La gravilla entre las vías, las resquebrajadas traviesas, las paredes de ladrillo, las molduras y cristales de las altas ventanas laterales, los quioscos de madera de los inspectores, las columnas de hierro colado que se alzaban con capiteles de hojas de palma, todo estaba ennegrecido por una capa pegajosa, formada en el transcurso de los años por polvo de carbón y hollín, vapor de agua, azufre y gasóleo. Incluso en los días soleados, sólo un gris difuso, iluminado apenas por los globos de luz, atravesaba el techo de cristal del recinto, y en esa eterna oscuridad, llena de una confusión de voces sofocadas y de un suave raspar y arrastrar de pies, se movían a raudales las innumerables personas que bajaban de los trenes o se dirigían a ellos, juntas o separadas y, en las barreras y pasos estrechos, remansadas como el agua ante una presa. Cada vez, dijo Austerlitz, cuando al volver del East End bajaba en la estación de Liverpool Street, me quedaba allí una o dos horas al menos, me sentaba en un banco con otros viajeros y personas sin hogar ya cansados a primera hora de la mañana o me apoyaba en algún lado contra una barandilla, sintiendo al hacerlo aquel tirón constante dentro de mí, una especie de dolor de corazón que, como empezaba a sospechar, se debía a la vorágine del tiempo pasado. Sabía que en el terreno sobre el que se levantaba la estación se extendían en otro tiempo prados pantanosos que llegaban hasta los muros de la ciudad, los cuales, durante los fríos inviernos de la llamada pequeña edad glaciar, se helaban durante meses y en los que los londinenses patinaban, con patines de hueso atados bajo las suelas, lo mismo que los habitantes de Amberes sobre el Escalda, a veces hasta medianoche, al resplandor titilante de los troncos que ardían en braseros situados aquí o allá. Más tarde se drenaron poco a poco esos prados pantanosos, se plantaron olmos, se instalaron huertos de hierbas, estanques de peces y blancos senderos de arena por los que pudieran pasear los ciudadanos al acabar su jornada, y pronto se construyeron también pabellones y casas de campo, hasta Forest Park y Arden. En los terrenos de la actual ala principal de la estación y del Great Eastern Hotel, así continuó Austerlitz, se alzaba hasta el siglo XVII el convento de la orden de Santa María de Belén, que fundó un tal Simon FitzMary tras haberse salvado de forma milagrosa de manos de los sarracenos, en una cruzada, para que en adelante los piadosos hermanos y hermanas rogaran por la salvación del fundador y de sus antecesores, su cesores y parientes. Al convento pertenecía también, fuera de Bishopsgate, el hospital para perturbados e indigentes que ha pasado a la historia con el nombre de Bedlam. Casi compulsivamente, dijo Austerlitz, cuando estaba en la estación, trataba de imaginarme una y otra vez dónde, en el espacio luego atravesado por otros muros y ahora nuevamente alterado, habían estado las habitaciones de los ocupantes del asilo, y a menudo me he preguntado si el sufrimiento y los dolores que se acumularon allí durante siglos han desaparecido realmente alguna vez, si todavía hoy, como creía sentir a veces en un frío soplo de aire en la frente, no nos cruzábamos con ellos en nuestros recorridos por las naves y en las escaleras. O me imaginaba también poder ver los pálidos campos que se extendían hacia el oeste de Bedlam, veía las blancas sendas de ropa tendidas sobre la hierba verde y las figuritas de tejedores y lavanderas y, más allá de los campos pálidos, los lugares donde se enterraba a los muertos desde que los cementerios de las iglesias de Londres no podían acoger a más. Lo mismo que los vivos, los muertos, cuando están demasiado apretados, se trasladan a una zona menos poblada, donde, a distancia conveniente entre sí, pueden encontrar reposo. Sin embargo, siguen llegando cada vez más, en sucesión ininterrumpida, para cuyo alojamiento finalmente, cuando todo está ocupado, se cavan tumbas en las tumbas, hasta que por todo el campo se encuentran huesos a diestro y siniestro.
Donde, en otro tiempo, estaban los pálidos campos y los camposantos, en la zona de la estación de Broad Street, construida en 1865, aparecieron en 1984, en las excavaciones realizadas en el curso de los trabajos de demolición bajo una parada de taxis, más de cuatrocientos esqueletos. Yo estaba entonces con mucha frecuencia dijo Austerlitz, en parte por mi interés por la historia de la arquitectura y en parte también por otras razones, para mí incomprensibles, e hice fotografías de los restos mortales y recuerdo que uno de los arqueólogos, con el que entré en conversación, me dijo que en cada metro cúbico de tierra sacada de aquella fosa se habían encontrado, por término medio, los esqueletos de ocho personas. Sobre la capa de tierra depositada encima de los cuerpos hundidos con el polvo y los huesos la ciudad creció, en el curso de los siglos XVII y XVIII, en una maraña cada vez más intrincada de calles y casas pútridas, fabricadas con maderos, terrones de barro y cualquier otro material disponible, para los más humildes habitantes de Londres. Hacia 1860 y 1870, antes de comenzar los trabajos de construcción de las dos estaciones del nordeste, esos barrios miserables fueron desalojados por la fuerza y se removieron y desplazaron enormes masas de tierra, con los enterrados en ella, para que las vías del ferrocarril, que en los planos preparados por los ingenieros parecían las fibras musculares y nerviosas de un atlas anatómico, pudieran llegar hasta los confines de la ciudad. Pronto la zona que había ante Bishopsgate no fue más que un barrizal pardo grisáceo, una tierra de nadie en la que no se movía un alma.
El arroyo de Wellbrook, las fosas de agua y los estanques, las fochas, becasinas y garzas, los olmos y moreras, el parque de ciervos de Paul Pindar, los enfermos mentales de Bedlam y los hambrientos de Angel Alley, de Peter Street, de Sweet Apple Court y de Swan Yard habían desaparecido, y desaparecidas estaban hoy las multitudes de millones y millones que, un día tras otro, pasaron durante un siglo entero por las estaciones de Broadgate y Liverpool Street. Para mí, sin embargo, dijo Austerlitz, era en aquel tiempo como si volvieran los muertos de su ausencia y llenaran la penumbra que me rodeaba con su incesante ir y venir, peculiarmente lento. Recuerdo, por ejemplo, que una tranquila mañana de domingo estaba sentado en un banco del andén especialmente oscuro al que llegaban los trenes del barco de Harwich, y que contemplé allí largo tiempo a un hombre que, con su raído uniforme de ferroviario, llevaba un turbante blanco como la nieve y, con una escoba, recogía aquí o allá algo de la basura que había en el pavimento. En esa tarea, que, en su inutilidad, recordaba las penas eternas que, al parecer, dijo Austerlitz, tendremos que sufrir después de nuestra vida, aquel hombre que, profundamente olvidado de sí mismo, realizaba siempre los mismos movimientos, se servía de, en lugar de un verdadero recogedor, una caja de cartón con uno de los lados arrancado, que él iba empujando con el pie poco a poco, primero subiendo por la plataforma y luego bajando otra vez, hasta llegar al punto de partida, una puerta baja en la valla de la obra que se alzaba ante la fachada interior de la estación hasta el segundo piso, por la que había salido hacía media hora y por la que, a trompicones según me pareció, volvió a desaparecer. Hasta hoy me resulta inexplicable qué me indujo a seguirlo, dijo Austerlitz. Damos casi todos los pasos decisivos de nuestra vida por algún impreciso impulso interior. En cualquier caso, aquella mañana de domingo me encontré de repente tras la alta valla de la obra, directamente ante la entrada del llamado Ladies Waiting Room, de cuya existencia en aquella parte remota de la estación no había tenido hasta entonces la menor idea. No se veía por ninguna parte al hombre del turbante. Tampoco en el andamio se movía nada. Dudé si entrar por la puerta de vaivén pero, apenas puse la mano en la manilla de latón, entré enseguida, a través de una cortina de fieltro colgada en el interior contra las corrientes de aire, a una gran sala evidentemente no usada desde hacía años, como un actor, dijo Austerlitz, que sale al escenario y, en el momento de salir, olvida irrevocablemente y por completo lo que se ha aprendido de memoria, el papel que tantas veces ha interpretado. Es posible que pasaran minutos u horas, durante los cuales, sin poder moverme del sitio, estuve de pie en aquella sala, según me pareció de techo enormemente alto, con el rostro levantado hacia la luz de un gris helado, parecida a la de la luna, que entraba por una galería situada bajo el techo abovedado y flotaba sobre mí como una red o un tejido poco espeso, en algunos sitios deshilachado. A pesar de que esa luz era muy clara en lo alto, una especie de polvo centelleante se podría decir, cuando descendía parecía ser absorbida por las paredes y las regiones más bajas de la sala, como si sólo aumentara la oscuridad y corriera en verdugones negros, más o menos como la lluvia por los troncos lisos de las hayas o por una fachada de hormigón. A veces, cuando fuera, sobre la ciudad, se desgarraba la cubierta de nubes, algunos haces de rayos entraban en la sala de espera, que sin embargo se extinguían ya a medio camino la mayoría de las veces. Otros rayos, en cambio, describían curiosas trayectorias que infringían las leyes de la física, y giraban en espiral o remolino sobre sí mismos, antes de ser tragados por las vacilantes paredes. Apenas en un abrir y cerrar de ojos veía entretanto enormes espacios que se abrían, filas de pilares y columnatas que llevaban a las mayores distancias, bóvedas y arcos de ladrillo que soportaban pisos y más pisos, escalinatas de piedra, escaleras de madera y escalerillas que conducían la vista cada vez más arriba, pasarelas y puentes que cruzaban los abismos más profundos y en los que se apiñaban figuras diminutas, presos, pensé, dijo Austerlitz, que buscaban una salida de aquella mazmorra y, cuanto más miraba a lo alto con la cabeza dolorosamente echada atrás, tanto más me parecía como si el espacio interior en que me encontraba se extendiera, como si continuara infinitamente en el más improbable de los escorzos, curvándose al mismo tiempo sobre sí mismo, como sólo era posible en un universo falso semejante. Una vez creí ver, muy arriba, una cúpula rota, en cuyos bordes, sobre un parapeto, crecían helechos, sauces jóvenes y otros arbustos en los que las garzas habían construido nidos grandes y desordenados, y las vi desplegar las alas e irse volando por el aire azul. Recuerdo, dijo Austerlitz, que, en medio de aquella visión de cautiverio y liberación, me atormentaba la idea de si había ido a parar al interior de una ruina o al de un edificio sólo en proceso de construcción. En cierto modo, en aquella época, en la que la nueva estación surgía literalmente de la construcción derribada, ambas cosas eran ciertas, y lo decisivo no era esa pregunta, que en el fondo era sólo una distracción, sino los fragmentos de recuerdos que comenzaban a desplazarse por las zonas exteriores de mi conciencia, imágenes como, por ejemplo, la de una tarde a finales de noviembre de 1968, cuando, con Marie de Verneuil, a la que conocía de mi época de París y de la que todavía tendré que hablar, estaba en la nave de la maravillosa iglesia de Salle en Norfolk, que se alza sola en una extensa campiña, y no pronuncié las palabras que hubiera debido pronunciar. Fuera, la blanca niebla había subido de los campos, y los dos mirábamos en silencio cómo se arrastraba lentamente por el umbral de la puerta, una nebulosidad que avanzaba baja, rizándose, y que poco a poco se extendía por el suelo de piedra, cada vez se adensaba más y ascendía visiblemente, hasta que sólo sobresalíamos de ella de medio cuerpo y temimos que pronto no nos dejara respirar. Recuerdos como ése eran los que me venían en el abandonado Ladies Waiting Room de la estación de Liverpool Street, recuerdos tras los cuales y en los cuales se escondían cosas que se remontaban mucho más atrás, siempre entrelazados entre sí, exactamente como las bóvedas laberínticas que creía reconocer en aquella luz gris polvorienta y que se continuaban en sucesión interminable. Realmente tenía la sensación, dijo Austerlitz, de que la sala de espera, en cuyo centro estaba yo como deslumbrado, contenía todas las horas de mi pasado, todos mis temores y deseos reprimidos y extinguidos alguna vez, como si el dibujo de rombos negros y blancos de las losas de piedra que tenía a mis pies fuera el tablero para la partida final de mi vida, como si se extendiera por toda la planicie del tiempo. Quizá por eso viera también en la semipenumbra de la sala dos personas de mediana edad vestidas al estilo de los años treinta, una mujer con una gabardina ligera y un sombrero ladeado sobre el pelo y, junto a ella, un hombre flaco, que llevaba traje oscuro y alzacuello. Y no sólo vi al pastor y a su mujer, dijo Austerlitz, sino que vi también al chico que habían venido a buscar. Estaba sentado solo, en un banco apartado. Las piernas, enfundadas en medias blancas hasta la rodilla, no le llegaban al suelo aún y, de no haber sido por la mochila que sostenía abrazada en su regazo, creo, dijo Austerlitz, que no lo habría reconocido. Así, sin embargo, lo reconocí por la mochila, y me acordé, por primera vez hasta donde podía recordar, de mí mismo, en el momento en que comprendí que debió de ser a esa sala de espera adonde llegué a Inglaterra, hacía más de medio siglo. El estado en que caí entonces, dijo Austerlitz, como tantas otras cosas, no sé describirlo; era un desgarramiento lo que sentía en mí, y vergüenza y pesar, o algo totalmente distinto de lo que no se puede hablar porque faltan palabras, lo mismo que me faltaron en aquella ocasión, en que me abordaron dos extranjeros cuyo idioma no entendía. Recuerdo sólo que, al ver al chico sentado en el banco, tuve conciencia, por su estupor apático, de la destrucción que el estar solo había producido en mí en el curso de tantos años, y me invadió un terrible cansancio al pensar que nunca había estado realmente vivo, o que acababa de nacer ahora, en cierto modo en vísperas de mi muerte. Sobre las razones que pudieron inducir al predicador Elias y a su pálida mujer, en el verano de 1939, a recogerme en su casa, sólo puedo hacer conjeturas, dijo Austerlitz. Al no tener hijos, como no tenían, confiaban quizá en poder contrarrestar la congelación de sus sentimientos, que indudablemente les resultaba más insoportable cada día, dedicándose juntos a la educación de aquel chico de cuatro años y medio, o quizá pensaron que estaban obligados ante una instancia más alta a realizar una obra que excediera la caridad cotidiana y supusiera entrega personal y sacrificio. Posiblemente creían también tener que salvar de la condenación eterna a mi alma no rozada por la fe cristiana. Tampoco puedo decir ya qué me ocurrió en los primeros tiempos en Bala, bajo la custodia del matrimonio Elias. Recuerdo mi nueva ropa, que me hizo muy desgraciado, y también la inexplicable desaparición de mi mochila verde, y recientemente me he imaginado incluso poder entrever algo de la extinción de mi lengua materna, de sus sonidos de mes en mes menos audibles, que durante algún tiempo al menos estuvieron dentro de mí como una especie de arañar o golpear de algo encerrado, que, cuando se quiere escuchar, se interrumpe y calla por miedo. Y sin duda las palabras totalmente olvidadas por mí en un plazo breve, con todo lo que formaba parte de ellas, hubieran seguido enterradas en el abismo de mi memoria si, por una concatenación de circunstancias diversas, no hubiera entrado aquel domingo por la mañana en la antigua sala de espera de la estación de Liverpool Street, unas semanas antes como máximo de que, a consecuencia de los trabajos de reconstrucción, desapareciera para siempre. No tengo idea de cuánto tiempo estuve en la sala de espera, dijo Austerlitz, ni sé de qué manera volví a salir ni por qué camino anduve a través de Bethnal Green o Stepney, hasta que, al caer la oscuridad, llegué por fin a casa y, agotado como estaba, me acosté con la ropa empapada y caí en un sueño profundo y angustiado, del que, como pude descubrir después de cálculos repetidos, no desperté hasta la mitad de la noche del día siguiente. En ese sueño, en el que mi cuerpo se hacía el muerto mientras por mi cabeza pasaban pensamientos febriles, yo estaba en lo más recóndito de una fortaleza en forma de estrella, en una mazmorra aislada de todo el mundo, desde la que tenía que intentar salir al aire libre, a través de largos corredores de techo bajo que me llevaban a través de todas las construcciones por mí visitadas y descritas. Era un mal sueño, que no quería terminar, cuya trama principal se interrumpía muchas veces por otros episodios en los que, a vista de pájaro, veía un paisaje sin luz por el que se apresuraba un tren muy pequeño, doce vagones en miniatura de color tierra y una locomotora negra como el carbón bajo un penacho de humo que se estiraba hacia atrás y cuyo extremo, como el de una gran pluma de avestruz, se agitaba continuamente de un lado a otro por la velocidad de la marcha. Luego otra vez, por la ventana de un compartimiento, vi oscuros bosques de abetos, el valle de un río profundamente hundido, montañas de nubes en el horizonte y molinos de viento que descollaban por encima de los tejados de la casas apiñadas a su alrededor y cuyas anchas aspas, golpe a golpe, iban cortando el amanecer. Durante aquellos sueños, dijo Austerlitz, había sentido detrás de sus ojos cómo las imágenes, que habían sido de una impresionante proximidad, salían literalmente de él, pero, después de despertar, apenas podía retener siquiera su contorno. Me di cuenta entonces de qué poca práctica tenía en recordar y cuánto, por el contrario, debía de haberme esforzado siempre por no recordar en lo posible nada y evitar todo lo que, de un modo o de otro, se refería a mi desconocido origen. Así, por inconcebible que hoy me parezca, no sabía nada de la conquista de Europa por los alemanes, del Estado de esclavos que establecieron, ni de la persecución a la que yo había escapado, o si algo sabía, no era más de lo que sabe la chica de una tienda, por ejemplo, de la peste o del cólera. Para mí, el mundo acababa al terminar el siglo XIX. Más allá no me atrevía a ir, aunque, en realidad, toda la historia de la arquitectura y la civilización de la edad burguesa que yo investigaba se orientaba hacia la catástrofe que ya se perfilaba entonces. No leía periódicos, porque, como hoy sé, temía revelaciones desagradables, encendía la radio sólo a horas determinadas, perfeccionaba cada vez más mis reacciones defensivas y creaba una especie de sistema de cuarentena e inmunidad que, al mantenerme en un espacio cada vez más estrecho, me ponía a salvo de todo lo que de algún modo, por remoto que fuera, estuviera en relación con mi historia anterior. Además, me ocupaba continuamente de aquella acumulación de conocimientos que había continuado durante decenios y que me servía de memoria sustitutiva y compensatoria, y si, a pesar de todas las precauciones, como no podía dejar de ocurrir, me llegaba alguna noticia peligrosa para mí, era evidentemente capaz de cerrar ojos y oídos y, en pocas palabras, de olvidar aquello como cualquier otra molestia. Esa autocensura de mi pensamiento, el constante rechazo de cualquier recuerdo que apareciera en mí, exigía sin embargo de cuando en cuando, según continuó Austerlitz, mayores esfuerzos y llevó inevitablemente por fin a la paralización casi completa de mi capacidad lingüística, la destrucción de todos mis dibujos y notas, mis interminables vagabundeos por Londres y las alucinaciones que tenía cada vez con más frecuencia, hasta llegar a mi derrumbamiento nervioso en el verano de 1992. Sobre cómo pasé el resto del año, dijo Austerlitz, no puedo dar ninguna información; sólo sé que, a la primavera siguiente, cuando se había producido cierta mejora en mi estado, en uno de mis primeros paseos por la ciudad, en las proximidades del Museo Británico, entré en una librería de viejo que anteriormente había visitado regularmente en busca de grabados de arquitectura. Hojeé distraído en las distintas cajas y cajones, y contemplé, a veces durante minutos enteros, una bóveda en estrella o un friso romboidal, una ermita, un monóptero o un mausoleo, sin saber por qué ni para qué. La propietaria de la librería, Penelope Peacefull, una mujer muy bella que admiraba hacía años, estaba sentada, como era su costumbre en las horas de la mañana, ligeramente de lado, junto a su escritorio cargado de papeles y libros, resolviendo con la mano izquierda el crucigrama de la última página del Telegraph. De vez en cuando me sonreía y luego volvía a mirar a la calle, sumida en sus pensamientos. Reinaba el silencio en la librería, y sólo de la pequeña radio que Penelope, como siempre, tenía a su lado, surgían voces suaves, y esas voces, al principio apenas perceptibles pero pronto para mí sumamente claras, me cautivaron de tal modo que olvidé totalmente las hojas que tenía ante mí y me quedé inmóvil, como si no pudiera perderme ni una de las sílabas que salían de aquel aparato, un tanto chirriante. Lo que oí fueron las voces de dos mujeres, que hablaban entre sí de cómo en el verano de 1939, siendo niñas, las habían enviado a Inglaterra en un transporte especial. Mencionaron toda una serie de ciudades —Viena, Munich, Danzig, Bratislava, Berlín—, pero sólo cuando una de las dos comenzó a decir que su transporte, después de un viaje de dos días a través del Deutsche Reich y de Holanda, donde habían visto desde el tren las grandes aspas de los molinos de viento, había sido con el transbordador Prague de Hook a Harwich, por el Mar del Norte, supe, sin lugar a dudas, que aquellos recuerdos fragmentarios eran también parte de mi vida. Estaba demasiado asustado por la súbita revelación para anotar las direcciones y números de teléfono al final del programa. Me veía sólo aguardando, en un muelle, en una larga fila doble de niños que en su mayoría llevaban mochilas o carteras. Volvía a ver los grandes sillares a mis pies, la mica en la piedra, el agua gris pardusca en el puerto, las sogas y cadenas de ancla que ascendían oblicuas, la proa del buque, más alta que una casa, las gaviotas que, chillando furiosamente, volaban sobre nuestras cabezas, los rayos de sol que irrumpían a través de las nubes y a la chica pelirroja de capa escocesa y boina de terciopelo que se ocupó en nuestro compartimiento de los niños pequeños en el viaje a través del paisaje oscuro, aquella chica con la que, como ahora recuerdo, soñé con frecuencia que, en una habitación iluminada por una lamparilla azulada, me tocaba una canción divertida con una especie de bandoneón. Are you all right?, oí de repente como muy lejos, y necesité un momento para comprender dónde estaba y que Penelope quizá había considerado preocupante mi súbita petrificación. Sólo dejando vagar mis pensamientos, recuerdo haberle respondido, de hecho en el Hook van Holland, a lo que Penelope, levantando ligeramente su bello rostro, sonrió comprensiva, como si no pocas veces hubiera tenido que esperar en aquel puerto desolado. One way to live cheaply and without tears?, me preguntó inesperadamente, mientras daba golpecitos con la punta del bolígrafo en el crucigrama del periódico doblado, pero, cuando iba a confesarle que siempre me había sido imposible resolver ni el más sencillo de esos retorcidos acertijos ingleses, dijo: Oh, it’s rent free!, y garrapateó veloz las ocho letras en las última casillas vacías. Después de despedirnos, estuve sentado una hora en un banco de Russell Square bajo los altos plátanos, todavía totalmente desnudos. Era un día soleado. Algunos estorninos desfilaban por la hierba de un lado a otro, a su estilo peculiarmente diligente y picoteando con ligereza las flores de los crocos. Yo los miraba, veía cómo sus colores verdidorados relucían en el plumaje oscuro, según cómo se volvieran hacia la luz, y llegué a la conclusión de que no sabía si había venido a Inglaterra con el Prague o con algún otro barco, pero la simple mención del nombre de esa ciudad en el contexto actual bastaba para convencerme de que tendría que volver allí. Pensé en las dificultades que había encontrado Hilary cuando, durante mis últimos meses en Stower Grange, comenzó a ocuparse de mi nacionalización y en cómo no había logrado saber nunca nada, ni en las diversas oficinas de asuntos sociales de Gales, ni en el Foreign Office, ni en los comités de ayuda bajo cuya dirección habían llegado a Inglaterra los transportes de niños refugiados, y que habían perdido parte de sus archivos durante los traslados y puestas a salvo realizados varias veces durante los bombardeos de Londres, en las circunstancias más difíciles y casi exclusivamente por personal auxiliar no cualificado.
Me informé en la embajada checa de las direcciones de organismos que en un caso como el mío entraban en consideración y luego, en cuanto llegué al aeropuerto de Ruzyné, en un día demasiado claro, en cierto modo sobreexpuesto, en el que la gente, según dijo Austerlitz, parecía tan enferma y gris como si todos fueran fumadores crónicos, casi en estado terminal, fui en taxi a la Karmelitská, en el Barrio Menor, donde está el archivo estatal en un edificio muy extraño, que se remonta mucho en el tiempo, si es que, como tantas cosas en esa ciudad, no está fuera del tiempo.
Se entra en él por una estrecha puerta, empotrada en el portal principal, y se encuentra uno al principio en una entrada crepuscular, de bóveda de medio punto, por la que en otro tiempo los carruajes y calesas penetraban en el patio interior, cubierto por una cúpula de cristal de, por lo menos, veinte metros por cincuenta, y rodeado en tres pisos por galerías que dan acceso a las oficinas, por cuyas ventanas puede verse la calle, de forma que todo el edificio, que por fuera parece sólo un palacio, está constituido por cuatro alas, de no más de tres metros de profundidad, dispuestas en torno al patio de una forma en cierto modo ilusionista, en las que no hay pasillos ni corredores, como es habitual en la arquitectura penitenciaria de la época burguesa, en la que se impuso el modelo de alas de celdas construidas en torno a un patio rectangular o redondo y dotadas en su parte interior de pasarelas practicables, como el más apropiado para el cumplimiento de las penas. Pero no fue sólo una prisión lo que me recordó el patio interior del archivo de la Karmelitská, sino también un convento, una escuela de equitación, una ópera y un manicomio, y todas esas ideas se mezclaban en mí, mientras contemplaba la luz crepuscular que bajaba de lo alto y creía ver a su través, en las galerías, una densa multitud en la que algunos se quitaban el sombrero o agitaban pañuelos como en otro tiempo los pasajeros de un vapor que zarpara. En cualquier caso, hizo falta algún tiempo para que yo volviera un tanto a la normalidad y me dirigiera a la ventanilla desde la que el portero no me había perdido de vista desde que atravesé el umbral y, atraído por la luz del patio interior, pasé por su lado sin darme cuenta. Había que inclinarse mucho hacia la ventanilla, demasiado baja, si se quería hablar con el guardián, que, según todas las apariencias, estaba arrodillado en el suelo de su cobertizo.
Aunque, por mi parte, adopté pronto esa postura, no conseguí hacerme comprender de ningún modo, dijo Austerlitz, por lo que también el guardián, finalmente, con una larga tirada de la que no pude entender más que las palabras varias veces repetidas con énfasis especial anglický y angličan, llamó por teléfono desde el interior del edificio a una de las empleadas del archivo, que, realmente enseguida, mientras yo rellenaba aún uno de los formularios de visita, apareció a mi lado, según suele decirse, como caída del cielo. Tereza Ambrosová, así se presentó ante mí, y me preguntó enseguida, en su inglés un poco torpe pero, por lo demás, totalmente correcto, qué deseaba. Tereza Ambrosová era una mujer pálida, casi transparente, de unos cuarenta años quizá. Cuando subimos al tercer piso, en un ascensor muy estrecho que rozaba por un lado con el pozo, en silencio y cohibidos por la antinatural proximidad física a que se ve uno forzado en un cajón así, vi una suave pulsación en la curva de una vena azulada bajo la piel de su sien derecha, una pulsación casi tan rápida como la del cuello de un lagarto cuando permanece inmóvil sobre una piedra al sol. Llegamos a la oficina de la señora Ambrosová a lo largo de una de las galerías que rodeaban el patio. Apenas me atreví a mirar por encima de la barandilla a lo hondo, donde había dos o tres automóviles estacionados, que desde arriba parecían curiosamente alargados, mucho más largos en cualquier caso de lo que parecían en la calle. En la oficina, a la que entramos directamente desde la galería, había por todas partes, en los armarios de persiana, en los estantes que se curvaban, en un carrito que al parecer servía expresamente para transportar expedientes, en un anticuado sillón de orejas colocado contra la pared y en los dos escritorios situados frente a frente, grandes montones de legajos atados con bramante, no pocos de ellos oscurecidos y quebradizos en los bordes. Entre aquellas montañas de papeles habían encontrado asiento su buena docena de plantas de interior en sencillos tiestos de arcilla y cacharros de porcelana multicolores, mimosas y mirtos, áloes de gruesas hojas, gardenias y una gran hoya carnosa. La señora Ambrosová, que con excepcional cortesía había arrimado una silla para mí junto a su escritorio, me escuchó, con la cabeza un poco ladeada, de la forma más atenta, cuando yo, por primera vez en mi vida, comencé a explicar a alguien que, por diversas circunstancias, mi origen había permanecido oculto para mí y que, por otras razones, me había abstenido de investigar sobre mí mismo, pero ahora, como consecuencia de una serie de acontecimientos significativos, había llegado a la conclusión o, por lo menos, a formular la conjetura de que, a la edad de cuatro años y medio, en los meses que siguieron inmediatamente al estallido de la guerra, había dejado la ciudad de Praga con alguno de los llamados transportes de niños que salieron de allí y, por eso, había venido al archivo con la esperanza de poder encontrar en el registro, con sus direcciones, a las personas de mi apellido que vivían en Praga en el período comprendido entre 1934 y 1939, que sin duda no podían ser muchas. Al dar esas explicaciones no sólo muy superficiales sino, como me pareció de pronto, francamente absurdas, entré en tal pánico, que comencé a tartamudear y apenas pude decir ya palabra. De pronto noté el calor que salía del grueso radiador, repetidas veces pintado con malas pinturas de aceite, bajo la ventana abierta de par en par, oía sólo el ruido que subía de la Karmelitská, el pesado rodar del tranvía, los aullidos de las sirenas de la policía y de ambulancias lejanas, en alguna parte, y no me tranquilicé hasta que Tereza Ambrosová, que me miraba preocupada con sus ojos extrañamente profundos y de color violeta, me dio un vaso de agua y, mientras me bebía lentamente el vaso, que tuve que sostener con ambas manos, me dijo que el registro de los habitantes de la época de que se trataba se había conservado intacto, y que el apellido Austerlitz era en efecto uno de los menos comunes y, por ello, no debería presentar dificultad especial prepararme los correspondientes extractos para el día siguiente por la tarde. Se ocuparía personalmente del asunto. No puedo recordar ya, dijo Austerlitz, con qué palabras me despedí de la señora Ambrosová, cómo salí del archivo o por dónde anduve después; sólo recuerdo que, no lejos de la Karmelitská, en un pequeño hotel de la isla de Kampa, alquilé una habitación, y estuve allí sentado junto a la ventana hasta que se hizo oscuro, mirando el agua gris pardusca y perezosa del Moldava, y la ciudad, como me temía totalmente desconocida y con la que no tenía ahora ninguna relación, al otro lado de la corriente. Los pensamientos me pasaban por la cabeza con angustiosa lentitud, a cual más impreciso e increíble. Durante toda la noche estuve en parte echado sin dormir y en parte atormentado por sueños desagradables, en los que tenía que subir y bajar escaleras y llamar inútilmente a cientos de puertas, hasta que en uno de los suburbios más exteriores, que no pertenecía ya a la ciudad, un portero llamado Bartoloměj Smečka, que llevaba una casaca imperial y un chaleco de fantasía floreado con una cadena de reloj de oro atravesada, salió de una especie de mazmorra y, después de haber estudiado el papel que le alargué, se encogió de hombros lamentándolo y dijo que la tribu de los aztecas, por desgracia, se había extinguido hacía muchos años y, todo lo más, sobrevivía aquí o allá algún papagayo que todavía entendía algunas palabras de su idioma. Al día siguiente, continuó Austerlitz, fui otra vez al archivo estatal de la Karmelitská, donde primero, para concentrarme un poco, hice algunas fotos del gran patio interior y de la escalera que llevaba a las galerías, que por su forma asimétrica me recordó a las torres sin finalidad determinada que tantos nobles ingleses hacen construir en sus jardines y parques. En cualquier caso, subí finalmente por esa escalera, mirando un rato al vacío en cada descansillo, por una de las irregulares aberturas del muro, al patio sólo una vez atravesado por un empleado del archivo, que llevaba bata blanca de laboratorio y doblaba la pierna derecha hacia dentro un poco al andar. Cuando entré en la oficina de Tereza Ambrosová, ella estaba ocupada precisamente regando los plantones de geranio que había en diversos tiestos en el alféizar, entre la ventana interior y la exterior. Se desarrollan mejor en esta atmósfera demasiado caliente que en el frío de la primavera en casa, dijo la señora Ambrosová. La calefacción de vapor no se puede regular ya, dijo, y por eso esto, especialmente en esta época de año, es como un invernadero. Quizá por ello se sintió mal usted ayer. He anotado ya las direcciones de los Austerlitz del registro. Como suponía, no eran más de media docena. La señora Ambrosová dejó a un lado la pequeña regadera verde y me alargó una hoja de papel de su escritorio. Austerlitz Leopold, Austerlitz Viktor, Austerlitz Tomáš, Austerlitz Jeroným, Austerlitz Edvard y Austerlitz František estaban allí uno tras otro y, al final, una Austerlitzová Agáta, evidentemente sola. Después del nombre figuraba siempre la profesión —comerciante de textiles al por mayor, rabino, fabricante de vendas, jefe de oficina, platero, propietario de imprenta, cantante— con el distrito y la dirección: VII U vozovky, II Betlemská, etc. La señora Ambrosová opinó que, antes de atravesar el río, debía empezar por el Barrio Menor, en la Šporkova, una pequeña calle situada algo más arriba del palacio de Schönborn, en la que, según el registro de habitantes de 1938, Ágata Austerlitzová tuvo su vivienda en la casa n.º 12. Y así, dijo Austerlitz, apenas había llegado a Praga, había vuelto a encontrar el lugar de mi primera infancia, de la que, hasta donde podía recordar, se había eliminado todo rastro en mi memoria. Y a al dar vueltas en el laberinto de calles, por las casas y patios entre la Vlašská y la Nerudova, y totalmente cuando, subiendo paso a paso, sentí bajo los pies los adoquines irregulares de la Šporkova, fue como si hubiera recorrido antes esos caminos, como si se abriera para mí el recuerdo, no por el esfuerzo de recordar, sino por mis sentidos tanto tiempo entumecidos y ahora otra vez despiertos. Es verdad que no podía reconocer nada con certeza, pero sin embargo tenía que detenerme una vez y otra, porque la vista se me había quedado prendida en una reja de ventana hermosamente forjada, el puño de hierro de una campanilla o las ramas de un pequeño almendro que crecían por encima del muro de un jardín. Una vez estuve largo rato ante la entrada de una casa, dijo Austerlitz, mirando un bajorrelieve incrustado en el liso revoque sobre la piedra clave del arco de la puerta y no mayor de un pie cuadrado, que mostraba, ante un fondo estrellado y verde mar, un perro de color azul con una rama en la boca, que, como yo, estremecido hasta la raíz del pelo, adivinaba, había traído de mi pasado.