He dudado mucho si incluir, como final de este estudio sobre el Conde-Duque, una relación detallada de los pleitos que originó su sucesión, tan desaforados como la misma vida del Valido. Decido no hacerlo, porque esa relación, aunque sucinta, alargaría desmesuradamente mi libro, ya harto extenso. Y, además, porque el detalle de lo sucedido en Consejos y Tribunales no afecta directamente a la personalidad humana ni política del protagonista. Hay en la abrumadora colección de legajos e impresos que he leído muchos datos que importan a la vida de Don Gaspar y, sobre todo, a su enfermedad y muerte. Pocas veces en la Historia los tristes detalles de una vida que se acaba, entre miserias de la carne y del espíritu, habrán sido tan aquilatados, discutidos y desmenuzados, con menoscabo incluso de la dignidad que dan la agonía y la muerte. Todos estos detalles han sido aprovechados en el texto, en notas y acotaciones. Para los genealogistas, estos documentos son venero inagotable de noticias; y por sus viejas páginas, en efecto, se advierten las huellas del paso engolado de la heráldica. Pero, salvo esto, la figura del Conde-Duque queda perfilada sin necesidad de esta página leguleyesca, en la que asoma la codicia torva de unos hombres y mujeres que se disputan la túnica del gran muerto, sin una palabra de respeto para su memoria.
No obstante, deben constar aquí las fuentes principales para los que quieran completar por sí mismos estos conocimientos. El Conde-Duque otorgó su testamento en Madrid, en 16 de mayo de 1642, seguramente cuando, entre las primeras nieblas de su demencia, creía ya aproximarse su fin político y mortal. Dejó el testamento depositado; pero de él tenían, naturalmente, noticia Grajal, González, Lezama, Carnero y otros hombres de su confianza, que figuran como testigos. Es, sin embargo, extraño que con la absoluta compenetración que había entre él y su mujer, nada supiese ésta de tal documento. Pero es evidente que no lo sabía. Y una de sus doncellas, la que la asistía en su tocador en Toro, durante el destierro, declara que con frecuencia expresaba su preocupación de que el Conde, su marido, cuya vida declinaba a pasos vistos, pudiera morir sin testar, con los inconvenientes que ello acarrearía a los legítimos herederos y con el descrédito que para un hombre de su categoría y responsabilidad supondría esta falta. Como tales preocupaciones las tendría Doña Inés, no sólo con sus camareras, sino con su propio marido, el silencio de éste no puede interpretarse más que como una grave falta de su memoria, de las muchas que tenía ya.
Al agravarse Don Gaspar, Doña Inés lo avisó a Palacio, y al enterarse Don Luis de Haro «mandó hacer junta para examinar los derechos que tenía para suceder en los bienes y estados del señor Conde». La Condesa conocía ya esta pretensión de Haro y la temía, porque era el ministro omnipotente, y por experiencia sabía hasta dónde llegaba el poder de un Privado de Felipe IV. Esto le hizo precipitarse para obtener un poder del enfermo, cuyo estado de gravedad le impedía testar. Llamaron, en efecto, al escribano Benavides, y éste redactó un poder a favor de la Condesa, mediante el cual, ésta testó a nombre del difunto, en noviembre del mismo año de la muerte (1645).
Los pleitos fueron dos: uno de Don Luis de Haro contra la Condesa viuda reclamando la herencia de Don Gaspar. Y otro, años después (1648 a 1700), entre los herederos de las Casas de Leganés y de Medina de las Torres.
El primer pleito lo fundaba Don Luis en su derecho a heredar a Don Gaspar, por ser el único sobrino, ya que los Condes-Duques no tenían hijos legítimos (María había muerto), y el heredero, según el testamento, Don Enrique Felípez de Guzmán, era hijo bastardo. Según Novoa, Haro «probó en estrados que no era hijo del Conde-Duque». Pero no es así, y en el capítulo 20 se han copiado las declaraciones, por el contrario, favorables a la tesis contraria. El pleito se deslizó suavemente. La bondadosa Doña Inés estaba siempre dispuesta a transigir. En los folios del pleito consta una carta de ella hablándole del pleito, ya en marcha, que es la mejor ejecutoria de su alma. «Yo llevo —dice a su sobrino— el corazón en la mano, como lo verás y el tiempo te lo dirá; y así te suplico con todo encarecimiento que lo creas, para mandarme muchas cosas de tu servicio, que en cuanto yo alcanzare y pueda saber que es gusto tuyo, siempre cumpliré con mi obligación. Dios te me guarde, como deseo y he menester» (24 agosto 1645). En el testamento que la Condesa otorgó a nombre de su marido hay también un párrafo afectuoso para Don Luis, en el que, conocedora de que éste «tiene algunas pretensiones al estado de Sanlúcar, de lo que me han dado un papel, aunque yo estoy informada por los mejores letrados de la Corte, Valladolid y Sevilla, de que mi sobrino no tiene derecho ni justicia, por el amor que le tengo y por ser sucesor de la Casa de Olivares y porque deseo se continúe el amor y buena correspondencia que siempre hemos tenido, he dado permiso para tratar medios y conciertos, y tengo resolución de concertarme, aunque sea cediendo mucho de mi derecho». El Rey no quería tampoco que siguiera el pleito, y envió a Loeches a sus secretario, Rozas, para concertar el arreglo. Doña Inés vino a Madrid y habló con el Rey, en secreto, sobre el mismo asunto, con gran escándalo de la Corte, que creyó que estaba intrigando para volver a Palacio. Y Haro mismo fue a Loeches a «ajustar las diferencias, que estaban acordadas del todo»; y si no se terminaron allí fue por culpa de Don Luis, no de ella. En este pleito ayudó mucho, como siempre, a la Condesa, el Padre Martínez Ripalda, que fue a Pamplona, donde estaba el Rey, para informarle personalmente de la razón de Doña Inés. Tal vez esta actitud, frente a la del favorito de entonces, Don Luis, le valdría las persecuciones que, según vimos, tuvo por esta época.
La razón estaba, sin duda, de parte de la Condesa en este pleito, que terminó por transacción.
El segundo pleito se originó entre Don Diego Felípez de Guzmán, Marqués de Leganés, nieto del que fue amigo del Conde-Duque, y Don Nicolás de Carrafa y Guzmán, Príncipe de Astillano o Stigliano, hijo del Duque de Medina de las Torres; y a su muerte sin sucesión lo continuó su media hermana Doña María Núñez Felípez de Guzmán, y su marido Don Juan Claros Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, Duque de Medina-Sidonia. El motivo del pleito fue que Leganés, al extinguirse la sucesión directa de la Casa de Medina de las Torres, reclamaba para su Casa la propiedad de los Estados de Sanlúcar la Mayor, Mairena, etc., que, en efecto, le correspondía según el primer testamento del Conde-Duque, el de mayo de 1642. No, según el testamento que otorgó la Condesa viuda. De aquí que el nudo del pleito fuera la validez del primer testamento y nulidad del segundo.
Para hacer esta prueba fue necesario reconstruir los últimos días y los momentos de la muerte del Conde-Duque, haciendo declarar a infinitos testigos: a las familias, médicos, criados, vecinos de Toro, monjas y frailes, etc. Aun contando con que habían pasado unos años y muchos recuerdos estaban esfumados; aun contando con que las declaraciones estaban artificiosamente orientadas por unos y otros litigantes; aun contando, finalmente, con la inundación de prosa escribanil, que anega los hechos, los cuales hay que extraer como objetos hundidos en el cieno, limpiarlos e identificarlos; con todo ello, este pleito, venturoso para el historiador, nos da una idea incomparable de la intimidad del gran ministro, de su ambiente, de sus miserias y, en suma, de la verdad de su vida, que no estaba, de ninguna manera, en los documentos oficiales ni en las biliosas versiones de sus enemigos; y sí en estos testimonios depositados sin pensar en la Historia. Gran parte de los datos nuevos que he aportado en este libro para la reconstrucción de la figura de Olivares proceden de la lectura de los pleitos.
Es evidente que el testamento válido era el primero. Si pudiera objetársele validez hubiera sido fundándose en una consideración que, en aquellos tiempos en que no existía la psiquiatría sino en embrión, en que sólo se consideraba locos a los frenéticos, no podía ocurrirse-le a nadie: en el hecho indudable a que este testamento de 1642 revela ya la anormalidad mental de su autor. A sus contemporáneos les pareció disparatado. Ya hemos citado la sensata opinión del Padre R. Martínez, en aquella frase perfecta: «El caballero que hizo este testamento gobernó veintinueve años de Monarquía, en la misma forma que dispuso este legado. Tal queda ella.» Y Novoa lo califica de «tan confuso y con tantas máquinas que no se puede entender nada más que mudanzas de mercedes adquiridas con prosperidad y dicha». ¡Ya era bastante que lo calificase de confuso el hombre de más confusa pluma que escribió jamás! En nuestros tiempos, los expertos en psiquiatría hubieran encontrado en las páginas de este documento, no motivos de improperio, sino razones fundadas de la inicial, pero clara, demencia de su autor.
Sólo la parte económica es ya prueba de su falta de buen juicio. He comentado ya las mandas disparatadas. El citado Padre R. Martínez calcula que «se necesitarían 10 millones para cumplir las mandas». Y a esto, ya grave, hay que añadir el sentimiento de inmortalidad de su Casa, que se desprende de sus previsiones de sucesión; la naturalidad con que manda al Rey que le pague las deudas; la prolijidad epiléptica con que previene los más ínfimos detalles de las cosas y con que agota las posibilidades de la descendencia, sin contar con la voluntad de Dios, que debe limitar, en el hombre sensato, las previsiones para lo futuro. Y en este caso la lección fue dura, porque el destino fue deshaciendo, una a una y en plazo de años brevísimos, cuanto había maquinado la imaginación exorbitada de Don Gaspar. Es también curiosa la frecuencia con que repite, a veces, para las disposiciones más pequeñas, el «ordeno y mando», tan fuera de lugar en un testamento, en el que debe dominar la idea de la muerte, maestra de humildad. Hemos comentado, asimismo, la naturalidad con que habla de sus posibles nuevos hijos legítimos: cuando él y Doña Inés estaban ya fuera de toda previsión fecundante que no perteneciese a la esfera del milagro.
Pero descontado este defecto del testamento, no había sino darlo por bueno, pues ninguna declaración posterior lo anulaba. Sólo la ignorancia, extraña y ya comentada, que de él tuvo la Condesa, justifica el que se arrancara el poder al Conde-Duque moribundo. No es posible dudar la buena fe de Doña Inés, pues era fundamentalmente recta; y, además, porque de haber conocido el primer testamento, lo hubiera destruido, si lo quería modificar después. Pero, además, consta en varias declaraciones, que estando ya en Loeches la viuda, el secretario Carnero habló del primer testamento, y el Padre M. Ripalda exclamó: «¿Qué testamento?», y al explicarle que había uno de tres años atrás, arguyó el jesuita: «¡Pues de saberlo, nos hubiéramos evitado todo lo demás!» Se dijo por los impugnadores del segundo testamento que Doña Inés, al saber esto, se sintió llena de escrúpulos y quiso destruir el poder otorgado en Toro, para lo cual hizo venir a Loeches al secretario Benavides, que lo había redactado; y como éste se negase a destruirlo, hizo ir a Toro a su capellán, Don Diego de Araque, que fracasó también. Alguno de los testigos, un tal Francisco de Hoyos Montoya, describe a la Condesa tratando de sobornar a Benavides, enseñándole, en la pieza del palacio que da a la plazuela, «dos espejos grandes y una alfombra turquesa», que luego metían en su caja y los criados cargaban en la caballería de Benavides. Pero es todo fantasía. De haberse arrepentido del segundo testamento, la Condesa lo hubiera dicho. Era incapaz de lo contrario. Y en su testamento se refiere, sencillamente, a que ha tenido tardíamente noticia de que su difunto marido había testado con anterioridad; sin más comentarios.
Pero aun no habiendo existido el primer testamento, la nulidad del segundo no puede ponerse en duda. Es seguro, segurísimo, que el Conde-Duque estaba en plena demencia y en estado de gravedad premortal cuando se hizo el poder a su esposa. Las declaraciones sinceras de los criados no dejan lugar a duda; y lo confirman, aun a través de la ficción intencionada, los que depusieron a favor de la integridad mental de Don Gaspar cuando testó. Se les siente a resbalar ante el juez. Era, además, no difícil hacer creer a sus espíritus simples que en aquellas horas de calma que sucedieron al delirio y precedieron al sopor final, Don Gaspar había recobrado la conciencia; tanto más cuanto que hablaban de oídas, pues el poder se otorgó a puerta cerrada. Pero los detalles descriptivos y no los de interpretación son inequívocos. El Conde-Duque ya no podía tragar; se reía cuando le daban la pluma para firmar; escribía con ella sin mojarla en la tinta; y a cuantas preguntas se le hacían repetía la misma frase estereotipada: «Mi mujer, mi mujer.»
Los médicos se dividieron en dos bandos: Don Lázaro de Lafuente y Don Francisco de Medina, éste de cabecera, atestiguan la capacidad del enfermo. El consultor de fama, Don Cripiano de Maroja, asegura que no, que estaba sin capacidad. Las razones de unos y otros se fundan más en textos teóricos que en una observación y exposición objetiva de los síntomas y situación del paciente. Pero el convencimiento de que Maroja tenía razón es firme para el lector médico actual.
Se atacó mucho a Maroja por este informe, como ya dijimos. Se dijo que su alegato contra el poder dado en Toro, que favoreció a Leganés, le valió que éste, que era capitán general del Estado de Milán favoreciera al hijo del doctor, Don Claudio Maroja, haciéndole capitán de caballos. Esto no se pudo probar. No obstante, Maroja da la impresión de un hombre poco formal. Como prueba de la eternidad de las mezquindades profesionales citaré que hay una declaración de Don Antonio Requena, catedrático de Anatomía de la Real Universidad de Valladolid, y, por lo tanto, compañero de claustro de Maroja, en la cual refiere que cuando éste regresó a Valladolid, de Toro, Requena le acompañó desde la plaza Mayor hasta la puerta asegurándole que el Conde-Duque estaba, cuando otorgó el poder, en perfecto estado mental. Es decir, lo contrario de lo que luego dijo en sus declaraciones. Pero nuevas declaraciones de otros testigos afirman que este Requena era «émulo, competidor y enemigo declarado del Doctor Maroja, y que en diversas ocasiones hablaba y sentía mal de su crédito»; de suerte que dijo todo esto para perjudicarle.
Los partidarios de Leganés alegaron, en cambio, que el escribano Benavides, que hizo el poder, como en conciencia no se decidía a dar por buena aquella farsa con un moribundo, había sido seducido con grandes regalos, entre ellos una tapicería con la vida de Gedeón, una gran alfombra, una chocolatera de plata con seis jícaras y un reloj. Entre estas dádivas y las que luego le dieron en Loeches, ya referidas, debió poner su casa a la última moda. Pero, desde luego, nada de esto se probó.
Es inútil seguir las incidencias del pleito, que se decidió a favor de Leganés y fue Duque de Sanlúcar. Al morir si sucesión, el título pasó a su sobrino, Don Antonio Gaspar Osorio de Moscoso, y luego a sus sucesores.
El título de Conde de Olivares correspondía a Don Luis de Haro y pasó a sus sucesores hasta su nieta Doña Catalina Méndez de Haro, que casó con Don Francisco Álvarez de Toledo, X Duque de Alba, uniéndose, a partir de este matrimonio, los títulos de Alba y Olivares, hasta el Duque actual, XVIII de Alba y XIV de Olivares.
Algún autor reciente llama, con justicia, la atención sobre la impropiedad de llamar a Don Gaspar de Guzmán «Conde-Duque de Olivares», pues era Conde de Olivares y Duque de Sanlúcar. Pero sus mismos contemporáneos lo hicieron así, y no vale la pena de cambiar, por un detalle heráldico, la magnífica realidad popular de este nombre. Al separarse los dos títulos —Olivares, en Haro, y Sanlúcar, en Leganés— desapareció la razón del nombre «Conde-Duque», hasta que por Real orden del 13 de enero de 1882 se confirmó oficialmente la denominación de «Conde-Duque de Olivares» al XVI Duque de Alba, padre del actual. En estos dos, por lo tanto, está oficialmente justificado el título de Conde-Duque, aunque con un contenido diferente que en Don Gaspar, que lo ostentó por voluntad del habla de las gentes: que tiene también su autoridad.