusto y también sentí bastante angustia al pensar cuánto tiempo había pasado desde que me fui…
B. B.: ¿Te acuerdas?
Joey: ¡Oh, sí que me acuerdo!
Llegada de Joey a la Escuela Ortogénica
Doce años antes, en la década de 1950, un niño de cuerpo enclenque llega a la Escuela Ortogénica; es pequeño para los 9 años y medio que tiene; sus ojos negros están cargados de tristeza, su mirada vaga no se posa en ninguna parte… Es Joey.
Joey es entonces un niño carente de todo aquello que consideramos como las características infantiles; tampoco tiene una conducta vegetativa: cada gesto que hace evoca la tensión de un cable de acero a punto de romperse. Como un pequeño robot, parece accionado por telecomandos. Pero este parece un robot habitado por una total desesperación. Había que hacer un gran esfuerzo, consciente, voluntario, para considerarlo un niño: si uno dejaba de prestarle atención por un instante, el niño se diluía en la nada.
Esta “máquina-niño” sólo tenía una presencia cuando funcionaba; al detenerse parecía carecer por completo de existencia. Cuando estaba “enchufado” y en su estado de vacío, Joey tenía la facultad de fascinar a quienes lo miraban y de persuadirlos de que era una máquina. Al instante siguiente, la máquina se detenía, se sumergía en la nada, en la no existencia, para recomenzar luego pasando a un régimen cada vez más acelerado hasta que la secuencia se resolvía en una explosión pulverizadora.
Varias veces por día la máquina iniciaba este proceso de aceleración y el frenesí alcanzaba la cima con el estallido en mil pedazos de una lamparilla eléctrica o una válvula de radio. Joey era, en efecto, particularmente hábil para robar, a espaldas de todos, las válvulas de los aparatos de la escuela.
“Crack, explosión”, gritaba. Había llegado el momento de hacer “explotar el mundo”, entonces todo estallaba, se desintegraba, se apagaba: Joey, el mundo, la existencia… Luego, no más vida, nada.
Desde muy pequeño, incluso antes de cumplir 18 meses, Joey iba con frecuencia al aeropuerto. Su padre partía o regresaba, las hélices giraban… aterrizajes, aviones que levantaban vuelo, trepidaciones, las ondas ensordecedoras de los motores… Su madre, ¿qué sentía? ¿Por quién? ¿En medio de ese trueno estrepitoso? La angustia y el alivio se mezclaban en ese fragor… Misteriosas agresiones de todas esas máquinas que giraban y giraban… ¡Crack! ¡Crack! Explosión…! Y después nada más, el vacío.
Estaba también ese ventilador, las paletas de ese ventilador que sus padres le habían regalado cuando tenía un año, aparato que Joey desarmaba y armaba incansablemente. Esta actividad, que desarrollaba con una habilidad sorprendente para un niño de esa edad, había alertado a los abuelos de Joey, cuando éste tenía alrededor de 18 meses. En aquella época la madre del pequeño vivía con ellos cuando su marido, marino, estaba en alguna misión de ultramar. Los abuelos maternos fueron los primeros en inquietarse por la conducta de Joey, quien interesado ya por las máquinas, sólo les manifestaba indiferencia.
Pero, retrocedamos un poco más, remontémonos a los comienzos de la década de 1940, en plena guerra mundial, cuando Joey aún no había nacido.
La madre de Joey sufre un gran dolor, un hombre de quien está muy enamorada muere en un raid aéreo. Poco después conoce a un militar, también él aquejado de un mal de amor. Se casan e intentan borrar sus desdichas llevando una agitada vida social. Al poco tiempo nace Joey, un hermoso bebé fuerte y saludable. Pero pronto el niño empieza a sufrir de cólicos. Se golpea violentamente la cabeza y se balancea rítmicamente hacia adelante y hacia atrás y también lateralmente.
La madre, extenuada, angustiada ante la idea de no ser una buena mamá, lo deja solo en su cuna con mucha frecuencia. El embarazo y luego el nacimiento del hijo han provocado en su vida transformaciones que le cuesta tolerar. Por cierto, prodiga al niño los cuidados esenciales para que sobreviva, pero no sabe complementarlos con una presencia tierna, afectuosa y humanizante. Joey llega a un estado de vacío afectivo total. En esa nada vivirá los primeros años. La angustia de la madre era tal que prefería ignorar al niño y mantenerlo a distancia diciendo que era un bebé ideal y autónomo.
Pronto el lenguaje del niño, que hasta entonces se había desarrollado normalmente, se vuelve abstraído, desconectado, despersonalizado. A los 4 años se lo envía a una clínica de orientación para niños emocionalmente perturbados. La maestra del jardín de infantes es quien descubre que algo no está bien, al observar el aislamiento en que se sumerge el niño y comprobar que se dedica a una única actividad; el toqueteo.
En la clínica se le diagnostica autismo y se propone un tratamiento psicoterapéutico, no sólo a Joey, sino también a ambos padres. Durante los tres años que pasa en la clínica, Joey hace algunos progresos, pero no abandona sus actitudes autistas. Habla mediante opuestos, al revés, nunca usa correctamente los pronombres. A pesar de todo, puede volver a utilizar la palabra “yo” y logra nombrar a su terapeuta y a algunos niños.
Cuando Joey tiene 6 años, dos acontecimientos marcan su vida:
— su regreso del jardín de infantes especializado (ha pasado el límite de edad) y su entrada en un pensionado religioso severo en el que pasará aproximadamente tres años.
— el nacimiento de una hermanita que llega a coronar el nuevo equilibrio de pareja de sus padres y a quien le dedican atentos cuidados.
Durante esos tres años pasados en el pensionado, aniquilado por el clima represivo que reina en el lugar, Joey pierde gran parte de los logros anteriores. Retoma a un mundo despersonalizado, renuncia a emplear los pronombres personales, ya no habla de las personas nombrándolas y sólo se dirige a su madre, en un murmullo.
Construye nuevas defensas, invalidantes, obsesivas que llama “sus prevenciones”. Desde entonces, sólo expresará temores y deseos a través de máquinas, máquinas-pantallas que coloca entre él y el mundo. Comer, beber, dormir, defecar u orinar son actividades que sólo cumplirá mediante complejos sistemas. Las “prevenciones” invaden todas las esferas de su vida. Ahora se ha conectado con otro circuito diferente del de las relaciones humanas y del cual obtiene su energía: el circuito eléctrico.
Su estado se degrada hasta el punto que debe regresar a su casa y esperar a que se lo admita en la Escuela Ortogénica. El deterioro es tal que Joey ya no puede decir “mamá”. Y sólo puede pronunciar la palabra “papá” articulándola del siguiente modo: “Dile a p.a.p.a. que.”
Aún le habla a la madre cuchicheando, con la intención de llamarle la atención, pero todo es en vano: la mujer dedica todos sus cuidados a la hermanita. Una ira destructora lleva, pues, a querer destruirse a si mismo e intenta suicidarse.
¿Cómo curar a Joey?
Tener afectos implica ahora para Joey correr el riesgo de ser destruido. El único modo de sobrevivir es defenderse de toda emoción. Lo único que puede asegurarle esta insensibilidad vital es la acción exclusiva de las máquinas.
De modo que quien llega a la escuela es una maquina tan fascinante que todos —incluidos los demás niños y las mujeres de la limpieza— respetan sus complicadas maniobras y hasta las protegen. Así como un niño de pecho debe estar en contacto con su madre para mamar, Joey debe estar conectado en el sector para poder funcionar, en todos los momentos de su vida.
Esta necesidad absoluta de maquinaria moviliza toda su atención. No solo ocupa todo el espacio que lo rodea con sus múltiples e indispensables piezas mecánicas, sino que además siempre hay una conexión que falla, inadecuada, que le amarga la vida. En casa de sus padres, siempre se le suministraban los objetos necesarios para el funcionamiento de su sistema. Aquí, aun cuando se toman en serio sus máquinas, Joey debe respetarlas diversas restricciones que le impone la escuela para limitar sus arrebatos. Así, por ejemplo, al cabo de algunas semanas, se le pide que no se presente más en el comedor con su motor. Sólo se le permite llevar una lámpara o una pieza mecánica como testigo representativo del equipo completo.
Joey se enloquece, está furioso, pero debe rendirse ante la evidencia: el otro no cede. Mediante esta regla, se promueve una relación con los adultos, relación agresiva, ciertamente, pero que más adelante podría llegar a ser positiva.
Se trata de encontrarle los medios de actuar menos peligrosos y extenuantes y reemplazar el empleo de sus aparatos por conexiones humanas. Pero Joey no renuncia a las máquinas. Inventa otras de las que se vuelve dependiente. Tiene absolutamente que estar en contacto con algo.
Mucho después, cuando se consolida su confianza en lo que lo rodea, se le pide que se separe de sus máquinas en diferentes momentos del día; además se le anuncia que las lamparillas rotas no serán reemplazadas, de modo que si pretende que se conserven no debe hacerlas estallar.
Pero, al cabo de dos meses, ya no le quedan más lamparillas. Se pone entonces a fabricarlas empleando toda clase de materiales; papel, cola, trozos de soga… Se hace activo, homo faber, creador de las herramientas y los objetos que necesita para sobrevivir.
Un año después: instauración de un orden humano
En este período, Joey admite que las lámparas también pueden lastimarlo, que hay lamparillas buenas y lamparillas malas, unas útiles y otras nocivas. Por primera vez, en su universo de máquinas se instaura cierto orden humano.
Reencontrémoslo en su primer aniversario en la Escuela Ortogénica. Se ha parapetado en los brazos de su educadora preferida, Fae, mientras ésta le da de comer. Le habla de su accidente, de su intento de suicidio. Por primera vez, se anima a hablar de sus emociones con alguien, cuando siempre había vivido con el terror de que cualquier sentimiento lo destruyera. Para defenderse, había inventado una maquinaria cada vez más compleja, destinada a no permitir que se le acercara ningún afecto.
Algunos días después, al ver a su educadora grita: “¡Mira, ahí está Fae!”. Es la primera vez que llama a alguien por su nombre. Se acerca a Fae y hasta se permite desear que lo trate como a un bebé. ¡Por fin se aventura en el mundo de la relación!
Hasta entonces, Joey nunca había designado a nadie con expresiones que no fueran: “aquella persona”, “la pequeña persona” o “la persona grande” (se llamaba a sí mismo “La personita”). Esas palabras eran inofensivas, en tanto que llamar a alguien por su nombre era extremadamente peligroso, como todo lo que le provocara emociones intensas.
Es Pascua; Joey inventa un juego que titula “las huellas del paso”: son marcas de barro, trozos de papel que ensucia y deposita por todas partes. Ese juego de pistas se inspira en la costumbre pascual norteamericana, según la cual los niños siguen las huellas de las patas de conejo que los llevan a descubrir regalos. Este primer juego constituye la oportunidad más segura de establecer contacto con Joey.
Señalemos que el gesto simbólico de llamar a su educadora por el nombre de pila aparece en Joey después de un prolongado período de dificultades para separarse de sus deposiciones. Cuando Joey llegó a la escuela, esta función, con excepción de las múltiples precauciones que la acompañaban, no planteaba verdaderos problemas; estaba mecánicamente asociada a la de la ingestión: comer servía para eliminar y la eliminación estaba al servicio de la ingestión.
Con el correr de los meses, Joey renuncia progresivamente a considerarse movido únicamente por máquinas y reconoce la función de eliminación como un proceso natural. Ese reconocimiento aparece acompañado por una terrible angustia en relación con los límites de su cuerpo y un terror pánico a perderlo durante la defecación. Ahora puede controlar el acto de evacuar reemplazando sus objetos todopoderosos por una simple linterna de bolsillo que enciende y apaga. Así comienza Joey a hacer la experiencia de la autoafirmación durante la defecación.
Durante meses, arrastra por todas partes cestas para papeles. Representan inodoros que Joey utiliza como tales y permanece sentado durante horas antes de defecaren ellos. A menudo los ataca con furiosos puntapiés. En esas ocasiones, expresa las fantasías que lo habitan describiéndolas, relatándolas y dibujándolas: desde dinosaurios que producen heces gigantescas hasta pozos de petróleo de los cuales surge un líquido negro y pringoso, inmensas diarreas que inundan el mundo.
Las educadoras aceptan y escuchan sus fantasías, pero le imponen una restricción: circunscriben sus juegos al arenero, a fin de limitarlos a la manipulación de lodo y arena, como en los juegos infantiles. Joey acepta y juega en el barro, en compañía de su educadora o solo, hasta que inventa el juego de las “huellas del paso”.
Joey establece relaciones con el mundo que lo rodea
Ahora nombra a las tres personas más cercanas: Fae, Barbara y Lou, sus dos educadoras y su maestro. En ciertas ocasiones, los considera como personas, se siente atraído por ellas y, por consiguiente, amenazado. Entonces se protege simulando que vive en Marte, en Júpiter o en cualquier otro planeta, “a una distancia intersideral”. Pero se siente capaz de entablar una relación íntima con alguien: es el momento en que inventa a “Kenrad”.
“Hoy sucedió algo: vi a una de las personitas en los retretes. Yo sabía el nombre de esta persona pequeña, eché una mirada por debajo de la puerta. Mientras hacía sus necesidades, hubo un gran resplandor y una explosión”. Es Ken, tres años mayor que Joey. Inmediatamente se transforma en “Kenrad”, un nombre que Joey da desde entonces a la linterna y a Ken.
Joey venera a Kenrad, la linterna-niño, primera “personita” a quien nombra. El niño se siente halagado por esta súbita idolatría y se presta gustoso a ella. Pero Joey no se interesa mucho en el Ken de la realidad; durante seis meses el Ken imaginario llega a ser su Dios.
Joey vuelca todo su poder de destrucción en manos de Kenrad, lo cual le evita tener que cometer por sí mismo los actos de violencia. Este alter ego poderoso y destructor está en el origen de todos los sucesos —sobre todo los desagradables— que se producen en el mundo de Joey en la Escuela Ortogénica. ¿La diarrea? ¡Es de Kenrad! Si alguien le hace a Joey algo que le disgusta, ahora será Kenrad quien pueda incendiar la escuela. ¡Puede incendiar el mundo entero! A medida que los poderes de Kenrad aumentan, Joey se siente cada vez más inútil. Se desespera por sus propias insuficiencias, se siente más inclinado a admitir su carencia extrema. Sin embargo, aquél es un apego sin futuro: los niños no le permiten mantener una relación humanizante y Joey está más aislado que nunca.
Luego llega Mitchell. Esta vez Joey tiene un sueño: “Yo estaba en los retrates de los varones con Mitchell. Él estaba sentado en el retrete y hacía sus necesidades; yo estaba de rodillas ante él”.
Desde hace un tiempo, un muchachito que ha mejorado mucho y que, por lo demás, dejará pronto la escuela, se comporta amablemente con Joey. Es Mitchell. Joey lo llama por su nombre y lo considera una verdadera persona. A sus ojos, Mitchell se vuelve todopoderoso; a él sólo se le atribuyen cosas buenas, en tanto que los poderes de destrucción continúan depositándose en Kenrad. Ahora los poderes se dividen en “buenos” y “malos”; hay lámparas buenas y lámparas malas: el mundo se diferencia. Joey crea una familia para Mitchell y para sí: los “Carr”, es decir una “familia automóvil”. Un automóvil tiene gran interés porque en él uno puede ocupar diferentes lugares: conductor activo, pasajero pasivo. Pero sobre todo es una buena familia en la que no se produce ningún acontecimiento nefasto. Al haber adquirido una buena familia imaginaria, Joey puede recordar mejor a su verdadera familia y hasta criticar a sus padres sin sentirse en peligro.
Mitchell es la primera persona de la que Joey obtiene fuerza, todavía, por supuesto, con forma de energía eléctrica, tocando ciertos objetos que supuestamente galvanizan a Mitchell: su plato, su vaso… Más tarde, comienza a comer en el plato de Mitchell, hasta se anima a tocar al muchacho, a subirse a él o a mimarlo.
Poco a poco, Joey reemplaza los circuitos eléctricos por la intimidad humana. Comienza a encontrar energía y seguridad en el alimento, hasta el punto de reemplazar las válvulas de radio por caramelos. Hasta llegará a referirse a otros niños diciendo: “ellos”.
Joey se aleja de Kenrad y se acerca a Mitchell: quiere vestirse como Mitchell, ser grande como Mitchell… “A Mitchell le gustaría eso”. Se interesa más en una persona real, se preocupa menos por las diarreas y las máquinas.
Después de la partida de Mitchell, una vez pasada la /conmoción inicial, la familia Carr llega a constituirse gradualmente en el soporte de sus fantasías. Ahora se inventa un compañero imaginario llamado Valvus. “Es un chico como yo”, dice, no es ni bueno ni malo, ni totalmente poderoso, ni totalmente impotente. Puede abrirse y cerrarse como una valva, es decir, ¡regularse a sí mismo!
Dos años después: “Yo mismo me hice nacer”
Nos hallamos ahora en el segundo aniversario de la llegada de Joey a la escuela. Ya tiene 11 años y medio. Es una fecha importante, la ocasión de una gran fiesta. Joey hasta autoriza a los demás niños a emplear su nombre. Les envía un mensaje con su “telégrafo” y lo firma.
Otra vez llegan las Pascuas. A Joey le interesan los huevos de Pascua: se pone a hablar de huevos de gallina y a imitar a los pollitos. Hasta fabrica una gran incubadora que recibirá calor de las lámparas buenas. Habla y escribe de manera cada vez más enigmática. “Chickenpox” es entonces a sus ojos la palabra más importante del mundo. “Construiré un nido a tu lado, construyamos un nido allá abajo”, le dice a Fae al tiempo que le levanta la falda. Acepta que Fae le dé el biberón, como a un bebé, y que lo acune en sus brazos.
Ya hace un tiempo que vive como un papoose, es decir, como un bebé indio, envuelto, disimulado bajo una manta y hace numerosos dibujos que lo representan como un “papoose de Connecticut”. A través de estos dibujos testimonia que ya no es un conjuntó de cables y de lámparas de vidrio, ahora es una persona encerrada y protegida por el vidrio, como un polluelo en su cascarón, al mismo tiempo conectado y desconectado. “Es una persona dentro de una lamparilla de vidrio con alimento en su interior.” El día en que describe esta fantasía, se masturba por primera vez. Al confiar en el modelo de la gallina, del pollito y del cascarón, parece creer que puede renacer para construir una relación emocional con el mundo.
Cuando se desarrollaron los acontecimientos que narraremos seguidamente, hacía dos años y cuatro meses que Joey permanecía en la escuela. Durante seis semanas, Joey hace dibujos que muestran la evolución de ese “chickenpox” tan misterioso. Al mismo tiempo se comporta progresivamente como una gallina excitada, cacareando, sacudiéndose y agitando los brazos como alas. Finalmente, revela que el “chickenpox” es una caja que está en el interior de la gallina, en la cual crecen los huevos. “Cuando nacimos, tuvimos que romper el cascarón a picotazos”, dice refiriéndose a su propio nacimiento y al de Valvus. “Yo puse mi huevo, rompí el cascarón y me hice nacer a mí mismo.”.
Joey ya no es un conjunto de aparatos mecánicos; es un niño humano. Cuando se hace nacer a sí mismo, tiene casi 12 años; es un recién nacido de 12 años que ha perdido mucho tiempo y tiene mucho que recuperar, aun cuando ya haya superado varios escollos.
Epílogo: En busca de los años perdidos
Los años que siguen podrían llamarse “En busca del tiempo perdido”. Sin embargo, Joey no logra recuperar todas las etapas perdidas de su desarrollo.
Cuando se vuelve capaz de sentir emociones, desea ser amado y convertirse en actor de su propia vida; expresa entonces el deseo de volver a vivir con sus padres. Ya han transcurrido nueve años desde que llegó a la escuela.
B. B: Pero, cuéntame, la vida no ha sido demasiado dura desde que nos dejaste, ¿no?
Joey: ¡Oh! Tuve que sufrir bastante angustia para entrar en una nueva vida y hacer cosas por mí mismo. Por ejemplo, recuerdo la época en que yo creía que tenía necesidad de que alguien me ayudara para hacer amigos. Ahora me las arreglo solo.
… Pronto continuaré mis estudios, encontraré un trabajo y ganaré mi propio dinero. Y me compraré mi propia ropa y todo lo que necesite.
… Realmente puedo hablarles a los demás con más facilidad acerca de mis sentimientos… cuando comienzo a sentir algo y no después de esperar tanto tiempo.
B. B: Ah, bien, muchas gracias, Joey. ¿Quieres contarme algo más? ¿Seguro? Te agradezco mucho que hayas venido.
Joey: Oh, por favor…
B. B.: Y espero que regreses a visitarnos uno de estos días.
Joey abandona la escuela con las dos cosas más preciosas que quería mostrarle a todo el mundo: su diploma del liceo y una máquina construida por él mismo y que lleva consigo triunfalmente. Se trata de un aparato cuya función es transformar la corriente alterna en corriente continua.
Autismo y esquizofrenia según B. Bettelheim
En los Estados Unidos, en la época en que B. Bettelheim redacta La fortaleza vacía, el diagnóstico de esquizofrenia es el que se suele dar en la mayor parte de los casos de psicosis, ya sea que se trate de niños o de adultos. La esquizofrenia es entonces prácticamente sinónimo de delirio y de locura aguda o crónica. Bettelheim adopta este uso extensivo del diagnóstico de esquizofrenia, pero, sabiendo que una clasificación no abarca nunca la riqueza compleja de la realidad clínica, distingue tres escalones dentro de la esquizofrenia:
— En el peldaño inferior el sujeto ha dejado de actuar por sí mismo y no reacciona ante el mundo que lo rodea. Ha descatectizado todos los aspectos de la realidad interior y exterior. Es el caso del niño autista que guarda absoluto mutismo.
— En el peldaño intermedio de la esquizofrenia, se sitúa el sujeto que, hasta cierto punto, aún actúa, aunque sus acciones no estén de acuerdo con sus tendencias innatas. Todos sus actos están motivados por la angustia de muerte omnipresente en su realidad interior. Además como ha descatectizado la realidad exterior, no puede mantener ninguna interrelación con esa realidad. Es el caso del niño autista que no guarda absoluto mutismo. Joey corresponde a esta categoría.
— En el tercer peldaño de la esquizofrenia hallamos al sujeto que obra sobre todo en función de una realidad interior ultracatectizada y es presa de un combate extremadamente violento contra el mundo exterior que le parece hostil y aplastante. Para Bettelheim, ésta es la forma menos grave de la esquizofrenia.
Al comienzo de su historia, Joey se sitúa en el estadio intermedio; gracias al tratamiento que recibe en la Escuela Ortogénica, podrá subir a ese tercer escalón, con lo cual alcanzará un restablecimiento relativo.
Origen del autismo según B. Bettelheim
En primer lugar, examinaremos las principales referencias teóricas elaboradas por Bettelheim para concebir el autismo de Joey que, por cierto, no constituyen una teoría muy elaborada. Bettelheim es ante todo un hombre que trabaja sobre el terreno, un clínico antes que un teórico; un clínico cuya práctica se inspira principalmente en principios filosóficos. Por lo demás, es perfectamente consciente de los límites de su saber. Desde las primeras páginas de La fortaleza vacía, advierte al lector que “cuando uno aborda el autismo, teniendo en cuenta el estado actual de los conocimientos, debe aceptar el riesgo de la ambigüedad y de la contradicción”. Y efectivamente veremos a Bettelheim el investigador teniendo que afrontar serias dificultades para tratar de determinar una etiología psicogenética de la dolencia.
Para este autor, el autismo se origina en el encuentro defectuoso de un ser con el mundo exterior, encuentro que se produce durante los dos primeros años de su vida. Durante este período de la existencia quienes representan, a los ojos del niño, el mundo que lo rodea, son sus padres y, muy especialmente, la madre. Para que el pequeño sienta deseos de relacionarse con ese mundo y para que pueda desarrollar su personalidad, los primeros intercambios y contactos deben situarse bajo el signo de la reciprocidad.
Pero ¿qué entendemos por reciprocidad? Es todo aquello que caracteriza una relación en la cual cada uno actúa en relación con el otro. Según Bettelheim, la ausencia de reciprocidad en el encuentro con la realidad exterior es el factor principal de retiro autista, temporal o crónico, de un niño pequeño. Este trata, pues, de precisar la parte que corresponde respectivamente a los dos personajes clave de esta ausencia de reciprocidad: el niño y la madre. En un primer momento, Bettelheim atribuirá esta falla a la actitud de la madre.
• Ausencia de reciprocidad. Bettelheim muestra cómo, ante esta falla maternal, el niño siente repetidamente la experiencia de que sus acciones no ejercen ninguna influencia en la conducta que tiene la madre en relación con él. Los intentos de manifestará sus afectos, comunicar sus necesidades y recibir una respuesta apropiada resultan vanos. En general, sus sonrisas, sus llantos, sus gestos encuentran indiferencia o suscitan respuestas maternales inadecuadas. Esta actitud de la madre provoca una inhibición de los esfuerzos del bebé por actuar por sí mismo, es decir, según sus tendencias innatas. El bebé puede llegar entonces a perder la esperanza de influir en el mundo exterior para que éste responda a sus aspiraciones. Al perder la esperanza, renuncia a actuar sobre el mundo que lo rodea y se instala en una posición de retiro autista.
La historia de la primera infancia de Joey, tal como la describe la madre, es una buena ilustración de esta hipótesis etiológica. Sabemos, en efecto, que cuando nació su madre no quería verlo, que lo concebía más como una cosa que como una persona. Además, Joey fue recibido sin amor, ni rechazo, ni ambivalencia; sencillamente, se lo ignoraba en el plano afectivo. Sólo se lo tocaba en caso de necesidad, no se lo acunaba nunca y nadie jugaba con él; si tenía hambre antes de la hora prevista para darle el biberón, se lo dejaba llorar. El padre sólo intervenía para castigarlo cuando Joey se ponía demasiado molesto.
El caso de Joey nos enfrenta con una historia de la primera infancia que parece ilustrar de manera ejemplar una etiología posible del autismo. Sin embargo, a pesar de esta concordancia aparente entre teoría y clínica, Bettelheim impondrá sobre esta etiología ciertas reservas en cuanto al rol de la madre y, más ampliamente, de los padres: otros niños tuvieron historias semejantes a la de Joey y no por eso se volvieron autistas. En consecuencia, si bien la ausencia de reciprocidad por parte del personaje maternal puede considerarse como un factor que predispone a la evolución autista, no puede juzgarse en sí misma como un factor suficiente.
• Ante una “situación extrema” Ante las dificultades que le presenta concebir una etiología del autismo, Bettelheim retomará la reflexión teórica que elaboró en 1960 en su libro El corazón bien informado. En esta obra, principalmente dedicada a un estudio sobre los campos de concentración, Bettelheim identificó la noción de “situación extrema”, descripción de las condiciones de vida de los prisioneros: “Lo que mejor la caracterizaba era el hecho de que uno no podía sustraerse a ella; su duración era incierta pero potencialmente igual a la de la vida; era el hecho de que nada referente a ella podía predecirse; que la vida misma estaba en peligro en cada instante y que uno no podía hacer nada para evitarlo…”
Esta situación a la que estaban sometidos los prisioneros provocó en algunos de ellos reacciones psíquicas y conductas de tipo psicótico. A partir de esta observación y razonando por analogía, Bettelheim presenta la hipótesis de que la evolución autista de ciertos niños tiene su origen en una actitud del entorno o en un suceso específico y diferente en cada caso, que engendra en el niño la convicción de que está amenazado de destrucción total y que suscita el sentimiento de vivir en una “situación extrema”. Lo que experimenta un niño pequeño al vivir semejante situación puede sustentarse eventualmente en una percepción objetiva de elementos tomados de la realidad exterior.
Con todo, ese sentimiento avanza sobre la subjetividad del niño y toma un carácter delirante. Para Bettelheim, el origen de ese sentimiento está en la hipersensibilidad del niño a los afectos negativos del mundo que lo rodea. La ausencia de reciprocidad está también presente del lado del niño, cuando éste reacciona de manera desproporcionada y delirante a los mensajes afectivos que llega a captar.
Bettelheim llega a la conclusión de que el autismo no es, única y directamente, consecuencia de las actitudes generalizadas de los padres, tales como el rechazo, la negligencia o los cambios bruscos de humor, sino que se funda en una posición de principio, central en el pensamiento de Bettelheim: un ser humano, sea cual fuere su edad, siempre conserva una parte de autonomía, es decir, nunca depende totalmente, para su evolución psíquica, del mundo que lo rodea.
Si hemos insistido mucho en señalar el delicado problema que le plantea a Bettelheim la etiología del autismo, ello se debe, por un lado, a que, en virtud de sus afirmaciones se le ha podido reprochar que culpabilizara a los padres de los niños autistas y, por otro lado —y esto es lo más importante— porque la hipótesis etiológica que propuso le sirvió como base para construir una teoría sobre la organización psíquica de un niño autista, como ocurrió en el caso de Joey.
Seguidamente, iremos al encuentro de Joey en el contexto familiar ya evocado.
Evolución de Joey durante su primera infancia
Podría decirse que durante su infancia, Joey no es un niño tiernamente amado. Su vida se desarrolla en un relativo aislamiento psíquico y físico; por momentos hasta llega a experimentar hambre. Recibe los cuidados corporales necesarios para su crecimiento, no se lo maltrata físicamente y, cuando se enferma, recibe de sus padres los cuidados correspondientes. Si nos colocamos en una perspectiva objetiva, Joey no corre peligro de muerte. Sin embargo, en ese contexto familiar Joey experimenta, según Bettelheim, el sentimiento de vivir en una “situación extrema”. Se sumerge progresivamente en un proceso autista que implica dos movimientos psíquicos principales:
— el primero corresponde a un retiro de las catexias del mundo exterior;
— el segundo, a la creación de un mundo personal, cerrado y enteramente privado.
El retiro de las catexias del mundo exterior se manifiesta por la actitud de Joey, quien progresivamente deja de interesarse en la realidad exterior, en particular en los seres humanos próximos. No utiliza la palabra con un objetivo de comunicación, se mantiene a distancia de las personas que lo rodean, ya no responde a sus solicitaciones, se niega a compartir su vida y sus actividades con otros. De conformidad con su hipótesis etiológica, Bettelheim interpreta ese retiro de la catexia del mundo exterior como una defensa contra la angustia de muerte.
Además, Joey se siente impotente para actuar sobre ese mundo peligroso con el fin de transformarlo en un universo en el que sea posible vivir y obtener satisfacciones. Se encuentra, pues, ante la necesidad de ignorar su propia existencia.
Pero como necesita un “lugar para vivir”, Joey se lanza —y éste es el segundo movimiento psíquico— a la creación de un universo enteramente privado. Estudiaremos este universo partiendo de tres categorías según las cuales, en opinión de Bettelheim, el ser humano construye la experiencia que tiene de sí mismo y del mundo que lo rodea. Esas categorías son el espacio, el tiempo y la causalidad.
• El espacio y el tiempo en el universo autista. Para Bettelheim, el niño autista, al utilizar diferentes objetos y repetir ciertos desplazamientos, delimita una frontera que lo protege de las intrusiones del mundo exterior. Joey, con sus máquinas, materializa un espacio en el cual los demás no pueden penetrar. El espacio ocupado por su cama, transformado en fortaleza mediante todos los aparatos que le aseguran el sueño y la respiración, es un ejemplo.
En estrecha vinculación con esta estructuración del espacio, se instaura una organización del tiempo que responde a necesidades defensivas de carácter vital. La organización temporal de ese mundo autista apunta a alejar la amenaza, siempre presente, de destrucción de la vida. Esta destrucción puede ocurrir en todo momento, por lo tanto es imperativo congelar el tiempo para que nada semejante pueda suceder. El niño detiene el fluir del tiempo mediante secuencias de conductas repetitivas. Se conduce ahora como un condenado a muerte que fumara eternamente el último cigarrillo. Para detener el tiempo, el niño autista debe vivirá en un universo inmutable; ésta es la principal obligación a la que se somete.
La conducta de Joey ilustra este sometimiento. Primero focaliza su interés en los objetos que puede hacer girar o que puede observar mientras giran. Particularmente, se interesa en un ventilador, cuyas paletas giran de manera inmutable alrededor de un eje. Más tarde, Joey organiza puestas en escena estereotipadas con máquinas y lámparas. Dividen a los seres humanos en “personitas” y “personas grandes”. Decir de alguien que es un niño o un adulto, que es más joven o más viejo, le resulta insoportable, porque eso implica un fluir irreversible del tiempo.
• La causalidad en el universo autista. Además, para responder a esta necesidad vital de inmovilismo, el niño autista se inventa un forma de causalidad. A su manera, pone orden en los sucesos que se producen estableciendo una ley de causalidad particular que no tiene las características de una ley humana. Es una ley absoluta, sin apelación, que prevé de una vez por todas el orden de los acontecimientos.
En el caso de Joey, el niño-máquina, los acontecimientos están determinados por la ley absoluta de las máquinas de las que él depende; toda su vida está suspendida del buen funcionamiento de la maquinaria y de su conexión con ella. Una máquina funciona, Joey está conectado a ella; es la vida. Una máquina se desboca, una lamparilla estalla; es el caos. Los dos tiempos de ese guión se alternan de manera inexorable.
Como es fácil imaginar, los imperativos que presiden la organización de este mundo autista tienen consecuencias invalidantes para el niño. Su personalidad, sus aptitudes, se desarrollan únicamente en los dominios que sirven a sus operaciones defensivas.
Así, Joey puede asociar su comprensión de un ordenamiento mecánico a la aplicación de una motricidad fina para desarmar y volver a armar un ventilador. También es capaz de adquirir un vocabulario complejo para designar los elementos de ese mundo mecánico. Habla con mucho acierto de “paleta de hélice”, de “correa de ventilador” o de “regulador de voltaje”.
En realidad, si bien el examen del universo del niño autista no encerrado en el mutismo nos descubre una construcción relativamente elaborada, los motivos que determinan esta construcción constituyen un obstáculo para la evaluación. Para mantener a distancia la angustia de muerte, debe conservar la inmutabilidad de ese mundo.
• Una “cura parcial”. Cuando Joey, gracias a los cuidados que ha recibido, acepta retomar el contacto con el mundo exterior, sabe que éste continúa siendo para él potencialmente destructor. Se ve obligado, pues, a abordarlo con una actitud agresiva. Dirigiendo un impresionante ejército de máquinas, libra un combate contra lo que lo rodea para cubrir el mundo de materia fecal. También delegará su poder de destrucción en Kenrad, personaje todopoderoso y dañino. Kenrad será responsable de todo lo malo que pasa en el universo. Joey terminará por oponer a ese personaje odioso, otro totalmente bueno, Mitchell.
Estas nuevas puestas en escena delirantes marcan la salida del universo autista. Constituyen una de las numerosas etapas de la compleja evolución de Joey hacia lo que Bettelheim llama una “cura parcial”.
Las siguientes son las últimas noticias de Joey, extraídas de una carta de B. Bettelheim fechada el 22 de enero de 1986, en respuesta a una consulta formulada por uno de los autores del presente capítulo para aclarar algunos puntos:
“Me hace feliz poder decirle que se las ha arreglado relativamente bien en la vida. Desgraciadamente, ahora que ha salido adelante, es una persona bastante solitaria. Desea entablar relaciones amistosas, pero aún subsisten muchas actitudes extrañas en su manera de ser. Además, las personas con quienes más desea relacionarse, al cabo de un tiempo, se alejan y eso le resulta muy doloroso.
Sin embargo, a pesar de este tipo de decepciones se mantiene en una condición estable”[25]
Al redactar La fortaleza vacía, Bruno Bettelheim quiso elaborar una representación del autismo siguiendo una perspectiva terapéutica e institucional.
Para Bettelheim, el niño autista está alienado en una lógica de supervivencia. No obstante, si bien se conduce como un loco, no razona como un débil de espíritu. El enclaustramiento de su espacio de supervivencia lo protege de la agresividad extrema del mundo exterior. El tiempo petrificado lo resguarda de una muerte inminente.
Para que el niño autista vuelva a tomar contacto con el mundo exterior y se inscriba en un tiempo cronológico, necesita sentir que puede, por un lado, enfrentarse al mundo sin correr el riesgo de ser destruido y, por otro, cambiar ese mundo en su propio beneficio.
El objetivo terapéutico es, pues, ofrecerle a ese niño un mundo en el cual pueda entrar en un pie de igualdad; un mundo adaptado a su locura y a sus síntomas que continúan siendo para él una necesidad vital.
Según Bruno Bettelheim, sólo en estas condiciones el niño autista podrá experimentar la reciprocidad que antes le faltó y encontrar razones para actuar en ese mundo. Sólo así podrá desarrollar su personalidad.