Qué aspecto tenía aquello sólo lo supe años más tarde por alguien que sobrevivió. Los citados para el transporte fueron conducidos a un barracón de madera sin calefacción, helado en pleno invierno. Era un lugar inhóspito donde, bajo la turbia luz de las lámparas, reinaba la mayor confusión. A muchos de los que acababan de llegar les registraron el equipaje, y tuvieron que entregar dinero, relojes y otros objetos de valor a un guía del grupo principal, llamado Fiedler y temido por su brutalidad. En una mesa había una montaña entera de cubiertos de plata, pieles de zorro y capas de astracán. Se recogían datos personales, se distribuían cuestionarios y se entregaban las llamadas legitimaciones de ciudadanía con el sello EVACUADO o GUETIZADO. Los funcionarios alemanes y sus ayudantes checos y judíos se ajetreaban de un lado a otro, y había muchos gritos, maldiciones y también golpes. Los que iban a viajar tenían que quedarse en los lugares que se les habían asignado. La mayoría permanecían mudos, algunos lloraban silenciosamente, pero tampoco eran raros los arrebatos de desesperación, gritos y ataques de ira. Varios días duró la estancia en la barraca del Palacio de la Feria, hasta que, finalmente, a primera hora de una mañana, cuando no había casi nadie por allí, fueron acompañados por guardias a la próxima estación de Holešovic, donde la «vagonificación», como la llamaban, duró todavía casi tres horas. En épocas posteriores, dijo Věra, he hecho a menudo el camino de Holešovic, hasta el parque Stromovka y la Feria de Muestras, y la mayoría de las veces he ido al Lapidario, instalado allí en los años sesenta, he mirado durante horas las muestras de minerales de las vitrinas —los cristales de pirita, la malaquita verde oscuro de Siberia, la mica, el granito y el cuarzo de Bohemia, el basalto negro como la pez, la caliza de color amarillo isabelino—, y me he preguntado sobre qué cimientos se asienta nuestro mundo. En la Šporkova, me dijo Věra, dijo Austerlitz, el mismo día en que Agáta tuvo que dejar su vivienda, apareció un enviado del Centro Fideicomisario de Bienes Confiscados y puso un sello de papel en la puerta. Entre Navidad y Año Nuevo vino un tropel de personajes muy sospechosos que se llevaron todo lo que había quedado, los muebles, las lámparas y candelabros, las alfombras y cortinas, los libros y partituras, la ropa de los armarios y cajones, las sábanas, almohadas, edredones, mantas, la ropa blanca, la vajilla y los utensilios de cocina, los tiestos y paraguas, los alimentos no utilizados, incluso las peras y cerezas en conserva abandonadas durante años en el sótano y las patatas sobrantes, hasta la última cuchara, todo junto, a alguno de los cincuenta depósitos, en donde, con la minuciosidad característica de los alemanes, se registraron esas cosas sin dueño, una a una, según su valor, se valoraron, se lavaron, limpiaron o arreglaron como fuera necesario y, finalmente, se guardaron en estantes. Por último, dijo Věra, apareció en la Šporkova también un fumigador. Ese fumigador me parecía una persona especialmente siniestra, con una mirada aviesa que me atravesaba. Hasta hoy me persigue en sueños, en que lo veo fumigando las habitaciones, rodeado de nubes tóxicas… Cuando Věra terminó su relato, así continuó Austerlitz aquella mañana en Alderney Street, me dio, tras una larga pausa en la que el silencio del piso de la Šporkova parecía aumentar a cada respiración, dos fotografías de pequeño formato, quizá nueve por seis centímetros, de la mesita auxiliar que tenía junto a su sillón, fotografías que había descubierto la víspera por casualidad en uno de los cincuenta y cinco volúmenes carmesíes de Balzac que, sin saber por qué, cogió. Věra dijo que no recordaba haber abierto la puerta de cristal y sacado el libro de entre los otros, sino que se veía sólo allí, sentada en aquel sillón, pasando las páginas —por primera vez desde entonces, subrayó— de la historia, que como es sabido trata de una gran injusticia, del coronel Chabert. Cómo habían ido a parar aquellas fotografías entre las hojas, dijo Věra, era para ella un enigma. Posiblemente, porque Agáta había tornado prestado el volumen, cuando estaba todavía en la Šporkova, en las últimas semanas anteriores a la entrada de los alemanes.
En cualquier caso, una de las fotografías muestra un teatro de provincias, quizá de Reichenau o de Olmütz u otro lugar, en el que Agáta actuó ocasionalmente antes de su primer contrato en Praga. A primera vista, eso dijo Věra, dijo Austerlitz, había pensado que las dos personas del ángulo inferior izquierdo eran Agáta y Maximilian —eran tan diminutas que no se podían ver bien—, pero luego se había dado cuenta, naturalmente, de que se trataba de otras personas, quizá el empresario y un prestidigitador y su ayudante. Se había preguntado, dijo Věra, qué espectáculo se estaría representando entonces ante aquel horrible decorado, y había pensado, por la alta montaña al fondo y el salvaje paisaje de bosques, que podía ser Guillermo Tell o La sonámbula o la última obra de Ibsen. Se me apareció el chico suizo con la manzana en la cabeza; viví el momento de terror en la pasarela que cede al ser pisada por la sonámbula, e imaginé que, allí arriba, en las paredes rocosas, se estaba desencadenando ya el alud que arrastraría al abismo a aquellos pobres extraviados (¿cómo habían llegado a aquella comarca desolada?). Pasaron minutos, dijo Austerlitz, en los que me pareció ver también la nube de nieve dirigiéndose al valle, hasta que oí a Věra seguir hablando de la impenetrabilidad que parece propia de esas fotografías surgidas del olvido. Se tenía la impresión, dijo, de que algo se movía dentro de ellas, de que se percibían pequeños suspiros de desesperación, gémissements de désespoir, dijo ella, dijo Austerlitz, como si las imágenes tuvieran su propia memoria y se acordaran de nosotros, de cómo fuimos antes nosotros, los supervivientes, y los que no están ya entre nosotros.
Sí, y este de aquí, en la otra fotografía, dijo Vera al cabo de un momento, ése eres tú, Jacquot, en febrero de 1939, aproximadamente medio año antes de haberte marchado de Praga. Debías acompañar a Agáta a un baile de máscaras, en casa de uno de sus influyentes admiradores, y expresamente para esa ocasión te confeccionaron ese traje blanco como la nieve. Jacquot Austerlitz, páže růžové královny, dice al reverso, de mano de tu abuelo, que en aquella época había venido de visita. La fotografía estaba delante de mí, dijo Austerlitz, pero no me atrevía a tocarla. Continuamente daban vueltas en mi cabeza las palabras páže růzové královny, páže růžové královny, hasta que, desde la lejanía, me llegó su significado y volví a ver el cuadro viviente con la Reina de las Rosas y el chico pequeño que le llevaba la cola. Sin embargo, de mí mismo en ese papel no me acuerdo, por mucho que me esforzara aquella noche y también después. Sin duda reconocía el insólito arranque del pelo, echado sobre la frente, pero por lo demás todo se había extinguido en mí por un abrumador sentido del pasado. Desde entonces he estudiado la fotografía muchas veces, el campo desnudo y liso en que me encuentro, pero sin que pueda recordar dónde estaba; la zona oscura y borrosa sobre el horizonte, el cabello rizado del niño, espectralmente claro en su borde exterior, la capa sobre el brazo aparentemente doblado o, como pensé una vez, dijo Austerlitz, roto o entablillado, los seis grandes botones de madreperla, el sombrero extravagante con su pluma de garza y hasta los pliegues de las medias, he examinado todos los detalles con lupa, sin encontrar el menor punto de apoyo. Y siempre sentía la mirada inquisitiva del paje que había venido a reclamar su parte y que esperaba al amanecer en el campo desierto a que levantara el guante y apartara la desgracia que lo aguardaba. Aquella tarde en la Šporkova, cuando Věra me enseñó la foto del niño caballero, no me sentí conmovido o afectado, como cabría suponer, dijo Austerlitz, sino sólo sin habla ni comprensión, e incapaz de pensar en nada. Incluso más adelante, cuando pensaba en aquel paje de cinco años, sentía una especie de pánico ciego. Una vez soñé que, tras una larga ausencia, había vuelto al apartamento de Praga. Todos los muebles están en su sitio. Sé que mis padres volverán pronto de las vacaciones y que tengo que darles algo importante. De que han muerto hace años no tengo conciencia. Sólo pienso en que son ya viejísimos, alrededor de los noventa o los cien, como serían en realidad si vivieran. Sin embargo, cuando finalmente están en el umbral, tienen como mucho treinta y tantos años. Entran, dan una vuelta por las habitaciones, cogen esto o aquello, se sientan un rato en el salón y hablan entre sí en el enigmático lenguaje de los tartamudos. A mí no me hacen ningún caso. Sospecho ya que enseguida volverán a irse al lugar, en alguna parte de las montañas, donde ahora tienen su casa. No me parece, dijo Austerlitz, que comprendamos las leyes que rigen el retorno del pasado, pero cada vez me parece más como si no hubiera tiempo, sino diversos espacios, imbricados entre sí, entre los que los vivos y los muertos, según el talante en que se encuentran, van de un lado a otro, y cuanto más lo pienso tanto más me parece que nosotros, los que todavía nos encontramos con vida, a los ojos de los muertos somos irreales y sólo a veces, en determinadas condiciones de luz y requisitos atmosféricos, resultamos visibles.
Hasta donde puedo recordar, dijo Austerlitz, siempre he tenido la impresión de no tener lugar en la realidad, como si no existiera, y nunca ha sido esa impresión tan fuerte como en aquella velada en la Šporkova, cuando me penetró la mirada del paje de la Reina de las Rosas. Tampoco al día siguiente, en el viaje a Terezín, pude imaginarme quién o qué era yo. Recuerdo que estuve en una especie de trance en el andén de la desolada estación de Holevsovice, que los raíles a ambos lados se perdían en el infinito, que sólo podía percibirlo todo borrosamente, y que luego, en el tren, me apoyaba en una ventana del pasillo y miraba los suburbios septentrionales que pasaban, las vegas del Moldava y las villas y casas con jardín de la otra orilla. Una vez vi, al otro lado del río, una gigantesca cantera cerrada, luego muchos cerezos en flor, algunos pueblos muy distantes unos de otros y nada más en el desnudo paisaje de Bohemia. Cuando salí del tren en Lovošice, aproximadamente una hora después, creía llevar semanas de viaje, cada vez más hacia el este y cada vez más atrás en el tiempo. La plaza que había delante de la estación estaba vacía, salvo por una campesina con varios abrigos, que esperaba tras un puesto improvisadamente montado a que se le ocurriera a alguien comprar alguno de los repollos que había amontonado ante sí en un poderoso baluarte. No se veía ningún taxi, de forma que emprendí a pie el camino, saliendo de Lovošice en dirección a Terezín. En cuanto se deja atrás la ciudad, de cuyo aspecto no puedo acordarme ya, dijo Austerlitz, se abre hacia el norte un amplio panorama: en primer plano, un campo de color verde cardenillo, detrás de él una planta petroquímica devorada a medias por la herrumbre, de cuyas torres de refrigeración y chimeneas se alzaban blancas nubes de humo, probablemente sin interrupción desde hacía una larga serie de años. Más allá aún, vi las cónicas montañas de Bohemia, que rodean en semicírculo la llamada caldera de Bohuševice y desde la que las cimas más altas desaparecían aquella mañana fría y gris en el cielo que colgaba muy bajo. Fui por el margen de la derecha carretera, mirando siempre si no se dibujaba la silueta de la fortaleza, que no podía estar a más de hora y media de distancia. La idea que yo tenía era la de una construcción poderosa que se elevaba mucho sobre los alrededores, pero Terezín, muy al contrario, se esconde tan profundamente en las húmedas tierras bajas de la confluencia del Eger y el Elba que, como he leído luego, ni desde las colinas que rodean Leitmeritz ni desde su proximidad inmediata puede verse de la ciudad más que la chimenea de la fábrica de cerveza y la torre de la iglesia. Los muros de ladrillo levantados en el siglo XVIII, indudablemente en dura servidumbre, sobre una planta en estrella, se alzan de un amplio foso y apenas sobresalen del nivel de los campos que tiene delante. Además, en la antigua explanada y los muros cubiertos de hierba han crecido en los últimos tiempos toda clase de arbustos y matorrales, con lo que se tiene la impresión de que Terezín sea no tanto una ciudad fortificada como una ciudad camuflada, en gran parte hundida en el suelo pantanoso de la zona de inundación. En cualquier caso, cuando aquella mañana fría y húmeda estaba en la carretera principal de Lovošice a Terezín, no sospeché hasta el final lo cerca que me encontraba ya de mi destino.
Todavía me impedían la vista algunos arces y castaños, negros por la lluvia, pero, cuando estuve entre las fachadas de las antiguas casas de la guarnición, di unos pasos más y me encontré en la Plaza de los Desfiles, bordeada por una doble hilera de árboles.
Lo más llamativo y hasta hoy, para mí, incomprensible de ese lugar, dijo Austerlitz, fue desde el principio que estaba desierto. Sabía por Věra que, desde hacía muchos años, Terezín había vuelto a ser un municipio ordinario y, sin embargo, pasó casi un cuarto de hora antes de que, al otro lado de la plaza, viera a la primera persona, una figura inclinada hacia delante que avanzaba de forma interminablemente lenta, apoyada en un bastón, y sin embargo, cuando aparté sólo un momento los ojos de ella, desapareció de repente. Por lo demás, no encontré en toda la mañana a nadie en las calles rectas y solitarias de Terezín, salvo un perturbado mental de ropa desgarrada que se cruzó en mi camino entre los tilos del parque de la fuente y, gesticulando con violencia y hablando una especie de alemán balbuceado, contaba no sé qué historia, antes de que también él, con el billete de cien coronas que le había dado aún en la mano, desapareciera cuando se estaba yendo, como suele decirse, tragado por la tierra.
Si ya la desolación de la ciudad fortificada, construida como el ideal Estado del Sol de Campanella siguiendo una retícula estrictamente geométrica, resultaba sobremanera opresiva, más aún lo era la frialdad de sus mudas fachadas, detrás de cuyas ventanas ciegas, por mucho que las mirase, no se agitaba ni una cortina.
No podía imaginarme, dijo Austerlitz, quién vivía en aquellos edificios desiertos, ni si vivía alguien, a pesar de que, por otra parte, me había llamado la atención el alto número de cubos de basura, toscamente numerados con pintura roja, que se alineaban contra la pared en los patios traseros. Lo más inquietante, sin embargo, me parecieron las puertas y portales de Terezín, que todos, como creí observar, cerraban el acceso a una oscuridad nunca penetrada, en la que, eso pensé, dijo Austerlitz, no se movían más que la cal desprendida de las paredes y las arañas, que tejían sus telas, corrían por las tablas del suelo con sus pasitos apresurados o colgaban expectantes de sus telas.
No hace mucho, en el umbral del sueño, miré el interior de uno de esos barracones de Terezín. Estaba lleno, capa a capa, de telas de esos hábiles animales, desde el suelo hasta el techo. Todavía recuerdo cómo, semidormido, intenté retener aquella visión gris polvorienta, que a veces se estremecía en una ligera corriente de aire, y distinguir lo que ocultaba, pero se disolvía cada vez más y se superponía a ella el recuerdo que surgía en mi memoria al mismo tiempo de los cristales centelleantes de los escaparates del ANTIKOS BAZAR, en el lado occidental de la plaza de la ciudad, ante los que estuve largo tiempo hacia el mediodía, con la esperanza, como se vio inútil, de que quizá viniera alguien y abriera aquella extraña tienda.
El ANTIKOS BAZAR es, salvo por una diminuta tienda de alimentación, por lo que pude ver, dijo Austerlitz, casi la única tienda de Terezín. Ocupa toda la parte delantera de uno de los mayores edificios y tiene también, creo, una gran profundidad.
Naturalmente no podía ver más que lo que había expuesto en los escaparates y no constituía sin duda más que una pequeña parte de los cachivaches acumulados en el interior del bazar. Pero incluso aquellas cuatro naturalezas muertas, evidentemente compuestas totalmente al azar y que, según parecía, habían crecido de forma por completo natural en las ramas negras, reflejadas en los cristales, de los tilos que había en torno a la plaza, tenían para mí tal atractivo, que durante mucho rato no pude apartarme de ellas y, con la frente apretada contra los fríos cristales, estudiaba las cien cosas distintas, como si de alguna de ellas, o de su relación entre sí, se pudiera deducir una respuesta clara a las muchas preguntas, inimaginables, que me agitaban.