Pocos temas pueden interesar al hombre de hoy, por su importancia y por su estructuración imperfecta, como el del instinto y la pasión de mandar. Cuando se habla de la desigualdad humana y de sus posibles remedios, se comete por el común de las gentes el error de localizar el problema en el simple aspecto del bienestar material; y unos dicen: «Algún día no habrá pobres ni ricos.» Y otros: «Siempre los habrá.» Pero el ser pobre o rico es una consecuencia lejana de otras cosas que subsistirán, pese a todos los sueños de volver algún día a aquella quimérica «y santa edad en que eran todas las cosas comunes»; de otras cosas eternas, porque en ellas reside la razón del progreso humano. Y estas cosas inmodificables, inagotables creadoras de una desigualdad mil veces más profunda que la que divide a los hombres en pobres y ricos, se resumen y tienen su raíz en un instinto tan fuerte como el de vivir y procrear, que es el instinto de la superación: que no es lo mismo que el del mando, y hay que aclarar su distinción.
Los libros de psicología hablan, en efecto, de un instinto de mando o de dominio, y frente a él, de otro de sometimiento. Pero ambos son formas parciales del instinto, mucho más general y fuerte, de la superación. Todo ser humano, aun el más humilde y el más desesperanzado, tiene, despierto o latente, el instinto de la superación, el ansia de diferenciarse ventajosamente, según los grados de su tensión, del resto de todos los demás hombres de la tierra, de los de su país, de los de su clase y oficio, del grupo de sus amigos, de sus familiares, en fin. En cuanto se pierde este instinto, el espíritu del hombre se quiebra y queda fuera de la corriente de la vida eficaz. Los médicos sabemos el papel fundamental que el sentimiento de inferioridad juega en la creación de una parte importantísima de las neurosis y psicosis, que inutilizan para el progreso a centenares de hombres bien dotados.
El instinto de la superación, fuente, pues, perenne y fecunda de desigualdad, tiene infinitos aspectos y variedades. En unos hombres es una fuerza principalmente cuantitativa, y les conduce a hacerlos más fuertes, más ricos, más fecundos en obra social que los demás. En otros, su tono es mucho más cualitativo: se aspira entonces a hacer algo que nos diferencie de los otros hombres por su rareza, por su finura, por su originalidad en todos sus grados, desde el inventor que revoluciona el progreso, hasta el pobre diablo que, incapaz de diferenciarse por nada mejor, colecciona cosas inútiles y raras.
El instinto de superación encuentra su cauce y su instrumento en todas las actividades humanas, incluso en las antisociales y en las patológicas. Conduce a la riqueza, al mando, a la gloria, al heroísmo, a la santidad, al crimen y a la perversión sexual. Puede coincidir con los instintos fundamentales, el de la conservación individual y el procreador, pues el superar a los otros hombres facilita, por lo común, el auge personal y hace el amor propicio y la prole fuerte. Pero también puede actuar en contra de ellos, y en esto reside una de sus características más importantes: ninguno como él conduce voluntariamente a la muerte, a la negación del individuo; o a la sexualidad infecunda, a la negación de la especie; puesto que la gloria, uno de sus objetivos supremos, se basa, a menudo, en la renunciación de todo lo mortal: de la sensualidad y de la vida.
De este instinto de la superación, decíamos, es el de la dominación, el de poder y mandar, sólo una variedad. Lo demostraría, si no fuera por sí mismo evidente, el que en muchos hombres el ansia de superar a los otros no supone, en modo alguno, el designio de mandarles. Incluso hay formas —quizá las más altas— del ímpetu de superación, que se basan en el sometimiento, como ocurre en la perfección religiosa o en la renunciación al goce material del sabio o el filósofo, insensibles a toda suerte de honores y prebendas. Otros hombres ansían el poder, pero no como fin, sino como medio, como mero instrumento para el logro de grados superiores de superación. Y, por último, en otro grupo de seres humanos el mando es, por sí mismo, el fin de su instintivo afán: mandar por la fruición pura de mandar, como el avaro ama el oro por el oro: por el gusto de oírlo sonar en su bolsa. Ésta es la forma genuina de la pasión de mandar.
La cantidad de hombres dominados de la pasión de mandar es inmensa. Lo que ocurre es que para mostrarse en toda su plenitud necesita de circunstancias sociales muy eventuales, no siempre coincidentes, que dan por ello de raro en raro ocasión a su próspero desarrollo. La mayoría de los hombres dominados de la pasión de mandar tienen que disimular su afán incumplido en profesiones en las que el mando no tiene un cauce libre, sino que es un oficio reglamentado, como ocurre en la milicia, o en actividades civiles que requieren la dirección de otros hombres, desde el jefecillo político al capataz de una peonía. Conocí una vez, en mi clínica, a un marino viejo, capitán de un barquito pequeño, al que hube de aconsejar, por sus achaques, que se retirase a tierra. A los pocos meses me escribió que no podía soportar la vida sin el mando de sus hombres en el bergantín, que era, durante las largas travesías, un mundo donde sólo reinaba él; y que se daba cuenta de que sólo por esto había sido capitán de barco. Después de esta carta, que conservo, en la que, bajo su tosquedad inortográfica, latía como un pulso inmenso, de satánico poderío, no volví a saber más de este hombre, que, sin duda, pudo haber sido, con astros propicios, un pirata, dueño de los mares, o un emperador.
Otras veces la vida sofoca de tal modo el ímpetu del mando, que los hombres dotados de él buscan el modo de ejercerlo y desahogarlo en toda clase de parodias. Por ejemplo: muchas Asociaciones filantrópicas, culturales, deportivas o de otro orden, organizadas con fines, en apariencia y en sus consecuencias, generosos y altruistas, ocultan, en realidad un oscuro y atenazado designio de dominación, de poseer una masa, por pequeña que sea, de gentes a quienes mandar y dirigir. Recuerdo siempre un caso que me impresionó mucho. En una ciudad importante que visitaba me invitaron a que viese un asilo de huérfanos, modelo de organización, que existía en sus alrededores. Acepté, y me aconsejaron que hiciera la visita acompañado de un hombre —me dijeron— extraordinario, humilde empleado del centro oficial del que el asilo dependía, que voluntariamente había tomado sobre sí la carga de la inspección del orfelinato; y dos veces al día, en cuanto su trabajo burocrático le dejaba en libertad, acudía al Asilo y se ocupaba, con inagotable amor y desinterés, de la vida de los niños, en sus menores detalles. Hice, en efecto, con él la visita. Era un hombre oscuro, inteligente y triste. Me enseñó toda la organización con la humildad y con la minucia de un conserje bien informado; y dejó para el final la visita de los comedores, para que pudiese ver en ellos reunidos a todos los niños. Y entonces ocurrió el gran suceso. Entramos en la nave donde se celebraba la refacción, doscientos muchachos, al verle, se pusieron en pie y gritaron: «¡Viva Don Juan!» don Juan se transformó. Una ráfaga imperativa y orgullosa sacudió su alma de caudillo, represada en una humanidad de oficinista, y, extendiendo la mano, exclamó con una voz nueva: «Basta, basta; gracias y sentaos.» Comprendí que la escena esta entre nuestro hombre —que jugaba con los niños, como los niños con sus soldados de plomo— y sus legiones infantiles, se repetía casi a diario y que con ella se alimentaba, a costa de su devoción y de sus sacrificios, en apariencia gratuitos, el hambre de mandar, que era su más fuerte potencia instintiva.
Hay, finalmente, seres humanos en los que la necesidad del poderío directo no encuentra nunca ni el cauce genuino ni sus posibles sustitutos y sublimaciones. Y esta insatisfacción radical puede desviarlos por las rutas anormales con tanta violencia como a otros hombres el sentimiento aniquilador de la inferioridad.
Pero cuando el hombre rebosante de la pasión de mandar encuentra el ambiente social favorable, esa pasión florece a sus anchas, corre por su cauce libre y entonces aparece el caudillo, el dictador, el conductor de muchedumbres. Es éste, pues, en todos los casos no el fruto puro de su jerarquía humana, sino el producto de una conjunción afortunada de ésta con el factor misterioso de la «circunstancia» propicia. De aquí la profunda verdad de la frase hecha de que en cada rebotica de pueblo, o en cada taller de trabajadores oscuros, puede estar escondido el héroe inédito, pero cuya trayectoria de ambición tiene que tocar, por azar sobrenatural, para hacerse fecunda, con la órbita de una gran conmoción humana: revolución, guerra, relajación de la estructura social o cualquiera otro de los grandes acontecimientos que turban hasta su raíz el curso de la Historia. De aquí también el que con frecuencia el gran caudillo no sea un ejemplar humano excelso; porque la parte que pone en su triunfo lo extraño a su personalidad, el ambiente, puede ser tan propicio que casi baste para subirle a la cumbre. Este factor externo, lo que se llama «suerte», en ninguna otra actividad humana tiene, sin duda, la importancia —o por lo menos la resonancia— que aquí.
El estudio de las condiciones en que se puede producir esa conjunción de la pasión intrínseca de mandar con el ambiente propicio, para producir al gran dominador de hombres, ha ocupado muchas de las horas libres de otras preocupaciones mías; horas que, como no sé jugar a las cartas, quisiera que no dejaran de ser fecundas en la medida de mi limitación. De ellas ha nacido este estudio. Y como mi condición naturalista me lleva, por hábito y por convicción, a huir de las teorías, he preferido escribir sencillamente la vida de uno de los hombres que alcanzaron con mayor plenitud la satisfacción de su ímpetu de dominar a los demás. Ya sé que la vida de un hombre no es más que un ejemplo y que puede ser una excepción. Pero su limitación se compensa con lo que todo lo que es objetivo tiene de permanente e inmodificable y de manantial que no se agota de sugestiones nuevas.
He aquí la razón de esta biografía y el sentido psicológico y no meramente histórico y narrativo con que ha sido compuesta. Y he aquí por qué me excuso de antemano ante los historiadores, pues no tengo ni su técnica ni su erudición; así como me entrego sin reservas al juicio del biólogo y del lector en general.
En la elección del arquetipo de estas reflexiones sobre la pasión de mandar —el Conde-Duque de Olivares— ha influido, además, el deseo de completar y rectificar la vida, muy mal conocida, de este personaje, tan amigo de los españoles, que desde niños hemos visto atravesar por la Historia, galopando en su caballo castaño, con aire imperativo y fanfarrón.