APÉNDICE XXVI: Carta del P. Oreña al Conde-Duque sobre la muerte de Doña Marina de Escobar (llamada también «La Costurera de Fuensaldaña») (380)

«Carta que el Padre Miguel de Oreña, rector del Colegio de la Compañía de Jesús de San Ambrosio, de Valladolid, escribió al Excmo. Sr. Conde-Duque sobre la muerte de la Señora Doña Marina de Escobar»

Perdone V. E. la mano ajena, que no puedo aprovechar de la propia, para escribir lo que pasó en la muerte de la Señora Doña Marina de Escobar, y porque V. E. no tiene tiempo para leer largas historias, ceñiré ésta en breves palabras. El jueves, día de la solemnidad del Corpus, fui a confesarla y a decir la misa a las cuatro y media de la mañana, como lo hacía otros días, y dándose cuenta me dijo que dos horas antes, poco más o menos, había visto en su aposento al demonio, haciendo representación de la persona de Jesucristo, Señor Nuestro, pero que ella le había conocido luego y que en el mismo instante, uno de aquellos santos ángeles que siempre la asistían había acudido y, dándole muchos golpes con un látigo, le había echado de allí. Y añadió: Temo que me ha hecho algún daño, arrojándome algún veneno, porque luego se llegó a mí el santo ángel de mi guarda y me pasó la mano por la frente y por la cabeza, como halagándome y aplicándome alguna medicina. Poco después vio bajar del Cielo a Jesucristo, rodeado de muchos ángeles, y estuvo con ella consolándola y alentándola y la comulgó espiritualmente. Esto y otras cosas que pasaron me lo refirió muy despacio, y yo dije misa y la comulgué y me volvía a mi casa, adonde fueron poco después sus compañeras a confesarse y comulgar y me dijeron que apenas había yo salido de la suya cuando de repente había dado a su señora un dolor de hijada, muy fuerte, con lo que quedaban muy afligidas. Oílo, y aunque sospeché era efecto del demonio, no reparé mucho, por ser en ella tan frecuentes los dolores y variedad de tormentos que continuamente padecía, continuándose este dolor aquel día y comenzando otros de pecho y estómago que la tenían en gran aflicción. Pero la mayor resultaba de unas ansias de corazón y unas congojas tales que ella y los médicos y yo, que la asistía con las de casa, echaríamos de ver que no podían proceder aquellos efectos de causa humana. Pero como ella fue siempre muy inclinada a proceder en todo por los caminos y medios ordinarios, se dejó curar de los médicos que la aplicaron los remedios de que era capaz su flaqueza; pero todos tan sin provecho que, como ellos mismos reconocían, antes aumentaban los dolores, los cuales se extendieron por todas las partes del cuerpo, de suerte que ninguna dejaron libre, sino sólo la cabeza, en donde el santo ángel había tocado con su mano, previniendo aquella parte para que pudiese proseguir el ejercicio, en que continuamente está, de la presencia de Dios y comunicación con Su Majestad y con los ángeles y bienaventurados del Cielo. Con estos tormentos tan rigurosos se fue atenuando la naturaleza, de suerte que juzgaron los médicos que era conveniente darle el Santísimo Sacramento. Pero como aquel día había veces en un día, hice que se dilatase para el siguiente, en que le dimos el Señor a las seis de la mañana, trayéndole de su parroquia para ejemplo de todos, aunque en casa comulgaba cada día. Recibióle con gran sosiego, aunque le duró poco más de una hora, porque luego volvieron los dolores con gran fuerza y tan grandes que los médicos, espantados del espectáculo, no hacían más que encoger los hombros y volverse, sin aplicar remedio ni aun decir palabra. Las compañeras y yo, que asistíamos de día y de noche, tampoco podíamos hacer más que llorar y compadecernos, con gran sentimiento, de ver padecer tanto a una santa criatura. Preguntábale algunas veces cómo le iba en el interior del alma, y respondióme: "Padre, con grandes oscuridades y desamparos me tiene Nuestro Señor; pero hágase en mí su santísima voluntad y vengan sobre mí muy enhorabuena todos esos tormentos que su bondad permitiere, si bien el que mucho siento es un modo de rabia que despierta en mí el enemigo y que me da bien a entender que no cesa." Aunque era de natural muy reposada y por su santidad muy sufrida, pasaba ahora de día y de noche en un grito, de modo tan sentido, que se descubría bien la fuerza del tormento. Y para que se haga algún concepto, diré a V. E. lo que le pasó hace diez años. Pocos días antes que muriese el Padre Luis de la Puente vio en aquella ocasión al demonio, que en figura horrenda venía hacia donde ella estaba, vueltas las espaldas y andando hacia atrás, y a poca distancia se volvió a ella y con una presteza increíble, juntando el polvo del aposento, la abrió la boca y se lo hizo tragar y, luego, con la misma velocidad, la puso debajo de las espaldas un gran brasero encendido, que le pareció a ella que le había abrasado y que el tormento no había sido menor que si la hubieran arrojado en una gran hoguera. Con aquel polvo y calor se le cuajaron cinco piedras en el cuerpo que la tuvieron poco menos de cinco meses con grandes tormentos, y con ser así que una como un piñón o menor los suele causar tan grandes como la experiencia enseña en muchos, y con ser cada una de estas piedras, cuando las echó, tan grandes como la yema de un huevo, con todo sufrió aquellos tormentos con tan gran sufrimiento y paz que raras veces se la oyó levantar la voz quejándose. Pero en esta ocasión, como era la última que Dios daba al demonio, como ella deseaba y ella se lo oyó decir muchas veces y me lo refirió a mí, aprovechándose de la ocasión el demonio, con toda su potencia, permitiéndolo Dios para mayor corona de la sierva y para que no la faltase la del martirio, que ella tanto tiempo había deseado. Pasó así hasta el lunes, día de su muerte, que a la una de la noche me dijo que le parecía Que sería bueno que la diesen la Extremaunción. Y volviendo luego los dolores con la misma furia y con el mismo sentimiento y quejas suyas, que oyeron muchas personas, hasta las nueve y media de la noche, en que cesaron todas y pude hablarla algunas palabras, pero pocas; luego comenzó a suspenderse en un rapto su espíritu, que duró desde aquella hora hasta el jueves, poco antes de las diez del día. En estos raptos y suspensiones la había hecho Dios tan singular merced, que estaba en estrechas relaciones con Dios y en altas revelaciones y visiones, y a pesar de ello podía responder cuando la llamaban y comunicar con alguna persona que entraba a hablarla, aunque, como ella decía, le costaba a la naturaleza algún trabajo por estar entonces el alma tan llevada del amor de Dios y atenta a los misterios que la enseñaba y secretos que la descubría. Y como yo sabía esto, pregúntela, estando presentes su compañeras, si se acordaba de Dios. Respondióme con gran paz y gracia, como sonriéndose, y dijo: "Bueno está eso." Porque sabía que no ignoraba yo que hacía muchos años que en ninguna ocasión, comunicando con criaturas o padeciendo dolores y tormentos, apartaba jamás de Dios la vista de su alma. No quise decir más, porque me acordé que la había revelado Nuestro Señor muchos años antes, y después de la primera vez otras muchas veces, que no la quería decir la hora de su muerte, por que no la convenía, pero que la daría una señal y era que antes de su muerte tendría un rapto y suspensión de sentidos, que duraría muchas horas, y solía decirme que estuviese atento a aquella revelación para que no la enterrasen viva. Viendo yo que duraba tanto, juzgué que aquella era la última señal y que aunque estaba tan sosegada y no con malos pulsos, estaba cercana la muerte y el dichoso tránsito de aquella alma que tanto y tan de veras había amado y servido a Dios en la vida mortal, y así tomé un Santo Cristo que muchos años había tenido en su cabecera, y poniéndolo delante de su rostro me estuve con él en la mano hasta la hora dicha de las diez del día, que fue el 9 de junio, en que haciendo un pequeño movimiento dio su espíritu a Dios, que para tanta gloria la había criado, dejándome con firmes esperanzas de que se cumpliría una revelación que el Padre Luis de la Puente tuvo y se la escribió en un papelico, estando él en la cama muy apretado de dolores. Y le dice en él estas palabras de su mano y con su firma: "Quiérola decir, para su consuelo, lo que hasta ahora la he callado. Esté cierta que desde la cama volará al Cielo." Es conforme (esta relación) a otras que ella también tuvo de nuestro Padre San Ignacio y de otros santos patriarcas que la dijeron que en su tránsito se hallarían presentes, con muchos ángeles y almas bienaventuradas, y la llevarían consigo a la celestial Jerusalén que en sus oraciones el Señor tantas veces le había enseñado ya alguna participación.

Súpose luego en el lugar la muerte de esta santa señora, y movida la gente con afecto de verla y besarla los pies, acudió en tanta frecuencia y multitud que para que no se ahogasen unos a otros y la casa, que es pequeña y vieja, no se hundiese, fue necesario que Don Pedro Carrillo, colegial de Santa Cruz, provisor del señor obispo, enviase seis sacerdotes para que, con penas y censuras, apartasen la gente y no la dejasen entrar. Pero no siendo esto bastante, mandó el acuerdo que asistiesen allí los alcaides para este efecto, los cuales vinieron luego, y con asistir de día y de noche Don Juan Arias de la Rúa, alcalde del crimen, y el alguacil mayor de Chancillería y el teniente de la ciudad, estando uno a la puerta con muchos alguaciles, y otro a la escalera, y otro donde estaba su santo cuerpo, todos con alguaciles, no podían apartar la gente que de todos estados acudió, la que había en Valladolid, con gran piedad y devoción, así religiosos como seglares. Y todos puestos de rodilla, la besaban los pies y pedían que les tocasen los rosarios en sus manos, y en esto se pasó aquel día y parte de la noche, hasta el viernes, a las cinco de la tarde, que, por ser muy copiosa la lluvia, se estaban mojando en la calle, sin querer apartarse, volviendo una y muchas veces mucha de la gente más granada para besarla los pies. En este tiempo la Iglesia mayor y algunos capitulares, con deseo de tener sus reliquias, trataron de mirar si había alguna causa para que pudiesen llevar a aquel santo cuerpo, y viniendo a mi noticia esta diligencia, hícela, con el acuerdo para que en caso necesario me diesen su favor para que se cumpliese la voluntad de la difunta y la de Dios, que muchos años antes había declarado que su cuerpo se enterrase en la Compañía, donde su alma había sido enseñada en los misterios divinos desde los principos de su niñez; pero ningún medio ni auxilio de la justicia fue necesario, porque habiendo el Padre fray Andrés de la Puente, de la Orden de Santo Domingo, manifestado esta voluntad de Dios y los del Cabildo y ciudad, que en secreto habían consultado el intento, conformaron la suya con la divina, y de una y otra parte me enviaron comisarios, dos prebendados y dos regidores, ofreciéndose y tomando por su cuenta desde entonces todo lo que se había de hacer, así en el entierro como en el novenario que pensaron hacer a la memoria de esta santa vecina, que fue tan grande la devoción con que esta piadosa ciudad abrazó el acuerdo, que éste fue uniforme y general, deseando cada uno para sí la suerte de esta comisión, y no queriendo ninguna cederla en otro. Por lo que se tomó por conveniencia el sortearla, y enterrarla en un ataúd cubierto de carmesí con franjas de oro, forrado por dentro con raso blanco, con seis cerraduras doradas, para que se diesen dos llaves al Cabildo, dos a la ciudad y otras dos que quedasen en nuestro poder, en lo cual convine con mucho gusto.

Puesta en el ataúd, cesó, con particular providencia divina, la lluvia, que hasta entonces había sido muy copiosa. Se juntaron todas las religiosas. La clerecía de la ciudad y Cabildo de esta iglesia y todas las Cofradías con sus pendones, dando la cera, a su costa, el Vizconde de Biloria, que fue toda blanca, y de ese color se ha gastado todo el novenario. Sacaron el cuerpo los regidores de la ciudad sobre sus hombros, y por consuelo del pueblo, que estaba todo por las calles y ventanas, le llevaron por las calles más públicas, mudándose unos después de otros, queriendo todos tener parte en aquel oficio de piedad y llegando a la primera posa, donde se había de parar con el santo cuerpo, al tiempo que le iban a poner sobre un bufete que para esto estaba aderezado, fue tanta la gente que de tropel acudió a tocar los rosarios y otras cosas que para esto traían, que a palos no podían apartarlos la justicia, y porque no sucediese algún desmán se resolvieron, el Cabildo y la ciudad, a no hacer otra parada, y así prosiguieron por las demás calles y plaza Mayor, tocándose a este tiempo todas las campanas de la ciudad hasta llegar a la casa profesa de la Compañía, donde estaban ya los alcaldes Don Pedro de Alarcón y Ocón y Don Francisco Arias de la Rúa, para hacer lugar a los eclesiásticos, y donde todos los que hay de la Compañía en estas tres casas y los caballeros del Hospital del Esgueva, estaban esperando el santo cuerpo. Allí los recibieron y colocaron en un túmulo bien aderezado con gran cantidad de velas y hachas, haciendo el oficio la Iglesia mayor, asistiendo el Cabildo y ciudad, con grande multitud de todos los estados, y acabado el oficio se despidieron, dejando el cuerpo sobre el túmulo por haberse ofrecido al pueblo que lo gozaría allí dos o tres días, para que pudiesen verle y lograr su devoción, que así honra Dios a los que por su amor se quieren esconder y sepultar en vida, como esta santa señora, que por espacio de tres años había estado padeciendo tan graves tormentos en un calabozo, que tal era su aposento, donde no se veía luz, sino es la de un candil que de noche y algunas horas del día estaba encendido, continuándose allí en perpetuo milagro, pues en todas las necesidades a que la miseria humana está sujeta y en cuerpo tan afligido de varias enfermedades, jamás se sintió en aquel aposento mal olor, como si estuviera en medio de un campo ventilado por todas partes.

Pasada aquella noche, cuando amaneció el día siguiente volvió que se pasaría mucho trabajo en el entierro si se supiese la hora, mandó que la diesen sepultura en una bóveda que para este efecto se había hecho en el presbiterio del altar mayor, llegando al cuerpo y hallándole con algún mal olor, contra lo que se esperaba, y dándome aviso de esto a mi casa de San Ambrosio, hice que llamasen a sus compañeras que habían compuesto el cuerpo difunto, y llegando ellas y mirándole hallaron que había echado por la boca gran cantidad de sangre y materia, que era lo que causaba el mal olor, porque habiéndole quitado aquella materia quedó el cuerpo sin género de mal olor y tan tratable como si estuviera vivo. Entonces se conoció la verdad de lo que ella me había dicho: que sin duda el demonio la había arrojado algún veneno y éste fue el que causó aquella postema, como en la otra ocasión el fuego y polvo causó las piedras, y de allí se habían derivado los tormentos a las demás partes del cuerpo, de las cuales, ninguna, desde la cabeza abajo, quedó libre, porque los tuvo vehementísimos en la garganta, pecho, estómago, costado, brazos y piernas, con tan grande extremo que ninguno puede formar concepto de lo que allí pasó, si no es los que estábamos a la vista. Y aun el Dr. Canseco, que la curaba, llegándose a mirar si tenía alguna inflamación en la garganta notó que, como en otras ocasiones de corrimientos y dolores de muelas, era el olor de su boca de un cuerpo sano y bien complexionado, y en esta ocasión sintió aquel olor que procedía de la postema y aunque por entonces no reparó en la causa, después, haciendo reflexión y advertencia, lo reconoció.

El martes siguiente se comenzó el novenario, que se repartió entre las religiones de Santo Domingo, San Francisco, San Agustín, Carmelitas Descalzos, Trinitarios, Mercenarios, clérigos menores, la Compañía, iglesia mayor y ciudad. Y si bien los días antecedentes era mucho el concurso de gente que acudía a visitar el santo cuerpo, desde aquel día hasta el último, que fue antes de ayer, han sido tan copiosos que, con ser la iglesia tan grande, no cabían más, subiéndose los que podían sobre los confesionarios, sobre las cornisas de la iglesia y sobre los bancos del coro, asistiendo allí, desde la mañana hasta la una del día, que es la hora en que comúnmente acababan los sermones, en los cuales se han dicho muchas cosas de sus virtudes y algo de sus revelaciones, profecías y milagros. Pero todo lo que se ha dicho y se dirá en otros años y todas las honras que personas particulares, caballeros y comunidades quieran hacerla y proseguirán desde el lunes, todo es nada, respecto de lo mucho que se puede decir. Pero dos cosas, fuera de otras muchas milagrosas que han sucedido, se han notado en estos concursos: una es que desde que sacaron aquel cuerpo descubriese la cabeza, ni en todo el novenario se ha visto en la iglesia que pasadas las cuatro o cinco personas, las demás se hayan puesto el sombrero. La segunda, que viéndose muchas veces en semejantes concursos llegarse los caballeros mozos y otros hombres a hablar con mujeres, aun estando descubierto el Santísimo Sacramento, en esta ocasión, entre tanta gente y tan numerosos concursos, no se ha visto hombre alguno hablar con mujer ni hacer ruido en la iglesia, donde hubo un silencio tan grande como si la gente fuera mucho menos.

Concluyo por decir que viendo el señor obispo la aclamación universal del pueblo, las ansias con que todos piden y buscan cualquiera cosa que haya sido de esa santa, que estiman y veneran por grandes reliquias, me ha llamado dos veces y me da mucha prisa para que hagamos las informaciones. Y para obedecerle, me retiraré dos o tres días para hacer el interrogatorio. Sírvase el Señor mi deseo y guarde a V. E. con los aumentos de sus vidas y dones que siempre le suplico. —Valladolid y junio, 24 de 1633.»

Pocos documentos podrán dar idea de la psicología de la época y de aquel pueril fanatismo, que se quiere hacer pasar como religiosidad verdadera, como esta interesante carta, dirigida al primer ministro. Prueba también que sucesos de esta clase eran verdaderos acontecimientos nacionales. Años más tarde el Padre Puente publicó la vida de esta pobre mujer (223). Del P. Oreña, que llegó a Provincial, hay algunas noticias en (491), XIII, 51, 341, 343, y XVI, 481.