Y luego el aire fresco al entrar en el vestíbulo de la Šporkova n.º 12, la caja de metal empotrada en la pared inmediatamente al lado de la entrada, para la electricidad, con el símbolo del rayo, la flor de mosaico de ocho hojas, gris paloma y blanco de nieve, en el manchado suelo de piedra artificial de la entrada, el olor a cal mojada, la escalera que ascendía suavemente, los botones de hierro en forma de avellana a intervalos determinados, en el pasamanos de la barandilla…, nada más que letras y signos del cajón de imprenta de las cosas olvidadas, pensé y entré así en una confusión de sentimientos tan feliz y al mismo tiempo temerosa, que tuve que sentarme más de una vez en los escalones de la silenciosa escalera y apoyar la cabeza contra la pared.

Tal vez pasó una hora antes de que, finalmente, llamara en el piso superior en la vivienda del lado derecho, y luego media eternidad, según me pareció, hasta que oí algo que se movía dentro, se abrió la puerta y apareció ante mí Vera Ryšanova que, en los años treinta, cuando —eso me contó pronto— estudiaba filología románica en la Universidad de Praga, había sido vecina de mi madre Agáta y mi niñera. El hecho de que no la reconociera inmediatamente, aunque a pesar de su fragilidad no hubiera cambiado nada en el fondo, se debió, creo, dijo Austerlitz, al estado de excitación en que me encontraba y en el que apenas daba crédito a mis ojos. De modo que me limité a balbucear una frase que me había aprendido con dificultad el día anterior: Promiňte, prosím, že Vás obtěžuji. Hledám paní Agáta Austerlizovou, která zde možná v roce devatenáct set třicet osm bydlela. Busco a una señora Agáta Austerlitzová, que posiblemente vivió aquí en 1938. Věra se tapó el rostro con gesto de sobresalto, con ambas manos, que me parecieron infinitamente familiares, me miró por encima de las puntas de sus dedos extendidos, y dijo sólo, en voz muy baja pero con una claridad para mí maravillosa: Jacquot, est-ce que c’est vraiment toi? Nos abrazamos, nos cogimos de las manos, nos volvimos a abrazar, no sé cuántas veces, hasta que Věra me llevó por el oscuro vestíbulo al cuarto en que todo estaba como había estado hacía casi sesenta años. Los muebles, que Věra había heredado en mayo de 1933, con la vivienda, de su tía abuela, el armario de vitrina, a la izquierda un Polichinela enmascarado de Meissen y a la derecha su amada Colombina, la librería encristalada con los cincuenta y cinco pequeños volúmenes de color carmesí de la Comédie humaine, el secreter, el largo sofá, la manta de pelo de camello plegada a sus pies, las azuladas acuarelas de los montes de Bohemia, las plantas con flores en la repisa de la ventana, todo aquello, durante todo el tiempo de mi vida que ahora se precipitaba dentro de mí, había permanecido en su sitio, porque Věra, como me dijo, dijo Austerlitz, desde que me perdió y perdió a mi madre, que era para ella como una hermana, no había soportado ningún cambio. No recuerdo en qué orden Věra y yo nos contamos nuestras respectivas historias aquella tarde y noche de marzo, dijo Austerlitz, pero creo que, después de omitir todo lo que tanto me había oprimido en el curso del tiempo, le hablé brevemente de mí, y hablamos al principio de mis desaparecidos padres, Agáta y Maximilian. Maximilian Aychenwald, que procedía de San Petersburgo, donde su padre, hasta el año de la revolución, había tenido un comercio de especias, había sido en el Partido Socialdemócrata Checoslovaco uno de los funcionarios más activos, dijo Věra, y conoció a mi madre, quince años más joven, que entonces iniciaba su carrera de actriz teatral y había actuado en varias ciudades de provincias, en Nikolsburg, en uno de los numerosos viajes que hacía como orador en actos públicos y reuniones de empresa. En mayo de 1993, cuando apenas me había mudado aquí a la Šporkova, dijo Věra, a la vuelta de una estancia en París, llena de las más hermosas experiencias, como no se cansaban de repetirme, vinieron a vivir juntos a esta casa, a pesar de que siguieron sin casarse. Agáta y Maximilian, dijo Věra, fueron siempre muy aficionados a todo lo francés. Maximilian había sido desde el principio republicano y había soñado con hacer de Checoslovaquia, en medio de la marea fascista que se extendía inconteniblemente por toda Europa, una especie de segunda Suiza, una isla de libertad; Agáta, por su parte, tenía de un mundo mejor una idea más colorida, inspirada en Jacques Offenbach, a quien admiraba sobre todas las cosas, razón también por la que yo, dijo Věra, había recibido mi nombre, no muy usual entre los checos. Fue ese interés por la civilización francesa, en todas sus formas de expresión, que yo, como romanista apasionada, compartía tanto con Agáta como con Maximilian, el que hizo que, tras nuestra primera conversación el día en que se mudaron, comenzara a crecer entre nosotros una amistad, y de esa amistad surgió, por decirlo así como es natural, me dijo Věra dijo Austerlitz, el que ella, Věra, que, a diferencia de Agáta y Maximilian, podía disponer en gran medida de su tiempo, se ofreciera después de mi nacimiento a encargarse durante unos años de las tareas de niñera, hasta mi ingreso en la enseñanza preescolar, oferta que no lamenté luego ni una sola vez, dijo Věra, porque, antes incluso de que yo pudiera hablar, fue siempre como si nadie la comprendiera mejor que yo, y ya a una edad de menos de tres años la entretenía con mi arte para conversar, de la forma más agradable. Cuando íbamos entre los perales y cerezos por los prados en pendiente del jardín del seminario o, los días calurosos, por los umbríos terrenos del parque del palacio de Schönborn, el francés era, tras haber llegado a un acuerdo con Agáta, nuestro idioma habitual, y sólo cuando volvíamos a casa, a últimas horas de la tarde, cuando ella nos preparaba la cena, yo hablaba checo, por decirlo así, para las cosas más domésticas e infantiles. En medio de esa observación, la propia Věra, involuntariamente como supongo, dijo Austerlitz, había pasado de un idioma a otro, y yo, que ni en el aeropuerto ni en los archivos del Estado, incluso ni siquiera al aprenderme de memoria la pregunta que, si hubiera dado con la dirección equivocada, sin duda no me habría ayudado mucho, había tenido ni de lejos la idea de haber tenido contacto alguno con el checo, comprendía ahora, como un sordo que, por un milagro, recupera el oído, casi todo lo que decía Vera, y sólo quería cerrar los ojos y seguir escuchando sus polisilábicas palabras apresuradas. En la buena estación del año especialmente, dijo Věra, lo primero que ella hacía al volver del paseo diario era apartar a un lado los geranios del alféizar, para que yo, desde mi lugar favorito junto al antepecho de la ventana, pudiera mirar afuera, al jardín de las lilas y la casa de poca altura que había enfrente, en la que tenía su taller Moravec, el sastre jorobado, y mientras ella cortaba el pan y hacía hervir el agua, la informara con un comentario apresurado de lo que hacía Moravec en aquel momento, si, por ejemplo, estaba remendando el borde desgastado de una chaqueta, rebuscaba en su caja de botones o cosía un forro acolchado a un abrigo. Lo más importante para mí era sin embargo, dijo Věra, dijo Austerlitz, no perderme el momento en que Moravec dejaba la aguja y el hilo, las grandes tijeras y el resto de sus herramientas, despejaba su mesa cubierta de fieltro, desplegaba sobre ella una hoja doble de periódico y sobre ésta la cena, de la que sin duda se había alegrado ya durante mucho tiempo y que, alternativamente y según las estaciones, consistía en un poco de queso blanco fresco con cebollino, un rábano largo, algunos tomates con cebolla, un arenque ahumado o patatas hervidas. Ahora deja el brazo de madera del maniquí en el armario, ahora sale de la cocina, ahora se trae una cerveza, ahora afila el cuchillo, se corta una rodaja del duro embutido, echa un buen trago de su vaso, se limpia con el dorso de la mano la espuma de la boca, así o de forma parecida, dijo Věra, siempre de la misma forma y sin embargo siempre distinta, había descrito yo casi todas las tardes la cena del sastre, y había tenido que ser con frecuencia advertido de que no olvidara mi propio pan con mantequilla cortado en tiras. Věra, mientras me hablaba de mi extraña habilidad para observar, se había puesto de pie y había abierto las ventanas interiores y exteriores, para permitirme mirar al jardín del vecino, en el que las lilas florecían en aquel momento tan blancas y espesas, que en el crepúsculo que se iniciaba parecía como si hubiera nevado en plena primavera. Y el aroma dulzón que brotaba del jardín amurallado, la luna en cuarto creciente que estaba ya sobre los tejados, el repicar de campanas abajo en la ciudad y la fachada amarilla de la casa del sastre con la galería verde en la que Moravec que, como dijo Věra, no vivía hacía ya tiempo, no era raro ver cómo una plancha de planchar pesada, llena de carbones encendidos, oscilaba en el aire, ésas y otras imágenes, dijo Austerlitz, se alineaban una tras otra, y cuanto más hundidas y encerradas en mí estuvieran, tanto más iluminadoras me volvían a la mente al mirar por la ventana, incluso cuando Věra, sin decir palabra, abrió la puerta de su habitación, en la que, junto a la cama con dosel heredada de su tía abuela, con sus columnas retorcidas y los altos almohadones, estaba todavía el pequeño canapé en el que yo dormía siempre que mis padres no estaban en casa. La media luna entraba en la habitación oscura, una blusa blanca colgaba (como también colgaba con frecuencia entonces, eso lo recuerdo, dijo Austerlitz) del picaporte de la ventana entreabierta; vi a Věra como había sido entonces, cuando se sentaba a mi lado en el diván y me contaba historias de los Montes Gigantes y del bosque de Bohemia, y yo miraba sus ojos extrañamente hermosos, desdibujados al atardecer, cuando, llegados al final feliz, se quitaba las gafas de alta graduación y se inclinaba hacia mí. Más tarde, mientras ella estudiaba sus libros a mi lado, con gusto, recordaba ahora, me quedaba un rato despierto, protegido, como sabía que estaba, por mi solícita guardiana y por el blanquecino resplandor del círculo de luz que la rodeaba durante sus lecturas. Me lo podía imaginar todo con el más mínimo esfuerzo, el sastre encorvado, que ahora estaría sin duda en su alcoba, la luna, que daba la vuelta a la casa, el dibujo de la alfombra y del papel de la pared, incluso el curso de las delgadas grietas en las baldosas de la alta estufa. Sin embargo, si me cansaba del juego y quería dormir, sólo tenía que escuchar hasta que Věra pasara la página, y ahora siento todavía, o sólo ahora vuelvo a sentir cómo era cuando mi conciencia se disolvía entre las amapolas y zarcillos grabados en el lechoso cristal de la puerta, antes de percibir el ligero susurro de la siguiente hoja al ser pasada. En nuestros paseos, así continuó Věra cuando estábamos otra vez sentados en la sala y con sus dos manos inseguras me dio una taza de té de menta, casi nunca íbamos más allá del jardín del seminario, las instalaciones de Chotek y las demás zonas verdes del Barrio Menor. Sólo a veces, en verano, habíamos emprendido con el cochecito, que, como quizá recuerdo, llevaba un molinillo de colores, excursiones un poco más largas, hasta la isla de Sofie, la escuela de natación a orillas del Moldava o la plataforma de observación del monte de Petřín, desde donde contemplábamos una hora o más toda la ciudad extendida ante nosotros, con sus muchas torres, que yo conocía de memoria, lo mismo que los nombres de los siete puentes que cruzaban el centelleante río. Desde que no puedo salir ya de la casa y, por ello, no me ocurre casi nada nuevo, dijo Věra, las imágenes que entonces nos alegraban tanto vuelven con claridad creciente, casi como fantasías. Entonces me parece a menudo, dijo Věra, como si volviera a ver, lo mismo que una vez, de niña, en Reichenberg, un diorama y, en las cajas llenas de un extraño fluido, las figuras congeladas en su movimiento, cuyo realismo, incomprensiblemente, se debía a su extrema reducción. En años posteriores nunca he visto nada más encantador que entonces, en aquel diorama de Reichenberg: el amarillo desierto de Siria, las cumbres de los Alpes de Zillertal, que se alzaban blancas y luminosas sobres los oscuros bosques de abetos, o el momento inmortalizado en que Goethe en Weimar, vistiendo un corto abrigo revoloteante de color café, estaba a punto de subir al coche de posta, en el que ya estaba atada su maleta. Y ahora acompaña a esas reminiscencias de mi infancia el recuerdo de nuestras excursiones juntos desde la Šporkova, por el Barrio Menor. Cuando se tiene un recuerdo, se cree a veces estar viendo el pasado a través de una montaña de cristal y, cuando te cuento esto, dijo Věra, cierro los párpados y nos veo a los dos, reducidos a nuestras pupilas enfermizamente dilatadas, mirando desde la torre de observación del monte de Petřín las verdes colinas, donde en ese momento el funicular, como una gruesa oruga, sube monte arriba, mientras mucho más lejos, al otro lado de la ciudad, entre las casas al pie del Vyšehrad, viene el tren que siempre esperabas con tanta ansiedad, y lentamente, arrastrando una blanca nube de vapor, atraviesa el puente del río. A veces, cuando el tiempo era malo, dijo Věra, íbamos a visitar a mi tía Otýlie en su tienda de guantes de la Šeřiková, que administraba desde los tiempos de la guerra mundial y que, como un recinto sagrado o un templo, estaba llena de una atmósfera amortiguada que excluía todo pensamiento profano. La tía Otýlie era una señorita soltera de apariencia alarmantemente delicada. Llevaba siempre una prenda plisada de seda negra, de cuello de quita y pon de encaje blanco, y se movía envuelta en una nubecilla de muguete. Cuando no estaba atendiendo a alguna de sus, como decía siempre, respetadas clientas, se ocupaba sin pausa de mantener el orden y la jerarquía creados por ella, mantenidos durante decenios a través de todas las vicisitudes de la historia y que sólo ella comprendía realmente, en su surtido de cientos, si no miles de pares de guantes de lo más variado, del que formaban parte tanto los de hilo de algodón para uso diario como las más distinguidas creaciones de París o Milán, de terciopelo o gamuza. Sin embargo, cuando íbamos a visitarla, dijo Věra, sólo se ocupaba de ti, te mostraba esto o aquello, y te dejaba tirar los cajones planos que se deslizaban con suavidad excepcional y no sólo sacar un guante tras otro sino incluso probártelos, explicándote cada modelo con la mayor paciencia, totalmente como si viera en ti a su presunto sucesor en el negocio. Y recuerdo, eso me dijo Věra, dijo Austerlitz, que fue con la tía Otýlie con quien aprendiste a contar a los tres años y medio, con una serie de negros botoncitos brillantes de malaquita, cosidos a un guante semilargo de terciopelo que te gustaba especialmente… jedna, dva, tři, contaba Věra, y yo, dijo Austerlitz, seguí contando entonces, čtyři, pĕt, šest, sedm, sintiéndome como quien se aventura inseguro por el hielo. Profundamente excitado, como estaba en mi primera visita a la Šporkova, no recuerdo ya exactamente todas las historias de Věra, dijo Austerlitz, pero creo que de la tienda de guantes pasamos, por algún giro de la conversación, al Teatro de los Estados, en el que Agáta, en el otoño de 1938, debutó en Praga en el papel de Olimpia, con el que soñaba desde el comienzo de su carrera. A mediados de octubre, dijo Věra, cuando la opereta estaba ya totalmente ensayada, fuimos juntos al ensayo general y, en cuanto entramos en el teatro por la entrada de artistas, dijo ella, yo, aunque antes, en el camino por la ciudad había hablado sin parar, caí en un respetuoso silencio. También durante la representación de las escenas más o menos caprichosamente ordenadas, y luego, al ir a casa en tranvía, estuve extraordinariamente silencioso y absorto en mis pensamientos. Fue por esa observación más bien casual de Věra, dijo Austerlitz, por lo que a la mañana siguiente entré en el Teatro de los Estados y estuve allí largo tiempo en el patio de butacas, exactamente debajo del cenit de la cúpula, después de haber conseguido, dando una propina nada insignificante al portero, hacer algunas fotos en el auditorio recientemente renovado. A mi alrededor ascendían hacia las alturas las filas de butacas, cuya ornamentación dorada centelleaba; delante de mí el proscenio, en el que Agáta había estado alguna vez, era como un ojo ciego. Y cuanto más me esforzaba por hacerme una idea al menos de la aparición de ella, tanto más me parecía que el teatro se estrechaba, como si yo mismo hubiera encogido y estuviera, como Pulgarcito, encerrado en una funda o un cofrecillo forrado de terciopelo. Sólo al cabo de cierto tiempo, cuando alguien se deslizó rápidamente por el escenario tras el telón echado y, con su paso rápido, provocó un movimiento ondulado en los pesados pliegues, sólo entonces, dijo Austerlitz, comenzaron a agitarse las sombras y vi abajo, en la fosa de la orquesta, al director como un escarabajo con su frac y otras figuras negras, que manejaban toda clase de instrumentos, oí cómo éstos se mezclaban con las voces y de repente creí divisar, entre la cabeza de uno de los músicos y el cuello de un contrabajo, en la clara franja de luz que había entre el suelo de tablas y el borde del telón, un zapato azul celeste, bordado de lentejuelas plateadas. Cuando hacia la tarde del mismo día visité a Věra por segunda vez en su vivienda de la Šporkova y, en respuesta a una pregunta, me confirmó que Agáta, con su vestido de Olimpia, había llevado efectivamente unos zapatos azul celeste con lentejuelas, creí que algo me estallaba en la cabeza. Věra dijo que, evidentemente, me había impresionado mucho el ensayo general en el Teatro de los Estados, en primer lugar sin duda, como sospechaba, porque yo temía que Agáta se hubiera transformado verdaderamente en una figura sin duda encantadora, pero para mí totalmente ajena, y yo mismo, continuó Austerlitz, me acordé entonces de haber estado lleno de un pesar hasta entonces desconocido, cuando, mucho después de la hora de irme a dormir, con los ojos muy abiertos en la oscuridad, había estado echado en el diván a los pies de la cama de Věra, escuchando las campanadas de los cuartos de hora de los relojes de las torres y esperando a que Agáta volviera a casa, hasta que oí detenerse el coche que la traía de otro mundo, entró por fin en la habitación y se sentó a mi lado, envuelta en un extraño olor a teatro, mezcla de perfume disperso y polvo. Ella lleva un corpiño de seda gris ceniza, atado delante, pero no puedo reconocer su rostro, sino sólo un velo irisado que flota cerca de su piel, de un color lechoso turbiamente blanquecino, y entonces veo, dijo Austerlitz, cómo se le desliza el chal del hombro derecho cuando me acaricia la frente con la mano… En mi tercer día en Praga, así siguió diciendo Austerlitz, después de haberme recuperado un poco, subí muy de mañana al jardín del Seminario. Los cerezos y perales de los que me había hablado Věra habían sido talados y, en su lugar, habían plantado otros, cuyas delgadas ramas no darían fruto en mucho tiempo. El camino ascendía dando curvas a través de los prados húmedos de rocío. A mitad de la ascensión me encontré con una anciana señora con un teckel grueso de color castaño rojizo que no podía andar bien y se detenía de cuando en cuando para mirar ante sí con el ceño fruncido. Su vista me recordó que, en mis paseos con Vera, había visto a menudo a esas ancianas señoras con perritos cascarrabias, que llevaban casi todos un bozal de alambre y quizá por eso eran tan callados y tan malos. Hasta el mediodía más o menos estuve entonces sentado en un banco al sol, mirando por encima de las casas del Barrio Menor y del Moldava el panorama de la ciudad que, exactamente como el barniz de un cuadro, me parecía atravesado por las grietas y torcidas resquebrajaduras del tiempo pasado.

Otro de esos dibujos surgidos por ninguna ley reconocible, dijo Austerlitz, encontré poco después en las enredadas raíces de un castaño que se aferraba a un lugar muy escarpado, al que, como sé por Věra, dijo Austerlitz, me gustaba trepar de niño. También los tejos verdinegros que crecían entre los altos árboles me resultaban conocidos, tan conocidos como el aire fresco que me rodeaba en el fondo del barranco y como las anémonas que cubrían el suelo de los bosques en número infinito, ahora en abril ya marchitas, y comprendí entonces por qué, hacía años, en una de mis expediciones a una casa de campo con Hilary, me quedé sin voz cuando, en un parque de Gloucestershire muy parecido en toda su disposición al jardín de Schönborn, estuvimos de pronto ante una pendiente hacia el norte, cubierta de hojas finamente plumosas y flores de marzo, blancas como la nieve, de Anemona morosa.

Así, con el nombre botánico de las umbrías anémonas, había terminado Austerlitz aquella velada de finales del invierno de 1997, en la que estábamos en la casa de Alderney Street, rodeados, según me parecía, de un silencio insondable, otra parte de su relato. Pasó un cuarto de hora o media hora aún con aquellas llamas azules, regularmente flameantes, del pequeño fuego de gas, antes de que Austerlitz se levantara y dijera que quizá lo mejor sería que yo pasara la noche en su casa, y entonces me precedió por la escalera y me llevó a una habitación que, exactamente como la planta baja, estaba casi vacía. Sólo contra una pared había, abierta, una especie de cama de campaña, que tenía asideros a ambos lados y, en consecuencia, parecía una camilla. Junto a la cama había una pequeña caja de Cháteau Gruaud-Larose, con su escudo negro grabado a fuego y, sobre la caja, al resplandor suave de una lámpara, un vaso, una garrafa de agua y una antigua radio en una caja de baquelita marrón oscuro. Austerlitz me deseó las buenas noches y cerró cuidadosamente la puerta tras sí. Me acerqué a la ventana, miré afuera, a la abandonada Alderney Street, volví a la habitación, me senté en la cama, me solté los cordones de los zapatos, pensé en Austerlitz, al que oía ahora dar vueltas en el cuarto de al lado, y entonces vi en la penumbra, en la repisa de la chimenea, al levantar otra vez la vista, la pequeña colección de siete cajas de baquelita de distintas formas y no más de dos o tres pulgadas de altura, cada una de las cuales, como resultó al ir abriéndolas una tras otra y poniéndolas bajo la lámpara, contenía los restos mortales de alguna polilla que en aquella casa —eso me había contado Austerlitz— había llegado al fin de su vida. A una de ellas, un ser ingrávido de color marfil, con las plegadas alas de una tela tejida no se sabe cómo, la volqué de su caja de baquelita en la palma de mi mano derecha vuelta hacia arriba. Sus patas, que había encogido bajo el tronco cubierto de escamas, como si acabara de saltar un último obstáculo, eran tan finas que apenas podía reconocerlas. También su antena, que se curvaba sobre todo el cuerpo, temblaba en los límites de la visibilidad. Claros eran en cambio los ojos negros y fijos, un poco salientes, que estudié largo rato antes de volver a hundir en su angosta tumba a aquel espíritu de la noche, posiblemente muerto hacía ya años pero no afectado por ningún signo de destrucción. Antes de acostarme, encendí la radio que estaba junto a mi cama sobre la caja de Burdeos. En su cuadrante iluminado y redondo aparecían los nombres de las ciudades y estaciones con las que, en mi infancia, relacionaba las más exóticas ideas: Monte Ceneri, Roma, Ljubljana, Estocolmo, Bermünster, Hilversum, Praga y otras. Puse el volumen muy bajo y escuché un idioma para mí incomprensible que, desde gran distancia, se esparcía por el éter, una voz de mujer que a veces se hundía entre las olas, luego emergía de nuevo y se cruzaba con el juego de dos manos cuidadosas que, en algún lugar desconocido para mí, se movían sobre el teclado de un Bösendorfer o un Pleyel, produciendo fragmentos musicales que me acompañaron hasta muy entrado en el sueño, creo que de El clave bien temperado. Cuando me desperté por la mañana, de la rejilla de latón de apretada malla del altavoz sólo venía un débil ruido de fondo y una especie de arrastrar. Poco después, en el desayuno, cuando me puse a hablar de la misteriosa radio, Austerlitz dijo que él tenía la opinión de que las voces que, al comenzar la oscuridad, atravesaban el aire y de las que podíamos captar muy poco, tenían, como los murciélagos, su propia vida, que rehuía la luz del sol. A menudo, en sus largas noches de insomnio de los últimos años, las veía al oír a las locutoras de Budapest, Helsinki o La Coruña, seguir muy lejos sus caminos zigzagueantes y deseaba estar en su compañía. Sin embargo, para volver a mi historia… Fue después del paseo por el jardín de Schónborn cuando Věra, otra vez juntos en su vivienda, me habló por primera vez detalladamente de mis padres, de sus orígenes, hasta donde sabía, de su vida y de la aniquilación de su existencia en pocos años. Tu madre Agáta, comenzó, creo, dijo Austerlitz, que a pesar de su apariencia oscura y un poco melancólica era una mujer sumamente optimista, que en ocasiones se inclinaba incluso a la despreocupación. En eso era completamente como el viejo Austerlitz, su padre, que tenía en Sternberg una fábrica de feces turcos y babuchas, y sabía situarse simplemente por encima de toda contrariedad. Lo oí hablar una vez, cuando estaba de visita en la casa, del auge considerable que había experimentado su negocio desde que los hombres de Mussolini llevaban esos cubrecabezas semiorientales y él apenas podía fabricar y enviar a Italia suficientes. También Agáta creía entonces, animada como se sentía por el reconocimiento público que, mucho más rápidamente de lo que se había atrevido a esperar, había conseguido como cantante de ópera y de opereta, que a la corta o a la larga todo iría mejor, mientras que Maximilian, a pesar de su carácter alegre, que compartía con Agáta desde que la conocía, eso decía Věra, dijo Austerlitz, estaba convencido de que los advenedizos llegados al poder en Alemania y las corporaciones y multitudes que se multiplicaban bajo su gobierno hasta lo imprevisible y que, como decía a menudo, lo aterrorizaban literalmente, se habían entregado desde el principio a una pasión ciega de conquista y destrucción, cuyo punto álgido era la mágica palabra mil que el canciller del Reich, como se podía oír en la radio, repetía continuamente en sus discursos. Mil, diez mil, veinte mil, mil veces mil y miles de miles, profería con voz ronca la idea inculcada a los alemanes de su propia grandeza y del objetivo final que los esperaba. Sin embargo, dijo Věra, continuó Austerlitz, Maximilian no creía de ningún modo que el pueblo alemán hubiera sido empujado a su infortunio; más bien, en su opinión, partiendo de los sueños de cada uno y de los deseos guardados en familia, se había recreado de nuevo en esa forma perversa, produciendo los gerifaltes nazis, a los que Maximilian consideraba sin excepción atolondrados y holgazanes, como exponentes simbólicos de su turbulencia interior. Maximilian contaba ocasionalmente, según recordaba Věra, dijo Austerlitz, cómo una vez, en la primavera de 1933, después de una asamblea sindical en Teplitz, se había adentrado un trecho en los Montes Metálicos y había tropezado allí, en el jardín de una taberna, con algunos excursionistas que, en un pueblo del lado alemán, habían comprado toda clase de cosas, entre ellas una nueva clase de caramelos con una cruz gamada de color frambuesa en la masa, que realmente se deshacían en la boca. Al ver aquellas golosinas nazis, había dicho Maximilian, le resultó bruscamente claro que los alemanes estaban reorganizando toda su producción, desde la industria pesada hasta aquellas cosas de mal gusto, y no porque se lo ordenaran, sino, cada uno en su propio campo, por entusiasmo ante el resurgimiento nacional. Věra siguió diciéndome, dijo Austerlitz, que Maximilian, en los años treinta, fue a Austria y Alemania varias veces, para poder apreciar mejor su desarrollo general, y que recordaba muy bien cómo, inmediatamente después de su regreso de Nuremberg, describió la inmensa recepción que se dispensó al Führer cuando fue al congreso del Partido. Ya horas antes de su llegada todos los habitantes de Nuremberg y los venidos de todas partes, no sólo de Franconia y de Baviera sino también de las partes más alejadas del país, de Holstein y Pomerania lo mismo que de Silesia y de la Selva Negra, estaban de pie, codo con codo y con expectante excitación, a lo largo de la ruta predeterminada, hasta que finalmente, surgiendo de los bramidos de júbilo, apareció la caravana de pesados Mercedes y, a paso lento, se deslizó por la estrecha calle que partía el mar de rostros radiantes levantados y brazos ansiosamente tendidos. Maximilian había dicho, dijo Věra, que, en aquella multitud convertida en un solo ser vivo y recorrida y estremecida por extrañas contracciones, se había sentido realmente como un cuerpo extraño que pronto sería triturado y expulsado. Había visto desde el lugar de la iglesia de San Lorenzo donde estaba cómo la caravana se abría paso lentamente a través de las masas ondulantes que bajaban por el Barrio Viejo, cuyas casas de gabletes puntiagudos y encorvados, con sus ocupantes que colgaban de las ventanas como racimos de uva, parecían un gueto desesperadamente abarrotado, al que ahora, había dicho Maximilian, llegara el salvador tanto tiempo esperado. De igual forma, dijo Věra, Maximilian había hablado luego repetidas veces de la espectacular película del congreso del Partido, que había visto en un cine de Munich y que lo había confirmado en su sospecha de que los alemanes, saliendo de la humillación que no habían podido superar, estaban desarrollando una idea de sí mismos como pueblo elegido para mesianizar el mundo. Los sobrecogidos espectadores no sólo eran testigos de cómo el avión del Führer descendía lentamente hacia tierra a través de las montañas de nubes; no sólo se invocaba la trágica historia anterior compartida en la ceremonia de homenaje a los caídos, en la que Hitler y Hess y Himmler, a los acordes de una marcha fúnebre que estremecía hasta lo más íntimo el alma de toda la nación, como nos describió Maximilian, recorrían la ancha calle de las derechas columnas y compañías formadas, gracias al poder del nuevo Estado, por cuerpos alemanes inamovibles; no sólo se veía a los guerreros que prometían morir por la patria, los gigantescos bosques de banderas que oscilaban misteriosamente y se movían a la luz de las antorchas hacia la noche… No, se veía también, dijo Věra, contó Maximilian, a vista de pájaro, una ciudad de tiendas blancas que al amanecer llegaban hasta el horizonte, de las cuales, en cuanto se hizo un poco de luz, salieron los alemanes, solos, en parejas o en pequeños grupos y, en cortejo silencioso que cada vez se iba cerrando más, se dirigieron todos en la misma dirección, como si siguieran un llamamiento más alto y, tras largos años en el desierto, estuvieran por fin en camino hacia la Tierra Prometida. Después de esa experiencia de Maximilian en el cine de Munich, sólo hicieron falta unos meses para poder oír por la radio a los austríacos, que se contaban por cientos de miles, afluyendo a la Heldenplatz de Viena, y con sus gritos se precipitaban sobre nosotros, como una oleada, durante horas enteras, dijo Věra. El paroxismo colectivo de las masas vienesas, dijo ella, marcó, en opinión de Maximilian, el punto de inflexión. Todavía resonaba como un siniestro bramido en nuestros oídos cuando, apenas terminado el verano, aparecieron en Praga los primeros refugiados expulsados de la llamada Marca Oriental, que al parecer antes de su expulsión habían sido robados por sus antiguos conciudadanos de todo, salvo unos chelines, y con la falsa esperanza, como sin duda sabían, de poder mantenerse así a flote en un país extranjero, iban de puerta en puerta como vendedores ambulantes, ofreciendo horquillas y prendedores para el pelo, lápices y papel de cartas, corbatas y otros artículos de mercería, lo mismo que en otro tiempo sus antepasados habían recorrido el país en Galizia, Hungría y el Tirol con sus bultos a la espalda. Todavía recuerdo, dijo Věra, dijo Austerlitz, a uno de esos vendedores ambulantes, un tal Saly Bleyberg, que en Leopoldstadt, no lejos de la Praterstern, había instalado un garaje en la época dificil de entreguerras y que, cuando Agáta lo invitó a un café, nos contó las historias más horribles de la bajeza de los vieneses: con qué medios lo habían obligado a traspasar su negocio a un tal señor Haselberger, de qué forma había sido estafado luego en el precio de venta, de todos modos ridículo, cómo lo despojaron de sus depósitos bancarios y valores y le confiscaron todo el mobiliario y su coche Steyr, y cómo, por último, él, Saly Bleyberg, y los suyos, sentados en sus maletas en el vestíbulo, tuvieron que oír las negociaciones entre el portero borracho y una pareja joven evidentemente recién casada, que había venido para ver su vivienda que quedaba libre. Aunque ese relato del pobre Bleyberg, que continuamente arrugaba el pañuelo en la mano con rabia impotente, superaba con mucho las peores imaginaciones, y aunque la situación después del Acuerdo de Munich se hizo prácticamente desesperada, dijo Věra, Maximilian se quedó aún en Praga todo el invierno, ya fuera por su labor en el Partido, entonces especialmente urgente, o bien porque, mientras pudiera, no quería renunciar a creer que el derecho protegía a las personas. Agáta, por su parte, no estaba dispuesta a irse a Francia antes que Maximilian, a pesar de que él se lo había aconsejado reiteradamente, y así ocurrió que tu padre, entonces en el máximo peligro, me dijo Věra, dijo Austerlitz, no voló solo a París hasta la tarde del 14 de marzo, cuando era ya casi demasiado tarde. Todavía recuerdo, dijo Věra, que, cuando se despidió, llevaba un maravilloso traje cruzado de color ciruela y un sombrero de fieltro negro de ala ancha, con una cinta verde. A la mañana siguiente, el día apenas despuntaba aún, entraron realmente los alemanes en Praga, en medio de una espesa tormenta de nieve que en cierto modo parecía crearlos de la nada y, cuando cruzaron el puente y sus carros de combate subieron por la Narodni, un profundo silencio se extendió por toda la ciudad. La gente se apartaba, desde ese momento caminaba más despacio, como en sueños, como si ya no supiera adónde ir. Lo que nos molestó especialmente, eso, dijo Austerlitz, observó Věra, fue el inmediato cambio a la conducción por la derecha. Con frecuencia, dijo, el corazón me perdía un latido cuando veía a un coche circular a toda velocidad por el lado derecho, porque inevitablemente tenía la idea de que, en lo sucesivo, tendríamos que vivir en un mundo equivocado. Evidentemente, continuó Věra, para Agáta era mucho más difícil que para mí arreglárselas bajo el nuevo régimen. Desde que los alemanes habían dictado las normas aplicables a la población judía, sólo podía hacer sus compras a determinadas horas; no podía tomar un taxi, tenía que viajar en el tranvía en el último coche, no podía ir a un café ni al cine, ni a un concierto o cualquier reunión pública. Tampoco podía ya subir a un escenario, y el acceso a las orillas del Moldava, a los jardines y parques que tanto le gustaban, le estaba vedado. A ninguna parte donde hay verde puedo ir, dijo una vez, y añadió que ahora comprendía realmente lo hermoso que era poder estar sin preocupaciones contra la barandilla, en un vapor fluvial. La lista de limitaciones que de día en día se alargaba —todavía oigo decir a Věra, dijo Austerlitz, que pronto estuvo prohibido ir por el lado de la acera que daba al parque, entrar en una lavandería o tintorería, o utilizar un teléfono público— llevó pronto a Agáta casi al borde de la desesperación. La veo ahora otra vez ir de un lado a otro por el cuarto, dijo Věra, la veo darse en la frente con la mano abierta y gritar, marcando las sílabas: ¡No-lo-com-pren-do! ¡Nun-ca-lo-com-pren-de-ré! Sin embargo, iba a la ciudad tan frecuentemente como podía y recitando, en no sé cuáles ni cuántos lugares, hacía cola durante horas en la única oficina de correos a la que tenían acceso los cuarenta mil judíos de Praga para enviar un telegrama; obtenía informaciones, entablaba relaciones, depositaba dinero, aportaba certificados y garantías y, cuando volvía, se torturaba los sesos hasta avanzada la noche. Sin embargo, cuanto más y más tiempo se esforzaba, tanto más desaparecía incluso la esperanza de obtener un permiso de salida, y por eso se decidió finalmente, en el verano, cuando ya se hablaba de la guerra inminente y de la agravación de las restricciones que sin duda se produciría cuando estallara, a enviarme a mí al menos, como me dijo Věra, dijo Austerlitz, a Inglaterra, después de haber conseguido, por mediación de uno de sus amigos del teatro, incluir mi nombre en uno de los escasos transportes de niños que fueron en aquellos meses de Praga a Londres. Věra recordaba, dijo Austerlitz, que la alegre excitación que sintió Agáta por ese primer éxito de sus esfuerzos se oscureció por la preocupación y el pesar al imaginarse cómo me sentiría, un niño que no había cumplido aún los cinco años y había estado siempre protegido, en el largo viaje en tren y, luego, entre personas extrañas en un país extraño. Por otra parte, dijo Věra, Agáta decía que ahora que se había dado el primer paso, sin duda habría pronto para ella una salida y podríais vivir todos juntos en París. De esa forma, no sabía qué hacer entre sus ilusiones y el miedo a hacer algo irresponsable e imperdonable, y quién sabe, me dijo Věra, si no se hubiera quedado contigo si hubieran faltado unos días más para tu salida de Praga. Sólo me quedó una imagen poco clara y en cierta medida borrosa del momento de la despedida en la estación Wilson, dijo Věra, añadiendo después de reflexionar un poco que yo llevaba mis cosas en una maletita de cuero y, en una mochila, algunos víveres —un petit sac á dos avec quelques viatiques, dijo Austerlitz—, ésas habían sido exactamente las palabras de Věra que, como pensaba entretanto, resumían toda su vida posterior. Věra recordaba también la chica de doce años con el bandoneón, a cuyos cuidados me había confiado, un cuadernillo de Chaplin comprado en el último momento, el revolotear, parecido al de una bandada de palomas que emprendiera el vuelo, de los pañuelos blancos con los que los padres que quedaban atrás despedían a sus hijos, y la extraña sensación que tuvo de que el tren, después de haber avanzado interminablemente despacio, no se había ido realmente sino sólo, en una especie de maniobra engañosa, había rodado un trecho saliendo de la nave encristalada y allí, ni siquiera a media distancia, se había hundido. Agáta, sin embargo, cambió desde ese día, continuó Věra, dijo Austerlitz. Lo que había conservado de su alegría y confianza, a pesar de todas las dificultades, estaba ahora cubierto por una melancolía contra la que, evidentemente, no podía nada. Un intento, creo, dijo Věra, hizo aún de comprar su libertad, pero luego no salió ya prácticamente nunca de casa, tenía miedo de abrir las ventanas, se quedaba sentada inmóvil durante horas en el azul sillón de terciopelo, en el rincón más oscuro del salón, o estaba echada en el sofá con las manos ante la cara. Sólo esperaba qué sucedería ahora y, sobre todo, esperaba correo de Inglaterra y de París. De Maximilian tenía varias direcciones, la de un hotel en el Odéon, la de un pequeño piso de alquiler en las proximidades de la estación de metro Glacière y una tercera, dijo Věra, en un distrito que ya no recuerdo, y se atormentaba pensando haber confundido las direcciones en algún momento absolutamente decisivo y, de esa forma, haber causado la interrupción de la correspondencia, pero al mismo tiempo temía que las cartas que le había dirigido Maximilian hubieran sido retenidas por el servicio de seguridad al llegar a Praga. Realmente, su buzón en la época que llegó hasta el invierno de 1941, mientras Agáta vivía aún en la Šporkova, estaba siempre vacío, por lo que, como me dijo una vez de forma extraña, era como si precisamente los mensajes en que poníamos nuestras últimas esperanzas fueran desviados o tragados por los malos espíritus que por todas partes zumbaban en el aire a nuestro alrededor. Hasta qué punto esa observación de Agáta recogía los invisibles terrores bajo los cuales la ciudad de Praga se humillaba entonces, sólo lo comprendí, dijo Vera, más tarde, cuando conocí la auténtica medida de la perversión del derecho entre los alemanes y de los actos de violencia que perpetraban a diario en el sótano del palacio Petschek, en la prisión de Pankrác y en el lugar de ejecución fuera, en Kobylisy. Por una contravención, una simple vulneración del orden reinante, se podía, después de haber tenido noventa segundos para defenderse ante un juez, ser condenado a muerte y ahorcado de inmediato en la sala de ejecuciones que estaba al lado mismo de la de juicios, y a lo largo de la cual había un carril de hierro bajo el techo, del que colgaban los cuerpos sin vida que, según hiciera falta, se iban corriendo. La cuenta de ese procedimiento expeditivo se enviaba a los parientes del ahorcado o guillotinado, con la observación de que se podía saldar en plazos mensuales. Aunque en aquella época no se supo mucho de ello fuera, por toda la ciudad se extendía el miedo a los alemanes como un miasma taimado. Agáta afirmaba que entraba incluso con las ventanas y puertas cerradas y cortaba el aliento. Cuando vuelvo la mirada a los dos años que siguieron al llamado estallido de la guerra, me parece como si en aquella época todo girase hacia abajo en un remolino, cada vez más aprisa. En la radio se precipitaban las noticias que daban los locutores con un tono curiosamente agudo, exprimido de la garganta, de los éxitos innegables de la Wehrmacht, que pronto ocuparía todo el continente europeo y cuyas campañas poco a poco, con una lógica aparentemente aplastante, abrían a los alemanes la perspectiva de un imperio, en el que todos, gracias a pertenecer a aquel pueblo elegido, seguirían la carrera más brillante. Creo, me dijo Věra, dijo Austerlitz, que hasta los últimos de los alemanes que dudaban fueron dominados en aquellos años de victorias arrolladoras por una especie de euforia de las alturas, mientras que nosotros, los oprimidos, vivíamos en cierto modo bajo el nivel del mar y teníamos que ver cómo la economía de todo el país era invadida por las SS y una empresa tras otra era traspasada a fideicomisarios alemanes. Hasta la fábrica de feces y babuchas de Sternberg se había arianizado. Aquello de lo que podía disponer Agáta bastaba apenas para lo más necesario. Sus haberes bancarios estaban bloqueados desde que había tenido que presentar una declaración de patrimonio de ocho páginas, con docenas de categorías. Le estaba también estrictamente prohibido enajenar cualesquiera valores reales, como cuadros o antigüedades, y recuerdo, dijo Věra, que una vez, en una de aquellas proclamaciones de la Potencia ocupante, mostró un párrafo en el que decía que, en caso de infracción, tanto el judío de que se tratara como el adquirente debían contar con que la policía del Estado adoptaría las medidas más severas. ¡El judío de que se tratara!, había exclamado Agáta, y luego: ¡Cómo escribe esa gente! Te puedes desmayar. A finales de otoño de 1941, creo, dijo Věra, que Agáta tuvo que llevar al llamado Centro de Entrega Obligatoria la radio, su gramófono, con los discos que tanto quería, sus prismáticos y gemelos de ópera, los instrumentos de música, sus joyas, las pieles y el guardarropa que había dejado Maximilian. Por algún error cometido con ese motivo fue enviada en un día helado —el invierno, dijo Věra, ha llegado este año muy pronto— a palear nieve en el campo de aviación de Ruzyně, y al día siguiente a las tres, en medio de la noche más silenciosa, los dos mensajeros hacía ya tiempo esperados de la comunidad de culto llegaron con la noticia de que Agáta debía prepararse para su transporte en un plazo de seis días. Aquellos mensajeros, así me dijo Věra, dijo Austerlitz, que eran sorprendentemente semejantes y tenían un rostro impreciso y brillante, llevaban chaquetas con diversos pliegues, bolsillos, botones y un cinturón, que, sin que se pudiera saber con claridad para que servían, parecían especialmente apropiados. En voz baja hablaron algún tiempo con Agáta y le entregaron un fajo de impresos en los que, como resultó, todo estaba determinado y prescrito hasta el más mínimo detalle: dónde y cuándo tenía que encontrarse la persona mencionada, qué prendas de vestir —falda, gabardina, cubrecabezas, orejeras, mitones, camisón, ropa interior, etc.—, qué artículos de uso personal, como por ejemplo costurero, grasa para cuero, hornillo de alcohol y velas, eran recomendables, que el peso total de la pieza de equipaje principal no debía superar los cincuenta kilos, qué cosas se podían llevar como equipaje de mano y provisiones, cómo debían marcarse las maletas con nombre, destino y número asignado; que todos los formularios adjuntos debían llenarse por completo y firmarse, que no estaba permitido llevar colchones ni otros artículos de mobiliario, ni hacer mochilas o bolsas de viaje con alfombrillas persas, abrigos u otros restos de tejidos valiosos, que el llevar encendedores así como fumar en el lugar de embarque y, en general, en adelante quedaba prohibido y que toda orden de los órganos oficiales debía obedecerse en cualquier caso de la forma más exacta. Agáta no estaba en condiciones de seguir esas instrucciones redactadas, como yo también veía ahora, dijo Věra, en un lenguaje francamente repulsivo; más bien metió sin orden ni concierto en una bolsa algunas cosas absolutamente poco prácticas, como alguien que va a hacer una excursión de fin de semana, de forma que finalmente, por imposible que me resultara y culpable que me hiciera sentir, me encargué yo del equipaje, mientras ella, apartada, se apoyaba en la ventana y miraba la calle vacía. A primera hora de la mañana del día fijado, las dos, todavía en la oscuridad, nos fuimos, con el equipaje atado al trineo y, sin cambiar palabra, a través de la nieve que giraba a nuestro alrededor, recorrimos el largo camino bajando por la orilla izquierda del Moldava y pasando junto al Baumgarten, hasta llegar al Palacio de la Feria en Holešovice. Cuanto más nos acercábamos a ese lugar, con tanta mayor frecuencia aparecían, saliendo de la oscuridad, pequeños grupos de personas muy cargadas que, a través de la tormenta de nieve, que se había hecho más espesa, se movían con esfuerzo hacia el mismo lugar, de forma que, poco a poco, se iba formando una larga caravana muy extendida, con la que, hacia las siete de la mañana, llegamos a la entrada, iluminada por una sola bombilla eléctrica. Allí aguardamos en la multitud de los convocados, sólo agitada de vez en cuando por un temeroso murmullo, entre los que había ancianos y niños, gente distinguida y sencilla, y todos, como se les había ordenado, llevaban al cuello su número de transporte, colgado de un bramante. Agáta me pidió pronto que la dejase. Al despedirnos me abrazó y dijo: Ahí al otro lado está el parque Stromovka. ¿Darás de cuando en cuando un paseo por mí? Me ha gustado tanto ese hermoso terreno. Quizá cuando mires el agua oscura de los estanques, quizá veas un día mi rostro. Sí, y entonces, dijo Věra, me fui a casa. Tardé más de dos horas en volver a la Šporkova. Traté de imaginarme dónde estaría Agáta, si aguardaría todavía ante la puerta de entrada o estaría ya dentro en la Feria de Muestras.