La importancia que tiene para la historia del Conde-Duque y de su época El Nicandro, hace necesario un resumen extenso de este documento, cuya lectura no es fácil al lector general.
Comienza diciendo: «Cuando caen los varones grandes que tuvieron mano en el Gobierno se fingen mayores y más horribles mentiras del hecho de la verdad por compasión del caído e irritado del desagradecimiento de los hombres, de su envidia, odio y mutabilidad, he hecho este discurso sin otro fin que servir a V. M. y desengañar a los ignorantes de las fabulosas calumnias que se han imputado al Conde-Duque, por escrito, después de su retiro.»
El documento que se propone contradecir es «un papel impreso que llegó a manos del Rey». Dicho papel exhorta al Rey «a que visite al Conde y si no hallare defectos que le restituya a su gracia». Pero estos defectos, la mayoría falsos, son enumerados a continuación, y el autor los comenta en general diciendo «que más parece procurar una sátira a V. M. que ofensa a la persona del Conde».
A todo hombre, dice, se le pueden atribuir vicios, por excelso que sea. Hasta a Cristo se los achacaron. Pero advierte al Rey severamente que no habrá proceso al Conde-Duque, aun cuando «V. M. no estuviere satisfecho. Vuestra Majestad sabe el medio del castigo, que en personas tales debe ser muy diverso de lo común. Bueno fuera que los secretos de una Monarquía se fiasen a procesos donde se han de descubrir faltas de Príncipes que viven en traiciones de sus vasallos, suprimidas inteligencias, negociaciones y otras materias que servirán de grandísimo daño a V. M. publicadas; y de esto se podrían traer clarísimos testimonios».
Se defiende del primer cargo que hace su enemigo: de supuesta herejía. Si fue hereje, dice, «¿cómo rompió la guerra con los herejes y sólo ha procurado su ruina?, ¿cómo no quiso que se casase la Infanta María con el Rey de Inglaterra?, ¿cómo no ayudó a los rocheletes y hugonotes contra todas las razones de Estado?; sólo por conformarse con la religión profesa, ¿cómo no ha querido la desunión de Francia que se la ha ofrecido tantas veces?; sólo por no ayudar a los herejes». «¿Quién le ha oído decir proposiciones heréticas? Si el pueblo lo dice, no nos señalará la secta que sigue. ¿Dónde están los ídolos que el Conde adora?»
Se defiende después del cargo de haber apartado del Rey a algunos Grandes como el Conde de Lemos, el Marqués de Castel Rodrigo y Don Fernando de Borja. No los apartó, sino que los envió adonde fueran útiles a la Monarquía, alejándolos «de la ociosidad de la Corte». A Don Fernando de Borja lo restituyó a Palacio cuando fue oportuno. Si hubiera querido tener el Conde-Duque gentes suyas cerca del Rey hubiera empleado en su cuarto al Duque de Medina de las Torres, al Marqués de Leganés y a otros de los suyos; pero todos estos estaban lejos, empleados en el servicio de la Monarquía.
Respecto a la prisión del duque de Uceda y del de Osuna, dirá algo Monsieur de Castelius». Además, cuando se hicieron estas prisiones el que mandaba era Don Baltasar de Zúñiga.
Se le achaca que por entonces depuso a varios consejeros; pero los pecados de éstos eran notorios y lo demuestran las sátiras con que los zahirió Villamediana. Pero aunque fueran santos, el responsable fue el Rey, que es el que puede hacerlo. «El abuelo de V. M. —añade— depuso a un consejero por sólo haber venido en el coche de otro a Palacio.»
Otro cargo es el haber roto las treguas con Holanda. Responde a él: «No ha habido escritor que no reprobase estas treguas que hizo el padre de V. M. y que no haya aprobado la resolución de romperlas.» «Yo daré a V. M. más de cuarenta escritores.» Pero, además, el que las rompió fue Don Baltasar de Zúñiga. Y, en último término, es absurdo suponer que se sirvió de esta determinación para alcanzar el valimiento, como se le achaca, «porque traer guerra ninguna proporción tiene con el valimiento, antes con la total ruina, como lo han demostrado privados que indujeron a sus Reyes a la guerra, aunque éstas saliesen bien».
Le culpan de los desastres de la guerra de Cataluña. Y dice: «No sé qué culpa haya tenido el Conde en que el Marqués de los Vélez se retirase con afrenta. Si no llevó bastimentos, ¿por qué fue a Barcelona? Y si no fue y se retiró con descrédito, ¿quién tuvo la culpa? ¿Era el Conde el que se retiraba?» De que en la batalla de Lérida no estuviesen las tropas ordenadas y que no se pelease con disciplina ni valor, «¿tenía parte el Conde? ¿Era por ventura el capitán general o maestre de campo u oficial del ejército?» «Si el general tuvo orden de pelear y peleó mal, ¿en qué pecó el Conde? Si no dio orden y sin ella peleó mal [el general], ¿qué culpa tuvo [el Conde]?»
«En cuanto al fundamento y raíz de esta guerra, bien sabe V. M. lo que han costado a los Reyes sus progenitores estos Fueros, con cuya ocasión los magistrados de Cataluña tomaron pretexto para tan grandes motivos.». El Rey debía saber que las provincias rebeldes, inobedientes, han de ser tratadas con rigor. En Flandes estuvieron engañando a Felipe II diciéndole que si se iban los soldados españoles, se someterían y luego se armaban. «Así el Conde, por no probar los daños y prolijidad de las guerras de Flandes, procuró con aquel poderoso ejército que llevó el Marqués de los Vélez cortar de raíz los daños de la rebelión. Si el Conde no tratara de hacer la guerra, los catalanes en poco tuvieran la autoridad de V. M., saliéranse con la suya y quedáranse quizá en república libre, con grande daño de los Estados de V. M »
«Entender que Cataluña se ha de restituir una vez retirado el Conde es grave hierro, porque esta provincia no lo hará sino por sus conveniencias. Si se vieren oprimidos del francés, harán con él lo mismo que con V. M.»
«Señor, querer entender que se ha de conservar esta Monarquía en los trances peligrosos sin unión ni conformidad entre sí, es ignorancia, aunque las gobernasen ángeles, entretanto que no se reduzca a unión e igualdad en leyes, costumbres y formas de gobierno. Dicen los enemigos del Conde que procuró derribar los Fueros de Cataluña. No ha sido sólo pensamiento suyo, que la abuela de V. M., Doña Isabel, tuvo por mejor conquistarlos.»
A los ataques sobre la rebelión de Portugal, contesta enérgicamente que de ellos «tuvo la culpa el abuelo de S. M., pues debió, hallándose con ejército poderoso ya en Portugal, traerse consigo al Duque de Braganza; que nunca varones de tan alto linaje y con pretensiones de Rey se han de dejar en provincias que fueron cabezas de Imperio y que por genio propio y por aborrecimiento a los castellanos desean restituirse a él».
Debió darse, añade, a los nobles portugueses gobiernos, obispados, etc. Él, el Conde, lo intentó hacer, y fue por ello muy combatido por los nacionalistas, que protestaban de que los extranjeros ocupasen puestos en la Monarquía, con torpe ignorancia, pues esta táctica la siguieron los romanos y todas las grandes Monarquías.
Se le echa la culpa de la pérdida de doscientos millones, pero el cargo no tiene fundamento, pues los ejércitos que necesitó el Rey, en un imperio tan vasto, con transportes, sueldos de oficiales y ayudas de costa, requieren mucho dinero. No fueron, pues, gastos que el Conde inventó.
También se le echa la culpa de las flotas que se hundieron. Con altanería y dignidad responde: «Las pérdidas de flotas enteras por los vientos se imputan al Conde y no sé que a ninguna se la haya tragado enteramente la mar. Si el Conde tuviera a su arbitrio la libertad de los vientos y las aguas y nos predominara, entonces pecara contra el servicio de V. M.; mas lo que obran los elementos, ¿cómo puede estorbarlo sino Dios? Creer que en veinte y dos años no haya habido tempestades en el Océano es un desatino digno del que escribió tantos en este papel.»
Que ha dado sueldos excesivos a sus amigos. No es verdad. «Ningún valido ha hecho menos por sus criados (aun por las personas de talento) sólo por impedir estas hablillas. Si lo ha hecho con algunos,
Respecto de las Juntas que creó y que tanto le combatieron, dice: «Las Juntas, quizá, Señor, convinieron porque habiéndose multiplicado tantos negocios en donativos sal, medias annatas, papel sellado y otros más, en la milicia, pareció que los Consejos, por la multitud de sus materias, no podían darlos breve y pronto despacho, como V. M. necesitaba.» Además, «no las inventó el Conde, que desde el tiempo del Duque de Lerma estaban introducidas; si las multiplicó, fue por dar salida breve a la inmensa muchedumbre de negocios que se acrecentaron».
Sobre si los ministros eran ricos y su comparación con los del tiempo de Don Enrique IV, que eran muy pobres, contesta que Don Enrique era Rey de Castilla, reino pequeño, y Felipe IV lo es de una inmensa Monarquía. La autoridad grande de que hoy gozan los ministros no la inventó el Conde-Duque, sino Felipe II. Se le imputa también que al lado de estos ministros opulentos la Reina no tenía que comer, y contesta: «Supongo que la mala cena que se dice de la Reina mi Señora será cierta. El Erario público, cuando han precedido tantas guerras, no puede estar sobrado.» También, agrega, los Emperadores romanos no tenían a veces dinero, mientras que los senadores estaban riquísimos.
De las quejas de los Grandes de España, dice: «La razón de Estado de los Grandes es mejor dejarla en silencio, pues V. M. sabe por las historias cuan trabajados han tenido a estos reinos continuamente, mientras ellos estaban poderosos y ricos. Y esto no lo hicieron nunca los ministros, aunque tuviesen más riquezas que todos los grandes juntos, pues la mayoría de estos ministros o son de la gente media, o levantados del polvo, y los españoles para tomar cabeza [es decir, para insurreccionarse], atienden más a la alteza de la sangre.»
Se defiende luego del cargo de haber vendido los hábitos. Él daba el hábito a hombres que habían servido al Rey y a los que no se podía pagar. El agraciado vendía el hábito y se resarcía con su importe de lo que le adeudaban. De este modo «creaba más caballeros que estuviesen obligados a servir a V. M.» y además pagaba los buenos soldados, explotando la vanidad de los ricos que podían comprar los honores y no se molestaban por la patria.
Se le dice que ha dado cargos importantes a los obispos, dejando a las iglesias viudas. Con ello, contesta, sirvo al Rey, «por parecer que los obispos servirán a V. M. con mayor fineza en los altos cargos, por ser más desnudos de carne y sangre que aquellos que están sitiados de mujer e hijos».
Se le reprocha que no ha dicho la verdad al Rey. Si esto fuera cierto; si por no decirle la verdad el Rey la ignorase, sería el Rey tonto.
Otra imputación: que encargó el Marqués de Malvezzi que escribiese un libro relatando sus grandes servicios cuando la guerra de Fuenterrabía. Pueril imputación: el Rey sabía lo que hizo el Conde mejor que nadie y sin necesidad de leerlo en ningún libro.
Respecto de la gran cantidad de mercedes que ha recibido el Conde-Duque, contesta: «grandes mercedes le ha hecho, en efecto, V. M.; pero sin duda un generoso pecho entiende que son pocas y responderá lo que otros magníficos Reyes progenitores de V. M.: Pensé que le hubiera dado más.» Compara las mercedes y sueldos hechos al Conde-Duque con los que obtuvo Richelieu, que fueron muchísimo mayores, y eso que la fortuna del Rey de Francia no puede comparase con la del de España. A la conocida acusación del lujo de Loeches arguye: pero «¿qué pinturas exquisitas adornan los cuartos del Conde, qué tapicerías riquísimas, qué joyas contiene de inestimable valor? Unos tapices viejos se consideran como rico homenaje y se atribuyen a cohechos. Ceguedad de los mortales. Que no pueda un Conde de Olivares, primer ministro del mayor señor del mundo, tener unos tapices, comprar un par de lugares, aderezar en Loeches la casa que labró un particular caballero, cuando le dejaron sus clarísimos ascendientes 60.000 ducados de mayorazgo.»
Además, el Conde-Duque dio al Estado mucho dinero. En 1634 gastó «en ayudas de costa, vestido y otros gastos, cerca de 40.000 ducados». En 1638 formó un tercio de 10.000 infantes, gastando 50.000 ducados. En 1641 gastó en soldados de Cataluña 640.000 ducados. Todos los meses daba 60.000 reales de plata para socorrer a las gentes de la frontera de Aragón. Y mucho más todavía para otras necesidades. Sin contar con las caridades secretas. «Mas esta evidencia mejor la entiende V. M. que el que pretendió desacreditar [al Conde] en un papel con tan viles calumnias, ajenas a la verdad y razón.»
Otra de las impugnaciones que constantemente se le hicieron fue la enorme cantidad que se gastó en el Buen Retiro. A ello responde que el Buen Retiro no es del Conde-Duque, sino del Rey. El Rey de España debe tener más de un palacio en Madrid. Además, con lo que se gastó en la construcción se dieron durante muchos años jornales a gentes que no tenían que comer.
El Memorial de Mena hace notar que durante la privanza de Olivares los Grandes se habían retirado de Palacio y desde que aquél ha caído han vuelto a la asistencia del Rey. Contesta El Nicandro con esta acerada insinuación: «Yo entiendo que como hallaron a V. M. solo y sin primer ministro, puede ser que les lleve más el deseo.
Sobre el no haber socorrido a la plaza de Maestricht, que era otro de los cargos públicos que se le hacían, atribuyendo la desidia a la sugestión de las hechicerías de San Plácido, responde que no es verdad, pues el Conde-Duque envió tres ejércitos. Si no actuaron con eficacia, tal vez fue «porque los oficiales estaban divertidos en el juego».
Sobre las muertes que se le imputaron, del Duque de Feria, de Don Gonzalo de Córdoba, de Don Fadrique de Toledo y de otros grandes sujetos y personas reales, así como de diversas prisiones injustas, dice que sólo castigó a los que fueron culpables. «Morirse por ellas, puede suceder en naturalezas de fuerte imaginación, porque ésta altera los humores.» «Si los que recibían estas pesadumbres merecidas se morían de aprensión, ¿qué culpa tiene el Conde de que ellos estuviesen formados con aquel defecto de naturaleza? Y si las pesadumbres fueron justas, por no haber atendido al servicio de S. M., su pena fue morirse.» El Cardenal Espinosa murió cuando Felipe II le dijo: Cardenal, yo soy el Presidente. Y no por eso se culpa de asesino a Felipe II. Sobre las muertes de personas reales, es necio defenderse: «Si murieron los Infantes, bien notorias son al mundo las enfermedades de que murieron.»
Que el Rey le visitó en su cuarto, con exceso de familiaridad, topándole «con una toalla en la cabeza»: he aquí otro de los cargos del Memorial. Nada hay que decir. El Conde no pidió al Rey que fuera. Si fue, lo hizo por su gusto y le encontró como estaba.
Sobre la acusación de que Olivares quitó a los Consejeros su libertad de votos, la acusación es fútil. Para que así no fuese, «inventó las ventanas del cuarto de V. M. para que el Rey oyese los pareceres y votos de los ministros y éstos pudiesen hablar libremente», sin más coacción que la natural que da la presencia del Soberano. Lo que ocurría es «que el ingenio superior del Conde, con sus razones y experiencia, reducía a todos a su parecer. Los ministros, convencidos, convenían muchas veces con lo que afirmaba; pero cuando hallaba razones fuertes en la parte contraria mudaba de opinión, como varón prudente, de lo que se podrían traer muchos ejemplos».
Al defenderse de la comparación, depresiva para él, que sus enemigos hicieron entre su política, desastrosa para España, y la política triunfante de Richelieu en Francia, el autor de El Nicandro expone —con terrible claridad, ante la Historia— la clave de toda la política española de los Austrias y, desde luego, la del Conde-Duque. Richelieu, en efecto, triunfó, pero fue aliándose con los herejes. Si España hubiera prescindido de proteger a la religión por encima de todo, «se habría tenido otro resultado, aunque no le pese de no seguir las máximas detestables de Richelieu, aunque [el no seguirlas] le haya costado tanto; que más le importa a V. M. agradar a Dios que la pérdida ni conquista de los reinos».
El Conde-Duque, en efecto, no conquistó, como sus enemigos le arguyen, nuevos reinos. Pero él nunca trató de conquistar nada, sino de unificar la Monarquía. Algunos de los reinos de esta Monarquía, como Cataluña, no sirven en igual medida que los otros, y esta injusticia es la que el ministro trató de corregir.
El Memorial que ataca al Conde-Duque aconseja al Rey que en adelante escoja ministros que sean queridos del pueblo. «Sin duda ignora lo que es el pueblo. Cuando vivía el Duque de Lerma, el común sentir decía que no había peor ministro ni mejor que el Conde cuando empezó su privanza. Todo lo nuevo place a los hombres plebeyos que desprecian lo presente y aman lo porvenir que no conocen. El pueblo, Señor, con que tenga pan en abundancia y que valgan baratos los mantenimientos, se tiene por muy contento, gobiérnelo quien quisiere. Sólo desean la novedad los que juzgan que han de medrar con la mudanza.»
Hace alusión luego a consejos que el Rey recibió de religiosos que, sin duda, invocaban revelaciones sobrenaturales para exigir la salida del Conde-Duque. Quizá procedentes de Sor María de Agreda, que se mostró siempre tan adversa a Olivares. Dice, en efecto, El Nicandro: «Pero de lo que yo me río y me indigno y me compadezco es de algunos hombres que con pocas letras y apariencias de virtud han querido desacreditar las acciones del Conde introduciendo revelaciones de mujeres devotas para apoyar que ha sido divino influjo el apartamiento [del Conde-Duque], como si Dios necesitara de estos medios cuando podía inspirar a V. M. y revelarle sus decretos soberanos, que fuera más conforme a razón y al modo de su sabia procedencia. Pero que trate con mujeres encerradas los puntos de la Monarquía que a V. M. tocan, no es justo pensarlo de Dios, que no ha usado de estos modos con su Iglesia.» «Además, si V. M. tuviera revelaciones semejantes, debía examinarlas mucho por no errar, pues muchos ejemplos en su tiempo de hombres y mujeres que con aparente virtud engañaron y fingieron revelaciones de su cerebro o las soñaron o fueron ilusos del demonio o padecieron error en la fantasía. Y en España ha cundido más este mal porque ven que con semejantes embelecos adquieren aplauso, regalos, dinero y séquito.»
«Y no es de menor sentimiento el que los predicadores usen de las palabras divinas para apoyar sus pasiones y que con la espada del Evangelio quieran vengarlas», «haciendo el púlpito teatro de la vida y de pecados». Estos predicadores «saben acomodar los pasquines al Evangelio». Pero el Rey se dará cuenta de que el Espíritu Santo no interviene en esto, como tales predicadores dicen. Los mismos textos que ahora manejan contra el Conde-Duque manejaban antes para defenderle, cuando estaba en el valimiento, argumentando entonces como ahora con el Espíritu Santo y con los Libros Sagrados. «¿Cómo el Espíritu Santo puede decir dos cosas contrarias?»
Como se ve, los amigos del Conde-Duque que redactaron El Nicandro defendieron bien a éste de estos predicadores metidos a políticos por su conveniencia, que, por desgracia, no han desaparecido todavía.
Termina la defensa del Conde-Duque reconociendo que es cierto que éste «ha sido desgraciado en algunos sucesos, en estos últimos años». Pero es cosa universal. «Este tiempo es semejante a aquellos en que todas las naciones se trastornaron y dieron que sospechar a grandes espíritus que llegaba el último período de los hombres.»
En suma, los defensores de Olivares recurrían una vez más en el curso de la Historia a suponer que, puesto que a ellos les iba mal, es que el mundo se deshacía. Por centésima vez aparecía en el horizonte la sospecha del fin del mundo, el cual, todavía había de durar unos cuantos siglos más.