¿Qué significaba aquel mantel de días festivos de encaje blanco, colocado en el respaldo de la otomana, o aquel sillón de salón con su descolorida funda de brocado? ¿Qué secreto escondían los tres morteros de distintos tamaños que tenían algo de sentencia de oráculo, los cuencos de cristal, jarrones de cerámica y jarros de barro, la placa metálica de anuncio con la inscripción Theresienstädter Wasser, la cajita de conchas, el organillo en miniatura, el pesacartas redondo, en cuyas esferas de cristal flotaban maravillosas flores marinas, el barco en miniatura, una especie de corbeta con las velas desplegadas, la chaqueta regional de una tela de verano clara y ligera, los botones de cuerno de ciervo, la desmesurada gorra de oficial ruso y la guerrera de uniforme correspondiente, de color verde oliva, con hombreras doradas, la caña de pescar, el zurrón de cazador, el abanico japonés, el paisaje interminable pintado en la pantalla de una lámpara con finas pinceladas, junto a un río que corría quizá por Bohemia o quizá por el Brasil? Y luego estaba, en una vitrina del tamaño de una caja de zapatos, sobre un trozo de rama, aquella ardilla disecada, desfigurada ya en algunos sitios por la polilla, que mantenía inexorablemente fijo en mí su ojo de botón de cristal, y cuyo nombre checo —veverka— vuelvo a recordar aquí desde lejos, como el de un amigo caído hace tiempo en el olvido. ¿Qué, me pregunté, dijo Austerlitz, podía significar el río que no surgía de ninguna parte ni desembocaba en parte alguna, sino que constantemente refluía, qué con veverka, la ardilla siempre petrificada en la misma pose, o con el grupo de porcelana de color marfil que representaba a un héroe a caballo que se volvía hacia atrás cuando su corcel acababa de encabritarse y que, con el brazo izquierdo, levantaba a una mujer inocente que había abandonado su última esperanza, para salvarla de una desgracia no visible para el espectador pero sin duda horrible?

Tan intemporales como ese momento de salvación, inmortalizado pero que ocurría siempre precisamente entonces, eran todos los objetos de adorno, utensilios y recuerdos que, por razones imposibles de investigar, habían sobrevivido a sus anteriores poseedores y superado el proceso de destrucción, de forma que ahora sólo podía percibir entre ellos, débil y apenas reconocible, mi propia sombra. Todavía mientras aguardaba ante el bazar, continuó Austerlitz al cabo de un momento, había empezado a llover ligeramente, y como ni el propietario de la tienda, que figuraba como un tal Augustýn Němeček, ni nadie más aparecía, finalmente seguí, subiendo y bajando algunas calles, hasta que, de repente, en el ángulo nordeste de la plaza de la ciudad, estuve ante el llamado Museo del Gueto, que antes no había visto. Subí las escaleras y entré en el vestíbulo, donde, detrás de una especie de mesa con caja registradora, había una señora de edad indeterminada, con una blusa de color lila y un peinado ondulado pasado de moda. Dejó a un lado la labor de ganchillo que estaba haciendo y me alargó, inclinándose un poco, la entrada. A mi pregunta de si era ese día el único visitante, me respondió que el museo se había abierto hacía poco y que, por eso, venía poca gente del extranjero, especialmente en aquella época del año y con aquel tiempo. Y los habitantes de la ciudad, de todas formas, no venían, y volvió a coger el pañuelo blanco, al que estaba poniendo una cenefa de lazos que parecían flores. De manera que recorrí solo las salas, dijo Austerlitz, las del entresuelo y las del piso superior, me detuve ante los gráficos, leí los letreros, unas veces a toda prisa, otras palabra por palabra, contemplé las reproducciones fotográficas, no di crédito a mis ojos y varias veces tuve que apartar la vista y mirar por una de las ventanas al jardín de atrás, por primera vez con una idea de la historia de la persecución, que mi sistema de prevención había mantenido tanto tiempo alejada de mí y que ahora, en aquella casa, me rodeaba por todas partes. Estudié los mapas del Gran Imperio Alemán y sus protectorados, que en mi sentido topográfico, por lo demás muy desarrollado, sólo habían sido siempre manchas en blanco, seguí el recorrido de las líneas ferroviarias que lo atravesaban, me deslumbraron los documentos sobre la política demográfica de los nacionalsocialistas, la evidencia de su manía por el orden y la limpieza, llevada a la práctica de forma en parte improvisada y en parte con un despliegue imaginativo hasta en sus últimos detalles, supe de la creación de una economía de la esclavitud en toda la Europa central, del premeditado desgaste de las fuerzas de trabajo, de los orígenes y lugares de fallecimiento de las víctimas, por qué trayectos habían sido transportadas y adónde, qué nombres llevaron durante su vida y qué aspecto tenían ellas y sus guardianes. Todo eso lo comprendí y, sin embargo, no lo comprendí, porque cada detalle que se me revelaba en mi recorrido por el museo, a mí, que había permanecido ignorante, como temía, por mi propia culpa, yendo y volviendo de una sala a otra, superaba con mucho mi capacidad de comprensión. Vi bultos de equipaje, con los que los internados de Praga y de Pilsen, Würzburg y Viena, Kufstein y Karlsbad, y otros lugares innumerables, habían llegado a Terezín, objetos como bolsos de mano, hebillas de cinturón, cepillos de ropa y peines que habían fabricado en los distintos talleres, planes de producción y proyectos elaborados de la forma más detallada para la explotación agrícola de las zonas verdes de las fosas de los muros y de fuera, en la explanada, donde, en parcelas exactamente delimitadas, debían cultivarse avena y cáñamo, y lúpulo y calabazas y maíz. Vi balances, registros de fallecidos, listas de todos los tipos imaginables e hileras interminables de números y cifras, con los que los administradores debían quedarse tranquilos al saber que nada escapaba a su vigilancia. Y cada vez que pienso ahora en el museo de Terezín, dijo Austerlitz, veo la planta enmarcada de la fortaleza en forma de estrella, acuarelada para la real e imperial cliente de Viena en suaves tonos castaños y verdosos y adaptada al terreno que se plegaba a su alrededor, el modelo de un mundo aprovechado por la razón y regulado hasta el más mínimo detalle. Nunca fue sitiada esa fortaleza inexpugnable, ni siquiera en 1866 por los prusianos, sino que, si se prescinde de que no pocos presos políticos del imperio habsbúrguico se consumieron en las casamatas de una de sus defensas, durante todo el siglo XIX fue una guarnición tranquila para dos o tres regimientos y unos dos mil paisanos, una ciudad apartada, de muros pintados de amarillo, patios interiores, arcadas, árboles podados, panaderías, tabernas, cervecerías, casinos, cuarteles para la tropa, armerías, conciertos al aire libre, salidas ocasionales de maniobras, con mujeres de oficiales que se aburrían infinitamente y un reglamento de servicio, según se pensaba, vigente para toda la eternidad. Por último, dijo Austerlitz, cuando la empleada se me acercó y me dijo que pronto tendrían que cerrar, yo había estado leyendo, en uno de los gráficos, no sé cuántas veces, que, a mediados de diciembre de 1942, es decir, en la época en que Agáta llegó a Terezín, se había encerrado en el gueto, una superficie edificada de un kilómetro cuadrado como máximo, a unas sesenta mil personas, y poco después, cuando volví a estar fuera en la desierta plaza de la ciudad, me pareció como si no se los hubieran llevado de allí, sino que vivieran, lo mismo que entonces, apretados en las casas, en los sótanos y en los desvanes, como si subieran y bajaran incesantemente las escaleras, mirasen por las ventanas, deambularan en gran número por las calles y callejas, y llenaran incluso, en asamblea silenciosa, todo el espacio del aire, rayado en gris por la fina lluvia. Con esa imagen ante los ojos subí al anticuado autobús que surgió de la nada y se detuvo a mi lado junto a la acera, a unos pasos de la entrada del museo. Era uno de esos autobuses que van del interior del país a la capital. El conductor me dio sin decir palabra el cambio de un billete de cien coronas, que luego, como recuerdo, mantuve firmemente apretado en la mano hasta Praga. Por fuera pasaban los campos bohemios, cada vez más oscuros, los palos desnudos para el lúpulo, campos de color pardo oscuro, en gran parte llanos y vacíos. El autobús tenía una calefacción excesiva. Sentía cómo la frente se me llenaba de gotas de sudor y una opresión en el pecho. Una vez, al volverme, vi que los pasajeros, sin excepción, iban dormidos. Con el cuerpo torcido, se apoyaban y colgaban de sus asientos. A uno se le había caído la cabeza hacia delante, a otro hacia un lado o hacia atrás. Varios roncaban suavemente. Sólo el conductor miraba hacia delante, a la cinta de la carretera que relucía bajo la lluvia. Como ocurre con frecuencia cuando se viaja hacia el sur, tuve la impresión de que descendíamos continuamente y, sobre todo cuando llegamos a los suburbios de Praga, me pareció que bajábamos por una especie de rampa hacia un laberinto, en el que avanzábamos lentamente, unas veces así y otras al revés, hasta que perdí todo sentido de orientación. Por eso también, cuando llegamos a la estación de autobuses de Praga, que a aquella hora temprana del atardecer era un lugar de trasbordo abarrotado, me abrí paso entre los miles de personas que aguardaban, y subían o se apeaban de los autobuses, y tomé un camino equivocado. Eran tantos, dijo Austerlitz, los que fuera, en la calle, afluían en masa hacia mí, en su mayoría con grandes maletas y rostros pálidos y afligidos, que creí que sólo podían venir del centro de la ciudad. Sin embargo, como vi luego en el plano, no llegué al centro como creí al principio, en línea más o menos recta, sino que lo rodeé en un amplio círculo que me llevó casi hasta Vyšehrad, y luego, a través de Neustadt y a lo largo de la orilla del Moldava, hasta mi hotel en la isla de Kampa. Era ya tarde cuando, agotado de tanto andar, me eché y traté de conciliar el sueño escuchando el agua que fuera, ante mi ventana, se precipitaba por la presa. Sin embargo, tanto si mantenía los ojos muy abiertos como cerrados, durante toda la noche vi imágenes de Terezín y del Museo del Gueto, los ladrillos de los muros de la fortaleza, los escaparates del bazar, las interminables listas de nombres, una maleta de cuero con una doble etiqueta del Hotel Bristol de Salzburgo y Viena, los portales cerrados que había fotografiado, la hierba que crecía entre los adoquines, un montón de briquetas ante la entrada de un sótano, el ojo de cristal de la ardilla y las sombras de Agáta y de Vera, mientras arrastraban un trineo cargado entre los torbellinos de nieve agitada, hasta el recinto ferial de Holešovic. Sólo hacia el amanecer dormí un rato, pero incluso entonces, en la más profunda inconsciencia, la sucesión de imágenes no se interrumpió sino que se condensó en una pesadilla, en la que, no sé de dónde, apareció en medio de una comarca devastada la ciudad de Dux, del norte de Bohemia, de la que hasta entonces lo único que sabía era que Casanova pasó allí los últimos años de su vida, en el palacio del conde Waldstein, escribiendo sus memorias, numerosos tratados matemáticos y esotéricos y la novela futurista en cinco volúmenes Icosameron. En mi sueño vi al envejecido roué, reducido al tamaño de un muchacho, rodeado de las hileras estampadas de oro de la biblioteca del conde de Waldstein, formada por más de cuarenta mil volúmenes, inclinado sobre su escritorio, totalmente solo, en una desolada tarde de noviembre. Había dejado a una lado la peluca empolvada, y su propio cabello ralo, en cierto modo como signo de la caducidad de su cuerpo, flotaba como una nubecita blanca en torno a su cabeza. Con el hombro izquierdo un poco levantado, escribía ininterrumpidamente. No se oía más que el raspar de la pluma, que sólo cesaba cuando el escritor levantaba la vista unos segundos, dirigiendo sus ojos acuosos, casi ciegos ya para la distancia, hacia la escasa claridad de fuera, sobre el parque de Dux. Más allá del cercado terreno yacía, en profunda oscuridad, toda la región que se extiende desde Teplice hasta Most y Komutov. Allá en el norte, de un extremo a otro del horizonte, estaba la sierra fronteriza como una pared negra y, delante, bordeándola, la tierra levantada y arañada, pendientes escarpadas y terrazas que descendían mucho más allá de la superficie anterior. Donde antes había habido suelo firme, donde había caminos, donde había vivido la gente, corrían zorros por los campos y toda clases de aves volaban de arbusto en arbusto, no había ahora más que un espacio vacío y, en su fondo, piedra y grava y agua estancada, no rozada siquiera por ninguna brisa. Como barcos iban a la deriva en la oscuridad las siluetas de las centrales eléctricas, en las que ardía el lignito, paralelepípedos blanqueados, torres de refrigeración de crestas dentadas, chimeneas que se alzaban muy altas, sobre las que había penachos de humo inmóviles contra los colores enfermizos como verdugones del cielo occidental. Sólo en el pálido lado nocturno del firmamento se veían algunas estrellas, luces herrumbrosas y humeantes que se iban extinguiendo una tras otra y dejaban costras en las órbitas por las que siempre se habían movido. Hacia el sur, en amplio semicírculo, se levantaban los conos de los volcanes bohemios extinguidos, que en aquella pesadilla yo deseaba que entraran en erupción y lo cubrieran todo de polvo negro… Sólo hacia las dos y media del día siguiente, después de haberme recuperado un poco, fui de la isla de Kampa a la Šporkova para hacer, de momento, mi última visita, continuó Austerlitz. Había dicho ya a Věra que primero tenía que repetir el viaje en tren de Praga a Londres, a través de Alemania, para mí desconocida, pero volvería pronto y quizá tomase un apartamento cerca de ella para un período bastante largo. Era uno de esos días radiantes de primavera, claros como el cristal. Věra se quejó de un dolor sordo detrás de los ojos, que la atormentaba ya desde primeras horas de la mañana, y me pidió que corriera las cortinas de la ventana del lado soleado. Recostada en la penumbra en su sillón de terciopelo rojo, con los cansados párpados bajos, me escuchó cuando le conté lo que había visto en Terezín. Le pregunté también a Věra cuál era el nombre checo para ardilla y, al cabo de un momento, respondió, mientras una sonrisa se extendía lentamente por su hermoso rostro, que era veverka. Y entonces Věra me contó, dijo Austerlitz, cómo en el otoño habíamos visto a menudo desde el muro superior que limitaba el jardín de Schónborn, a las ardillas que escondían sus tesoros. Siempre, cuando volvíamos luego a casa, tú tenías que leerme, aunque te lo sabías de memoria desde la primera a la última línea, tu libro favorito, que trataba del cambio de las estaciones, dijo Věra, y añadió que, especialmente de las ilustraciones de invierno, en que había liebres, corzos y perdices paralizados de asombro en el paisaje recientemente nevado, yo nunca me cansaba, y siempre, cuando llegábamos a la página, dijo Věra, dijo Austerlitz, en que se decía que la nieve se deslizaba entre el ramaje de los árboles y pronto cubriría todo el suelo del bosque, levantaba la vista y le preguntaba: Pero, si todo se vuelve blanco, ¿cómo sabrán las ardillas dónde han guardado sus provisiones? Ale když všechno zakryje sníh, jak veverky najdou to místo, kde si schovaly zásoby? Exactamente así, dijo Věra, sonaba la pregunta que repetía una y otra vez, y siempre me preocupaba de nuevo. Sí, ¿cómo lo saben las ardillas, y qué saben en general, y cómo nos acordamos y qué es lo que no descubrimos al final? Habían pasado seis años desde nuestra despedida ante el portal del recinto ferial de Holešovic, continuó Věra, cuando supo que, en septiembre de 1944, Agáta había sido enviada al Este con otros mil quinientos internados de Terezín. Ella misma, dijo Věra, había sido después casi incapaz de pensar, ni en Agáta, ni en lo que le habría pasado, ni en su propia vida que continuaba hacia un futuro sin sentido. Durante semanas apenas había estado en su sano juicio, había sentido una especie de tirón fuera de su cuerpo, había buscado hilos rotos y no podía creer que todo hubiera sido realmente así. Todas sus investigaciones, interminablemente prolongadas, por dar con mi paradero en Inglaterra o con el de mi padre en Francia habían sido infructuosas. Probara lo que probara, era siempre como si todas las huellas acabaran en la arena, porque en aquella época, en que un ejército de censores sembraba el desconcierto en el servicio postal, pasaban a menudo meses antes de recibir una respuesta del extranjero. Quizá, había dicho Věra, dijo Austerlitz, hubiera sido distinto si ella misma hubiera podido dirigirse a las instancias adecuadas, pero para eso le faltaban tanto la posibilidad como los medios. Y de esa forma pasaron de pronto los años, en retrospectiva como un solo día de plomo. Sin duda había prestado sus servicios docentes y se había ocupado de las cosas necesarias para la existencia, pero desde aquel tiempo no había vuelto a sentir ni a respirar. Sólo en los libros del siglo pasado y antepasado había creído encontrar a veces una idea de lo que quería decir estar viva. Después de esas observaciones de Věra se producía con frecuencia un silencio bastante largo, como si ninguno de los dos supiéramos cómo seguir, y las horas pasaron en el oscurecido piso de la Šporkova sin que nos diéramos cuenta. Hacia el anochecer, cuando me despedí de Věra, sosteniendo su mano ingrávida en la mía, recordó de pronto cómo Agáta, el día de mi partida de la estación Wilson, cuando el tren desapareció de su vista, se volvió hacia ella y le dijo: El año pasado fuimos de aquí a Marienbad. Y, ahora, ¿adónde iremos? Esa reminiscencia, que al principio no entendí del todo, comenzó pronto a preocuparme, tanto que, aunque normalmente no telefoneo casi nunca, llamé a Věra esa misma noche, desde el hotel Insel. Sí, me dijo con voz ya débil por el cansancio, en aquella época, en verano de 1938, fuimos todos juntos a Marienbad, Agáta, Maximilian, ella misma y yo. Los huéspedes del balneario, obesos o demasiado flacos, que se movían por las instalaciones de forma extrañamente lenta, irradiaban, como dijo Agáta una vez de pasada, algo extraordinariamente pacífico. Nos alojábamos en la doble pensión Osborne-Balmoral, inmediatamente detrás del Hotel Palace. Por las mañanas íbamos casi siempre a los baños, y por las tardes paseábamos interminablemente por los alrededores. Yo no tenía de aquella estancia veraniega, en la que contaba cuatro años de edad, ninguna clase de recuerdo, dijo Austerlitz, y quizá fue por eso por lo que, más tarde, a finales de agosto de 1972, precisamente allí, en Marienbad, no sentí más que un terror ciego ante el mejor giro que quería tomar entonces mi vida. Marie de Verneuil, con la que mantenía correspondencia desde mi época de París, me había invitado a acompañarla a un viaje a Bohemia, donde quería realizar diversas investigaciones sobre el desarrollo de los balnearios europeos, para sus estudios de historia de la arquitectura, y, como creo poder decir hoy, dijo Austerlitz, intentar liberarme de mi aislamiento. Ella lo había arreglado todo del mejor modo. Su primo, Frédéric Félix, que era agregado de la embajada francesa en Praga, nos había enviado al aeropuerto una enorme limusina Tatra, que nos condujo luego directamente a Marienbad. Estuvimos sentados dos o tres horas en el fondo cómodamente acolchado del coche, mientras éste se dirigía hacia el oeste a través de un paisaje desierto, por una carretera totalmente recta en grandes trechos, a veces bajando a los valles, y subiendo luego a extensas mesetas, en las que se podía ver a la mayor distancia, hasta donde, dijo Marie, Bohemia limita con el Mar Báltico. A veces pasábamos junto a cordilleras cubiertas de bosques azules, que se destacaban nítidas como una hoja de sierra contra el cielo uniformemente gris. No había prácticamente tráfico. Sólo rara vez venía hacia nosotros algún pequeño automóvil, o adelantábamos a algún camión que se arrastraba subiendo por las largas pendientes, dejando atrás densas nubes de humo. Sin embargo, desde que habíamos salido del recinto del aeropuerto de Praga, nos seguían dos motoristas de uniforme, guardando siempre la misma distancia. Llevaban cascos de cuero y brillantes gafas protectoras con su atuendo, y los cañones de sus carabinas sobresalían en ángulo sobre su hombro derecho. A mí, los dos acompañantes no solicitados me parecían inquietantes, dijo Austerlitz, sobre todo cuando subíamos una de las crestas onduladas y durante un rato desaparecían de nuestro espejo retrovisor para aparecer inmediatamente después, recortándose tanto más amenazadores a contraluz. Marie, que no era tan fácil de intimidar, se limitó a reírse y dijo que se trataba evidentemente de los dos escoltas especialmente ofrecidos en la ČSSR a los visitantes como comitiva de honor. Cuando nos acercábamos a Marienbad, por una carretera que descendía una y otra vez entre colinas boscosas, se había hecho oscuro y recuerdo, dijo Austerlitz, haber sentido una ligera inquietud cuando salimos de los pinos que crecían espesos hasta las casas y nos deslizamos silenciosamente por el lugar, parcamente iluminado por unas farolas. El coche se detuvo ante el Hotel Palace. Marie dijo algo todavía al chófer, mientras él descargaba nuestras cosas, y luego entramos también en el vestíbulo, en cierto modo duplicado por una serie de altos espejos de pared, que estaba tan desierto y silencioso que se hubiera podido pensar que era mucho más de medianoche. Hizo falta algún tiempo para que el recepcionista, que estaba en la portería de pie ante un pupitre, levantara la vista de sus lecturas y se dirigiera a sus tardíos huéspedes con un murmurado Dobrý večer apenas audible. Aquel hombre extraordinariamente delgado, en el que lo primero que llamaba la atención era cómo, a pesar de que no podía tener más de cuarenta años, tenía la frente arrugada en abanico sobre el puente de la nariz, realizó las formalidades necesarias con la mayor lentitud, casi como si se moviera en una atmósfera más densa, sin decir más, pidió ver nuestros visados, hojeó nuestros pasaportes y su propio libro de registro, hizo una entrada de cierta extensión con una escritura garabateada en un cuaderno escolar de rayas, nos hizo llenar un cuestionario, revolvió en un cajón buscando la llave y, finalmente, haciendo sonar una campanilla, hizo venir a un criado encorvado, que llevaba una bata de nailon que le llegaba a la rodilla y, lo mismo que el jefe de la recepción de la casa, padecía un cansancio enfermizo que le paralizaba los miembros. Cuando subió precediéndonos al tercer piso con nuestras dos ligeras maletas —el ascensor de rosario, hacia el que Marie me había llamado la atención en cuanto entramos en el vestíbulo, llevaba evidentemente muchísimo tiempo fuera de servicio—, finalmente, como un alpinista que se aproxima a la cumbre por una cresta difícil, apenas podía avanzar y tuvo que descansar varias veces, mientras nosotros aguardábamos también unos escalones más abajo. En nuestro camino no encontramos alma viviente, salvo otro criado que, vestido con la misma bata gris que su colega y que quizá, eso pensé, dijo Austerlitz, llevaban todos los empleados del hotel balneario de administración estatal, estaba dormido en una silla en el último rellano, con la cabeza caída hacia delante y a su lado, en el suelo, una bandeja de metal con cristales rotos. La habitación que abrieron para nosotros era la número 38…, una habitación grande, realmente como un salón. Las paredes estaban cubiertas con un papel de brocado de color borgoña, muy desgastado en algunos lugares. También eran de ese color las cortinas de la puerta y la cama, que estaba en una alcoba y en la que los blancos almohadones se alzaban de forma extrañamente escarpada. Marie comenzó inmediatamente a instalarse, abrió todos los armarios, fue al cuarto de baño, probó los grifos de agua y la gigantesca y anticuada ducha, y miró por todas partes de la forma más detenida. Era extraño, dijo finalmente, tenía la impresión de que, aunque todo lo demás estaba en perfecto orden, no habían quitado el polvo del secreter desde hacía años. ¿Qué explicación, me preguntó, dijo Austerlitz, puede tener ese curioso fenómeno? ¿Es el escritorio quizá el lugar de los fantasmas? No recuerdo ya lo que le respondí, dijo Austerlitz, pero sí me acuerdo de que, tarde en la noche, estuvimos juntos unas horas aún sentados junto a la ventana abierta y de que Marie me contó muchas cosas de la historia del balneario, de la deforestación del valle en torno a los manantiales, a comienzos del siglo XIX, de las primeras viviendas y hostales clasicistas construidos en las laderas y del rápido auge económico de todo. Arquitectos, albañiles, encaladores, cerrajeros y estucadores vinieron de Praga, Viena y todas partes, muchos hasta del Véneto. Uno de los jardineros de la corte del príncipe Lobkowitz comenzó a transformar el suelo de los bosques en un parque paisajístico inglés, plantó árboles nativos y exóticos, instaló céspedes llenos de arbustos, avenidas, arcadas y pabellones de observación. Surgieron del suelo, cada vez más y más soberbios, salones, baños, salas de lectura, una sala de conciertos y un teatro, en el que pronto actuaron los más diversos corifeos. En 1873 se levantó la gran columnata de hierro colado, y Marienbad fue entonces uno de los balnearios más socialmente aceptable de Europa. De las fuentes minerales y los llamados manantiales de Auschowitz, dijo Marie —y entonces, dijo Austerlitz, se dejó arrastrar por su peculiar sentido de lo cómico a una auténtica coloratura médico-diagnóstica— que habían tenido mucho éxito para curar la obesidad entonces muy extendida entre la clase burguesa, la suciedad de estómago, la inercia intestinal y otras obstrucciones del abdomen, las irregularidades de la menstruación, la cirrosis hepática, la hipocondría del bazo, las enfermedades de riñón, vejiga y aparato urinario, las inflamaciones glandulares y las malformaciones de tipo escrofuloso, pero también la debilidad del sistema nervioso y muscular, la flojera, los temblores de miembros, parálisis, flujos mucosos y sanguíneos, prolongadas erupciones cutáneas y casi cualquier otra afección patológica imaginable. Tengo en mi mente una imagen, dijo Marie, de hombres muy gruesos que, sin hacer caso de los consejos médicos, se entregan a los placeres de la mesa, en aquella época tan bien provista en los balnearios, para reprimir, mediante su creciente corpulencia, los resultados de la preocupación que continuamente los agita por la seguridad de su posición social, y veo también a otros huéspedes del balneario, en su mayoría señoras, que, pálidos y un poco cetrinos ya, y profundamente sumidos en sí mismos, deambulan por los sinuosos senderos de un templo de manantiales a otro, o bien, desde los puntos de observación, el alto de Amalia o el castillo de Miramont, siguen con talante elegíaco el espectáculo de las nubes que cruzan sobre el estrecho valle. Por el extraño sentimiento de felicidad que surgía en mí mientras escuchaba a mi interlocutora, dijo Austerlitz, se me ocurrió paradójicamente la idea de que también yo, de forma no distinta a la de los huéspedes de Marienbad hace cien años, había sido acometido por una enfermedad insidiosa, idea que se unía a la esperanza de estar empezando a curarme. Realmente, nunca en mi vida había dormido mejor que esa primera noche que pasé con Marie. Oía su respiración regular. A la luz de los relámpagos que de cuando en cuando atravesaban el cielo, aparecía a mi lado, por un segundo brevísimo, su hermoso rostro, y luego la lluvia, al caer, susurraba fuera constantemente, las blancas cortinas se agitaban dentro de la habitación y sentí al dormirme como una ligera disminución de la presión detrás de mi frente, la creencia o la esperanza de haber sido liberado por fin. En realidad, sin embargo, todo fue muy distinto. Antes ya del amanecer me desperté con un sentimiento tan abismal de trastorno, que, sin ser capaz de mirar siquiera a Marie, me incorporé como una persona mareada y tuve que sentarme en el borde de la cama. Había soñado que uno de los criados nos había traído como desayuno una bebida de color verde cardenillo sobre una bandeja de metal, y un periódico francés que, en un artículo de la primera página, debatía la necesidad de una reforma de la administración de los baños y hablaba varias veces de la triste suerte de los empleados del hotel, qui portent, eso, dijo Austerlitz, se decía en el periódico de mi sueño, ces longues blouses grises comme en portent les quincailleurs. El resto de la página se componía casi exclusivamente de esquelas mortuorias del tamaño de un sello de correos, cuyas letras diminutas sólo podía descifrar yo con gran esfuerzo. Se trataba de esquelas no sólo en francés sino también en alemán, polaco y holandés. Todavía hoy recuerdo, dijo Austerlitz, a Frederieke van Wincklmann, de la que se decía que había kalm en rustig van ons heengegaan, la extraña palabra rouwkamer y la observación: De bloemen worden na de crematieplechtigheid neergelegd aan de voet van het Indisch Monument te Den Haag. Me había acercado a la ventana y miré a lo largo de la calle principal, todavía mojada por la lluvia, y a los grandes hoteles que se alzaban en semicírculo contra las alturas, Pacifik, Atlantic, Metropole, Polonia y Bohemia, con sus filas de balcones, torres en las esquinas y construcciones sobre el tejado, que emergían de la niebla matutina como transatlánticos en un mar oscuro. En algún momento del pasado, pensé, he cometido un error y ahora estoy en una vida falsa. Más tarde, en un paseo por el pueblo desierto hasta la columnata de la fuente, me pareció como si alguien anduviera a mi lado o como si algo me hubiera rozado. Toda nueva perspectiva que se abría al doblar una esquina, toda fachada, toda escalera me parecían a la vez conocidas y totalmente extrañas. Me daba cuenta del mal estado de los edificios en otro tiempo señoriales, los canalones rotos, los muros negros del agua de lluvia, el enlucido abierto, la tosca mampostería que aparecía debajo, las ventanas en parte claveteadas con tablas y chapa ondulada como expresión exacta de mi estado anímico, que no podía explicarme a mí mismo ni podía explicar a Marie, no en aquel primer paseo por el parque abandonado ni tampoco a última hora de la tarde, cuando estuvimos sentados en el crepuscular kavárna de Mesto Moskva, bajo un cuadro de nenúfares rosas de por lo menos cuatro metros cuadrados. Encargamos, recuerdo, dijo Austerlitz, un helado, o mejor dicho, según resultó, un dulce parecido a un helado, una masa como de yeso, con sabor a almidón de patata, cuya cualidad más destacada era que ni siquiera después de más de una hora llegó a fundirse. Además de nosotros, sólo había en el Mesto Moskva dos señores ancianos que jugaban al ajedrez en una de las mesas de atrás. También el camarero, que, con las manos a la espalda, miraba a través de las ahumadas cortinas de red, perdido en sus pensamientos, al vertedero cubierto de perifollo gigante del otro lado de la calle, era de edad avanzada. Su cabello blanco y su bigote estaban cuidadosamente recortados y, aunque llevaba también una de aquellas batas de color gris ratón, se lo podía uno imaginar fácilmente con frac de un negro profundo, de corte impecable, con una corbata de lazo de terciopelo sobre la pechera rígida, radiante de una limpieza sobrenatural, y zapatos de charol relucientes, en los que se reflejaran las lámparas de un gran vestíbulo de hotel. Cuando trajo a Marie un paquete plano de cuarenta cigarrillos cubanos, adornado con un bonito motivo de palmeras, y luego, con toda elegancia, le dio fuego, pude ver que ella lo admiraba enormemente. El humo cubano flotaba en el aire entre nosotros, en estrías azules, y pasó algún tiempo antes de que Marie me preguntara en qué pensaba, por qué estaba tan abstraído, tan encerrado en mí mismo; cómo había podido hundirme de repente desde mi felicidad de ayer, que había podido sentir. Y mi respuesta fue sólo que no lo sabía. Creo, dijo Austerlitz, que traté de explicarle que algo desconocido me trastornaba en Marienbad, algo muy obvio, como un nombre corriente o una denominación que no se puede recordar por nada ni por nadie en el mundo. Hoy me resulta imposible acordarme de cómo pasamos esos días en Marienbad, dijo Austerlitz. A menudo estuve horas echado en los baños de agua burbujeante y en las cabinas de reposo, lo que, por una parte, me sentó bien, pero quizá debilitó mi resistencia, tantos años mantenida, a la aparición de los recuerdos. Una vez estuvimos en un concierto en el teatro Gogol. Un pianista ruso llamado Bloch tocó ante media docena de oyentes las Papillons y las Escenas infantiles. Al volver al hotel, Marie me habló, un poco como advertencia, me pareció, dijo Austerlitz, del oscurecimiento interior y la locura de Schumann y de cómo finalmente, en medio del gentío del carnaval de Düsseldorf, saltó sobre el parapeto del puente al helado Rin, y dos pescadores tuvieron que sacarlo. Luego vivió una serie de años, dijo Marie, en una institución privada para perturbados mentales de Bonn o Bad Godesberg, donde Clara lo visitaba a intervalos con el joven Brahms y, como no se podía hablar ya con aquel ser totalmente apartado del mundo, que tarareaba desafinadamente para sí, las mayoría de las veces se limitaban a mirarlo un rato en su habitación, a través de la mirilla de la puerta. Mientras escuchaba a Marie y trataba de imaginarme al pobre Schumann en su habitación de Bad Godesberg, tenía constantemente otra imagen ante los ojos, la de un palomar por cuyo lado pasamos en una excursión a Königswart. Como la hacienda a que pertenecía, ese palomar, que quizá databa de la época de Metternich, se encontraba en un estado de decadencia avanzado. El suelo en el interior de aquella cima rodeada de paredes estaba cubierto de excrementos de paloma prensados por su propio peso, que sin embargo alcanzaban ya una altura de más dos pies, una masa apelmazada en la que yacían los cuerpos de algunas de las aves caídas, mortalmente enfermas, de sus nichos, mientras que sus compañeras todavía vivas, con una especie de demencia senil, se arrullaban mutuamente quejándose, en la oscuridad que había bajo el techo, donde apenas se podía ver, mientras algunos plumones, girando en pequeños remolinos sobre sí mismos, descendían lentamente por el aire. Cada una de esas imágenes de Marienbad, la de Schumann loco y la de las palomas confinadas en ese lugar de horror, me hizo imposible, por el tormento que entrañaban, lograr el más mínimo autoconocimiento. El último día de nuestra estancia, siguió finalmente Austerlitz, fuimos a través del parque al atardecer, en cierto modo como despedida, a los llamados manantiales de Auschowitz. Hay allí un pabellón delicadamente construido, totalmente encristalado y pintado interiormente de blanco. En aquel pabellón del manantial, iluminado por los rayos del sol poniente y en el que reinaba un silencio completo, salvo el rítmico salpicar del agua, Marie me preguntó, acercándose a mí, si sabía que al día siguiente era mi cumpleaños. Mañana, dijo, en cuanto nos despertemos, te desearé toda la felicidad del mundo, y será como si deseara a una máquina, cuyo mecanismo no conozco, un buen funcionamiento.