«Señor: Habiéndose V. M. servido, desde que entró a reinar, de poner en mis manos, no sólo la distribución de la Monarquía y las mercedes, sino también los consejos, y habiendo yo atendido a lo primero con singular rectitud y limpieza, en lo segundo he puesto siempre la vigilancia que pide Rey tan grande, materias tan grandes, provincias y corona tan dilatadas y extendidas; y no sólo me he procurado explayar por las de afuera, sino también en las domésticas y de dentro de casa, hasta las más mínimas de este palacio, que no son de menor cuidado que aquéllas, ante las que se deben examinar con suma asistencia y aun tener, sin duda. Entre mucha y muy varias, de que he confiado, avisado y prevenido y hecho muy largos papeles (que algunos se hallarán en los archivos), servicio, según yo pienso, entre los grandes el mayor es el de los Serenísimos Infantes, que V. M. tiene tan cerca de sí. En los años pasados y en algunas ocurrencias, ya que he procurado observar sus inclinaciones y que me avisen de ellas los más asistentes, he conferido algunas con V. M., empero con más templada advertencia entonces, por no haber sido los años de tanto cuidado, si bien se diferían los remedios para lo de adelante y cuando ellos estuviesen en sazón, que si no se pudiesen temer, por la virtud esclarecidísima de los sujetos, se pudiesen prevenir, como lo enseña la prudencia, maestra y guía de todo afecto altamente fortunado.
Encuentros, sin embargo, ha habido en este caso y algunos en que reparar; empero la insuficiencia de los años no ha dado lugar. El uno es ya casi de veinticinco años y el otro de veintitrés, edad sazonada para todo; ambos robustos y bien proporcionados, y en los rostros lo viril del sexo, con veneración y respetos, de claros juicios, ingenio, sagacidad y prudencia; pasando de hermanos a amigos, más de lo que en personas tales es lícito; y si bien el primero no tiene noticia de las letras, no ignora la parte que le conviene y no se descuida la naturaleza de dotarle de circunstancias altamente aventajadas; el segundo tiene muy grandes principios, así en letras humanas como en las militares y de resaltar los intentos y estirarlos a más de lo que le concede su esfera. No pretendo yo, Señor, ponderar aquí ni asombrar a V. M. con los ejemplos, repetidos continuamente, de las historias antiguas y modernas, así naturales como extranjeras; que en Príncipes tales y en hermanos tan ejemplares a otros en la obediencia y respeto, en el amor y en la fidelidad, no se puede inferir cosa que no sea digna de la candidez de sus pensamientos, ni se puede regular por aquellos a quien no concedió el cielo ni prohijó la naturaleza, con tan heroicas y esclarecidas costumbres, como a los dos Serenísimos Infantes. En lo que yo he reparado siempre, y he puesto el cuidado del aviso, es en aquellos que les pretenden alterar y hacerse lugar en su gracia, así grandes como medianos; unos por necesidad que de ellos tienen; otros por usar de la gloria del valimiento, y todos éstos no con las costumbres que se requieren, no con el lado de personas tales ni con las virtudes que aun a ellos mismos les conviene; cosa sobre que se debe velar mucho. Don Antonio de Moscoso, después de la expulsión del obispo de Segovia, su hermano, es dueño absoluto de la gracia del Infante Don Fernando, y a ésta se llega el Infante Don Carlos, y ambos son conducidos por el Don Antonio, no con el estilo y decencia que pide el decoro y reverencia de personas tan altas; y, como ya otras veces he avisado a V. M., no conviene que ninguno tenga Privado, ni que corran por cuenta de su Palacio sus excesos. Puestos allá afuera, y en lugar o provincia apartada, no toca a V. M., tan lejos, examinar por menudo las acciones y los pasos. Los hombres de prudencia impugnan esto, los de conciencia agravan la de V. M. en que no lo remedie, y la mía en que no lo avise, y más cuando V. M. descansa en estos cuidados sobre mis hombros y ha renunciado en mí este derecho. Para obviar esto, he propuesto a V. M., con particular desvelo y atención, que conviene enviar a Flandes al Infante Don Fernando; lo uno, porque de esta manera podrá apartarle o dejar aquí a los criados que no conviene asistan a su lado; lo otro, será de notable alivio para la Hacienda, porque no puede llevar sobre sí la opulencia tan exorbitante de criados, como se le pusieron en la casa: bien que fue yerro mío, pues quise hacer una honrada oposición a los pasados, de la que a V. M. se le puso, vanagloria que en varias ocurrencias vendí yo a S. A., diciendo no se había puesto a Príncipe casa tan magnífica, si bien excedía a las fuerzas del caudal. En esta manera, Señor, se ha tocado el arma a S. A., y se ha avisado a muchos que en esta novedad han de peligrar, para que suspendiesen la viciosidad de sus raíces y las destroncasen, y aun señalaron muchos, y esos los menos y más útiles. El Don Antonio, excediendo del modo con que se debía y templanza que se debe, ni las cosas del arzobispo con la limpieza que es justo y la que V. M. manda profese cualquiera de las jerarquías de su Gobierno: las más de las prebendas y dignidades consultan los ministros eclesiásticos a su devolución, y se dan por su orden, y S. A. lo quiere así; a su puerta acuden todos los clérigos de su arzobispado y los seglares que tienen oficios en él, y sale de su casa con populoso acompañamiento, en que me dicen está muy aprovechado, y le ha valido grueso número de escudos. Las mejores prebendas pretende dar mañosamente a su sobrino, haciendo les pida la Reina, nuestra Señora, al Infante, para con estas cautelas dárselas, sin que V. M. las pueda repugnar, como los días pasados lo hizo con el arcediano de Madrid, en que fuera justo representar persona en Roma, que diera alguna pensión a la Marquesa de Baldonquillo o a sus hijas, por haberle tenido Don Rodrigo Enríquez, su marido. Sin embargo de esto, y como ya V. M. sabe, pidió S. A. para el Don Antonio uno de los oficios mayores de su casa, que habiéndosele denegado, no querer creer S. A. es mandato de S. M. éste, sino que yo lo quiero, y repugno el defecto y la pretensión.
De aquí, Señor, nacen discordias e inquietudes en su Palacio, y en el amor resfriarse, para con V. M. y aun zozobrar en el respeto y en la obediencia; y enseñándole la carta, el otro día, de la señora Infanta de Flandes, y la consulta del Consejo de Estado, en que amorosamente se le avisaba no convenía llevase Privado a Flandes, que aquella nación no lo consiente ni afecta el nombre de español, cuando y más de Privado, ni que diese nombre de tal a ningún criado suyo, la ira fue notable, y volviéndose contra mí, me dijo era traza mía y que yo era el actor de este hecho. De suerte que, para con S. A. y para con ambos, voy ya corriendo fortuna; se irritan contra mí, y no dudo harán observar a V. M. que pretendo alzarme con el mundo, con V. M. y señorearlo todo. Señor, mi celo siempre es de aconsejar a V. M. lo que importa a la felicidad de su quietud, descanso y conservación. El señor Infante Don Fernando es muy conjunto y con muy estrechos vínculos de amistad al Infante Don Carlos; después de haber vuelto a Palacio el Almirante de Castilla, por suprimirle, es muy conjunto al Almirante; éste y el Moscoso son deudos y más que todo amigos; a éstos se arriman otros sujetos menores, necesitados y codiciosos, con que se corrompe lo más esencial de todo que son las virtudes. A estos muchos mal afectos, deudos y parientes, unos ambiciosos y otros castigados, la misma materia de esto castiga. Esta dudosa liga, tan en el corazón y centro de su Palacio y casa, conviene de todas maneras dividirla si, como yo lo he pensado, se ajusta con el parecer de V. M. (que no lo dudo); lo que se habla, me dicen, veces he sido del parecer que el señor Infante Don Fernando pasase a Flandes, hoy los accidentes que han recaído sobre aquellos estados lo dificultan, por estar tan llenos de personas reales, como la Reina Madre de Francia y el Duque de Orleáns su hijo, donde las dependencias de los lugares y cortesías pueden ocasionar disgustos y desavenencias, despertar accidentes y desbaratar intentos; sin embargo de haberse observado antes que no era compatible, gobernando la señora Infanta, estuviese al arbitrio y parecer suyo un Príncipe que parece puede gobernar mayores cosas, con tanto mayor inconveniente ahora, cuanto no querer la señora Infanta soltar las riendas de aquel Gobierno, como legítima y dote suya. Que al presente no era de parecer se fiasen tan pronto de un hombre, sin experiencia y sin más razonado consejo, las armas de aquellos Estados y que, entre tanto que las cosas se ponían en el ser que convenía, era de parecer, si era digna su opinión de este consejo, que S. M., entre los que había sido servido de admitir y de favorecerle, apoyase éste; asegurando que era de los mayores servicios que le hacía, y la noticia que le habían dado ser primer ministro casi doce años, le hacían capaz de esta confianza. Que S. M. tenía Cortes pendientes en Barcelona, y que debajo de este pretexto, a que tan bien se paliarían y arrimarían muchos que irían ofreciendo el suceso y él haría meditando, podía S. M. sacar de la Corte y de sus servidores al Infante Don Fernando, con voz de que le habilitasen los brazos eclesiástico, noble y universidades, que se contienen en uno, y dejarle allí para que las acabase; y que el Moscoso, como hombre asido a las cosas de las Corte, a su casa y a su mujer y a ser dado poco a jornadas, y más ésta que era de cien leguas y con ruido de otras mayores, como de pasar a Flandes, la rehusaría; y más, viéndose defraudado de la golosina del arzobispado y con incertidumbre de los intereses y medios forasteros, lo rehusaría; que no hay tal materia de Estado como disponer de tal manera las cosas y supeditarlas de suerte que los mismos interesados las aborrezcan: sin embargo de que novedad tal la entenderá por las controversias pasadas, todo fiel y celoso vasallo del servicio de su Rey debe darse por entendido, suspenderse y ceder en aquello que le desagrada; pues ante todas cosas es primero su Rey que su amo, porque aquél es su verdadero dueño y el otro es supuesto. Y que caso de que quiera ir y abandonar la decencia y el respeto, habrá orden expresa que arrostre los impulsos de inadvertido y le hundan; que para apartar al Almirante del Infante Don Carlos, Príncipe apartado de esta liga, y cerrado y ausente, aquel cuarto será muy diferente, como se espera de su apacible y clarísimo natural.
Supuesto que en los Estados de S. M., así en los confines de Italia como en los de Flandes y dentro de Alemania, hay gruesísimos ejércitos en los unos que amenazan tempestades y en el otro estragos y desolaciones, se procuren para este efecto inventar coronistas que se pongan en cabeza de los Grandes; ordenándoles que vayan a sus Estados a ver la gente que podrán levantar para conducirla a la frontera de Perpiñán, haciendo plaza de armas en Barcelona, asimilando que el Infante Don Fernando ha de ser el caudillo y disponer de esta gente, cercándole de hombres graves y de canas, para tenerle más murado y aun preso; porque no deja de ser delito mostrar ceño a las órdenes de V. M. y luchar con aquel que es su misma voz, su mismo corazón y semblante y persona y responderle con saña y aun con amenaza; suceso que en su manera se debe reprimir y componer, no sin dolor y sentimiento del brioso, suponiendo que es en alguna manera repugnar a los designios de V. M. y objetar sus mandatos; ejemplo que aun los mayores le toman y aun le temen los notables.
En esta forma, Señor, saliendo de aquí el Almirante, también habrá modo como no vuelva; el señor Infante, con diferente modo, estilo y mejor ocupación quedará en Barcelona; el señor Infante Don Carlos, más quieto y mejor opinado, en el cuarto de V. M.; Don Antonio en su casa, sin ser instrumento de disgustos; el Almirante, sin patrocinar la cuadrilla y todos los demás, o encogidos en sus trazas o amedrentados en el suceso; que ver deponer a los otros no es cosa para no abrazar la enmienda y dejar los caminos siniestros. Parte de estas cosas sabe V. M., las ve y las toca dentro de su Palacio y se las he visto yo afear y aun fulminar el castigo contra los asesores; parte se las he dicho, avisado y prevenido; parte ha recibido en los consejos de su confesor. Este recuerdo no es dado de repente, sin consideración y sin tiempo; despacio se ha pensado, a costa de muchas vigilias se ha madurado y dirigido a lo que conviene; a V. M. le ama quien le aquieta y compone, atiende a su seguridad, avía a su sosiego, advierte al decoro de su autoridad; por tanto, conviene usar presto de la regla principal del Estado, lo cual enseña que, pues este punto se ha pensado despacio, se ejecute apriesa.»